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“Con los brazos desplegados y la sangre derramada”. Júbilo en Ahualulco de Mercado. Crónica de las celebraciones con motivo del 75 aniversario de la Coronación del Señor del Altar Mayor de Ahualulco y de la traslación de los restos mortales de los Beatos Jorge y Ramón Vargas González. Helena Judith López Alcaraz[1] José Manuel Gutiérrez Alvizo[2]
A distancia de un año de acontecido, este precioso relato se consigna como muestra del fervor de un pueblo que, orgulloso de su pasado, testimonió con palpables muestras de júbilo la fidelidad de Jesucristo y del arribo de sus coterráneos sacrificados en defensa de la fe.
Caía la tarde del 26 de mayo de 2024. La quietud reinaba en Ahualulco de Mercado, como es propio del domingo, día del Señor. Algunas personas descansaban en el atrio de la parroquia dedicada a san Francisco de Asís, deleitando su vista con el bellísimo recinto de una torre, en los verdes prados o en el firmamento, cuyo esplendor aún no se perdía. Sin embargo, un velo de expectación se cernía sobre la bella tierra ahualulcense. Aquel no era un domingo ordinario, ni uno más en el calendario. Por el contrario: habría fiesta, y en grande. Al día siguiente, 27 de mayo, cumplíanse 75 años de dos acontecimientos religiosos[3] de suma importancia para aquella ferviente localidad que, dicho sea en su honor, aún conserva su hermoso y fascinante encanto pueblerino: la coronación del Señor del Altar Mayor, patrono de Ahualulco; y la traslación de los restos mortales de dos connotados hijos de aquel terruño, los Beatos Jorge Ramón y Ramón Vicente Vargas González, ambos mártires de la persecución religiosa en México al lado del Licenciado José Anacleto González Flores y del profesor tapatío José Dionisio Luis Padilla Gómez, también beatificados. Los cuatro habían derramado su sangre por Cristo Rey en el Cuartel Colorado de Guadalajara el viernes 1° de abril de 1927. El aire vespertino de esa jornada estaba impregnado de una mezcla de santa impaciencia y de ardiente devoción, como si todo el pueblo, unido en un mismo latido, se preparara para un acto de fe que trascendería más allá de lo terrenal. Y en efecto, así sería: la porción Iglesia militante radicada en aquella población jalisciense se uniría con la Iglesia triunfante para honrar al Redentor y a dos de sus testigos, miembros del blanco ejército de los mártires. Para simbolizarlo, en su interior, la Parroquia había sido adornada con un doble símbolo, tan sencillo como elocuente: una corona dorada y dos ramas de palma con los tallos cruzados, la insignia real del Soberano y el galardón de sus dos campeones. A Ahualulco podía aplicársele, sin temor a cometer algún error, el título que el maestro Luis González y González dio a su monografía sobre San José de Gracia (Michoacán): Pueblo en vilo. Como podrá imaginarse el lector, el doble aniversario ameritaba una magna celebración y que Ahualulco estuviese de manteles largos y demostrase abiertamente su júbilo y cuánto ama la religión de nuestros padres. El párroco, P. Rogelio Gutiérrez Arellano, y el vicario, P. José Manuel Gutiérrez Alvizo, habían trabajado de forma ardua e incansable en conjunto con un nutrido equipo, a lo largo de varias semanas ajetreadas en grado sumo. Los pastores de la grey ahualulcense habían decidido que el festejo más grande fuera precisamente en domingo, a fin de que asistiera la mayor cantidad de feligreses que fuera posible. Como complemento para aquel día, asimismo, proyectaron la impresión de un precioso programa que recordaba las efemérides y la puesta en marcha de dos eventos culturales: la instalación, en la capilla anexa a la sacristía, de una magnífica exposición temporal alusiva a los jóvenes hermanos Vargas –incluyendo material de su exhumación en el cementerio de Mezquitán, en Guadalajara, y la urna original en la que sus reliquias volvieron a Ahualulco– y a la antigua y célebre efigie de Cristo Crucificado; y al día siguiente, lunes 27, la presentación de un libro sobre la vida de aquellos dos muchachos ejemplares, de la autoría de una historiadora y escritora