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Dos catequesis del papa Francisco, sobre la lujuria y la avaricia[1]

 

Este año el papa dedica sus reflexiones

de las audiencias públicas de los miércoles

a los vicios y las virtudes; estos discursos

son reflexiones muy aterrizadas para la vida espiritual,

y se distinguen también por su profundidad.

 

 

I. Catequesis sobre la lujuria.

 

Aula Pablo VI, 17 de enero de 2024.

[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas.]

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

            Continuemos nuestro itinerario sobre los vicios y las virtudes. Los antiguos Padres nos enseñan que, después de la gula, el segundo "demonio", es decir vicio, que está siempre agazapado a la puerta del corazón, es el de la lujuria. Mientras que la gula es la voracidad hacia la comida, este segundo vicio es una especie de "voracidad" hacia otra persona, es decir, el vínculo envenenado que los seres humanos mantienen entre sí, especialmente en el ámbito de la sexualidad.

Entiéndase bien: en el cristianismo no se condena el instinto sexual. Un libro de la Biblia, el Cantar de los Cantares, es un maravilloso poema de amor entre una pareja de novios. Sin embargo, esta hermosa dimensión de nuestra humanidad, la dimensión sexual, la dimensión del amor, no está exenta de peligros, hasta el punto de que ya san Pablo tiene que abordar la cuestión en la primera Carta a los Corintios. Escribe así: "Es cosa pública que se cometen entre ustedes actos deshonestos, como no se encuentran ni siquiera entre los paganos" (5,1). El reproche del Apóstol se refiere precisamente a un uso malsano de la sexualidad por parte de algunos cristianos.

Pero miremos la experiencia humana, la experiencia del enamoramiento. Aquí hay muchos recién casados, ¡ustedes pueden hablar de esto! Por qué sucede este misterio y por qué es una experiencia tan impactante en la vida de las personas, ninguno de nosotros lo sabe. Una persona se enamora de otra, el enamoramiento llega. Es una de las realidades más sorprendentes de la existencia. La mayoría de las canciones que oímos en la radio hablan de esto: amores que se encienden, amores que siempre se buscan y nunca se alcanzan, amores llenos de alegría o amores que atormentan hasta las lágrimas.

Si no está contaminado por el vicio, el enamoramiento es uno de los sentimientos más puros. Una persona enamorada se vuelve generosa, disfruta haciendo regalos, escribe cartas y poemas. Deja de pensar en sí misma para proyectarse completamente hacia el otro. Es bello esto. Y si le preguntas a una persona enamorada: “¿por qué amas tú?”, no encontrará respuesta: en muchos sentidos, el suyo es un amor incondicional, sin motivo. Paciencia si ese amor, tan poderoso, es también un poco ingenuo: el enamorado no conoce realmente el rostro de la otra persona, tiende a idealizarla, está dispuesto a hacer promesas cuyo peso no capta inmediatamente. Este "jardín" donde se multiplican las maravillas no está, sin embargo, a salvo del mal. Puede ser contaminado por el demonio de la lujuria, y este vicio es particularmente odioso, al menos por dos razones.

En primer lugar, porque devasta las relaciones entre las personas. Para documentar tal realidad, desgraciadamente bastan las noticias cotidianas. ¿Cuántas relaciones que comenzaron de la mejor manera se han convertido luego en relaciones tóxicas, de posesión del otro, carentes de respeto y de sentido de los límites? Son amores en los que ha faltado la castidad: una virtud que no hay que confundir con la abstinencia sexual - la castidad es más que abstinencia sexual-, sino con la voluntad de no poseer nunca al otro. Amar es respetar al otro, buscar su felicidad, cultivar la empatía por sus sentimientos, disponerse en el conocimiento de un cuerpo, una psicología y un alma que no son los nuestros y que hay que contemplar por la belleza que encierran. Amar es esto, el amor es hermoso. La lujuria, en cambio, se burla de todo esto: la lujuria saquea, roba, consume de prisa, no quiere escuchar al otro sino sólo a su propia necesidad y placer; la lujuria juzga aburrido todo cortejo, no busca esa síntesis entre razón, pulsión y sentimiento que nos ayudaría a conducir sabiamente la existencia. El lujurioso sólo busca atajos: no comprende que el camino del amor debe recorrerse lentamente, y que esta paciencia, lejos de ser sinónimo de aburrimiento, nos permite hacer felices nuestras relaciones amorosas.

Pero hay una segunda razón por la cual la lujuria es un vicio peligroso. Entre todos los placeres del hombre, la sexualidad tiene una voz poderosa. Implica todos los sentidos; habita tanto en el cuerpo como en la psique, y esto es bellísimo, pero si no se disciplina con paciencia, si no se inscribe en una relación y una historia en la que dos personas la transforman en una danza amorosa, se convierte en una cadena que priva al hombre de libertad. El placer sexual, que es un don de Dios, se ve socavado por la pornografía: satisfacción sin relación que puede generar formas de adicción. Debemos defender el amor, el amor del corazón, de la mente, del cuerpo, el amor puro de donarse recíprocamente. Y esa es la belleza de las relaciones sexuales.

Ganar la batalla contra la lujuria, contra la “cosificación” del otro, puede ser un esfuerzo que dura toda la vida. Pero el premio de esta batalla es el más importante de todos, porque se trata de preservar esa belleza que Dios escribió en su creación cuando imaginó el amor entre el hombre y la mujer, que no es para usarse el uno al otro, sino para amarse. Esa belleza que nos hace creer que construir juntos una historia es mejor que lanzarse a la aventura - ¡hay tantos don Juanes! -, cultivar la ternura es mejor que doblegarse ante el demonio de la posesión – el verdadero amor no posee, se dona -, servir es mejor que conquistar. Porque si no hay amor, la vida es triste, es una triste soledad. Gracias.

