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Oda en honor del ilustrísimo y reverendísimo señor don fray Antonio Alcalde, benemérito de la religión y de la República, en el primer centenario de su muerte

Felipe de la Rosa Serrano - Agustín G. Navarro [1]

Para celebrar el primer centenario de la muerte de fray Antonio Alcalde, se constituyó una Junta organizadora, a la que se remitió la traducción al castellano de los versos sáficos y adónicos escritos originalmente en el idioma del Lacio por su autor para ser puestos en el catafalco instalado en la catedral para el servicio fúnebre ofrecido al siervo de Dios en agosto de 1892

i

¡Varón insigne! lleno de supremos

merecimientos, por excelsas obras

de gran virtud. Ningunas alabanzas

de ti son dignas.

ii

Voy a cantar algunos de tus hechos,

pues aunque todos son esclarecidos,

¿A quién no abruma su infinito número,

pastor augusto?

iii

En tus floridos años juveniles,

para esquivar la tempestad del siglo,

en el sagrado asilo del convento

te guareciste

iv

Resplandecías en el fondo oscuro

de aquel retiro por tu santa vida;

de Dios cumpliendo los designios todos,

firme y sereno.

v

Esclarecido por tu grande ingenio

y con la aureola del saber, circuido,

fuiste prelado y profesor insigne

por luengos años.

vi

Pero después por voluntad divina,

con grande gozo y resonante aplauso,

ungido fuiste para ser obispo

yucatanense.

vii

Siendo perfecto en la virtud, un grado

tan esplendente nunca ambicionaste:

la voluntad del superior cumpliste

al obtenerlo.

viii

No obstante los trabajos y dolores

que te aquejaban en aquella diócesis,

sólo en seis años, por amor, dos veces

la visitaste.

ix

Por la palabra y elevado ejemplo

a tus ovejas con afán regías;

y fomentabas el divino culto,

sin mancha alguna.

x

Suave y clemente ¡oh padre venerado!

siempre auxiliaste al pobre que sufría,

y fuiste el noble, generoso amigo

del miserable.

xi

En el Concilio celebrado entonces

por los obispos de la Nueva España

¡Oh inmenso honor! se consultó tu ciencia

constantemente.

xii

Y Dios, queriendo en su bondad suprema

en este suelo derramar copiosas

e inmensas gracias, tu bendita sede

aquí levanta.

xiii

Mas ¿quién pudiera referir los bienes

que entonces brotan de tu santa mano,

como un torrente rápido, infinito,

que todo inunda?

xiv

Al punto surge tu anheloso empeño,

la Ciencia, el Arte, fomentando activo.

Y estableciste cátedras y escuelas,

con tu oro mismo.

xv

Hermosos templos al Señor se alzaron

por tu piedad, asaz munificente,

y un gran colegio para tiernas niñas,

que dio buen fruto.

xvi

Tu corazón magnánimo y paterno

en los conventos, en asilos sacros

y en las prisiones derramó mil bienes,

veces innúmeras.

xvii

¡Ah! cuando el hambre y la terrible peste

a la ciudad herían, tú, vertiendo

copioso llanto, ibas por doquiera

salvando víctimas.

xviii

A los enfermos infundías consuelo

y los curabas, dominando altivo

el temor de morir, por más que fuera

grande el peligro.

xix

De la ciudad en los distintos rumbos

estableciste comedores varios;

todos los días acudían ansiosos

dos mil hambrientos.

xx

Mas estos bienes grandes, pero efímeros

no te saciaban, y forjó tu genio

nuestro inmenso Hospital. ¡Eternamente

Vividle gratos!

xxi

Siendo fecundo en bienes para todos,

¡cosa admirable! para ti no lo eras;

desde tu tierna juventud amaste

a la pobreza.

xxii

Jamás el lujo se hospedó en tu casa,

ni tu comida fue la del soberbio;

vivo, la tierra te servía de lecho

¡oh, buen Prelado!

xxiii

Viviste ornado de virtud excelsa

y en la clemencia del Señor confiamos

que estés gozando de la paz del cielo

eternamente.



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, hermano del polígrafo Agustín, de los mismos apellidos, fue canónigo doctoral del cabildo eclesiástico y catedrático del Seminario Conciliar. Notable humanista, culto literato, abogado brillante, católico social, fue ex alumno del Seminario Conciliar tapatío.



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