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“La memoria del justo será bendecida”

Marco Antonio Cuevas Contreras[1]

 

Discurso pronunciado en el santuario tapatío de Nuestra Señora de las Mercedes,

en el marco del homenaje que, la noche del 30 de diciembre del 2023,

se le rindió a Prisciliano Sánchez en el lugar donde descansan sus restos,

en su aniversario luctuoso cxcvii.[2]

 

 

 

 

Nos hemos reunido en este benemérito templo de Nuestra Señora de las Mercedes para rendir tributo a la memoria del, quizá, más ilustre jalisciense. Quién si no: Prisciliano Sánchez, padre fundador del estado de Jalisco y del federalismo mexicano, en el 197 aniversario de su partida.

Mis compañeros de la Comisión Interinstitucional para la Conmemoración del Bicentenario del Nacimiento del Estado Libre y Soberano de Jalisco me han encargado dirigir algunas palabras para solemnizar esta sensible y patética efeméride. Pero yo, que carezco de la elocuencia necesaria para conmover y contristar a los aquí presentes, como lo haría un buen orador, no he tenido más opción que evocar la egregia figura de Prisciliano Sánchez, como si él se encontrase físicamente entre nosotros, para que sea testigo del reconocimiento y la admiración que hoy le tributamos.

Así pues, permite, amable Prisciliano, que te hablemos en segunda persona y te tuteemos, porque tus hechos inspiran confianza y familiaridad.

 

***

 

Ayúdanos a rememorar que llegaste a la vida el 4 de enero de 1783 en el pueblo de Ahuacatlán, entonces perteneciente a la intendencia de Guadalajara, en el seno de una familia amorosa y trabajadora. Sabemos que la muerte te arrebató a tus padres antes que cumplieras los diez años, quedando expuesto a los infortunios que traen consigo la orfandad y la pobreza; de manera que, en circunstancias dificilísimas, la mayor parte de tu formación intelectual fue producto de tu gran inteligencia y deseo de cultivarte.

El hambre y la necesidad te trajeron al convento franciscano de Guadalajara en el año de 1803. Sin embargo, tuviste que salir apresuradamente del claustro porque el prior te mandó azotar por alguna falta que cometiste, mas nunca te acobardaste en tus designios, e inmediatamente solicitaste ingreso al Seminario Tridentino del Señor San José como colegial de merced, donde trabajaste de portero, cocinero, jardinero y enfermero, a cambio de los estudios y alimentos.

Aquí entraste bajo la tutela y protección de los célebres catedráticos José de Jesús y Esteban Huerta, cuyas lecciones fueron la simiente del gran humanista que fuiste. Aquí también aprendiste el idioma francés y estudiaste a los principales protagonistas de la ilustración, todo lo cual transfiguró tu personalidad de humilde pueblerino, a la de un individuo cosmopolita y genial.

En 1810 estalló la revolución de independencia. Tú, sin dudarlo, te sumaste al ejército insurgente como director de la Primera División del Sur, porque para ti, como criollo que eras, el dominio español era insoportable.

Derrotado el movimiento independentista, fuiste perseguido; y preferiste ocultarte por años antes que aceptar el indulto que ofrecía el gobierno español.

Once años estuviste oculto en un ángulo remoto de la Nueva Galicia. Pero en 1821, al proclamarse la independencia de México, fuiste arrancado de tu exilio al ser nombrado diputado por la intendencia de Guadalajara al Congreso Constituyente del Imperio Mexicano. Aquí luciste sobremanera, al proponer por vez primera a toda la nación un sistema impositivo basado en la contribución directa, adelantándote setenta años a los economistas de tu tiempo. También exigiste una absoluta división de poderes, oponiéndote fogosamente en tus discursos a la desmedida ambición del emperador Iturbide y sus partidarios.

Ya desde entonces te dominaba un espíritu democrático y republicano.

