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Corona fúnebre en honor del señor presbítero don Procopio del Toro

Se reproduce una semblanza que ofrece el perfil de un eclesiástico cuyo ministerio discurrió casi todo durante la prolongada gestión episcopal de don Pedro Loza y Pardavé, como un caso de un sacerdote diocesano que soportó las diversas etapas que durante el siglo xix modificaron sustancialmente el estatus de la Iglesia en México: de religión oficial del Estado a asociación religiosa proscrita o marginal ante las leyes mexicanas1

 

Una palabra al lector

 

Cuando viviendo aún los hombres se presenta ante ellos un cantor de las virtudes, dotes o facultades que les adornen, puede este cantor merecer quizá hasta el desprecio de aquél cuyas acciones canta y tal vez el mundo juzgue esos cantos hijos de rastrera adulación o de denigrante interés; pero que cuando un hombre haya hecho el bien en su ruta por la tierra y después de que ha cumplido el tiempo de su destierro, después de haberle visto perderse en el oscuro seno de la tumba recordemos y aun elogiemos los actos de su vida, juzgados ya con la imparcialidad propia de los admiradores dignos, esto no puede llamarse adulación, porque la adulación, rastrera en sí y miserable, no es capaz de traspasar la losa de un sepulcro.

            Por eso nosotros, que fuimos testigos oculares del bien que en las almas sembraba con sus pláticas de sencillez evangélica el señor cura don Procopio del Toro, y que creemos que recordando continuamente sus palabras vivirá más su recuerdo en las almas por él consoladas, así como también el que esas mismas almas aún sentirán consuelo al pasar su vista por las palabras que en tiempo mejor fueron saetas que, encendidas en el amor a Dios y a su Santísima Madre bajo la dulce advocación de Refugio de pecadores penetraron hasta lo más íntimo del pecho, derramando en él a torrentes el consuelo, la dulzura, la satisfacción que acompañan a los bienes del cielo, no hemos vacilado en emprender la impresión y arreglo de la presente Corona Fúnebre, que deseamos sirva en primer lugar para que todos sus lectores bendigan a Dios porque se dignó infundir un verdadero celo apostólico en su finado ministro el señor cura don Procopio del Toro; en segundo, para que siendo mayor el número de las personas que estén al tanto de los servicios sacerdotales del señor Del Toro, sea también mayor el número de oraciones que al cielo lleguen pidiendo el descanso eterno para aquel que tantas veces hizo descansar de las amarguras del pecado a nuestros corazones, por la gracia divina; y por último, para que esos mismos lectores procuren recordar y poner en práctica los consejos que recibieron de tan digno sacerdote, a fin de arreglar su vida a lo que ordenan las saludables máximas del Evangelio.

            Si logramos alcanzar una oración más por el alma del señor cura Del Toro, inspirar en las almas mayores deseos de llevar una vida perfecta y arrancar del fondo de los pechos una alabanza más para Dios, a cuyo honor y gloria deben servir todas nuestras obras, quedará satisfecho nuestro ánimo, que no posee más aspiraciones.

Los editores

 

 

1.    Biografía

 

De una de las familias pobres que hace setenta y tantos años habitaban la hoy cabecera del 5º cantón de nuestro estado, la vecina ciudad de Ameca, vino a ser miembro el 8 de julio de 1832 el niño Procopio del Toro, hijo de Alejo del Toro y Josefa Martínez del Campo. Era el padre del recién nacido un hombre entregado a los trabajos de agricultura, dedicándose en alguna parte del año al comercio para atender así mejor a las necesidades de su familia. Pobre, pues, el padre del niño Procopio, éste llegó a la edad de la razón disfrutando sí de la paz de un hogar cristiano y honrado, pero careciendo de la posición de fortuna propia para ir desde luego a uno de los colegios de las grandes capitales, donde pudiera ilustrar su inteligencia en horizontes amplios desde un principio. Así es que ingresó a la escuela de su población natal, que en aquel entonces estaba a cargo del profesor señor don José María Fernández. Pronto llamó la atención del maestro el empeño, la aplicación y viveza de inteligencia del nuevo discípulo, a tal grado que el señor Fernández manifestó al señor don Alejo del Toro no debía omitir sacrificio para mandar a Guadalajara al niño Procopio. Y, al efecto, encomendado a unos parientes, vino el futuro sacerdote a esta capital, donde continuó el estudio de los ramos escolares; pero al poco tiempo y debido a la escasez de recursos, tuvo que volver a Ameca, donde concluyó la escuela y luego, el que más tarde debía ser ministro del Altísimo, se vio en la necesidad de trabajar para lo más pronto posible ayudar en sus fatigas a sus padres, y pensó en el oficio a que se dedicaría. Entró como aprendiz en una sastrería, en que llegó a trabajar como oficial, hasta que el año de 1846 volvió a Guadalajara y pudo ya ser alumno del Seminario, donde después de no poco brillante carrera y con gran distinción por sus virtudes recibió las órdenes sagradas el año de 1856, cantando su primera misa en la iglesia parroquial de Ameca el 15 de agosto del mismo año.

