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Un acercamiento al Pequeño léxico del final de la vida

Pbro. Enrique Hernández Galván[1]

 

A principios de julio pasado, la Pontificia Academia para la Vida publicó en la

Libreria Editrice Vaticana (LEV) el Piccolo lessico del fine vita, un

breve y sintético glosario que brinda una mayor comprensión

ante el tema de la muerte y sus cuestiones morales.

 

 

Este artículo es un breve resumen con algunos acercamientos sobre las cuestiones éticas y la postura de la Iglesia que nos presenta el documento de la Pontificia Academia para la Vida en relación a los temas de eutanasia, suicidio asistido, cuidados paliativos, entre otros temas de interés. Solamente se ofrece una breve apreciación. Si alguien estuviese interesado le recomendamos consultar el documento y leerlo con más detenimiento.

El ser humano se sabe limitado, pero a pesar de ello, y en muchas ocasiones, no se hace a la idea de sufrir y padecer. El hombre quiere aminorar su dolor y sufrimiento. Gracias a la familiaridad que el ser humano tiene con la muerte, su imagen se convierte en el lenguaje popular y en el símbolo de la vida elemental e ingenua porque está demasiado cerca y demasiado incrustada en la vida cotidiana del hombre. El propósito moral es recordar la incertidumbre del momento de la muerte y la igualdad de las personas frente a ella. Los vivos no están preparados para el encuentro con la muerte, ni tampoco con el momento de la muerte.

La confrontación de la muerte y el morir, es una consideración de tipo psicológica y sociológica. La muerte, de hecho, se presenta hoy como un acontecimiento individual accidental y efectivamente «inesperado». En primer lugar, el intento de tabuizar, medicalizar y objetivizar la muerte «delata un miedo a la vida» y puede revelarse tanto a nivel psico-individual (el miedo a morir) como a nivel ontológico-existencial (el miedo de morir).

En base a esta realidad retomaremos lo que a principios del mes de julio se ha publicado: el Pequeño Léxico del final de la vida; lo que la Pontificia Academia para la vida quiere dejar en claro son las cuestiones altamente éticas relacionadas con el debate sobre el final de la vida desde la eutanasia y el suicidio asistido hasta los cuidados paliativos y la incineración. En relación a estos temas de suma importancia, muchos creen que la Santa Sede ha cedido en el acuerdo para la obstinación terapéutica. El Papa y la Iglesia quieren recordar y dar algunas indicaciones sobre el cuidado y las atenciones médicas en relación a la enfermedad y el dolor, todo esto basado en los últimos setenta años de magisterio de los papas. El principio básico y de fondo siempre será la defensa de la vida en todas las fases de su desarrollo, defender el derecho a la vida, y en particular la vida de los más débiles. Ir en contra de la “cultura del descarte”.

La Pontificia Academia para la Vida ha dado su consentimiento en algunas consideraciones siempre y cuando los tratamientos desproporcionados puedan ser suspendidos o interrumpidos cuando estos causen cierta “pesadez excesiva o molestias físicas importantes”.

Entender a la persona en toda su dignidad y el valor de sí de toda la vida humana, es razón suficiente para no aceptar ni permitir ninguna forma de suicidio asistido o de eutanasia. Por tanto, debe evitarse toda terapia que se obstine injustificadamente en obstaculizar el curso natural de la vida y de la muerte.

El ser humano cuando sufre no pocas veces piensa en una de las salidas fáciles como es la eutanasia o de suicidio asistido, o también puede llegar a pensar en lo contrario la obstinación irrazonable. La muerte, por desgracia, es una dimensión de la vida. Nunca debemos acortar la duración de la vida, pero tampoco empeñarnos en obstruir su curso. ¿Puede decirse que hay mediaciones legisladas? Con respecto a la Iglesia responde que no hay, pues ella no existe para crear esas leyes en el ámbito de la medicina sino para formar conciencias.

