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Homilía en el aniversario CCL

del arribo de Fray Antonio Alcalde a Guadalajara

 

José Manuel Gutiérrez Alvizo[1]

 

El 9 de diciembre del 2021,

en el marco de la memoria litúrgica de San Juan Diego

y de la peregrinación al Santuario de Guadalupe

del presbiterio del Decanato del Sagrario Metropolitano,

se pronunció esta homilía en la que se recuerda

el arribo a Guadalajara de su benefactor supremo,

el Siervo de Dios Fray Antonio Alcalde.

 

Estimados presbíteros que hoy peregrinan a este Santuario de Guadalupe,

hermanos todos:

 

Este día, motivos nos sobran para exultar con el salmista “Bueno es el Señor para con todos” (145, 9). La bondad de Dios y su Providencia desbordan ante nosotros, en el mismo acto, varios motivos para estar agradecidos en el marco de la peregrinación del presbiterio del decanato del Sagrario Metropolitano al Santuario por excelencia entre nosotros, el de la Madre Santísima del Tepeyac.

Me refiero a la memoria litúrgica de San Juan Diego, un fiel laico pionero entre sus coetáneos en su modo de asumir y colaborar desde la sinodalidad[2] en la construcción de un itinerario propio hacia Cristo, a través de María, y al aniversario 250 de la llegada a Guadalajara de Fray Antonio Alcalde, xxiii obispo de esta capital, cuyo sepulcro se halla aquí mientras que su legado sigue vivo en obras y fundaciones educativas y misericordiosas a favor de esta ciudad y del vasto territorio de su obispado.

Ahora bien, al calor de lo apenas dicho inserto un dato muy digno de que lo tomemos en cuenta: que si como sin datos en contra suponemos ahora que la pintura de caballete de la guadalupana que aquí veneramos, salida del pincel de uno de los grandes maestros de este oficio en los tiempos novohispanos, José de Alcíbar, la trajo consigo el prelado dominico al tiempo de su arribo a esta ciudad, debemos también agradecerle al Señor que hace 250 años, y gracias a tan venerable prenda, se hizo patente entre nosotros la imagen que creemos sirvió de faro y guía al legado alcaldeano desde esta capital a favor de la dilatadísima diócesis a su cargo en ese entonces.

Engarzada nuestra acción de gracias a estos hechos, les invito ahora a centrar nuestra atención en la llegada del Obispo Fray Antonio Alcalde a Guadalajara para cubrir la sede vacante que dejó el deceso de su predecesor, don Diego Rodríguez de Rivas, que había muerto el 11 de diciembre de 1770.

 

Fray Antonio Alcalde, Obispo Presentado de Guadalajara

 

La cronología nos dice como este ilustre prelado llegó, proveniente de la ciudad de México, luego de participar en el iv Concilio Provincial Mexicano, del que fue decano y que por espacio de diez meses transcurrió bajo la tutela del Arzobispo de México, Don Francisco Antonio de Lorenzana.

Cuando Fray Antonio se disponía con el mejor de los ánimos a proceder a un feliz retorno a la sede que fue su primera Mitra, es decir Yucatán, le sorprendió la noticia de que el mismo Rey que lo había presentado al Papa como candidato al episcopado, ahora lo presentaba como el mejor dispuesto para tomar las riendas de la diócesis tapatía.

Sin poner oposición, y luego de diez meses de haberse empapado del culto guadalupano en la ciudad de México, dispuso el prelado arribar a su nueva sede durante el último mes del año 1771. Aquí es donde la efeméride se vuelve doble, pues si bien Fray Antonio Alcalde llegó a las goteras de la ciudad, es decir, a la villa de san Pedro Tlaquepaque, el 12 de diciembre de 1771, no piso la sede catedralicia sino dos días después, el 14 de diciembre. Esto en razón de que no era cosa expedita que los cabildos civil y eclesiástico, encabezados por las autoridades del ayuntamiento y de los ilustres señores canónigos, dispusieran una comisión para hacer el encuentro y la bienvenida del nuevo obispo.

Nuestro prelado llegó a Guadalajara a la edad de 70 años. Para muchos no era un panorama prometedor, y más si queremos ver con los criterios del mundo los acontecimientos que son de Dios, donde la cultura del descarte nos habría hecho pensar que este obispo, fatigado por el trajín de la edad, poco o nada podría hacer por tan extensa diócesis. Lo portentoso del asunto reside en las palabras que hoy el profeta Isaías nos resalta (Is. 41, 13-20), pues pone de manifiesto en su profecía que el Dios de Israel se hará notar y vendrá copioso en ayuda nuestra. Y se servirá de sus ministros para manifestarse como rastrillo que tritura, como agua que sacia la sed y como verde vergel que manifiesta la vida.