            Siguió luego su vida sacerdotal que nos apenaría estudiar aquí después de haber leído el sermón que no pudimos escuchar, pero que predicó el señor presbítero señor doctor don Arcadio Medrano en los funerales del señor cura Del Toro, verificados en Santa María de Gracia y el cual sermón tenemos el gusto de insertar en esta corona fúnebre.

            Como testigos oculares del enternecimiento, conmoción y bien que ha causado, causa y causará en las almas de la lectura de “El recuerdo de mis Ejercicios”, obrita que escribió el señor cura don Procopio del Toro, nos ocuparemos, siquiera sea ligeramente, de ella, para hacer saber a los lectores de ésta, y especialmente a los ejercitantes de San Sebastián de Analco, que al señor cura Del Toro se debe esa humilde y preciosa obrita que tantas lágrimas ha arrancado a sus ojos, como que es la historia de los indecibles afectos del corazón durante los días santos de los Ejercicios Espirituales.

            En efecto, como sencillas y claras eran las pláticas doctrinales del digno sacerdote a quien ahora lloramos, así clara y sencilla es su pequeña obrita a que nos referimos.

            Pero en ella, ¿qué palabra hay que no hable al corazón? Nos recuerda las impresiones todas que siente el pecador desde el instante de pisar esa santa casa, cuyas losas han sido regadas con las lágrimas y la sangre que saludable penitencia ha hecho verter aun a verdaderos criminales, pecadores encallecidos ya en el camino del vicio. ¿No lo recordáis? Desde el poco ánimo o repugnancia, si queréis, que se experimenta el primer día de ese santo retiro, establecido para ser el arca de la humanidad, hasta la tiernísima despedida que tenemos que hacer el último día, nada falta en esa obrita, porque debe estar inspirada por Dios para que en ella o por ella traigamos a la memoria aquellos días de santo recogimiento en que parece que vivimos muy lejos de la tierra y muy cerca del cielo.

            Allí se nos hace sentir de nuevo las fuertes impresiones causadas en nuestro ánimo por la oscuridad en que se practica en los ejercicios espirituales el solemne acto del Miserere, por la exhortación a él, por nuestras dificultades para la penitencia y por la resolución que nos arranca el canto de los hermosos versículos “Jesucristo, aplaca tu ira, tu justicia y tu rigor”... “Y por tu sangre preciosa, misericordia, Señor”.