tapatía a la que los padres Rogelio y José Manuel habían invitado con antelación. Con esta última actividad, la celebración tocaría a su desenlace. En punto de las cinco y media de la tarde, cuando el sol comenzaba a declinar y esparcía sus rayos de oro y arrebol sobre los campos dorados que rodean Ahualulco, las campanas convocaron a la feligresía con sus imponentes tañidos. El fuerte eco producido por los badajos indicó, a lo ancho y largo de la localidad, que el gran momento se aproximaba a pasos agigantados. La emoción crecía con celeridad y con tal pujanza que semejaba un impetuoso torrente, avivado por un temporal análogo al del milagro de agosto de 1966, que es imposible siquiera contener y que arrastra cuanto toca con agitación arrolladora. Cuando las manecillas del reloj marcaron la hora antedicha, ataviados con sus mejores ropas, los ahualulcenses se hicieron presentes en el atrio. Muy pronto, tanto éste como las aceras aledañas a la parroquia que lleva el nombre del Seráfico Padre se hallaban repletas. Desde los más pequeños hasta los más ancianos, los pobladores de aquella tierra evangelizada por los franciscanos se habían dado cita para ser parte de aquel suceso irrepetible. Niños –había incluso infantes en los brazos de sus madres–, jóvenes y adultos, en extremo anhelantes y contentos, aguardaban el inicio de la procesión que, llevando en andas al Señor del Altar Mayor, a Nuestra Señora del Pueblito y sendas reliquias ex ossibus de los beatos Jorge y Ramón, recorrería las principales calles de la comunidad. Asimismo, arribaron grupos de música, la infaltable banda de guerra y el grupo de danzantes del Sagrado Corazón de La Estancita. No podían faltar, por último, los alumnos del Seminario Auxiliar de Ahualulco, adscrito al plantel levítico de la Arquidiócesis de Guadalajara. Dentro de la iglesia, los fragmentos óseos reposaban en sus respectivas urnas, ambas rectangulares y transparentes, colocados sobre elegantes cojines de color escarlata y con los retratos oficiales de la beatificación de los dos hermanos, enmarcadas en madera, detrás. Los receptáculos, a su vez, fueron puestos en unas andas de madera fina, ricamente adornadas con un arreglo conformado por hojas y ramas de aspidistra, girasoles y los infaltables velos de novia. El soporte descansaba, por último, en la vetusta pila bautismal, la misma en la cual los mártires habían nacido para la vida de la gracia. En el presbiterio, por su parte, decorosa y debidamente dispuestos para ser llevados en alto, se hallaban el Rey y la Reina de Ahualulco. El Señor del Altar Mayor llevaba un cendal de terciopelo dorado, cuajado de finos bordados de oro –entre los que se apreciaban el número «75», ramas de palma y algunas flores de ocho pétalos– se alzaba impresionante, regio, en su cruz verde y dorada. Daba la impresión de que ésta había sido clavada en una colina de flores blancas –en su mayoría lirios[4]– y hojas; tal era la profusión de los elementos del atavío florido que se hallaba a los pies del Crucificado. La luz que se colaba por entre los ventanales superiores del ábside perfilaba su torso, su faz, su rostro, los músculos de sus brazos, los arroyuelos de sangre cárdena, sus benditas y sacrosantas llagas… y las llamas de los cirios hacían relumbrar la corona –dorada, con rojo en el interior– que portaría en la procesión como si se tratase de un cúmulo de estrellas antiguas. Nuestra Señora del Pueblito había sido colocada al lado derecho del presbiterio –el que da a la sacristía de la Parroquia–, revestida con sus mejores galas, dignas de la Generala o de la Virgen de San Juan. Llevaba una túnica blanca y un delantal del mismo color, con una gran flor amarilla bordada. Su manto turquesa claro, enriquecido con más flores y con pedrería celeste y rosa, era un deleite para la vista. Sus oscuros y largos cabellos, solícitamente peinados, caían con primor y soltura debajo de su sombrero beige. Éste estaba sujeto a su mentón con dos tiras blancas. Detrás de ella, para coronar el cuadro, ardía el cirio pascual. Por fin, a las cinco cincuenta de la tarde, el P. Rogelio subió al presbiterio. Micrófono