Los tratamientos fútiles y los cuidados paliativos están a la orden de los enfermos, pero estos son los que darán su consentimiento. La terapia del dolor, cuidados paliativos, sedación profunda hasta la muerte, corresponde a un derecho del paciente, no a una obligación de aceptarlos. Sin embargo, existe otra cuestión, que esto no resuelve el cómo poner fin a la vida: la definición del alcance del derecho a la autodeterminación sigue siendo decisiva. Dentro de la Unión Europea, varias leyes nacionales y tribunales constitucionales (Alemania, Austria, España) parten de la premisa de cómo y cuándo dejar la vida forma parte del derecho a la libertad de la persona. No se puede evitar abordar la cuestión de la voluntad de morir, que debe ser libre y consciente. Una cuestión muy seria y difícil, que sea infravalorada cuando se busca la solución definiendo un ámbito exclusivo de condiciones médicas objetivas en las que puede aceptarse la voluntad de morir. La condición es que la persona que solicite ayuda para suicidarse sea mantenida con vida mediante un sistema de soporte vital. Pero lo que dificulta el diálogo anunciado por Monseñor Paglia no son los detalles de los supuestos de hecho considerados por el legislador (o por el Tribunal Constitucional, que ocupa su lugar en su continua ausencia). El contraste profundo se refiere al lugar que se está dispuesto a dar al derecho de autodeterminación. A este respecto, la oferta (no imposición) de alivio del dolor y cuidados paliativos puede ser una respuesta en muchos casos. Contribuye a garantizar la verdadera libertad de quienes deciden poner fin a su vida: una libertad que se ve restringida si no se ofrecen alternativas. El reconocimiento liberal del espacio debido al derecho a la autodeterminación sigue siendo la verdadera manzana de la discordia. Si la vida siempre tiene valor, en toda condición; si siempre es digna; si su «dignidad» es objetiva, como cree poder afirmar (e imponer) el Tribunal Constitucional en su reciente sentencia, el espacio de valoración y de libertad individual queda excluido, sustituido por la imposición autoritaria del punto de vista de la autoridad, ya sea religiosa o estatal. Ya no se trata de un derecho a vivir, sino de un deber. En principio, esta tesis ya ha encontrado desgraciadamente un hueco en las instituciones, con la posición expresada por el Tribunal Constitucional.

Una alternativa a las formas humanas y métodos humanos de morir no será la opción de vivir, sino, para los que aún sean capaces de actuar, la opción desesperada por formas crueles, violentas, humillantes formas de abandono de una vida que ya no se puede soportar.

La vida es para todo ser humano el don de una identidad recibida. Tan única, tan grande para cada pequeño hombre, en el inmenso universo. Frágil y preciosa, cada vida realza la belleza de la historia del Ser. Da sentido y devuelve el sentido a otras vidas en un vínculo relacional esencial. Nos pertenecemos unos a otros, cada uno de nosotros; somos familia humana, somos aldea humana. Nos alegramos de los nacidos, nos afligimos de los muertos. La «santa voluntad de vivir» es nuestro instinto, la cita con la muerte es nuestro destino.

El arte médico se esfuerza por aplazarlo, con los milagros humanos de sus curas e inventos, pero al final se rinde. Ahora todo el mundo siente que hay en la palabra «fin» un problema de sentido; ¿se pierde o se realiza la vida? ¿Se aniquila o cruza un umbral? E incluso quienes niegan o reniegan de tales cuestiones advierten que la vida tiene una dignidad propia e infinita a lo largo de su curso, y que un principio ético fundamental exige su protección. Ni el suicidio ni la eutanasia son éticamente aceptables.

Hay teoremas, incluso en nuestro país, que celebran la muerte voluntaria como un derecho de libertad (libres hasta el último de decidir cuándo y cómo morir), con un activismo que busca, y procura, las oportunidades de los casos límite para traspasar el muro de las normas de protección de la vida. El punto fuerte de esta deriva es la seducción del individualismo libertario. Y en algo tiene éxito, cuando la libertad se encierra en sí misma, en la esfera privada, sin perjuicio social aparente. Es precisamente aquí donde puede producirse el abismo entre la ética (lo que es bueno) y el derecho que se contenta con el «mínimo ético» en el plano social (lo que es permisible). Es precisamente aquí donde los interminables debates entre quienes sostienen que lo que la ley permite es correcto y bueno en sí mismo y quienes, en nombre de principios éticos no negociables rechazan que las leyes dicten normas permisibles de conducta inmoral.

Una de sus piedras angulares es el consentimiento informado; y el corolario del posible rechazo de la terapia para salvar la vida, o tratamiento de soporte vital, dejándose morir. La elección del paciente (en cada caso, si se trata de una terapia excesiva o proporcionada) puede ser éticamente correcta o incorrecta, pero desde un punto de vista jurídico no se trata de infligir por la fuerza al paciente la terapia rechazada. Quienes ven en esto una forma de eutanasia se equivocan. Y es precisamente una síntesis de conceptos lo que ofrece ahora el Pequeño léxico del final de la vida publicado por la Academia Pontificia para la Vida. La impresión de fondo, el espíritu que lo mueve, es la necesidad de claridad: entenderse, y por tanto escucharse, y hablarse, y no alejarse del diálogo, que es una mesa de espera de posibles mediaciones, y no un ring. Hay quienes han acentuado, en sus comentarios, las nuevas «aperturas»; unos saludando su valentía, otros reprochando su osadía.