            El señor cura Del Toro nos pintó en su “recuerdo” con claridad y belleza, con sencillez y sentimiento, el horror que el alma siente por el pecado al considerar su gravedad; la tristeza que se apodera del corazón al pensar en la muerte y ver cuán miserables somos; el temor que nos causa el fijar nuestra atención en la terribilidad del juicio de que dependerá nuestro eterno destino; el espanto consiguiente a la contemplación de las penas eternas del infierno; las lágrimas que brotan de nuestros ojos al asistir a los tiernos y sentimentales actos con que se trae a nuestra memoria la pasión del Redentor, lo que sentimos al separarnos de la iglesia para ir a nuestros aposentos y llevar en nuestra mente la idea de la soledad y el abandono que en la cárcel sufrió nuestro Salvador; las fuertes y dulces impresiones del día todo de la Pasión; la satisfacción, el contento, el consuelo, la dicha, el bienestar que nos da la sola contemplación de la feliz mansión por Dios destinada a los justos; y, por último, aquel adiós que del fondo del alma y con lágrimas en nuestros ojos damos a toda esa santa casa el día de la salida, desde a las losas y al pavimento que guardan quizá nuestra sangre derramada en la penitencia, desde a los ambulatorios y piezas, mesas y útiles de refectorio, compañeros y amigos que caminaron con nosotros en el camino de la salvación, hasta lo más santo y sagrado que en esa casa existe, es decir, al Divinísimo Señor Sacramentado, cuya bendición sentimos, a la imagen sacrosanta del Señor crucificado, a quien no podemos decir adiós porque nuestra lengua se anuda, y a la bellísima imagen de Nuestra Señora del Refugio, a quien con llanto del corazón entonamos el “Dulcísima Madre mía, / ya me despido de vos; / echadnos la bendición / y con esto adiós, adiós.”

            Todo eso dejó escrito el señor cura don Procopio del Toro, como para recordarnos constantemente los días en que gemimos por haber pecado y prometimos a Dios jamás ofenderle.

            Por eso no hemos podido dejar de darlo a conocer como autor de tan bella obrita que la humildad no le dejó firmar, y porque esperamos que toda persona que lea “El recuerdo de mis ejercicios” bendiga la memoria del “padre Torito”, como por cariño le decían algunos ejercitantes.

            Mas no es por esto sólo por lo que hay que bendecir su memoria.

            También, como Jesucristo, amaba mucho a los niños. Y siendo director de la venerable Orden Dominicana, fundó el 28 de diciembre de 1886 un asilo particular para niños de ambos sexos y un colegio para niñas. Para la construcción de estos planteles cedió una finca de su propiedad, alcanzó que en ellos trabajaran gratuitamente algunas señoras y señoritas Terciarias y procuró que toda la venerable Tercera Orden cooperara para el sostenimiento de tan benéficos institutos.

            Por último, al señor cura Del Toro deben muchos sacerdotes, así de esta diócesis como de la de Tepic, el haber terminado su carrera gracias a la protección que él les impartiera. Muchas de las personas que forman la venerable Tercera Orden Dominicana pueden aún dar testimonio de los grandes favores que, en lo particular, de él alcanzaron.

            Cuando, pues, nos propusimos formar la presente Corona e insertar en ella estos mal forjados rasgos biográficos, tuvimos por objeto principal no sólo el dar a conocer las más notables acciones del señor cura Del Toro, sino también el procurar para él el mayor número de oraciones que pidan para su alma, ante Dios, la eterna bienaventuranza, así como el que se bendiga a Dios más y más por las gracias y dones que concedió a su fiel ministro y las cuales supo participar a tantos cristianos.

            ¡Quiera el cielo que nuestros deseos queden cumplidos!

 

 

2.    Puntos principales del elogio fúnebre que improvisó el señor presbítero don Arcadio Medrano a la memoria del señor presbítero don Procopio del Toro, en las solemnes exequias que se le hicieron en la iglesia de Santa María de Gracia el 19 de enero de 1900

 

Pertransivit benefaciendo. Ac. Apost. 10.38

Anduvo haciendo bienes. Hch. Ap. 10.38.

 

 

¡Llorad, oh pastores, porque los labios de aquel venerable sacerdote que os daba sapientísimos, prudentísimos y experimentados consejos para gobernar a vuestras ovejas están sellados con el sello de la muerte!

