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Memorias de la esplendidísima coronación

de la milagrosa imagen de Nuestra Señora de Zapopan

3ª parte

Fray Luis del Refugio de Palacio, ofm[1]

 

Se dan noticias aquí de cómo, cuando ya se tenía todo gestionado

para la coronación pontificia de Nuestra Señora de Zapopan,

circunstancias imponderables la difirieron muchos años más de forma rotunda.[2]

 

iii

 

“Siguió en el gobierno de esta Casa [del Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Zapopan] el ya nombrado padre [Fray Nicolás] Fernández, quien trató la materia con el Ilustrísimo Señor don Fray José María de Jesús Portugal, Obispo ya entonces de Aguascalientes,[3] alumno del zapopano seminario, y tan digno Prelado, que había ido reuniendo al intento bastantes monedas de oro, gajes de sus sermones y donativos de algunas personas (a Su Señoría), quiso hacer la corona por su cuenta”.[4]

Para satisfacer este deseo, propúsole el Padre Fernández que admitiera Su Señoría el que no otro hiciese el preciso diseño sino yo, para que se pujase mucho para la preciosidad y curiosidad, quedase a nuestro gusto probando ideas y modelos, corrigiendo y variando, pensando y más pensando, etcétera… y no se dejase a lo que, a la ventura y del primer golpe, saliese del taller de algún platerillo de por ahí. Convino el Señor gustoso, y de vuelta ya en Zapopan el Guardián, me sugirió mi extraviada fantasía una idea y manera de ejecución que, porque no se me evaporara la especie, de pronto dibujé en un papel cualquiera.

Era mi mente que, una vez admitida ésa u otra forma, después de mostrada a todos los Padres y a otras escogidas personas, ya no perdiera yo mi trabajo de dibujarla en papel adecuado, iluminada, con sus cambiantes dorados, perspectiva y sombríos, para que así la viese no tanto el orífice, sino el respetabilísimo e interesadísimo donante.

Es de advertir (sin que trate yo de hacer de ello un misterio) que no dibujé sino una, sin la vista de los arcos en conjunto –porque era y es corona imperial– sino sólo uno a cada lado, para que se viese claro su forma, con los apendículos interiores, puesto que no quería quedasen los intradoses como se suele: con revés y vacíos. Ninguna otra idea concebí, ni hice caso, ni dibujé cosa distinta en componentes, aglomeración, estilo; nada, esa única diseñé, ésa se enseñó, como digo, y ésa de momento a todos contentó, uno por uno –al menos nadie manifestó disgusto, ni formuló censura, ni hizo corrección, etcétera, etcétera–. Ésa se aprobó, pues, de voz general, aun por joyeros, y lo que es más por los mismos Padres que componían el Discretorio.

Faltaba, por tanto, únicamente que yo me pusiese, con el esmero posible, a reseñarla en debida forma, como atrás queda indicado, y presentarla al Señor Portugal, a ver si merecía su aprobación, y quería Su Señoría que por acá cerca la hiciese algún experto joyero, a nuestra vista y dirección. El Ilustrísimo Señor Obispo ni era minucioso, ni tenía tiempo ni disposición para las artes: nuestro temor era que, aun por su escasa vista, se hubiera contentado con una corona rutinaria y muy modesta.

Mas, nueva calma: las continuas misiones y trabajos míos, largos viajes, la amenaza de muerte a los Colegios nuestros, lo mucho que me ocupaban los prelados en dibujar –por el nuevo altar y trono– y en escribir, la maestría de novicios y jóvenes, el séquito de la comunidad, que ya practicaba por insigne beneficio de Dios todas las observancias regulares, las cuales absorben casi todo el tiempo, y más si se juntan con cátedras y confesionario, que nunca me faltaron; todo eso me impidió, o me quitó el humor para poner la mano a ese tan deseado, pero también tan temido trabajo, por otra parte no absolutamente necesario: al Señor Obispo le bastaban nuestra elección y la aprobación de tantas personas con la cual contábamos. No se omitió la confrontación de los modelos de otras coronaciones, en particular era reciente la de León;[5] registráronse hoja por hoja todos los libros del señor don Gabriel Castaños,[6] sujeto de calificado buen gusto; comparamos catálogos y cuanto tuvimos a mano, y todos estuvieron persistentes en la primera elección y preferencia.

Sólo faltó, pues, que el Señor Obispo Portugal tuviese el gusto de verla con perspectiva y colorido. Nunca, por fin, la pinté. Pero se guardaban los otros diseños, exactos y parciales, sin perspectiva, o más bien plantillas que servirían al artífice. Estos diseños aún comprendían aureola con rayos y estrellas y peana.

Empero, el Guardián no dormía, aunque el tiempo se pasaba: atareóse al nuevo altar y espléndido trono, sobre cuyas particularidades no insisto, por quedar tocadas muy por menor en la Recopilación, en su propio lugar de la ii y iii parte.[7]

 

iv

 

Acabada en esto la guardianía del Padre Fernández, se siguió la del Padre Fray Rafael Hernández, que fue ya la última, y ni aun el periodo terminó.

Este entusiasta religioso tomó muy a pechos lo de la coronación de la Santísima Prelada, y luego echó grandes, muy grandes trazas (de ellas, por cuanto las tengo por buenas y aceptables, y aun útiles para algún día, trataré en número separado, a una con otras posteriores igualmente frustradas) y lo primero fue abocarse con el Arzobispo entonces de Guadalajara,[8] con quien había anterior conocimiento y amistad.