en mano, más emocionado que cualquier otro de los asistentes, tomó la palabra y exhortó a la feligresía a vivir la peregrinación con corazón contrito, pero al mismo tiempo con el espíritu dichoso, y con la disposición de recibir las gracias que al Señor placiera dispensar. La exultación en el interior del templo de San Francisco era tal, que casi podía sentirse, de forma palpable, que bullía y borboteaba, tal como el agua límpida cuando alcanza el punto de ebullición. Era, innegablemente, a una efervescencia sobrenatural. En punto de las seis, a la par que las campanas doblaban con jocundo dejo, la procesión inició. En la vanguardia iban los acólitos, con sus sotanas rojas, liderados –como debe ser– por los que portaban la cruz alta y los ciriales, y justo detrás el turiferario. Detrás, al son de los acentos marciales, marchaba la banda de guerra dirigida por dos jóvenes que, con toda la fuerza de sus pulmones, tocaban la corneta. Dos seminaristas, vestidos de azabache como símbolo palmario de su entrega a Cristo, ceñida la cintura con la banda azul, los seguían. Cuando ambos hubieron salido a la calle Obregón, unos metros atrás, la imagen de Nuestra Señora del Pueblito franqueó la cruz de la puerta principal. La sostenían tres señoritas y un joven. El grupo de danzantes fue el siguiente. Sus penachos elaborados con delgadas plumas de pavo real se movían al compás de las ayacachtli, las clásicas sonajas elaboradas con frutos de guaje o de barro, y del retumbar de los tambores. A continuación, siguieron los niños y los adolescentes, varones y mujeres por igual, acompañados y guiados por sus catequistas, todos con sus ramas de palma en la mano. La explosión de verdor y lozanía hizo presentes y visibles, en una forma tan simple como bella, la juventud de aquellas almas que principiaban su formación católica y la de los dos retoños de Ahualulco elevados a los altares y, por supuesto, la oblación que había sido consumada hacía más de noventa y siete años en el patio de un cuartel tapatío, así como el momento en que, en la Eternidad, el Monarca de los Cielos había recibido en sus moradas a los que dieron tan elocuente testimonio de su realeza. A la señal de un hombre, las bandas de música salieron. Entonces la concurrencia aguardó un poco, con los pequeños y jóvenes justo afuera del templo. El Señor del Altar Mayor estaba junto al pórtico, en el interior, y había que aguardarlo. El carro alegórico que le había sido preparado esperaba casi frente a la puerta principal del atrio. La combinación de girasoles y rosas rojas era preciosa; al exterior, para que el verde estuviera presente, había follaje, hojas de magnolia y ramas de cerimán. Junto al Señor, como representantes suyos en la tierra, caminaban los sacerdotes, revestidos, sin excepción, con alba y estola blanca –o dorada, en el caso del padre Alvizo–. Además del señor cura Rogelio y el vicario José Manuel, formaban parte del séquito el sacerdote adscrito Benjamín Sánchez Huerta y otros eclesiásticos, tanto algunos nacidos en Ahualulco como otros que, a lo largo de los años, habían desempeñado su ministerio en el pueblo. El instante preciso en el que el Crucificado cruzó el pórtico de la parroquia, con dirección al atrio, fue majestuoso y conmovedor, y más de alguna lágrima rodó por las mejillas de los presentes en un arranque sublime de amor –tal como expresa un verso de una de las estrofas del himno[5] que, justo antes de morir, cantó otro beato mártir mexicano[6], asesinado el domingo posterior al sacrificio de los hermanos Vargas–. Los rayos del astro del día, ya con sus matices crepusculares, cayeron sobre el venerable rostro de Nuestro Señor, sobre su pecho traspasado, y crearon un cuadro maravilloso e inefable, como sólo Dios mismo puede hacerlo. Su cabellera castaña, en el espacio de un suspiro, adquirió un matiz pelirrojo, encendido, como el del beato Ramón[7]. El títulus áureo que coronaba el Árbol de la Cruz, al ser iluminado momentáneamente, recordó una vez más que Aquel que en él pendía no es únicamente la salud del mundo, sino también su Rey. De ello daban fe los cuatro