Memorable es tu discurso en que, viéndose amenazada la vida de los diputados por la violencia del emperador, llegaste a manifestar:

 

No estamos en este salón para disfrutar honores, ni para procurar distintivos, sino para sacrificarnos en él, si necesario fuese por la salud de la patria. Perezcamos primero antes que faltar a la confianza que los pueblos depositaron en nosotros.

 

Grande fue la hombría de bien con la que enfrentaste los designios imperiales. Sin embargo, llegó el infausto 30 de octubre de 1822 en que el emperador Iturbide mandó disolver por la fuerza el Congreso Constituyente.

Destronado Iturbide por el Plan de Casamata, en marzo de 1823 fuiste electo comisionado de la intendencia de Guadalajara ante el Ejército Libertador. Aquí pusiste todo tu empeño en inclinar la balanza, no en favor de la constitución de un imperio, sino a la constitución de una república mediante una impecable argumentación contenida en tu célebre obra denominada La imparcialidad y la justicia.

Pero la clase política de Guadalajara no solamente quería una república, sino que la quería federal. Aquí trabajaste como pocos, desde principios de abril hasta mediados de junio de 1823, hasta lograr, de la mano de varios diputados republicanos y de la Diputación Provincial de Guadalajara, que el Congreso Nacional pronunciara su voto en favor del federalismo y convocase la elección de un nuevo congreso, derrotando parlamentariamente a quienes querían establecer la constitución de una república centralista con supremacía de la Ciudad de México.

En aquella época casi todo mundo desconocía los pormenores de un gobierno federado, circunstancia que abonaba un clima de confusión. Fue en este contexto de clara indecisión política que decidiste acometer los trabajos de lo que a la postre sería tu obra maestra.

El lunes 28 de julio de 1823 saliste en defensa y promoción del federalismo más despejado y exaltado con tu celebérrima obra Pacto federal de Anáhuac, documento en el que propusiste un pulquérrimo plan de organización política basado en un pacto de unión de todas las provincias en una sola federación, sin ninguna supremacía de la Ciudad de México.

En esta tu obra política cumbre, exhibes los atributos del verdadero estadista, del visionario legislador a cuya aguda inteligencia no escapa el menor detalle; una obra en la que, utilizando apenas un puñado de palabras, supiste proyectar y dar vida a una compleja organización política nacional, delineando con perfección las atribuciones y limitantes del poder público, e instaurando un exquisito sistema de pesos y contrapesos.

Ni duda cabe que las instituciones del primer federalismo mexicano tienen raíz en tu obra maestra. Sin embargo, en algún momento de nuestra historia perdimos los pasos, y hoy deben buscarse nuevas alternativas que sirvan para retornar a su original espíritu descentralizador en un México que se debate en medio de un ominoso y brutal centralismo, porque el poder soberano inaugural de los estados que tu proyectaste, ha sido brutalmente zapado y expoliado para instituir en su lugar un monstruoso sistema centralista con el nombre de república federal y un ominoso sistema presidencialista, cuyo dirigente hace valer un poderoso y vergonzante señorío sobre frágiles gobernadores, quienes, para hacer posible la coexistencia sociopolítica, deben someterse a sus autoritarios designios, no de otra suerte que lo que cuenta la leyenda del faraón Amenhotep ii, quien para envanecerse por sus triunfos, hacía que tiraran de su carro de guerra los reyes vencidos.

A finales de agosto de 1823 volviste tus pasos a Jalisco, donde fuiste electo diputado al Congreso Constituyente del estado. Desde el momento en que te presentaste en la asamblea jalisciense, desplegaste la grandeza de tus talentos y la actividad de tu carácter, emitiendo con una facilidad y claridad inimitables, las ideas más grandes. Fecundo y variado en las discusiones, manejabas con maestría todos los asuntos públicos, y replicabas con superioridad las cuestiones más arduas de derecho público, administración, hacienda y culto.

Ábranse los cuatro tomos de los diarios de las sesiones del Congreso Constituyente del estado de Jalisco, y en todas sus páginas encontraremos en letra de molde tu pensamiento vivo y palpitante, encabezando casi siempre los más arduos debates.