Pero ambos con poco cuidado, si han descuidado las piedras angulares operativas del documento, en cuanto a cuidado, acompañamiento, presencia solidaria, relación; y con esa solicitud que se mueve desde el Evangelio, y queda en segundo plano como un pedal de órgano. Esta es la esencia: los triunfos de la muerte son el fracaso del amor. El amor aprecia la vida, siempre. Pero el amor también nos manda quedarnos ahí, intervenir incluso en la esfera terrestre, a buscar que el punto de mediación alcanzado en las «leyes imperfectas» sea lo más respetuoso posible de los valores éticos.

Hay tres dimensiones fundamentales de referencia. La primera se refiere al «bien de la vida» «en el marco del bien integral de la persona», que debe entenderse no como absolutización de la «vida biológica» «a la que se sacrifica cualquier valor relacional», sino «como iniciación en el amor: que en el amor se recibe, desde su origen, y en el amor se entrega, con su finitud».

La segunda es la libertad que desciende del proyecto creador de Dios. Se entiende, más allá de cualquier reducción radicalmente individualista, como una disposición a responder de uno mismo ante los demás y, por tanto, dentro de un entramado de relaciones, que no son por tanto restricciones del ejercicio de la libertad, sino un constitutivo de la persona: «Todos estamos radicalmente relacionados. No disponemos de nosotros mismos en el vacío de todo vínculo».

La tercera dimensión consiste en el nexo entre las esferas ética y jurídica, fuertemente implicadas, a modo de ejemplo, en la cuestión de la eutanasia y el suicidio asistido. Entre estas dos esferas, sostiene Monseñor Paglia, existe «una relación recíproca de circularidad» que no comporta “identidad material ni separación abstracta”, ya que “el bien está implícito en lo justo que vincula la responsabilidad comunitaria de cada uno, pero lo justo regula situaciones diferentes, relativas al bien común de la vida social de todos”.

En esta circularidad reside la palabra y la acción testimonial de los creyentes, situándose «dentro de las diferentes culturas: ni por encima, como si poseyeran una verdad dada a priori, ni por debajo, como si fueran portadores de una opinión sin compromiso de dar testimonio de una justicia compartible».

Estos tres nudos teóricos, de modo significativo y en una forma discursiva más amplia, se encuentran también en el volumen recientemente promovido por la misma Pontificia Academia para la Vida, La gioia della vita. Un camino de ética teológica: Escritura, tradición, desafíos prácticos (Libreria Editrice Vaticana, 2024), que puede ser una útil prolongación de lo propuesto, con referencia a un único tema, en el Pequeño léxico del fin de la vida, del que comparte la misma instancia dialógica y de superación, en la medida de lo posible, de persistentes malentendidos y malas interpretaciones.

 

La libertad no debe confundirse con la autodeterminación absoluta.

 

En el Pequeño léxico del fin de la vida se hace hincapié en que la noción de libertad no debe confundirse con la autodeterminación absoluta. Se propone también proporcionar una terminología adecuada para definir con claridad las situaciones en las que se encuentran los pacientes y pretende redefinir la relación entre ética y derecho. El primer concepto examinado es el de la necesidad ineludible de acompañar al enfermo en ciencia y conciencia en cada etapa de la enfermedad.

Se concede gran importancia al cuidado paliativo que no abandona al paciente, incluso cuando no hay posibilidades de recuperación y garantiza un enfoque asistencial integral. También se recuerda que la hidratación artificial, la nutrición y la ventilación artificial se denominan tradicionalmente «tratamientos de soporte vital». La posibilidad de su interrupción ha sido muy debatida. La posición de la Iglesia se ha expresado en varias ocasiones. Pío XII y recientemente el Papa Francisco, han afirmado sin sombra de duda que no existe «ninguna obligación de emplear siempre todos los medios terapéuticos potencialmente disponibles» y que se puede legítimamente interrumpir aquellos que ya no logran su finalidad adecuada. Sin embargo, hoy en día, gracias a los avances tecnocientíficos, el abanico de tratamientos para prolongar la vida se ha ampliado considerablemente. Sería deseable precisar lo antes posible, según un estricto sentido médico, los límites de estas intervenciones sin recurrir a la vía judicial a las primeras de cambio. A pesar de ciertas limitaciones evidentes, también se reconoce la utilidad de redactar disposiciones anticipadas de tratamiento, aptas para hacer constancia de las propias preferencias en caso de que uno ya no pueda hablar con los profesionales sanitarios.