caracteres[8] color azabache. Y el tenue carmesí que tiñó cada centímetro del enorme Crucifijo, al fusionarse con los haces blancos y dorados, evocó la sangre derramada por los dos vasallos cuyas reliquias, unos metros más atrás, habían emprendido su trayecto por el pasillo central. La sacralidad flotaba en el aire y se elevaba en compañía de las preces que cada feligrés pronunciaba en la intimidad de su corazón o al amparo de un murmullo. La suavísima fragancia de las flores y el envolvente aroma del incienso se confundieron con los incesantes repiques de las campanas, que anunciaban la venturosa nueva: el Soberano saldría a visitar a su pueblo y a derramar, a manos llenas, Sus gracias y bendiciones sobre él. Ya en la vía pública, el Señor del Altar Mayor fue levantado y, con la ayuda de por lo menos cinco hombres, instalado en el centro del carro alegórico. Al mismo tiempo, por la izquierda, salieron las reliquias de los hermanos Vargas. Las andas en que descansaban eran sostenidas por dos jóvenes del pueblo, con su ropa civil, y por dos seminaristas vestidos con sotana negra, banda azul y, por encima, limpísimo roquete. Se dispuso que los restos de los Mártires fueran delante de su Rey, por lo que quienes los llevaban se adelantaron un poco. Dos señoras iban frente a ellos, sosteniendo un banderín azul con fleco dorado en cuya superficie se apreciaban los rostros del Santo Cristo ahualulcense, de Jorge y de Ramón. Los dos últimos habían sido pintados en el centro: el primero sosteniendo su crucifijo de madera y el segundo haciendo la señal de la Cruz[9]. A la vuelta, por la calle 16 de septiembre, los padres –que también habían aventajado el trecho– afinaron algunos últimos detalles. La comitiva se había detenido afuera del mercado municipal, poco antes del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, localizado casi enfrente de los portales que están justo a un lado del templo de San Francisco. La luz anaranjada del sol caía sobre su fachada y sobre el vitral con la imagen de la Morenita, al tiempo que confería un matiz encendido a los cipreses del atrio y a las columnas amarillas que circundan el edificio sagrado. Adelante, todo el camino se hallaba vacío. Era como si la calle también fuera partícipe de la expectativa y la emoción por el paso del Santo patrono de Ahualulco. Detrás de los monaguillos, la banda de guerra continuó percutiendo los tambores, algunos adornados con tela de color grana, otros de tonalidad plateada. Las baquetas no se detuvieron ni un segundo. A una señal de los sacerdotes, la procesión se reanudó. Los grupos musicales empezaron a tocar con ahínco renovado poco antes de que el Señor del Altar Mayor pasó afuera del Santuario guadalupano. El cortejo avanzaba con lentitud, como si el tiempo mismo se detuviera en ese caminar para conferirle mayor solemnidad, pero a la vez con vivacidad y ánimo. Los corazones de los ahualulcenses latían como si fuese uno solo. En cada esquina, en cada rincón del pueblo, afuera de los comercios y de las casas, los vecinos contemplaban el paso de la procesión conmovidos, con una extraña conjunción de alegría que se podía palpar y de seriedad y el recogimiento, dignos de un homenaje como aquél. El viento fresco, que a ratos soplaba con relativa intensidad, hacía flamear los ornatos de plástico picado –moderna versión de los adornos idénticos elaborados en papel– que, a manera de arcos que pasaban por arriba de los cables de la electricidad, de un lado a otro de la calle, abrían paso al Señor del Altar Mayor y a Su comitiva terrenal. Cada paso estaba sellado por las oraciones, tan ardientes como los granos de incienso bendecidos por Aquel en cuyo honor eran quemados, y por el fervor que, como ese perfume que ascendía en olor de suavidad formando volutas y gráciles nubes, indicaba la presencia divina entre los habitantes de Ahualulco y patentizaba la adoración rendida por centenares de almas al Dios Uno y Trino. Los niños y jovencitos, con sus rostros iluminados por la inocencia, batían con suavidad las palmas; la silueta de éstas, al moverse, traía a la memoria la entrada triunfal de Jesucristo a