Durante la suspensión del culto público, muchos obispos y sacerdotes mexicanos se concentraron en las ciudades importantes o en el extranjero; otros, muy pocos, decidieron arriesgarlo todo permaneciendo en sus circunscripciones territoriales. Ese fue el caso del Beato José Isabel, cuya fe, esperanza y caridad, constantes en su vida personal, lucen sobre manera en su martirio; en estado de persecución religiosa siguió atendiendo a los fieles, tanto en la cabecera de la Vicaría, como en numerosos ranchos.
El Padre Flores administraba los sacramentos con toda cautela en domicilios particulares, pues ser denunciado a la autoridad pública equivalía a aprehensión, tortura y muerte.
Precisamente un protegido suyo, Nemesio Bermejo, denunció su paradero al presidente municipal de Zapotlanejo, Jalisco, Rosario Orozco, cacique de la región y anticlerical furibundo. La madrugada del 13 de junio de 1927, Orozco y un grupo de subordinados, sorprendieron al Beato Flores Varela, mientras se dirigía del rancho La Loma de las Flores a Colimilla, donde se disponía a celebrar la Eucaristía.
Fue despojado de su cabalgadura y sin consideración a sus 60 años de edad, fue obligado a caminar sin tregua una distancia considerable. En el curato de Zapotlanejo, transformado en cuartel, se representó una farsa de juicio, Orozco le ofreció liberarlo si aceptaba públicamente y por escrito, la ley reglamentaria del Artículo 130 de la Constitución; el padre Flores rechazó la oferta.
La mañana del 21 de junio, luego de ocho días de agresiones, cuatro subordinados de Orozco condujeron a la víctima al cementerio de esa municipalidad; deslizaron una reata a la rama de un árbol y le lazaron el cuello; para atormentarlo lo suspendían hasta casi provocarle la asfixia; la operación se repitió tres o cuatro veces para finalmente amagarlo con sus armas.
El mártir, muy sereno, les dijo: Así no me van a matar hijos, yo les voy a decir cómo; pero antes quiero decirles que si alguno recibió de mi algún sacramento, no se manche las manos. Uno de los presentes, el que debía ejecutarlo, exclamó: Yo no meto las manos, el Padre es mi padrino; él me dio el Bautismo. El que hacía de jefe, muy indignado, lo increpó: Te matamos también a ti. El soldado prefirió morir junto con su padrino y allí mismo lo asesinaron.
Muy nerviosos, los verdugos quisieron consumar su obra, pero sus armas, sin justificación alguna, se trabaron. Finalmente, alguien deseoso de congraciarse con Orozco, degolló al padre Flores con un machete, hecho lo cual, lo sepultaron de inmediato.
Después de algunos años, los feligreses de Matatlán exhumaron los restos mortales del sacerdote, colocándolos en el Templo de Matatlán, donde se conservan hasta el día de hoy. Su recuerdo sigue vivo y son muchos quienes se encomiendan a su intercesión, pues su muerte fue considerada un verdadero martirio.
Nació en El Teúl, Zacatecas, el 20 de noviembre de 1866. Fue adscrito a varias parroquias y trasladado finalmente a Matatlán, donde permaneció hasta su muerte.
Amable, cariñoso, atento, ordenado y puntual, nunca regañaba ni trataba a nadie con desdén; era, además, estudioso y culto.
Una severa infección en la mandíbula le desfiguró el rostro, motivo por el cual se dejó crecer una luenga barba, que imprimía respetabilidad a sus facciones.
Su humildad, abnegación y sabiduría, su ministerio oportuno y caritativo, le merecieron convertirse, durante 25 años, en el alma de Matatlán.