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Dos catequesis del papa Francisco, sobre la esperanza y la caridad

Este año el papa dedica sus reflexiones
de las audiencias públicas de los miércoles
a los vicios y las virtudes; estos discursos
son reflexiones muy aterrizadas para la vida espiritual,
y se distinguen también por su profundidad.

I. CATEQUESIS SOBRE LA ESPERANZA.

Plaza de San Pedro, miércoles, 8 de mayo de 2024.
[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas.]

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la última catequesis empezamos a reflexionar sobre las virtudes teologales. Son tres: la fe, la esperanza y la caridad. La vez pasada reflexionamos sobre la fe, hoy es el turno de la esperanza.

«La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1817). Estas palabras nos confirman que la esperanza es la respuesta que se ofrece a nuestro corazón cuando surge en nosotros la pregunta absoluta: «¿Qué será de mí? ¿Cuál es la meta del viaje? ¿Cuál es el destino del mundo?».

Todos nos damos cuenta de que una respuesta negativa a estas preguntas produce tristeza. Si el viaje de la vida no tiene sentido, si no hay nada ni al principio ni al final, entonces nos preguntamos por qué tenemos que caminar: de ahí surge la desesperación humana, la sensación de la inutilidad de todo. Y muchos podrían rebelarse: me he esforzado por ser virtuoso, por ser prudente, justo, fuerte, templado. También he sido un hombre o una mujer de fe.... ¿De qué ha servido mi lucha si todo se acaba aquí? Si falta la esperanza, todas las demás virtudes corren el riesgo de desmoronarse y acabar en cenizas. Si no hubiera un mañana fiable, un horizonte luminoso, solamente podríamos concluir que la virtud es un esfuerzo inútil. «Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente.», decía Benedicto XVI, (Carta encíclica Spe salvi, 2).

El cristiano tiene esperanza no por mérito propio. Si cree en el futuro, es porque Cristo murió, resucitó y nos dio su Espíritu. «Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente» (ibid., 1). En este sentido, una vez más, decimos que la esperanza es una virtud teologal: no emana de nosotros, no es una obstinación de la que queremos convencernos, sino que es un don que viene directamente de Dios.

A muchos cristianos dubitativos, que no habían renacido del todo a la esperanza, el apóstol Pablo les presenta la nueva lógica de la experiencia cristiana: «Si Cristo no resucitó, vana es la fe de ustedes y ustedes siguen en sus pecados. Por tanto, también los que durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!» (1 Cor 15,17-19). Es como si dijera: si crees en la resurrección de Cristo, entonces sabes con certeza que no hay derrota ni muerte para siempre. Pero si no crees en la resurrección de Cristo, entonces todo se vuelve vacío, incluso la predicación de los Apóstoles.

La esperanza es una virtud contra la que pecamos a menudo: en nuestras nostalgias malas, en nuestras melancolías, cuando pensamos que las felicidades pasadas están enterradas para siempre. Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos ante nuestros pecados, olvidando que Dios es misericordioso y más grande que nuestros corazones. No lo olvidemos, hermanos y hermanas: Dios perdona todo, Dios perdona siempre. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Pero no olvidemos esta verdad: Dios lo perdona todo, Dios perdona siempre. Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos ante nuestros pecados; pecamos contra la esperanza cuando en nosotros el otoño anula la primavera; cuando el amor de Dios deja de ser para nosotros un fuego eterno y nos falta la valentía de tomar decisiones que nos comprometen para toda la vida.

¡El mundo de hoy tiene tanta necesidad de esta virtud cristiana! El mundo necesita esperanza, como también necesita tanto la paciencia, virtud que camina de la mano de la esperanza. Los seres humanos pacientes son tejedores de bien. Desean obstinadamente la paz, y aunque algunos tienen prisa y quisieran todo y todo ya, la paciencia tiene capacidad de espera. Incluso cuando muchos a su alrededor han sucumbido a la desilusión, quien está animado por la esperanza y es paciente es capaz de atravesar las noches más oscuras. La esperanza y la paciencia van juntas.

La esperanza es la virtud de quien tiene un corazón joven; y aquí, la edad no cuenta. Porque existen también ancianos con los ojos llenos de luz, que viven una tensión permanente hacia el futuro. Pensemos en aquellos dos grandes ancianos del Evangelio, Simeón y Ana: nunca se cansaron de esperar, y vieron el último tramo de su camino bendecido por el encuentro con el Mesías, a quien reconocieron en Jesús, llevado al Templo por sus padres. ¡Qué gracia si fuera así para todos nosotros! Si, después de una larga peregrinación, al dejar las alforjas y el bastón, nuestro corazón se llenara de una alegría que nunca antes habíamos sentido, y nosotros también pudiéramos exclamar:

«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32). Hermanos y hermanas, sigamos adelante y pidamos la gracia de tener esperanza, la esperanza con la paciencia. Mirar siempre hacia ese encuentro definitivo; pensar siempre que el Señor está cerca de nosotros, que nunca, ¡nunca la muerte será victoriosa! Sigamos adelante y pidamos al Señor que nos dé esta gran virtud de la esperanza, acompañada por la paciencia. Gracias.

II. CATEQUESIS SOBRE LA CARIDAD.

Plaza de San Pedro, miércoles, 15 de mayo de 2024.
[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas.]