Jerusalén en el primer Domingo de Ramos de la historia. Las ramas verdes, aunadas al colorido de los adornos que engalanaban las calles, del follaje y de los girasoles que rodeaban tanto la imagen de la Santísima Virgen como las urnas que resguardaban las reliquias de los mártires, y a las notas de los himnos y cánticos resonando en el aire, daban una sensación de unidad que sobrepasaba lo visible y hacían patente que, en efecto, el cielo y la tierra se habían hermanado para la fiesta. Y no podía ser de otra manera. La procesión no era únicamente un acto religioso más en el devenir de Ahualulco, ni un mero evento de índole folclórica o cultural: era una manifestación viviente de fe, de tradición, de historia compartida, de piadosa remembranza, por los tantos favores recibidos, entre ellos la terrible sequía, hacía casi seis décadas, o en la epidemia de fiebre aftosa, hacía más de siete. Un único percance, que con el favor de Dios no pasó a mayores, fue lo único que fue capaz de ensombrecer, y tan sólo por un efímero instante, la algarabía y la devoción. La altura de algunos de los adornos, colgantes de los postes de electricidad y de la planta alta de las casas, que pendían de un lado a otro de las calles, no era lo suficientemente elevada como para que el Cristo del Altar Mayor pasara debajo sin dificultades. Ya varios hombres, con sendos maderos alargados, se habían prevenido, y utilizaban éstos para irlos alzando y dejar paso libre a la bendita imagen. Empero, haya sido por un descuido involuntario o por el cándido ensimismamiento que atestaba los ánimos y fijaba la atención de la muchedumbre en las cosas de Dios y no en las de la tierra, una de las vistosas tiras con festones no fue movida. En una fracción de segundo, la corona del Santo Cristo chocó contra la franja de hilaza y voló por los aires, yendo a parar al suelo, a poca distancia de la camioneta. Aquello, naturalmente, arrancó una abrupta inhalación de espanto. La consternación y el nerviosismo cundieron. ¿Cómo había podido pasar? Era verdad, y la mayoría de la gente fue consciente de ello, que había sido un accidente. Pero, por una razón que no se podía describir, se sentía como si cada asistente hubiese recibido un golpe en el rostro, o como si todos los ahualulcenses –y aun los foráneos, porque los había– hubiesen estado contenidos en la corona y un impío vendaval los hubiera arrancado de su lugar, alejándolos de su Padre y de su Dios. Afortunadamente, la corona fue recogida con prontitud y ceñida de nuevo en las sienes del Salvador. El recorrido se reanudó sin más rodeos, en tanto que la oscuridad se apoderaba, de forma paulatina pero imparable, en cada rincón. Conforme el sol se escondía tras las montañas y su fulgor languidecía, la procesión se acercaba a su término, pero la llama de la fe aún ardía, y aun con mayor intensidad que al principio, en cada uno de los asistentes. A pesar de que la marcha se había prolongado por más de una hora –considerablemente más de lo que se había previsto, puesto que la celebración de la eucaristía había sido anunciada para las siete de la tarde–, los cantos no desaparecían ni disminuían. Antes bien, todos seguían entonando los versos del canto religioso por excelencia de Ahualulco, expresión de adoración, impetración y amor al Santo patrono que avanzaba en medio de la piedad y el entusiasmo desbordados: Señor del Altar Mayor, de Ahualulco rey hermoso: porque soy un pecador, sálvame, Dios poderoso. La gente, aunque con la voz medio enriquecida por haber cantado y lanzado vivas estentóreos sin cuento, no cesaba de entonar el himno religioso. Tampoco los músicos de las diversas bandas se habían cansado. Las notas salidas de los trombones, trompetas, clarinetes y demás instrumentos de viento se resistían a apagarse, o siquiera a decaer. Los danzantes bailaban con la misma energía que cuando había iniciado la procesión. De forma paulatina, la noche tendió su manto sobre las calles de Ahualulco y sobre los concurrentes. En el momento del arribo del Cristo a la plaza y al exterior del templo de San Francisco, por la misma calle de Obregón y pasando justo