 

II. Catequesis sobre la avaricia.

 

Aula Pablo VI, 24 de enero de 2024.

[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas.]

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Proseguimos las catequesis sobre los vicios y las virtudes, y hoy vamos a hablar de la avaricia, es decir, aquella forma de apego al dinero que impide al ser humano ser generoso.

No es un pecado que concierne solamente a las personas que poseen ingentes patrimonios, sino un vicio transversal que a menudo no tiene nada que ver con el saldo de la cuenta corriente. Es una enfermedad del corazón, no de la cartera.

Los análisis que hicieron los padres del desierto sobre este mal sacaron a la luz que la avaricia podía apoderarse también de los monjes, quienes, tras haber renunciado a enormes herencias, en la soledad de su celda se habían atado a objetos de poco valor: no los prestaban, no los compartían y aún menos estaban dispuestos a regalarlos. Un apego a pequeñas cosas que quita la libertad. Esos objetos se volvían para ellos una especie de fetiche del que era imposible desprenderse. Una forma de regresión a la fase de los niños que agarran un juguete repitiendo: “¡Es mío! ¡Es mío!”. En esta afirmación se esconde una relación enfermiza con la realidad, que puede desembocar en formas de acaparamiento compulsivo o acumulación patológica.

Para recuperarse de esta enfermedad, los monjes proponían un método drástico pero muy eficaz: la meditación sobre la muerte. Por mucho que una persona acumule bienes en este mundo, de una cosa estamos absolutamente seguros: de que no cabrán en el ataúd. Nosotros no podemos llevarnos los bienes. Aquí se revela la insensatez de este vicio. El vínculo de posesión que construimos con las cosas es sólo aparente, porque no somos los amos del mundo: esta tierra que amamos no es en verdad nuestra, y nos movemos por ella como extranjeros y peregrinos…”. (cfr. Lv 25,23).

Estas simples consideraciones nos hacen intuir la locura de la avaricia, pero también, su razón más recóndita. Es un tentativo de exorcizar el miedo a la muerte: busca seguridades que en realidad se desmoronan en el mismo momento en el que las agarramos. Recuerden la parábola del hombre necio, cuyo campo había ofrecido una cosecha abundante, y por eso se adormece pensando en cómo agrandar sus almacenes para meter toda la cosecha. Ese hombre había calculado todo, había planeado el futuro. Sin embargo, no había considerado la variable más segura de la vida: la muerte. “Necio”, dice el Evangelio, “esta misma noche te será demandada tu vida. Y las cosas que preparaste ¿para quién serán?” (Lc 12,20).

En otros casos, son los ladrones quienes nos prestan este servicio. Incluso en los Evangelios aparecen muchas veces, y aunque sus acciones son censurables, pueden convertirse en una advertencia saludable. Así predica Jesús en el Sermón de la montaña: «No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban.» (Mt 6,19-20). Siempre en los relatos de los padres del desierto, se cuenta la historia de un ladrón que sorprende al monje mientras duerme y le roba los pocos bienes que guardaba en su celda. Cuando despierta, el monje, nada turbado por el incidente, se pone tras la pista del ladrón y, cuando lo encuentra, en lugar de reclamar los bienes robados le entrega las pocas cosas que le quedan diciéndole: "¡Te olvidaste de llevarte esto!".

Nosotros, hermanos y hermanas, podemos ser señores de los bienes que poseemos, pero a menudo ocurre lo contrario: al final, ellos nos poseen. Algunos hombres ricos no son libres, ni siquiera tienen tiempo para descansar, tienen que cubrirse las espaldas porque la acumulación de bienes exige también su custodia. Están siempre angustiados, porque un patrimonio se construye con mucho sudor, pero puede desaparecer en un momento. Olvidan la predicación evangélica, que no afirma que las riquezas sean en sí mismas un pecado, pero sí que son ciertamente una responsabilidad. Dios no es pobre: es el Señor de todo, pero –escribe San Pablo– «siendo rico, se hizo pobre  por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9).

Eso es lo que el avaro no comprende. Podría haber sido causa de bendición para muchos, pero en lugar de eso, se metió en el callejón sin salida de la infelicidad. Y la vida del avaro es fea: yo me acuerdo el caso de un señor que conocí en la otra diócesis, un hombre muy rico que tenía la mamá enferma. Estaba casado. Y los hermanos se turnaban para cuidar a la mamá, y la mamá se tomaba un yogur por la mañana. Este señor le daba la mitad por la mañana para darle la otra mitad por la tarde y ahorrar medio yogur. Así es la avaricia, así es el apego a los bienes. Entonces murió este señor, y los comentarios de la gente que acudió al velatorio fueron estos: “Se nota que este hombre no lleva consigo nada: dejó todo…”. Y luego, burlándose un poco, decían: “No, no, no pudieron cerrar el ataúd porque quería llevarse todo”. Y esto, de la avaricia, hace reír a los demás: que al final hay que entregar nuestro cuerpo y nuestra alma al Señor, y hay que dejar todo. ¡Tengamos cuidado! Y seamos generosos, generosos con todos y generosos con los que más nos necesitan. Gracias.



[1] La traducción de estas catequesis es la que aparece en el sitio oficial de la Santa Sede, y se puede consultar en https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2024/documents/20240117-udienza-generale.html y https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2024/documents/20240124-udienza-generale.html.



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