            ¡Llorad, oh párrocos y sacerdotes que os formasteis a las sombra de aquel árbol cuyos frutos no se corromperán jamás y cuyas flores jamás se marchitarán, porque sus labios no se abrirán más para enseñaros la doctrina celestial que forma santos y sabios sacerdotes! ¡Llorad, oh pueblos que tuvisteis la dicha de ser gobernados por un apóstol celoso de vuestras almas, porque ha caído bajo el dominio de la muerte! ¡Llorad con lágrimas amargas, Teocuitatlán, Amacueca, Tepechitlán, Tequila, Teuchitlán y Ahuacatlán, porque el santo sacerdote que impartió sobre vosotros bienes sin cuento ha volado de en medio de nosotros a recibir el premio de sus grandes trabajos! ¡Llorad, oh ciudad y arquidiócesis de Guadalajara, porque ha muerto aquel sacerdote celoso que abrasaba en el amor divino no sólo a los corazones de esta ciudad, sino a innumerables almas de las parroquias foráneas y aun de las diócesis sufragáneas! En medio de tantos sollozos, uno los míos con los vuestros, mis lágrimas con vuestras lágrimas al colocar la humilde violeta de mi sentimiento sobre el túmulo del señor presbítero don Procopio del Toro, no porque tenga ingenio ni tiempo para hacer un elogio cual conviene a sus esclarecidas virtudes, sino más bien porque el cariño, la gratitud y la admiración me han traído a este lugar a llorar la ausencia del queridísimo amigo, del respetabilísimo sacerdote cuyo cadáver venerado empapamos con nuestras ardientes lágrimas.

            Pasaré en silencio los años de su niñez y juventud y los fervores del Seminario para estudiar únicamente su vida y, a grandes rasgos, la larga serie de cuarenta y cuatro años de su sacerdocio.

            El mejor elogio que podemos hacer de sus grandes virtudes es manifestar que en su ministerio sacerdotal siguió las huellas del Sacerdote Eterno de cuyo sacerdocio participamos todos sus ministros. Sí, hermanos míos; lo que dice el evangelista san Lucas de nuestro adorable Salvador, en síntesis admirable, que pasó haciendo el bien, lo podemos aplicar a la vida sacerdotal del señor presbítero don Procopio del Toro.

            Recibió la unción santa a la edad de 24 años, en 1856, y fue enviado por su ilustrísimo prelado como lluvia benéfica a Teocuitatlán y después a Amacueca, en donde se dedicó con grandísimo celo a la administración de la divina palabra. Aún vive en los corazones de aquellos fieles la memoria de sacerdote tan laborioso. ¡Bendita sea tu memoria!

            En la guerra de tres años, en que sufrió tanto la iglesia mexicana, cuando se derramaban torrentes de sangre de nuestros hermanos, cuando eran desterrados los obispos y los sacerdotes, el joven sacerdote don Procopio del Toro, que residía en esta capital, estuvo al frente del [Seminario] clerical en la iglesia de San Felipe, y varias veces obtuvo licencia y facilitó los paramentos sagrados para que celebraran el santo sacrificio de la misa algunos capitulares que permanecían ocultos a causa de la terribilísima persecución. ¡Oh, cuántos sufrimientos, cuántas amarguras tuvo que soportar el corazón del joven sacerdote en aquel entonces! ¿No me decías, en una ocasión, que amabas entrañablemente a la imagen guadalupana que preside el aposento donde expiraste, porque te recordaba todos los sufrimientos del clerical san Felipe? El joven sacerdote defendió a las religiosas capuchinas de los soldados que las perseguían en su mismo monasterio, obteniendo licencia para que pasaran estos enemigos de las esposas inmaculadas del Cordero al exconvento de San Francisco. Este rasgo de la vida de tan virtuoso sacerdote me recuerda aquel pasaje bellísimo de la vida de santa Clara, cuando defendió a sus queridas religiosas de la persecución de sus enemigos llevando al Divinísimo en sus virginales manos. La abadesa y demás religiosas capuchinas lloran inconsolables la pérdida de aquel sacerdote que con tanto celo las defendió de las garras del enemigo. ¡Bendita sea tu memoria!

            Después de la conversión de los pecadores que son el templo vivo de Dios, no hay obra que más agrade al Altísimo como la construcción de un templo. Esto lo sabía perfectamente bien aquel que fue modelo de sacerdotes, pues que en Ahuacatlán, donde por algún tiempo gobernó satisfactoriamente aquella parroquia, levantó un templo que sirve de iglesia parroquial y que perpetuará su memoria de generación en generación. ¡Bendita sea tu memoria!