en frente del colegio y del convento anexo, la atmósfera se inundó de una exultación casi ultraterrena, prácticamente imposible de referir o plasmar con palabras. Dentro del sagrado recinto, a la par que se respiraba una emoción incontenible, no cabía un alma. Las bancas se habían llenado incluso antes de que el Señor del Altar Mayor ingresara, a merced de la habilidad de quienes lo cargaban y conducían, para ser recolocado en el sitio de honor, en el lado derecho del presbiterio, casi junto al ambón. Allí se le impondría una nueva corona, reluciente y esplendorosa, digna del más Augusto de los Reyes, de Aquel que hace nuevas todas las cosas.[10] Era prácticamente imposible andar, aunque fuese sólo medio metro, entre aquel enfervorecido mar de gente. Los teléfonos móviles, tan distintivos esta época moderna, eran quizá lo único que desentonaba en aquella atmósfera que, a todas luces, era la de otros tiempos, la del pasado dorado de Ahualulco. El obturador de por lo menos una cámara réflex también trabajaba sin parar. Todos, desde su lugar, se esforzaban por captar y grabar aquellos instantes para que permaneciesen para la posteridad, pero aquel afán no menoscababa la piedad y el decoro. Las campanas repicaron una vez más, esta vez para indicar el comienzo de la santa misa. La comitiva de presbíteros, franqueada por la muchedumbre que coreaba a voz en cuello el canto de entrada, ingresó al templo por el pasillo central. Las luces hacían brillar la fina tela de sus casullas doradas y blancas, y también la mitra, nacarada y encarnada, de monseñor Engelberto Polino Sánchez[11], obispo auxiliar de Guadalajara, oriundo del vecino Teuchitlán, que había sido invitado para presidir la eucaristía. Como todo prelado, según la costumbre, sostenía su báculo con la siniestra, mientras que con la diestra trazaba, repetidamente y hacia ambos lados, la señal de la Cruz sobre los fieles. Los sacerdotes llegaron al presbiterio y tomaron sus lugares, seguidos por monseñor, que tras subir las escalinatas que conducen al altar permaneció de pie junto a la sede. La concelebración empezó. La voz del obispo al pronunciar los nombres de las tres Divinas Personas se dejó oír, recia y vigorosa, hasta la última esquina de la parroquia, incluyendo las capillas laterales que habían sido habilitadas para dar cabida a la profusa multitud. Tras la primera invocación a la Santísima Trinidad, se procedió a proclamar al Señor del Altar Mayor, una vez más, como el Soberano indiscutible de Ahualulco, y reafirmar su reyecía sobre sus pobladores. Monseñor Engelberto se acercó al Crucificado y, ayudado por el P. Rogelio, subió a un banquillo puesto ex profeso. El P. José Manuel le extendió la corona, y mientras la feligresía contenía la respiración unos instantes, él la colocó con esmero y exactitud. El mismo vicario, con ayuda de unas cintas situadas en la parte posterior, la fijó al poste de la cruz, en la intersección de éste y el travesaño. No hubo mirada que no estuviese fija en aquella ceremonia, la más esperada de la jornada. En cuando el Señor fue coronado, los parroquianos estallaron en calorosos y fervorosos aplausos. Monseñor volvió a la sede para proseguir con la misa. El bullicio fue reemplazado por el respetuoso silencio. Después de que fue entonado el Gloria, vino la oración colecta. El propio correspondía a la fiesta de la Santísima Trinidad, en específico al ciclo B. Uno de los acólitos sostuvo el misal mientras el eclesiástico teuchitlense leyó la correspondiente eucología. La liturgia de la Palabra siguió el esquema correspondiente de la solemnidad celebrada. Mientras un acólito sujetaba el turíbulo humeante, el P. José Manuel, comisionado para la lectura del Santo Evangelio, solicitó la bendición de Monseñor Engelberto. Luego pasó al ambón. Dos monaguillos, con sus respectivos ciriales, lo flanquearon, y entonces cantó: —El Señor esté con ustedes. La gente, en el mismo tono litúrgico, le devolvió el saludo y entabló el diálogo sagrado: —Y con tu espíritu. —Lectura del Santo Evangelio según san Mateo… —Gloria a Ti, Señor. Tras santiguarse, el P. José Manuel incensó el