También se presta atención a la medicina intensiva, que tiene un valor indiscutible, pero al mismo tiempo sólo debe aplicarse siempre que sea proporcional a la situación clínica real del paciente y no entre en conflicto con las voluntades anticipadas previamente firmadas. Además, se observa que coma, estado vegetativo y consciencia mínima, condiciones claramente diferentes desde el punto de vista médico, se citan con demasiada frecuencia de forma inadecuada, casi como si fueran sinónimos. En cuanto a la constatación de la muerte, se reafirma la validez del criterio neurológico (cese total e irreversible de toda actividad encefálica) validado por la ciencia y reconocido antropológicamente como idóneo para designar la «desintegración total de ese complejo unitario e integrado que es la persona en sí misma». El recurso a la eutanasia y al suicidio asistido se valora negativamente, mientras que la sedación paliativa profunda se considera adecuada si en la fase terminal persisten síntomas dolorosos que no pueden controlarse de ninguna otra manera. Se reconoce la conveniencia de evitar toda forma de obstinación irrazonable, es decir, de terapia fútil, llegando incluso a suspender los tratamientos que sólo procuran «una prolongación precaria y dolorosa de la vida».

En repetidas ocasiones se defiende la importancia de la planificación compartida de los cuidados en presencia de «enfermedades degenerativas incurables o caracterizadas por una evolución imparable con un pronóstico poco alentador». Esta práctica tiene la gran ventaja de favorecer la relación entre el médico y el paciente para que puedan consensuar las decisiones a tomar en los distintos momentos de la evolución de la patología. Además, se precisa que la donación de órganos es un acto de auténtica solidaridad y altruismo. Quienes ya estén familiarizados con los pronunciamientos de la bioética católica podrán comprobar que este opúsculo sigue la estela de la tradición eclesial más consolidada y apreciarán la voluntad de la Pontificia Academia para la Vida de sistematizar de manera orgánica y concisa las diversas deliberaciones enunciadas a lo largo del tiempo sobre el final de la vida. En cambio, se sorprenderán quienes, insuficientemente informados, se han creado indebidas ideas preconcebidas sobre el tema. El objetivo declarado desde la introducción es precisamente el de «ayudar a quienes tratan de desenmarañar estas intrincadas cuestiones». Pero, también explicitar el pensamiento de la Iglesia sobre el tema para evitar que se atribuyan injustamente a las creyentes afirmaciones que son, en cambio, «fruto de lugares comunes insuficientemente escrutados».

En conclusión, podemos decir que, la medicina no puede reducirse a curar la enfermedad, sino, ante todo, atender a la persona enferma. Hay que ofrecer a los moribundos el recurso de la esperanza cristiana, reconocer que Dios deja libre al hombre y usa con él la dulzura y el respeto. Para ejercer estos detalles es necesario tener un conocimiento adecuado de los antecedentes culturales y religiosos del paciente. La nueva Carta del personal sanitario dice: «hay que evangelizar la muerte». El objetivo de los cuidados espirituales debe ser ayudar a la persona que sufre a gestionar y realizar su propia oración en las pruebas de la enfermedad.

Se debe alcanzar que el enfermo sea consciente del sentido profundo del sufrimiento y de la muerte, de la salvación y de la vida eterna; para ello, quienes se dedican a cuidar a los enfermos y moribundos ponen toda su «pericia» a su servicio, pero también se acuerdan de darles el consuelo aún más necesario de la caridad. Allí donde el hombre nace, sufre y muere, la Iglesia estará siempre para acogerle y dar sentido a su frágil existencia. El ejercicio de las virtudes humanas y cristianas de la empatía, la compasión, asumiendo su sufrimiento y compartiéndolo, y el consuelo, entrando en la soledad del otro para hacerle sentir amado, acogido, acompañado y sostenido.



[1] Del clero de Guadalajara. Ordenado en 2012. Obtuvo una licenciatura en Teología Moral en la Pontificia Academia Alfonsiana de Roma (2020-2022). Actualmente es docente del Seminario de Guadalajara y vicario parroquial de Nuestra Señora de Talpa, Talpita.



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