            Estuvo algún tiempo al frente de la parroquia de Tequila, donde sufrió tanto que experimento la verdad de aquellas palabras del Salvador que dice, hablando a sus apóstoles: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me aborreció primero.” Y por haber predicado fuertemente contra los bailes en cumplimiento de su sagrado ministerio, los enemigos de la Iglesia que aborrecen a los sacerdotes que claman contra los vicios lo desterraron de aquel lugar, concediéndole veinticuatro horas para que saliera de allí. ¿Y qué dijo entonces el párroco de Tequila? Con aquella paz y tranquilidad que lo caracterizaban, les contestó: “No necesito de veinticuatro horas, un cuarto de hora me basta”. Y, en efecto, después de unos cuantos minutos que empleó para preparar la cabalgadura, salió de allí. ¡Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia!

            Pero dejemos a los foráneos que desahoguen sus sentimientos llorando la muerte de su queridísimo pastor, y vengamos a nuestra ciudad de Guadalajara, donde fue el teatro principal de sus trabajos apostólicos. Ahí está el asilo de niñas pobres y huérfanas de San Felipe. ¡Oh, cuántas veces iba a ese lugar a suplir con su cariño, con su amor, los ósculos maternales, acariciando entrañablemente a aquellas niñas pobres que llenas de regocijo lo rodeaban cogiéndole a veces las manos para besarlas repetidas veces, a veces la capa para alcanzar de él algún favor, entonces parece que decía lo que el divino Salvador: “Dejad a los niños que se acerquen a mí”. Esas niñas dos veces huérfanas, lloran la muerte de su queridísimo padre. ¡Bendita sea tu memoria!

            Toda tu vida sacerdotal la empleaste, como dice un ilustrísimo mitrado, en el púlpito y en el confesionario. En esta misma cátedra sagrada que yo ocupo indignamente predicabas innumerables veces la palabra divina, no sólo en los triduos o novenarios, sino meses enteros, con grande provecho de los fieles que con gusto te seguían, para saborear la dulzura de tus enseñanzas. ¿No me decías, hace dos años cuatro meses, que predicarías todo el mes del Rosario para exhortar a los fieles al amor a la Santísima Virgen María, nuestra tierna Madre, y al del Santísimo Sacramento del Altar, porque veías con grandísimo dolor de tu alma que era ultrajado y no correspondido el Dios del Amor? Ahí está gimiendo todavía tu confesonario, donde consolabas a tantos afligidos, en donde enjugabas tantas lágrimas, donde tranquilizabas a tantas conciencias, al cual asistías desde el toque del alba hasta las oraciones de la noche; ahí está el altar donde diariamente ascendías con el amor de los serafines para celebrar el cruento y augusto sacrificio de la misa. ¡En toda esta iglesia se escucha un canto lúgubre y conmovedor, como el de una viuda que acaba de perder a su queridísimo esposo!

            Hermanos míos, me faltan palabras para decir lo que hacía el venerable sacerdote en la iglesia de San Sebastián de Analco. ¡Cuántos millares de millares de pecadores se convirtieron en aquella piscina saludable con la sencilla, pero fervorosa y caritativa, predicación del respetable padre Del Toro!

            ¡Cuántas magdalenas y publicanos se deshacen en llanto en aquella santa casa al oír su dulcísima voz! ¿No es cierto, oh venerable sacerdote, que te agradaba muchísimo ir a aquella santa casa, porque tenía oídos, como tú decías, para recibir las confesiones fervorosas de los más grandes pecadores? Todos ellos alababan y bendecían tu memoria en las parroquias todas de la arquidiócesis: en las ciudades, en las villas, en los pueblos, en las aldeas, y con el corazón conmovido hasta las lágrimas, decían: “así nos enseñó, en San Sebastián de Analco el padrecito Del Toro, así nos enseñó a hacer la santa cruz el señor cura que nos daba las explicaciones en los ejercicios de Analco”.

            Con razón aquella dichosísima parroquia, en su nombre y en el de tantos pecadores como ahí se han convertido, viene hoy inconsolable a manifestar su cariño y su reconocimiento a la memoria queridísima de su inolvidable apóstol, que tanto se sacrificó por ella. Sírvanme de testigos en todo esto el venerable párroco, los sacerdotes y feligreses de aquella parroquia que están llorando aquí, cerca de su tumba.

