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La Coronación de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos

Félix Alejandro Cepeda1

Hay dos motivos para reproducir la crónica que sigue: la rareza de su publicación y lo cercano en el tiempo al suceso que relata y tan descriptivo de esos primeros años del siglo xx  y de la gestión episcopal de don José de Jesús Ortiz y Rodríguez. La Virgen de San Juan, como se abrevia, fue la patrona de la Arquidiócesis de Guadalajara hasta la creación de la diócesis de ese nombre, en 19722

Los dignos capellanes del santuario ansioso de exaltar las glorias de su amada Virgen, en 19 de marzo de 1903, dirigieron al ilustrísimo señor arzobispo de Guadalajara atenta exposición en que solicitaban dos gracias: la primera que interpusiera su influjo ante la Santa Sede para que otorgase corona de oro a la imagen, y la segunda que el templo fuese elevado a la categoría de la Colegiata. Con profusión de datos numéricos y hechos históricos demostraron luminosamente que Nuestra Señora de San Juan de los Lagos reunía las condiciones exigidas para otorgar a las sagradas imágenes de la Madre de Dios tan alto honor, que son antigüedad, veneración profunda de los fieles, y que haya obrado prodigios.

El prelado, ilustrísimo señor don José de Jesús Ortiz, cediendo a estas súplicas y a los impulsos de su propio corazón, contestó que resolvería más tarde lo relativo a la erección de la Colegiata, pues era preciso asegurar la congrua subsistencia de los canónigos; pero que sin pérdida de tiempo había elevado humildes preces al soberano pontífice solicitando el privilegio de la coronación. Habiendo sido favorablemente despachada dicha solicitud a nombre de S.S. Pío x por el cabildo de San Pedro en enero de 1904, dirigió a sus amados diocesanos entusiasta Pastoral anunciándoles que la ceremonia se verificaría el 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen en cuerpo y alma a los cielos, y exhortándolos a disponerse a tan fausto suceso con la penitencia y con la recepción de los santos sacramentos. Nombró además una comisión de respetables eclesiásticos y caballeros, a quienes confió la grata tarea de organizar las fiestas, a fin de que resultasen espléndidas y dignas de la noble arquidiócesis de Guadalajara. Esta comisión llenó a maravilla su cometido, redactando interesante y variado programa, que se cumplió a la letra. En honor de la verdad debemos confesar que las fiestas resultaron suntuosísimas. Se vieron realzadas con la presencia de siete prelados, más de doscientos sacerdotes y unos veinte mil fieles. Edificaron en alto grado las nutridas peregrinaciones de Guanajuato, San Luis potosí, León, Aguascalientes, Lagos, etcétera, que, desafiando el calor y las lluvias, quisieron postrarse a las plantas de su Reina, que iba a ser glorificada.

 

Principió la fiesta con solemne triduo en que pontificaron y predicaron los señores obispos concurrentes.

El día 15 la ciudad apareció engalanada, y festivos repiques, numerosos cohetes y músicas marciales, que recorrían las calles, despertaban a los fieles anunciándoles que había brillado el día de la glorificación de su Madre. Desde la madrugada los sacerdotes celebraban sin interrupción el augusto sacrificio hasta las ocho y media, hora fijada para la misa mayor en que pontificó el arzobispo diocesano. Millares de formas consagradas fueron repartidas a los devotos peregrinos. El santuario, recién embellecido expresamente para esta ocasión, lucía hermosas y ricas galas. Sus muros aparecían decorados con los magníficos cuadros que posee y que se dice son obra de Rubens. Se habían fabricado tribunas especiales donde tendrían cabida cinco mil personas. El altar deslumbraba por los cirios y ramos de flores. El trono de la Virgen, que según hemos dicho antes, es de plata pintada con aplicaciones de oro, atraía todas las miradas. La Virgen vestía riquísimo vestido de moireé bordado. A mano con piedras finas y que costó seiscientos cincuenta pesos. El prelado oficiante y los ministros estrenaron un ornamento de forma elegante cuyo precio es de tres mil pesos.

            El orfeón del Seminario de Guadalajara ejecutó con singular maestría la misa del Papa Marcelo, de Palestrina. Ocupó la cátedra sagrada del ilustrísimo señor obispo de San Luis Potosí, doctor don Ignacio Montes de Oca, ventajosamente conocido en la república de las letras. Concluida la misa, monseñor Ortiz colocó sobre las veneradas sienes de la Virgen la áurea corona con las ceremonias prescritas y en medio del gozo delirante de la muchedumbre de fieles. Entonóse después el Te Deum en acción de gracias.

            Por la tarde, cantadas las vísperas, se llevó en procesión por las espaciosas naves del templo la imagen recién coronada, lo cual conmovió hondamente el corazón de los asistentes hasta arrancarles dulces lágrimas. Al repetirse de nuevo por el orfeón el himno Regina coeli laetare, los prelados quitáronse las mitras y las depusieron junto con los báculos en la mesa del altar como homenaje a la Santísima Virgen.

            Durante el día no cesaron de elevarse globos desde el atrio del templo y de recorrer las calles la banda de música de Aguascalientes, compuesta de jóvenes de corta edad, y que mereció aplausos hasta de los que tienen oídos más delicados.

