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Memorándum

+ Francisco Orozco y Jiménez1

En este texto publicado en los Estados Unidos, donde sufría el exilio impuesto a los obispos Leopoldo Ruiz y Flores (Delegado Apostólico en México) y Pascual Díaz Barreto (Secretario de la Delegación)  por el gobierno callista a través de su testaferro, el presidente interino Emilio Portes Gil, el arzobispo perseguido da cuenta cabal de hechos inferidos arbitrariamente a su persona

Para declaración de mi conducta, que no todos habrán podido comprender por falta de datos precisos, ya que la prensa mala desvirtúa las cosas, quiero proporcionar algunos, que quizá me vindiquen ante cualquier criterio.

I

Desde la Independencia de México para delante, hubo entre los obispos antiguos la norma de resistir a los desmanes del sistema liberal, dirigido siempre por la masonería: al efecto se valieron de cartas pastorales, que a la vez ilustraban al pueblo sobre el dogma atacado, sobre el libertinaje promovido por las ideas de la revolución francesa y sobre los derechos de la Iglesia, puesto que todo iba dirigido contra la Constitución de la Iglesia misma.

Esta actitud ha venido siendo interpretada hasta la fecha, por parte de los enemigos de la Iglesia, como ambición de dominio y de riquezas, calumnia estampada miles de veces hasta hoy día. No había llegado una ocasión tan adecuada para que el público discerniera, y la persecución última de México la presentó, dando a conocer hasta dónde iban las tendencias malévolas de unos y el deber cumplido de los otros. Magnífico resultado de la persecución.

Después del último esfuerzo de los católicos, manifestado en el Imperio de Maximiliano, el que fracasó en todos sentidos, el episcopado tomó la actitud de la pasividad; y aunque en ese periodo desde 1857 paulatinamente hasta 1911 llegó la Iglesia mexicana a tener cierto desarrollo en sus obras, debido a alguna tolerancia de los gobernantes, los obispos sólo con esta pasividad pudieron contrarrestar los avances que hicieron los contrarios en esta época, quienes a velas desplegadas se lanzaron a procurar la corrupción intelectual, y la moral consiguiente, de la juventud de varias generaciones, y que ha llegado ahora a constituir una falange formidable.

Tras el último periodo indicado antes, el Gobierno persuadista de don Porfirio Díaz, que durante 34 años (1876-1911) trajo cierto bienestar público, se resolvió finalmente en el extremo opuesto: los católicos lo aprovecharon para constituirse en partido político, que por sus primeros pasos parecía que llegaría a la completa victoria, como se vio en las Cámaras de la Unión y en los estados como Jalisco y Zacatecas, donde los Congresos y Gobernadores fueron católicos.

Entretanto, en el episcopado ya aumentado no hubo una acción común, y así, mientras unos se resolvieron a orientar la conciencia de los católicos sobre sus deberes en política, naturalmente manteniéndose fuera de los mismos partidos políticos, y a desarrollar la Acción Social Católica, recomendado lo uno y lo otro por la Santa Sede con el objeto de que así se pudiera defender el campo católico y aun extenderse, los otros prelados creyeron de su deber no oponer resistencia en esta forma y sólo circunscribirse al ministerio eclesiástico, dejando un lugar más o menos reducido a la Acción Social Católica. Como es natural, los contrarios correspondieron con hostilidad y malevolencia más marcada a la labor de los primeros, aquilatando la actitud de ellos.

En tales condiciones encontró al episcopado la despiadada revolución de Carranza (1914-1919), y los obispos en la mayor parte, reunidos en la Capital, tomamos la resolución de salir de la República, como una protesta por los atropellos, ultrajes, vejaciones y sacrilegios que se cometían, y para prevenir con eso los ulteriores desmanes contra la Iglesia, los cuales siempre se llevaron a cabo y fueron elevados a la categoría de leyes constitucionales en 1917. Se hizo creer entonces al mundo entero que no había persecución religiosa en México, y pocos fueron los que se cercioraron de la verdad, tanto por el silencio sectario de la prensa como por estar en general ocupada la atención pública con la guerra mundial; quedó sólo en pie la calumnia inveterada contra el episcopado mexicano de que el Gobierno castigaba y ponía coto a su ambición de riquezas y dominio.