            Dios Nuestro Señor no quiso que fueras obispo, ni capitular, sino únicamente sacerdote, pero sacerdote celoso de su gloria y de la salvación de las almas.

            Las masas populares, con la filosofía cristiana que les es propia, alababan tus grandes virtudes designándote con algún diminutivo, como acostumbra celebrar las virtudes de los santos cuya memoria pasa de generación en generación.

            Hermanos míos, una prueba de las grandes virtudes de nuestro padre es la estimación y confianza que le dispensaron siempre sus superiores. Mucho lo estimaban el ilustrísimo señor Espinosa, de grata memoria, el inolvidable señor Loza cuya muerte aún desgarra nuestros corazones y quien le dio el honroso cargo de sinodal de ordenandos, que muchos años desempeñó satisfactoriamente. Muchísimo lo estimaba el ilustrísimo señor Díaz, obispo de Tepic, quien lo nombró consultor por su diócesis en el primer Concilio Provincial Guadalajarense, y así otros prelados y altas dignidades de la Iglesia.

            Ved, hermanos míos, cómo nuestro inolvidable padre anduvo haciendo bienes en los cuarenta y cuatro años de ministerio sacerdotal, a imitación de Nuestro Señor Jesucristo. Él anduvo siempre en pos de las almas y no en pos del oro y de las riquezas, y Dios le dio tal tino para convertirlas que algunas veces, con un saludo cariñoso, convirtió a las mujeres públicas hasta el punto de hacerlas enamoradas fervientes de Nuestro adorable Salvador, y todo esto lo hizo sin aparato, sin ostentación, sin vanidad, pero sí con aquella sencillez inimitable que todos conocimos. Dinos si no, oh venerable sacerdote, ¿en dónde están las haciendas, las casas, las monedas de oro que ganaste en la larga serie de cuarenta y cuatro años de sacerdocio? ¿A quién se las has dejado? ¡Ah, decid a los seculares cómo se enriquecen los sacerdotes verdaderamente celosos! Tus riquezas no son cosas que perecen, pues aprendiste del Salvador aquella sentencia que dice: “No atesoréis tesoros en la tierra, atesorad tesoros en el cielo.” Viviste pobre y moriste en la pobreza. Tus verdaderas riquezas son las almas de tantos pecadores que convertiste y que ahora, como lo esperamos, brillan como estrellas hermosísimas sobre tu frente, sirviéndote de riquísima corona. Sí, esas innumerables almas que salvaste en cuarenta y cuatro años de sacerdocio, no lo dudo, han de haber venido a la hora de tu muerte a llevar en triunfo tu alma caritativa. Yo creo que has de estar no muy lejos de san Felipe Neri, de san Alfonso de Ligorio, de san Ignacio de Loyola y de san Francisco Xavier. Y si no fuere así, en medio de nuestras lágrimas elevamos nuestras plegarias embalsamadas con la sangre preciosísima del Cordero hasta el trono de la infinita misericordia. ¡Pasó haciendo bienes! Tu memoria se borrará de la ciudad de Guadalajara cuando no quede piedra sobre piedra de la iglesia de San Felipe y su asilo, de las capuchinas y su convento, de la penitenciaría, de la iglesia de Santa María de Gracia y de la de San Sebastián de Analco.

            Hermanos míos, los sollozos y el llanto han embargado nuestra voz, y ni vosotros ni yo podemos pronunciar una palabra, porque las manifestaciones del dolor agudísimo no son las palabras, sino las lágrimas. Por eso no he vacilado en venir a formar el elogio fúnebre de mi cariño, de mi gratitud y admiración a la memoria de mi queridísimo amigo y respetable sacerdote el señor presbítero don Procopio del Toro, con mis ardientes lágrimas, expresión espontánea de mi dolor. ¡Oh muerte que separas a los amigos fieles, que cortas las dulcísimas cadenas que ataban el corazón del padre con los corazones de los hijos! ¡Eres inexorable, eres cruel, nada respetas, has dejado millones de corazones profundamente heridos al cortar el hilo de la vida tan querida! ¡Oh, Jesús amabilísimo, por esa sangre preciosísima que corre por tu difunto cuerpo, te pedimos humildemente perdones las debilidades de tu celoso sacerdote! Si por tus inescrutables designios estuviere en el lugar del llanto, que esa misma sangre inmaculada descienda sobre él para purificarlo apagando aquellas llamas.

