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“El que salve su vida la perderá, y el que la pierda por mí, la salvará”.

Homilía en el ccc aniversario luctuoso de Juan María Salvatierra

 

Arturo Reynoso Bolaños, S.I.[1]

 

A las 12 horas del 17 de julio del año en curso, en el marco del tricentenario luctuoso del Apóstol de California, Juan María Salvatierra, S.I., en el templo de San Felipe Neri

de Guadalajara, donde en 1915 fueron trasladados sus restos,

tuvo lugar una concelebración eucarística en la que tomaron parte los novicios de la Provincia de la Compañía de Jesús en México y de la que fue anfitrión el rector del recinto, canónigo Fernando Lugo Serrano, y que presidió el P. Alejandro Cancino, S.I., maestro de novicios, concelebrando los jesuitas

don Fernando Casillas y don Virgilio Suira, así como el cronista de la Arquidiócesis de Guadalajara, don Tomás de Híjar. Don Arturo Reynoso usó de guion para su homilía el texto que sigue, donde aprovecha la liturgia de la Palabra

para relacionar el apellido paterno el insigne evangelizador a quien aquí se recuerda

con la obra titánica que se echó a cuestas confiado sólo en la Providencia.

 

El que salve su vida la perderá, y el que la pierda por mí, la salvará.

Mt.16,25

 

Esta frase del Evangelio de Mateo constituye el fundamento de la actitud de quien tiene el deseo profundo de ser enviado a anunciar la Buena Nueva, de ponerse en marcha para seguir a Jesús, de compartir y dar lo que se tiene y lo que se es para intentar dar vida a otros. No obstante, para encaminarse a esa misión, lo anterior supone casi siempre romper con las propias seguridades, salir del “propio amor, querer e interés” –como dice san Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales– para disponerse no sólo a una experiencia de libertad y de servicio, sino a centrar nuestra seguridad, nuestro único tesoro, en el Señor. En pocas palabras, esa frase está en la base de la motivación del que es enviado a consolar y a ayudar, es la motivación del misionero.

Palabra, ésta del Evangelio de san Mateo, siempre exigente, difícil, incluso poco atrayente; por lo que para integrarla en la vida siempre se necesitará la profunda vivencia de cariño al Señor, por un lado, y, por otro, el fuerte cuestionamiento de una realidad que nos haga replantearnos qué es lo que verdaderamente vale le pena en la vida.

Jesús, en el Evangelio, también señala algunas actitudes que ayudan a abrir el corazón para unirse a su seguimiento: recibir al discípulo, recibir al profeta, recibir al justo –solamente por ser justo–, aliviar la sed de los pequeños.

En contraposición con esta actitud, el Éxodo nos presenta la del faraón contra “los hijos de Israel”: capataces para que los opriman, trabajos que amarguen sus vidas, terminar con su futuro desapareciendo a los niños hebreos. Se trata aquí de someter al otro, al débil, para no perder la propia seguridad. Tiempo después, lo sabemos, tanto la voz de Dios como el duro golpe de ver la realidad de su pueblo llevaron a Moisés a dejar sus seguridades para entonces buscar la libertad y la esperanza de una tierra prometida y de una vida sin esclavitudes para el pueblo de Israel.

Hoy nos han convocado la vida y el recuerdo de un misionero, Juan María Salvatierra, quien hace trescientos años murió en esta ciudad de Guadalajara. De alguna manera, Salvatierra –como muchos que se han entusiasmado por la persona y el mensaje de Jesús– proyectó en su ser misionero, en su ser enviado, el deseo de vivir para proclamar un mensaje de vida, lo que buscó hacer en varias partes del norte del país: en la Tarahumara, pero principalmente en la actual Baja California. A pesar de que antes que él varios jesuitas y algunos padres franciscanos hicieron intentos por adentrarse en la California (1642, 1648, 1683), al ver la esterilidad del terreno y lo difícil que era instalarse y sobrevivir en esas tierras, abandonaron el proyecto misionero. El propio padre Eusebio Kino juzgó que ahí era muy difícil encontrar los medios indispensables para subsistir.

Toca entonces al padre Juan María Salvatierra intentar nuevamente este anhelado proyecto misionero. Llega el 19 de octubre de 1697 a las tierras de la península, de la que se ausenta tres años (1704 al 1707) por haber sido nombrado provincial de los jesuitas. No obstante, logra la aportación de dinero por parte de la Corona y de otros bienhechores para consolidar el famoso Fondo Piadoso de las Californias. Con el deseo de volver a continuar su labor en la península, escribe al Padre General para solicitarle que lo libere de su cargo de provincial lo más pronto posible para reintegrarse con sus compañeros misioneros. En 1707 consigue volver a su trabajo apostólico en la California.

 Salvar la vida para sólo uno mismo es perderla, perderla por los demás es ganarla. Juan María Salvatierra y muchas otras personas en la historia han apostado por lo segundo. Todos ellos son hoy un aliciente, un empuje, para los que intentamos profesar una misma fe, proclamar un mensaje, seguir a un solo Señor: Jesucristo.



[1] Doctor y maestro en Teología con especialidad en Historia del Cristianismo. Encabeza el Departamento de Filosofía y Humanidades en el ITESO.



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