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Varón eminente en su munificencia, a Dios rindió culto…

J. Guadalupe Dueñas Gómez[1]

 

En histórico acto que tuvo como marco el cccxviii aniversario

del nacimiento del Siervo de Dios Fray Antonio Alcalde,

los cabildos civil y eclesiástico de Guadalajara se dieron cita

al pie de la estatua del insigne Obispo de esta sede,

en el Jardín de la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres, para una ceremonia

en la que se pronunció este discurso inaugural

por parte del Canónigo Guadalupe Dueñas Gómez,

actor de la causa de canonización del Siervo de Dios.

 

 

Muy respetables representantes de las autoridades públicas;

personalidades, miembros de la comunidad tapatía y de la sociedad civil:

 

Un día como hoy, hace 318 años, vino al mundo en la villa de Cigales, a más de 9 mil kilómetros de distancia de donde nos encontramos nosotros, un niño cuyo nacimiento nos congrega este día al pie de la escultura que le recuerda, por un motivo doble: lo valiosa que fue su vida para quienes vivimos en esta ciudad y su zona metropolitana y lo inagotable de su legado, que a la distancia de más de dos siglos no sólo pervive sino que ha crecido al máximo bajo la tutela de instituciones que de una u otra forma representamos algunos de los aquí presentes.

            Antonio fue su nombre de pila y Alcalde el apellido enigmático para la Guadalajara de Indias, donde lo fue como gestor insuperable de procesos gracias a los cuales pudo esta capital convertirse en la segunda ciudad en importancia de México, y que hoy, agradecida, evoca su memoria y reconoce en este acto lo trascendente de su obra a favor de la ciudad y de su extensa comarca en todos los órdenes: el urbano, el educativo, el humanitario y el cultural, ámbito este último del que quiero destacar lo siguiente.

            Fray Antonio Alcalde fue campesino, hijo de labriegos y criado en una zona agrícola; fue luego fraile dominico por vocación, maestro por aptitud y obispo por obediencia. Arribó a esta capital en cumplimiento de un mandato por partida doble: el de su Soberano, que lo propuso para esta sede episcopal, y el del Obispo de Roma, que lo ratificó para tal encomienda. Y él, atento a esa doble designación, ocupará las dos últimas décadas de su larga vida en dar cabal cumplimiento a las expectativas que se depositaron en su competencia como súbdito y como pastor de almas.

            Gracias a lo uno llevó su servicio más allá de la encomienda que en sentido estricto se le había confiado, la de gobernar la dilatada Iglesia guadalajarense a través de parroquias cuyas fronteras llegaban entonces a lo que hoy es el suroeste de la Unión Americana y el norte de México, lo que también puso en sus manos una porción copiosa de recursos materiales que usó sin la menor concesión a favor de los desvalidos y con una administración sabia y atinada, que es como decir con visión de largo aliento, de modo que tan sólo en el lugar de su residencia pudo ensanchar y fomentar el desarrollo urbano armónico de la ciudad en su viento norte, donde nos dejó un modelo de sustentabilidad ambiental, económica, política y social del que aún quedan evidencias tangibles y en el que podemos seguirnos inspirando.

            Lo otro, dejarnos esa fragancia que el actual Obispo de Roma, el Papa Francisco, ha denominado “olor de oveja”, refiriéndose a un servicio que él ejerció sin concesiones ni fisuras a partir de un signo sensible: la unción con la que fue consagrado para llevar la buena nueva a los pobres y la liberación a los cautivos y a oprimidos por la ignorancia y la enfermedad.

            No puedo ni debo exponer a detalle lo que casi todos ustedes conocen: cómo, llevando una existencia de austeridad suprema consigo mismo, esto es, de congruencia absoluta, fray Antonio Alcalde fue todo generosidad para con los desvalidos, pero también un gestor visionario capaz de abatir ordenadamente, con los medios puestos a su disposición, los grandes males que en su tiempo menguaban la calidad de vida de los moradores de esta ciudad: la falta de vivienda digna, de oportunidades para los cabezas de familia, de educación para los niños y jóvenes, de salud para los enfermos y de reposo perpetuo para los difuntos.

            Hoy, al pie de esta escultura que le representa, a escasos metros del lugar donde vivió y murió y que hoy ocupa el Ayuntamiento de Guadalajara, equidistantes del recinto monumental y emblemático donde tuvo su cátedra y al pie del Paseo dedicado a su memoria, los representantes de las dos corporaciones más antiguas de la ciudad, el Cabildo civil, que le dio vida en este sitio en el valle de Atemajac, en 1542, y el Cabildo eclesiástico, creado no mucho después, en 1548, nos reunimos luego de una sesquicentenaria separación, gracias al puente que más allá de los capítulos dolorosos y accidentados de nuestra historia, que se emborronaron luego, sigue articulando, como en su tiempo lo hizo, la voluntad de poder en su más auténtica virtud: la de hacer lo debido administrando los recursos humanos y materiales con probidad y eficacia.

            Éstas fueron, considero, las cualidades que el Obispo Alcalde llevó a las cumbres de lo ejemplar y que hoy nos reclama a sus herederos, quienes, atentos a su ejemplo, nos colocamos, reverentes, a la sombra de su talla de gigante, para aprender de él a vivir sirviendo y a cumplir amando, con la buena disposición, el entusiasmo y la alegría que mantuvo, nos consta, hasta su último aliento el bienhechor de la humanidad cuyo cumpleaños recordamos hoy.

            Muchas gracias.



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, párroco del Santuario de Guadalupe en esta ciudad.



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