            Fuerte lluvia que cayó por la tarde impidió los fuegos artificiales y la serenata que se tenía preparada.

            El 16 se verificaron exequias en sufragio de los prelados de Guadalajara que más se distinguieron en fomentar el culto de Nuestra Señora de San Juan y en la construcción y decorado del santuario, y de los más insignes devotos y bienhechores de la Señora y de su templo. Para llevar a efecto la fúnebre ceremonia enlutóse el templo con grandes colgaduras negras.

            En medio de la crujía central se levantó sencillo túmulo de tres cuerpos en que se veían emblemas de la muerte. Gruesos blandones ardían alrededor del catafalco. Ofició el ilustrísimo señor don Leopoldo Ruiz, obispo de León y pronunció brillantísima oración fúnebre el arzobispo de Michoacán, doctor don Atenógenes Silva, orador de grandes vuelos y de elocuencia arrebatadora. Sus palabras conmovieron las fibras más delicadas de sus oyentes hasta hacerles derramar lágrimas.

            Por la tarde continuaron las fiestas cívicas, llamando especialmente la atención tres carros alegóricos que recorrieron la ciudad, presididos por una guardia montada, vestida a la usanza real, en magníficos caballos. Formaba esa guardia niños de diez a doce años. Cada carro era modelo de arte y podía lucir en cualquier ciudad de primer orden.

            A las siete de la noche se realizó uno de los más brillantes números del programa, la velada literaria de los más brillantes números del programa, la velada literaria musical. El vasto salón que se había preparado al efecto aparecía radiante de luz y lo ocupaban unas tres mil quinientas personas presididas por cuatro señores obispos. Los músicos ejecutaron con singular maestría piezas difíciles que les merecieron aplausos. Los oradores designados pronunciaron elocuentes discursos e inspiradas poesías. Las notas dominantes fueron el discurso del señor don Trinidad Sánchez Santos, campeón de la causa católica y redactor del acreditado diario de la capital El País, y la oda del señor don Benito Muñoz Serrano, director de El Regional de Guadalajara, cuyas inspiradas estrofas eran saludadas con estrepitosos aplausos. El orfeón del Seminario de Guadalajara cantó el Ave verum de Mozart.

            Un periódico jalisciense describe de este modo la corona de nuestra Señora de San Juan: “Para fabricar la corona hubo de consultarse la Heráldica, y se adoptó el estilo bizantino, ligeramente modificado. La altura total de la corona es de 18 centímetros; pesa 765gramos de oro de 18 quilates, y contiene 196 piedras que consisten en diamantes, rubíes, oliveanes, zafiros y cristal de roca.

La corona está muy artísticamente trabajada, y el oro fue bruñido en cuatro diferentes matices para hacer resaltar los diferentes paños. La forma difiere por completo de la que se ha empleado para otras coronas, y, como decíamos antes, es puro estilo bizantino, si bien el remate es una cruz latina de diamantes, sobrepuesta en un globo también montado de piedras. A cada lado de la corona está un ángel, que lleva en la mano derecha una cinta semicircular, que se eleva sobre la parte superior, en la cual está grabada la siguiente inscripción: Mater Inmaculata, ora pro nobis.

            Los ángeles son de plata fina, y pesan, incluyendo la cinta, 4923 gramos; están fuertemente dorados con varios matices, y las letras de la inscripción están en esmalte azul. Como la estatua de la Santísima Virgen por su hechura no permite el peso que tiene la corona, fue necesario aplicar un soportador movible que está conectado con una columnita puesta detrás de la imagen, de manera que la corona se puede bajar hasta la cabeza de la Virgen, sin causar presión alguna.

            Los ángeles, también por medio de un semicírculo, están en conexión columnita, que se halla detrás de la Virgen, y cuando se colocan en su lugar parecen como en el aire, pues no se ven ni las aplicaciones, ni la columnita citada, en su conjunto.

            Esta es la descripción de la corona destinada a Nuestra Señora de los Lagos, que honra en verdad a la casa de los señores Benzinger hermanos, de Nueva York.

            La misma casa se encargó de fabricar las medallas conmemorativas, que son de oro, plata y aluminio. Las primeras llevan en el anverso una inscripción latina, que no tenemos a mano para reproducirla. Las medallas de plata y aluminio llevan en el anverso, sobre un campo de estrellas, la imagen de la Santísima Virgen, y en el reverso las siguientes inscripciones: “Recuerdo de la Coronación de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos. 15 de agosto de 1904”



1 Abogado y presbítero chileno (1854) del clero de La Serena, pasó, con la venia de su obispo, a la Congregación de Misioneros Hijos del Corazón de María, profesando en 1888. Fue un autor fecundo en títulos publicados, pero el que más se divulgó fue su América Mariana. Fundó seminarios claretianos en Chile y América y fue Provincial de su Congregación en Cataluña y México. Durante un cuarto de siglo formó parte de la Junta de Gobierno de los claretianos. Fue presentado como candidato al episcopado. Murió en 1930.

2 Cf. Félix Alejandro Cepeda, América mariana: o sea, historia compendiada de las imágenes de la Santísima Virgen más veneradas en el Nuevo Mundo. Tomo I, Imprenta de José Sáenz Moneo, Barcelona, 1905, pp.203-208.



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