evangeliario. Hecha la reverencia prescrita, principió la lectura de la escena previa a la Ascensión, en la que Cristo, pese a la vacilación de algunos de sus apóstoles, les dijo que todo poder le había sido dado en el cielo y en la tierra, que los enviaba para que fuesen e hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que les había mandado. Tras agradecer la presencia de los sacerdotes que lo acompañaron en la concelebración y extender a la feligresía los saludos y felicitaciones enviados por el cardenal Francisco Robles Ortega, Monseñor Polino pasó al centro del presbiterio para pronunciar la homilía. Su punto de partida fue ponderar cuán bendecidos han sido los ahualulcenses, en primer lugar, por tener la hermosa imagen del Señor del Altar Mayor. Acto seguido recapituló, por medio de una agradable narración, el suceso por el cual había sido coronado: el haber intervenido para salvar de la fiebre aftosa al ganado ahualulcense, allá por 1947. El prelado encareció la iniciativa de los presbíteros Rogelio, Manuel y Benjamín de celebrar los setenta y cinco años de la coronación y, visiblemente gozoso y satisfecho, llamó “privilegiados” a los miembros de la comunidad, por haber dado un obispo a la Iglesia mexicana, allá por la época decimonónica: D. Francisco Melitón Vargas, hijo de Ahualulco, pariente de los hermanos Vargas[12] y ejemplo de servicio y apostolado en otras latitudes.[13] Ya introducido este singular personaje, no podía faltar la mención a Jorge y a Ramón, que, en palabras del eclesiástico, “muy jovencitos, entregaron su vida por amor a Cristo”. —Entendieron lo importante que era vivir la fe —subrayó—, lo importante que era defenderla. Y brevemente, refirió cómo ambos acogieron en su hogar al beato Anacleto González Flores y, llegado el momento, murieron a su lado. Como conclusión, no sin mencionar el esfuerzo de los ahualulcenses para propagar la veneración y devoción de Nuestra Señora del Pueblito, y de compartir su experiencia personal y cómo Ella estuvo presente en diversas etapas de su vida y vocación, monseñor retomó la importancia de los dos sucesos que se rememoraban en aquella egregia celebración y enfatizó que ésta no sólo debía conducir a la acción de gracias, sino, ante todo, a un testimonio de vida coherente con las enseñanzas del Señor, independientemente del camino al cual Dios llama a cada persona. Porque, en efecto, no todo puede quedarse en las glorias de una celebración, sino traducirse al actuar del día a día, incluso en medio de la cultura de la muerte y las nefastas ideologías que se promueven en la actualidad, al amparo y con la promoción de las autoridades. La misa siguió. Tras el prefacio y el sanctus, la campana anunció la inminente consagración. Y luego de la Epíclesis, con las consabidas y sacrosantas palabras “Porque esto es mi cuerpo”, “Porque este es el cáliz de mi sangre”, Jesucristo se hizo real y verdaderamente presente en el altar. En un impulso general de filial confianza, cada alma se refugió en el Corazón de Aquel que acababa de bajar del Cielo y se escondía bajo los accidentes del pan y del vino. Habría resultado imposible saber, a ciencia cierta, cuántas personas se acercaron a recibir la sagrada comunión aquella noche inigualable. Sólo Dios, omnipotente y omnisciente, las contó con exactitud. Pero fueron tantísimas que ni siquiera los ministros extraordinarios se daban abasto, dada la afluencia. Como perfecta culminación para el Sacrificio de sacrificios, el prelado se revistió con el velo humeral, tomó el preciosísimo ostensorio bañado en oro e impartió la bendición con el Santísimo Sacramento. Ya eran poco después de las nueve y media de la noche, si la memoria no falla a quien esto escribe. La torre de la parroquia, luminosa y más alba que la nieve, contrastaba con el límpido cielo nocturno y con el titilar de las estrellas. Los fieles salieron, tan animados como al inicio, salieron al atrio. Algunos permanecieron en acción de gracias unos minutos más. Otros se detuvieron a saludar a monseñor Polino, a quien se invitó a cenar en uno de los patios anexos al templo en compañía de un nutrido grupo