Fueron agrias las discusiones en que se fijaron los límites de la potestad civil y religiosa. Fue tanto tu arrebato al defender tus opiniones frente a los canónigos, que poco te importó que la jerarquía religiosa te señalara como hereje y te expusiera al desprecio público; antes bien, todavía te atreviste a decir:

 

Sé que ya soy para muchos objeto de abominación y de desprecio, pero ni el peligro de mi propia existencia me puede separar un momento de cumplir con el deber que me impone la patria.[3]

 

Todos quienes te conocieron y presenciaron tus trabajos en el Congreso Constituyente han señalado claramente que casi todo el texto de la Constitución de Jalisco de 1824 fue inspiración tuya.

Un testigo de la ceremonia de entrega del texto constitucional para su publicación dice de ti lo siguiente:

 

[…] se puede asegurar que, al echar una mirada sobre su obra, decía dentro de sí: “Yo he sido el padre de estos pueblos, yo los he regenerado. Jalisco fue antes porción de una colonia esclavizada y en virtud de este código sagrado, levanta su humillada cerviz y se eleva hasta el rango de un pueblo libre y soberano”. Su talento provisorio y perspicaz le hacía ver con ojos de lince el cúmulo de bienes que preparaba a aquellos pueblos el código de sus leyes constitucionales. Su semblante estaba animado; sus ojos vertían lágrimas de placer; parecía inspirado por el genio divino.

 

Por cierto, fue justamente aquí en este benemérito templo de Nuestra Señora de las Mercedes, bajo esta misma cúpula y ante un crucifijo y el libro de los evangelios, que el 19 de noviembre del 1824 los funcionarios gubernamentales de los tres poderes del estado juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución Política del Estado Libre de Xalisco. ¿Lo recuerdas?

Al inicio de la era constitucional, Jalisco necesitaba de un diestro piloto para la dirección de la nave del estado. ¿Quién mejor piloto que tú? Así, en medio de un clima de concordia, fuiste electo gobernador constitucional del estado de Jalisco.

Desde el 24 de enero de 1825 en que comenzaste a desempeñar tu cargo y hasta el infausto final de tus días, desplegaste toda la energía y la capacidad física e intelectual con que la naturaleza te dotó. Demostraste que, si bien sabías formular leyes, aplicándolas tenías un talento superior. Poseedor de una energía sin límites y de una tenacidad extraordinaria, tomaste bajo tu responsabilidad la enorme tarea de inventar toda la estructura operativa de un gobierno federado.

Tu actividad tuvo un ritmo frenético, en ningún tiempo perdonaste esfuerzo alguno para atender la imponente esfera de negocios que tú mismo habías abrazado. Apenas desahogabas el trabajo de tu oficina, rápidamente te dirigías a las demás dependencias para supervisar el pronto y exacto despacho de los asuntos oficiales.

Si en tu proclama de elevación al cargo habías expresado que por la felicidad de tus conciudadanos exhalarías gustoso el último aliento, en los hechos dabas muestras de que tus palabras no eran simple retórica, ya que, robando tiempo a tu reposo, escribías sobre materias intrincadas e intereses mal entendidos. Papeles sueltos, periódicos, tratados clásicos…, bajo todas las formas te presentabas para hacer llegar la verdad hasta tus gobernados.

Así, en menos de dos años, lograste poner en marcha grandes reformas sociales que vinieron a revolucionar la administración de justicia, el régimen penitenciario, la protección de los derechos humanos, la libertad de publicar, la elección democrática de munícipes, la hacienda pública, la salud pública, la beneficencia, la educación, el arte y los grandes proyectos de infraestructura.