            ¡Adiós, consejero de obispos, párrocos y sacerdotes… descansa en paz! ¡Adiós, maestro y fortaleza de vírgenes… descansa en paz! ¡Adiós, padre de los huérfanos, consolador de los afligidos, libertador de los cautivos… descansa en paz! ¡Adiós, apóstol celosísimo de las masas populares… descansa en paz! ¡Adiós, sacerdote modelo que empleaste toda tu vida en la conversión de los pecadores… descansa en paz! ¡Adiós, celosísimo catequista de San Sebastián de Analco… descansa en paz!

            Si estás en el cielo, como lo creemos, no te olvides que todos los que lloramos tu partida y te decimos de corazón… ¡descansa en paz! Adiós… adiós…adiós, padre querido… ¡descansa en paz!

 

***

 

3.    Pensamientos a la memoria del virtuoso sacerdote Procopio del Toro

 

El arte de mover los corazones con el lenguaje sencillo del Evangelio es exclusivo de los varones verdaderamente apostólicos. Este arte lo poseía en grado eminente el señor director de la Tercera Orden Dominicana en esta ciudad, presbítero don Procopio del Toro.

Pbro. Lauro Díaz Morales

 

La virtud es como la fe. Es capaz de mover las montañas y llevarse tras sí el mundo.

            Los buenos, cuando desaparecen, dejan cuando pasan una estela luminosa en la grata memoria de sus virtudes.

            Hay hombres que no debían haber nacido y hay hombres que no debían morir.

Si se apaga la llama caduca de su vida mortal, arderá la luz inextinguible de su recuerdo. Se aplaudirán sus virtudes y sus hechos sublimes mientras el mundo tenga sabios y justos.

Difícil es presentar a la faz pública las virtudes esclarecidas y la conducta noble y franca que sirve de adorno y de respeto a los personajes notables y contemporáneos que aún viven, pero la gloria adquirida por una fama póstuma, es siempre la más bien recibida en el concepto de los hombres sabios, de los sensatos y de los juiciosos.

No encareceremos, pues, los méritos y virtudes del señor cura Del Toro, también muy conocidos por innumerables personas que, como nosotros, lo admiraron muchos años, se ligaron con íntimas relaciones, se honraron con su amistad y gustaron invariablemente de su trato afable.

Al fin vino la muerte cruel, empeñada en la ruina de todas las generaciones, a sorprender a esta alma santa. El árbol no pudo ya sostener los frutos y se rindió al soplo del vendaval.

Guadalajara, marzo de 1900

Pbro. Quintín Jiménez

***

 

4.    Ante la tumba del señor cura don Procopio del Toro

 

¡Muerto ya! Su cuerpo bajo un sepulcro y su alma juzgada por el tribunal que más debemos temer los hombres.

            Pero hay hombres que cuando mueren dejan tras sí tan luminosa huella, que es imposible se acabe su recuerdo entre nosotros.

El señor cura Del Toro pensó en que no muy tarde Dios, podía llamarle a su seno y que ya entonces no podría personalmente excitar a los hombres para que, desprendiendo su corazón de las cosas de la tierra, se dedicaran sólo a amar a Dios, dispensador eterno de todos los bienes.

Y así, escribió “El recuerdo de mis Ejercicios”, obrita humilde pero en que dejó retratado su corazón y en que vivirán por mucho tiempo sus ideas y sus sentimientos, sus consejos y sus enseñanzas.

Hay libros que no retratan a sus autores, pero hay otros que, al verlos, conocemos luego a qué pluma se deben, porque en todos ellos se dejan ver no sólo pensamientos sino palabras propias y exclusivas del autor.

“El recuerdo de mis Ejercicios”, escrito por el señor cura Del Toro, pertenece a esta última clase, y al leerlo se deja inmediatamente sentir la unción y caridad evangélicas con que él supo hablar a las almas.