de jóvenes y adolescentes. Además de recibir su bendición episcopal, los chicos pudieron tomarse una fotografía con tan distinguido visitante. A las diez de la noche, cesaron las bandas y la música, las luces se apagaron, las campanas enmudecieron y el gentío se dispersó, por las callejuelas, con dirección a sus casas. Algunos iban en silencio; otros no cesaban de comentar entre sí lo que recién habían vivido. Hacia las once, Ahualulco se había sumido en el reposo absoluto. Hecha la excepción de los adornos de las calles, del atrio y del templo, nadie podría haber adivinado o supuesto que habían tenido lugar las bodas argénteas. Por primera ocasión en horas, la fatiga había campeado. Con todo y la quietud que imperó al cabo de un rato, ya hacia las once y media, una realidad brilló con intensidad incontrarrestable, como si un sol sobrenatural hubiese brillado en medio del pueblo: la devoción que los habitantes de Ahualulco de Mercado habían mostrado en aquel día inolvidable no se limitaría a ser un mero recuerdo de acontecimientos distantes, destinados a guardarse en el arcón de lo pasado, sino una promesa de seguir caminando juntos, con esperanza renovada, bajo la protección del Señor del Altar Mayor y la intercesión de los beatos mártires Jorge y Ramón Vargas González. Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera. ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! [1] Licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Cronista honoraria adjunta de Sahuayo, Michoacán. Autora de varias decenas de artículos sobre la Cristiada y la persecución religiosa en México. Entre sus publicaciones se destacan cuatro obras biográficas de los Mártires Mexicanos. Actualmente administra la página en Facebook: Testimonium Martyrum, dedicada a la difusión de los testimonios martiriales en nuestro país. [2] Presbítero del clero tapatío, Maestro en Historia Cultural por el Centro Universitario de los Lagos (CULagos) de la Universidad de Guadalajara. Actualmente es director del Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara. Al tiempo de lo acontecido en esta crónica era vicario parroquial en Ahualulco de Mercado. [3] Unidos en una sola fecha, se recordaba que el 1 de marzo de 1949 se había impuesto la corona de oro al Señor del Altar Mayor, y el 27 de mayo del mismo año, se habían trasladado los restos de los Mártires, por acontecer la primera efeméride en el tiempo cuaresmal se trasladaron los festejos a la segunda. [4] Curioso detalle si se toma en consideración el título del libro sobre los hermanos Vargas que fue presentado al día siguiente, Los lirios de Ahualulco. [5] “Que viva mi Cristo, que viva mi Rey”. La estrofa en cuestión dice, refiriéndose a Dios: “Del Anáhuac inculto y sangriento, / en arranque sublime de amor, / formó un pueblo al calor de su aliento / que lo aclame con fe y con valor”. [6] José Luciano Ezequiel Huerta Gutiérrez (1876-1927), tenor, organista y director coral originario de Magdalena, Jalisco. [7] Aquel rasgo, que junto con su elevada estatura lo distinguía del resto de sus hermanos, le había granjeado el sobrenombre “Colorado”. [8] Las iniciales INRI. [9] Precisamente lo último que hicieron antes de recibir la descarga que segó sus vidas. [10] Apocalipsis 21, 5. [11] Nacido el 14 de marzo de 1966. Hijo de Alberto Polino Torres (+) y María Sánchez Gutiérrez. Fue ordenado sacerdote el 1° de junio de 1997. [12] Fue su tío bisabuelo: su hermano Florentino se casó con Ignacia Ulloa, y ambos engendraron a Antonio M. Vargas Ulloa, padre de los Mártires. [13] Dicho prelado nació el 9 de mayo de 1823 en Ahualulco. Sus padres fueron el insurgente Antonio Vargas e Ignacia Gutiérrez. En 1854 fue nombrado cura fundador de la parroquia de Santa Ana Acatlán (hoy “de Juárez”), Jalisco. Fue rector del Seminario Conciliar de San José, en Guadalajara, de 1870 a 1879. El 15 de marzo de 1883 Su Santidad León XIII lo preconizó primer obispo de Colima, y el 1° de junio de 1888 se le encomendó la Diócesis poblana. Murió el 14 de septiembre de 1896 en Puebla de los Ángeles. |




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