Debido a esa incesante actividad y a tu intransigente celo por atender tus múltiples ocupaciones, frecuentemente dejabas de tomar alimentos, dormías muy poco y te privabas aun de las más elementales necesidades. Era tan asidua tu dedicación al despacho que, de día y de noche, se te encontraba con la pluma en la mano, extendiendo minutas oficiales y dictando reglas de economía y buen gobierno. En efecto, fuiste un asiduo habitante de la noche. Hallabas en ella la tranquilidad y la imaginación necesarias para seguir adelante. La noche regeneraba tu mente y reavivaba la llama de tu genio.

Si por un momento pudiésemos entrar a tu habitación en una de esas noches de vigilia, encontraríamos a un hombre de ojos brillantes, los pómulos enrojecidos, las venas de las sienes hinchadas, lívido, verdoso, casi cadavérico, entregado con frenesí al papel y al tintero, sumido en sus pensamientos, persiguiéndolos a vuelapluma bajo la tenue luz de las candelas. Darías pues, el aspecto del genio prodigioso en el instante mismo en que se inmola en su pasión creadora.

A principios de diciembre de 1826 fuiste víctima de un infortunado accidente, que pondría fin a tus días. Un padrastro en uno de los dedos de la mano derecha, que mucho te molestaba al arrastrar la pluma, fue arrancado con violencia. Tú, muy despreocupado, no diste importancia a tan diminuto accidente, de manera que al poco tiempo aquella simple lesión fue ocupada por bacterias estreptococos.

Con el paso de los días las bacterias rápidamente fueron devorando los tejidos subcutáneos y obstaculizando el flujo sanguíneo. En pocos días tu mano derecha fue adquiriendo un tono negruzco gangrenoso. Aquel cuerpo desmejorado y macilento no resistió el embate de la ponzoña y muy rápido un shock sistémico puso en jaque tu vida. Víctima del puesto, tenías valor para un siglo; pero no fuerza para resistir una enfermedad ligera.

Sin aceptar tu precaria condición de salud y desobedeciendo los consejos de los médicos, no quisiste dejar de asistir al despacho de gobierno sino hasta el 28 de diciembre, cuando tu fuerza y tenacidad se extinguieron.

Así, tras veinticuatro días de enfermedad y luego de unas pocas horas de agonía, como a las ocho y media de la noche del sábado 30 de diciembre de 1826, tú, Prisciliano Sánchez, el portentoso genio de Jalisco, exhalaste tu último aliento.

Al día siguiente fuiste sepultado en el panteón de los pobres, porque así lo dispusiste. Tus adversarios te hicieron fama de hereje, negándose a realizar los oficios de la santa misa en tu memoria. Esta situación prevaleció hasta el 30 de abril de 1827, cuando el Congreso del estado te proclamó padre fundador del estado de Jalisco. Poco después, el 7 de septiembre del año de 1827, tu memoria fue reivindicada en las solemnes exequias que tuvieron lugar bajo esta misma cúpula del templo de Nuestra Señora de las Mercedes.

Poco después, ya sin tu liderazgo, la concordia entre los jaliscienses terminó. Los resentimientos surgieron, precipitándonos a la inmensa catástrofe de 1834.

Este enfrentamiento entre liberales y conservadores hizo que tu cuerpo y tu memoria fuesen objeto de persecución más allá de la muerte misma, de manera que tus restos tuvieron que pasar por cinco exhumaciones e inhumaciones sucesivas, con miras a resguardarlos de las turbulencias políticas.

Lo último que se sabe de tus restos mortales es que, el día 27 de noviembre de 1847, fueron inhumados definitivamente en algún lugar de este benemérito templo de Nuestra Señora de las Mercedes. Es por ello por lo que estamos aquí, muy cerca de tus restos, perpetuando tu memoria.

¡Descansa en paz!



[1] Licenciado en derecho por la Universidad de Guadalajara.

[2] Este Boletín agradece al autor su disposición para publicar este discurso.

[3] Cf. Marco Antonio Cuevas Contreras, Reivindicación de don Prisciliano Sánchez, precursor del federalismo mexicano y fundador del estado de Jalisco. Guadalajara. H. Ayuntamiento Constitucional de Guadalajara. 2003, p. 189.



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