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Camécuaro Atenógenes Segale[1]
Rara avis en el campo de las letras en México, luego del ascenso e imposición de la ideología adversa al humanismo cristiano desde el sistema escolarizado que impulsó el positivismo racionalista del gobierno liberal en México, en el corto tiempo de su vida (1868-1903) el presbítero Atenógenes Segale dejó una colección no desdeñable de textos que en1901 fueron publicados como Obras completas.[2]
Salve, la alberca azul, nido de fuentes que en medio de antiquísimos sabinos dilata de sus aguas transparentes la soñolencia y el color divinos.
Las raíces lamiendo con molicie de los troncos tan altos como viejos, extiéndese tu serena superficie, que forma aquí y allá rotos espejos.
Cien y cien escondidos manantiales tu seno rasgan con pausado giro, y atesoran en tu álveo sus cristales de líquida esmeralda y de zafiro;
pero tan lentos en manar se esmeran que la arena brillante mal revuelven en espirales, que tu paz no alteran y en tu seno muy pronto se disuelven.
Sólo turba tu plácido sosiego una gota, que suele deslizarse, en círculos concéntricos que luego en tu eterna quietud van a borrarse.
Como naves de templos comenzados, como bosques de cimbras y pilares se elevan, por tus aguas retratados, en filas los sabinos seculares.
Y enseñan en los rudos filamentos de sus troncos los siglos que han vivido, y cuelgan desceñidos a los vientos sus mechones de musgo encanecido.
¡Cómo es encantador, cuando en la tarde abraza al rojo sol para morirse, ver el incendio, que a lo lejos arde, en tu inmenso cristal reproducirse!
¡Cómo crece la hermosa perspectiva mirada contra el sol! Forman las ramas aquí y allá las curvas de la ojiva, dejando penetrar vívidas llamas.
Los rayos en fantástica aureola a tus ancianos árboles circuyen, y su luz el ramaje tornasola de tus enebros, que su luz obstruyen.
Cuando la luna con su fuego blando los dorsos de los árboles platea, sus gigantescas sombras recortando sobre tu linfa, a trechos cabrillea.
Claridad y tinieblas en lo hondo alguna forma caprichosa abultan; y con la luz cien iris en el fondo de tus veneros límpidos resultan,
que al remover la arena en borbollones, debajo de tus aguas cristalinas, hacen pensar en tales ocasiones en el mito de Náyades y Ondinas.
Arropada en translúcidos vapores viene a verte la luz de la mañana: no le das ni suspiros, ni rumores, que eres muda, mi plácida fontana.
Tú no sabes parlar, cual si vivieras en un eterno amor embebecida, o como si por siempre padecieras la tristeza más honda de la vida.
[1] Autor del poemario Preludios (1903), compuso también (aunque permanecieron inéditos hasta después de su muerte) Del fondo del alma (1895), Miniaturas (1896), Versos perdidos (1897) y Marinas (1898). Estudió en los seminarios conciliares de Zamora y de México. Profesor de literatura antes de ser presbítero, fungió como capellán de las Vizcaínas y del Santuario de Nuestra Señora de los Remedios y fue párroco de San Cosme. De nuevo en Morelia, se consagró a la enseñanza de la literatura en el Seminario. Además de la poesía, cultivó también la prosa narrativa y el teatro. [2] Cf. Juan Domingo Agüelles, Dos siglos de poesía mexicana. Del siglo XIX al fin de milenio: una antología, México, Océano, 2001, p. 164. |