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy vamos a hablar de la tercera virtud teologal, la caridad. Las otras dos, recordamos, eran la fe y la esperanza: hoy hablaremos de la tercera, la caridad. Es el culmen de todo el itinerario que hemos recorrido con las catequesis sobre las virtudes. Pensar en la caridad ensancha inmediatamente el corazón, la mente corre hacia las inspiradas palabras de San Pablo en la Primera Carta a los Corintios. Como conclusión de ese maravilloso himno, San Pablo cita la tríada de las virtudes teologales y exclama: “En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor” (1 Co 13,13). Pablo dirige estas palabras a una comunidad que distaba mucho de ser perfecta en el amor fraterno: los cristianos de Corinto eran más bien pendencieros, había divisiones internas, había quienes pretendían tener siempre la razón y no escuchaban a los demás, considerándolos inferiores. A ellos Pablo les recuerda que la ciencia engríe, mientras que la caridad edifica (cf. 1 Co 8,1). A continuación, el Apóstol recoge un escándalo que afecta incluso al momento de mayor unidad de una comunidad cristiana, a saber, la "Cena del Señor", la celebración de la Eucaristía: incluso allí hay divisiones, y hay quien aprovecha para comer y beber excluyendo a los que no tienen nada (cf. 1 Co 11,18-22). Frente a esto, Pablo pronuncia un juicio severo: "Así pues, cuando se reúnen, lo suyo ya no es comer la cena del Señor" (v. 20): ustedes tienen otro ritual, que es pagano. No es la cena del Señor.

Quién sabe, tal vez nadie en la comunidad de Corinto pensara que había pecado y aquellas duras palabras del Apóstol sonaban un poco incomprensibles para ellos. Probablemente todos estaban convencidos de que eran buenas personas y, al ser interrogados sobre el amor, habrían respondido que el amor era, sin duda, un valor muy importante para ellos, al igual que la amistad y la familia. Incluso hoy en día, el amor está en boca de muchos, está en la boca de muchos; en la boca de muchos "influencers" y en los estribillos de muchas canciones. Se habla tanto del amor, pero ¿qué cosa es el amor?

"¿Pero el otro amor?", parece preguntar Pablo a sus cristianos de Corinto. No el amor que sube, sino el que baja; no el que quita, sino el que da; no el que aparece, sino el que está oculto. A Pablo le preocupa que en Corinto -como también entre nosotros hoy- haya confusión y que, de la virtud teologal del amor, la que viene solo de Dios, en realidad no haya ni rastro. Y si incluso de palabra todos aseguran que son buenas personas, que aman a su familia y a sus amigos, en realidad saben muy poco del amor de Dios.

Los cristianos de la antigüedad tenían varias palabras griegas para definir el amor. Finalmente, surgió la palabra "ágape", que normalmente traducimos por "caridad". Porque, en realidad, los cristianos son capaces de todos los amores del mundo: también ellos se enamoran, más o menos como le ocurre a todo el mundo. También experimentan la bondad de la amistad. Asimismo, experimentan el amor a la patria y el amor universal a toda la humanidad. Pero hay un amor más grande, un amor que viene de Dios y se dirige a Dios, que nos empuja a amar a Dios, a convertirnos en sus amigos, y nos impulsa a amar al prójimo como Dios lo ama, con el deseo de compartir la amistad con Dios. Este amor, por causa de Cristo, nos lleva a donde humanamente no iríamos: es amor por los pobres, por lo que no es amable, por los que no nos quieren y no son agradecidos. Es amor por lo que nadie amaría; incluso por el enemigo. Incluso por el enemigo. Esto es "teologal", esto viene de Dios, es obra del Espíritu Santo en nosotros.

Jesús predica, en el Sermón de la Montaña: “Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacen bien solo a los que les hacen bien, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6,32-33). Y concluye: "Por el contrario, amen a sus enemigos - nosotros estamos acostumbrados a hablar mal de los enemigos- hagan el bien y presten sin esperar nada, con generosidad, y será grande su recompensa y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos” (v. 35). Recordemos esto: “amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada”. No lo olvidemos.

En estas palabras, el amor se revela como una virtud teologal y toma el nombre de "caridad". El amor es caridad. Enseguida nos damos cuenta de que es un amor difícil, incluso imposible de practicar si no se vive en Dios. Nuestra naturaleza humana nos hace amar espontáneamente lo que es bueno y bello. En nombre de un ideal o de un gran afecto podemos incluso ser generosos y realizar actos heroicos. Pero el amor de Dios va más allá de estos criterios. El amor cristiano abraza lo que no es amable, ofrece el perdón- cuan difícil es perdonar: cuanto amor hace falta para perdonar: El amor cristiano bendice a los que maldicen, y estamos acostumbrados ante un insulto, una maldición, a responder con otro insulto, con otra maldición. Es un amor tan audaz que parece casi imposible, y sin embargo es lo único que quedará de nosotros. El amor es la “puerta estrecha” por la que debemos pasar para entrar en el Reino de Dios. Porque al atardecer de la vida no seremos juzgados por el amor genérico, sino juzgados precisamente por la caridad, por el amor que hemos dado concretamente. Y Jesús nos dice esto tan bello: "En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron" (Mt 25,40). Esta es la cosa bella, la cosa grande del amor. ¡Adelante y ánimo!



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