Es la mano del Señor quien lo hace, y lo ha hecho con Fray Antonio Alcalde, ya que, a pocos días de haber pisado su sede episcopal, decidió emprender la más extensa de sus visitas pastorales y convertirse así, como nos dice le profeta, en rastrillo que tritura. Pues la principal labor respecto a la disciplina que puso en marcha fue el saneamiento de las finanzas y diezmatorios de una diócesis extensa y rebasada en su administración, por lo que no pocos le tildaron de ser un obispo avaro.

El obispo Alcalde fue también, siguiendo la profecía de Isaías, agua que refresca y quita la sed. Un portentoso manantial que brotó en la diócesis tapatía, que vino a aliviar el quebranto y la resequedad en una sede episcopal fuertemente golpeada por las epidemias, la hambruna, el desempleo, la ignorancia y la enfermedad. Fray Antonio fue agua viva, noble, sencilla, fresca y siempre disponible para todo cristiano sediento que llegó a su presencia.

El fraile de la calavera fue también verde vergel; manifestó la vida en las obras, instituciones y legados por él fundados. Hasta el día de hoy, su obra sigue palpable en la atención religiosa de este Santuario que solventó en su totalidad, en el legado que dejó a la humanidad doliente con el Hospital de San Miguel de Belén, hoy simplemente llamado Hospital Civil Fray Antonio Alcalde. Y también en la mayor obra de instrucción educativa del Occidente y por él gestionada, la Universidad de Guadalajara.

El evangelio de hoy nos dice que “el Reino de los cielos exige esfuerzo y los esforzados lo conquistarán”. Sin duda son palabras aplicables sin exageración a fray Antonio Alcalde, que supo entender su episcopado en clave de servicio, donación, y munificencia.

Reconociendo que el Reino de los cielos es de los misericordiosos y los pobres de espíritu, pero también de cuerpo, no es extraño que, al momento de su muerte, los expolios del fraile dominico, es decir, los últimos bienes que quedaron sin un fin específico, no hayan superado los 200 pesos, y como diría Manuel Gutiérrez Nájera, “no alcanzo a repartirlos a los pobres”,[3] después de haber dedicado más de un millón de los pesos de su tiempo a las obras de beneficencia.

Su generosidad era pródiga; sus bienes, escasos: un palacio episcopal paupérrimo, aderezado únicamente con una estera, unas sillas, unos libros y un oratorio con la Virgen de Guadalupe en el centro, sin más servidumbre que un hermano lego y un muchacho que hacía las veces de mozo. Su coche traído de México lo donó en vida a este Santuario para conducir en él al Viático.

Guadalajara reconoce un antes y un después de la llegada de Fray Antonio Alcalde. Su visión de futuro, de encarnar el Evangelio a su realidad concreta, es signo de que sabía dónde radicaban las verdaderas riquezas: en el cielo y no en la tierra. Esforzado, se ganó el reino. El prelado, anciano y achacoso, decía sobre sí mismo que su vejez era “sólo de las piernas para abajo”, pues mantuvo indemnes su mente y sus recuerdos.

El reino de Dios, que es paz, gozo en el Espíritu Santo, es fruto de los esforzados, de aquellos que saben ser rastillo que criba las inmundicias oscuras de la naturaleza humana; de aquellos que están siempre nobles y disponibles como el agua fresca que calma la sed de los necesitados; de aquellos que son verde vergel donde reposan y retozan los que tienen necesidad, los afligidos, la humanidad doliente. Éste es el fruto de quienes con sus esfuerzos logran alcanzar el Reino de Dios, que es Jesucristo mismo.

Hoy que celebramos esta magnífica fecha, no sea para añadirla únicamente a los annales de la historia ni para labrarla con cincel y marro en una placa, sino que sea el aliento para que nuestros esfuerzos ministeriales se vistan verdaderamente con ropajes de Evangelio, que nos ayude a desprendernos del lastre que ha impedido que la hermana pobreza nos instruya de lo que verdaderamente es lo importante, y de donar hasta el último día de nuestra vida todas nuestras energías para el servicio. 

Que el siervo de Dios Fray Antonio Alcalde, que voluntariosamente quiso que en este recinto descansaran sus despojos mortales, nos alcance de Dios la gracia de ser verdaderos pastores con olor a ovejas, con energías cansadas en el servicio a los más necesitados.

Que así sea.



[1] Diácono del clero de Guadalajara. Es miembro del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis tapatía y es autor de los libros Un pueblo de raíz tecuexe y San José Isabel Flores y la comunidad católica de Matatlán.

[2] Usamos aquí la palabra al modo del Papa Francisco, el cual enseña que sinodalidad consiste en “hacer camino juntos” o “caminar juntos” los fieles laicos, el clero y el Obispo de Roma, aunque advierte: “es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no es tan fácil ponerlo en práctica”.

[3] El texto aquí citado se reproduce íntegro en las páginas de este Boletín.



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