Acogió el Ilustrísimo Metropolitano con benevolencia la idea; dejó, empero, obrar con entera libertad al Guardián de Zapopan, visto que era hombre de grandes actividades, pero dispuesto Su Señoría a sostenerlo y favorecerlo.

Por entonces sólo se pensó en ir preparando el terreno para pedir formalmente a Roma las facultades cuando los hilos estuvieran bien tomados y todo a punto; pues se quiso antes preparar el Santuario con alguna posible aunque pequeña ampliación; y la sacristía, que tal cual entonces estaba, ninguna era la comodidad que podía prestar en la ocasión. De esto diré después como prometí. 

Trató el Padre Hernández de conquistar a algunos señores de la alta aristocracia de esta ciudad y católicos fervientes, para derramar así, por comisiones bien organizadas, la actividad hasta los confines más remotos, en demanda de apropiada cooperación en todas aquellas maneras que se requería, a fin de que, en su respectiva línea, unos ayudasen de un modo, otros de otro: pueblos y parroquias del Estado o Arquidiócesis, Prelados de las otras religiones, conspicuos oradores, publicistas, etcétera, en razón de cuanto los festejos debían abarcar, que no era poco.

Llevarían la principal voz y representación entre los seculares los señores don Ramón Garibay y don Manuel L. Corcuera, que se habían mostrado muy bien dispuestos, y a su lado el licenciado don Enrique Arriola y don Ramón Castañeda Palomar, con otros muy devotos de nuestra Virgencita y en gran manera influyentes en la sociedad.

Yo, por mi parte, desde la anterior guardianía comencé a juntar, y ahora continuaba reuniendo algunas alhajas cuyo oro, perlas y pedrería servirían para la hechura de corona y aureola: varias personas se movieron, aunque la colecta se limitaba a recibir lo que me trajeran, sin salir nadie a pedir de casa en casa. Lo que llegué a reunir era ya de consideración (unos veintiséis brillantes de regular tamaño, entre otras esmeraldas, etcétera) atendidas donaciones especiales de personas que cedieron todas sus alhajas. Éstas fueron principalmente doña Cipriana y doña Carmen Orendain, influyendo en esta largueza tan poco común el Padre don Enrique Anguiano.[9]

Aquí habíamos llegado cuando, por muerte del Padre Romo, el Vicecomisario que se siguió, que fue de nuestro Colegio, es decir el Padre Nájar, echó mano de mí para llevarme a San Fernando de México;[10] el Guardián emprendió el aseo general del convento, la reforma de la sacristía, y el mero mejoramiento del Colegio de Niños, consiguiendo esto a pesar de su corto gobierno, y no concluyendo lo otro, con que volvió a paralizarse a la coronación. Pues a raíz de esto vino el fin del Colegio de misioneros de Nuestra Señora de Zapopan, y todo cambiaba en un momento para nuestra orden en la República mexicana.[11]

 



[1] Franciscano tapatío (1868-1941), maestro de novicios de don José Garibi Rivera, compuso una copiosa bibliografía, inédita casi toda, con temas historiográficos relacionados con los Hermanos Menores y el culto a Nuestra Señora de Zapopan.

[2] Paleografía del licenciado en historia Aldo Mendoza Serrano.

[3] Don José María de Jesús Portugal y Serratos, OFM Obs. (1838 – 1912), ciñó tres mitras: la de Sinaloa (1888), la de Saltillo (1898) y la de Aguascalientes (1902), en cuya encomienda murió poco antes de alcanzar los 75 años de edad. (Todas las notas al pie son del editor, a menos que se diga lo contrario).

[4] El autor, en su manuscrito, pone las comillas al primer párrafo, luego de aclarar que las toma de un texto suyo intitulado Álbum de la Coronación [de Nuestra Señora de Zapopan] del que no tenemos noticias si dejó inédito o fue publicado.

[5] Tuvo lugar el 8 de octubre de 1902.

[6] Se trata del ingeniero Gabriel Castaño Retes, que nació en Tepic (1839) y murió en Guadalajara (1905).

[7] Se refiere de a la magna obra que bajo ese título compuso y que casi toda sigue inédita.

[8] Alude a don José de Jesús Ortiz y Rodríguez (1849-1912), Arzobispo de Guadalajara de 1902 hasta el año de su muerte.

[9] La trilogía de hermanos presbíteros Fray Bernardo de la Madre de Dios, ofm, Enrique y Juan José Anguiano Galván es única y singularísima en la historia del clero de Guadalajara por las grandes obras materiales y espirituales acometidas por ellos con sin igual empeño.

[10] Para atender la evangelización del noroeste y del norte de la Nueva España, que en el último cuarto del siglo xvii y primera mitad del siglo xviii tenía grandes lagunas en Sonora, el norte de Tamaulipas, parte de Nuevo México, todo Tejas, la Sierra Gorda queretana y las Californias Alta y Baja, a principios de esta centuria la Santa Sede, por conducto de la Congregación de Propaganda Fide, hizo alianza con la Orden de los Hermanos Menores para formar cuerpos de misioneros, lo cual hizo nacer, a partir de 1735, extramuros de la ciudad de México, el Colegio Apostólico de San Femando, de importancia vital para la ruta de misiones establecidas en los confines novohispanos, de San Diego a San Francisco California, por San Junípero Serra y Fray Francisco Palou.

[11] En 1908, el ministro general de la Orden Franciscana, fray Dionisio Shuller, decretó la supresión de todos los Colegios de Propaganda Fide, por lo que los religiosos que eran denominados como misioneros apostólicos, se incorporaron a las provincias de franciscanos menores, mudando el hábito color cenizo por el café





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