Despidámonos, pues, del que ya no podrá dirigirnos la palabra, pero bendigamos a Dios arrodillados ante la tumba de aquel que tuvo la feliz idea de dejarnos su corazón en el “Recuerdo de mis Ejercicios”. Y al bendecir a Dios, pidámosle haya recibido en su seno y concedido el descanso eterno al alma de su fiel ministro.

Guadalajara, marzo de 1900

Pbro. Salvador Morales

 

5.    Eterna despedida

 

A la grata memoria del virtuoso sacerdote, el señor cura don Procopio del Toro

 

Hoy quiere Dios que al corazón taladre / el dolor de mirar que ya partiste; / de la muerte en los brazos te dormiste / como un niño en los brazos de su madre.

¿Y qué es morir?... ¿qué es eso que desvela / tanto al hombre que eterno quiere ser? / Hallar al fin la eternidad que anhela / y un vestido prestado devolver.

Frágiles son las glorias de la tierra, / pasajeros del mundo los pesares, / y el aliento inmortal que el hombre encierra / robusto en sus creencias tutelares, / pretende quebrantar la cárcel dura / que contrista su esencia / para lanzarse a la región más pura / donde está la plenitud de la existencia.

¡Silencio aterrador tan de repente! / ¡Mudo y lívido el labio! / ¡La sombra sepulcral sobre su frente! ¡Helado su mirar, ayer ardiente! / ¿Quién nos puede explicar tan rudo agravio?

Ahí el origen de la eterna lucha, / del continuo anhelar que el hombre alienta, / de la secreta voz que el hombre escucha, / que su fe adora y su vigor sustenta. / Que sin cesar le grita: ¡avanza, avanza!

¡Está en nuestra presencia! / Con razón la materia se estremece / al mirar que la luz de la existencia /brilla sólo un momento / y como fuego fatuo desaparece.

¿Quién la difícil clave / descifrará, Señor, de tus secretos? / ¿Y quién, mi Dios, sobreponerse sabe / al terrible rigor de tus decretos? / Donde quiera señales / descubro de tus glorias inmortales.

Un compañero amado hemos perdido / ¡Ay!, un amigo menos ya contamos / y el cielo un santo más, ¡Dios lo ha querido! / Su voluntad augusta bendigamos.

Si puede hablarnos tu alma cariñosa / cuando ya todo duerme en este mundo, / en medio de la noche silenciosa, / ¡Ah! Ven a revelarnos el misterio / de ese oculto hemisferio; / que anhela conocer nuestra alma ansiosa / de los muertos la vida misteriosa.

A tu apartada tumba tan querida / no llegan ya las olas /del mar tempestuoso de la vida.

Olvidad su presente / y de sus penas la terrible historia / recordad llenos de entusiasmo ardiente / aquel pasado de suprema gloria. / Si en medio de la pena / de esa partida que os llenó de duelo / de lágrimas sentís el alma llena, / ¡llorad… llorad! El llanto es un consuelo.

Acepta, oh Dios, tan férvido tributo / rendido a la memoria del que amamos, / que cubra el corazón eterno luto, / el dolor aceptamos.

¡Ay! Mil veces feliz el que va al cielo, / presintiendo dejar en su partida / tantos seres que lloran en el suelo / su eterna despedida.

Marzo de 1900

Pbro. C. Becerra



1 El impreso original, facilitado a este Boletín por el Dr. José Delgadillo Guerrero, sobrino nieto del biografiado, lleva esta leyenda en la primera de forros: “Corona fúnebre en honor del Sr. Presb. Don Procopio del Toro. Con permiso de la autoridad eclesiástica. Guadalajara, Jalisco, México. Osorio Hermanos, Editores, 1900”. En la cuarta de forros dice: “Condiciones de venta. La corona fúnebre en honor del señor presbítero don Procopio del Toro se vende a precio de diez centavos el ejemplar, en la calle de López Cotilla números 2 y 5; y en la notaría de la parroquia de San José de Analco. Los pedidos de fuera se harán a razón de once centavos el ejemplar, pago adelantado y franco de porte. En las ventas al por mayor se hacen descuentos considerables. Se reciben los pagos por estampillas o giros postales. Es propiedad de los editores.”



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