En seguida llegó la persecución atroz y descarada de Calles (1924-1928). Asentó desde luego el principio, sosteniendo tenazmente hasta el último, que no había persecución religiosa, y que él solo aplicaba las leyes que el clero rebelde se rehusaba a obedecer. Pero como llevó las cosas hasta los extremos, no le bastó el mismo silencio sectario de la prensa, ni su holgada propaganda para impedir que la verdad se abriera paso. Siquiera así el honor secular del episcopado mexicano quedó vindicado.

El episcopado, ante la inminencia de la persecución, y de acuerdo con el Delegado Apostólico, Monseñor Caruana, se organizó para la unificación de su actitud, nombrando en 1926 un comité episcopal presidido por el Ilustrísimo Señor Arzobispo de México y formado por varios prelados.

II

En cuanto a mí, diré ingenuamente que, a pesar de mis faltas y deficiencias personales, por ningún motivo he querido jamás sacrificar los intereses de la Iglesia a mis conveniencias personales, y he juzgado un deber entregarme enteramente a su servicio, sacrificando a este objeto mi persona, mis bienes patrimoniales y adventicios y mi bienestar personal.

1. En tal virtud, cuando siendo obispo de Chiapas (1902-1912) fui notificado por el Ilustrísimo Señor Arzobispo de México, presidente de la Acción Social Católica, de la conveniencia de fomentar, dentro de nuestra esfera de acción se entiende, y según lo indicado, el Partido Católico, lo hice, aunque esto me trajo grandes odiosidades en aquel estado, dominado por viciosos y por la secta; odiosidades que han repercutido hasta la fecha.

2. A principios de 1914, siendo ya arzobispo de Guadalajara, secundando la iniciativa de la capital, se celebró en la ciudad, y en su tanto en las parroquias foráneas, una pública y ruidosísima manifestación a Cristo Rey, con permiso del tímido Gobernador del estado, quien, atemorizado por las amenazas de los liberales, pasada la manifestación me consignó ante los tribunales, acusado de rebelión. El proceso dilató algunos años para acabarse de tramitar, y al fin fui absuelto en él.

3. Contrariando la prohibición terminante de Carranza, que impedía a los obispos entrar en México (1914-1919), me resolví a entrar en 1916 en México; al efecto, estando yo en Roma, le manifesté al Papa Benedicto XV mis deseos; comprendió el peligro que en esto llevaba mi vida, pero accedió a ello, y con su bendición pude penetrar hasta mi diócesis, en donde estuve entre mil peligros desde que mi presencia fue advertida (1916-1918), y de un lugar a otro anduve desempeñando mi ministerio episcopal.

Llegó día en que me tomaron preso en la ciudad de Lagos, y me llevaron misteriosamente entre soldados y maltratos, violando los amparos judiciales que se interpusieron en mi favor, hasta el puerto de Tampico, en donde me tuvieron preso algunos días hasta que las hábiles gestiones hechas en mi favor por monseñor Bonzano, Delegado Apostólico en los Estados Unidos en aquel entonces, y más tarde Cardenal, dieron por resultado que Carranza cediera ante las representaciones que hizo el ministro japonés en Washington, quien tenía relaciones oficiales muy íntimas en aquel entonces con el Presidente de México. Así escapé de la muerte, que todos juzgaron inminente, o de la deportación a un islote abandonado del golfo de México; se resolvió todo en el destierro que se prolongó por un año en los Estados Unidos (1918-1919).

Al mismo tiempo, el Gobierno del estado de Jalisco dio la reglamentación de las leyes inicuas de la Constitución, como más tarde lo hizo el Presidente Calles para toda la nación, y obligaron a los sacerdotes a suspender el ejercicio del culto en los templos. Los católicos hicieron una resistencia pasiva y se declaró el boicot al comercio hostil; la situación se hizo más tirante de una y otra parte, pero después de seis meses de inquebrantable resistencia, que de mil maneras se quiso doblegar, aun con promesas del mismo Presidente Carranza, el Gobierno del estado derogó absolutamente los decretos que habían causado el conflicto. Diré de paso que yo no sé si el acendrado espíritu cristiano de mis diocesanos ha impulsado y sostenido mi energía, o yo, ayudado de Dios, los he impulsado de suerte que han llegado hasta el heroísmo.

4. Procuré a mi regreso, mientras restauraba las comunidades religiosas y el Seminario, elevar a la Acción Católica Social a su mayor altura. Se abrieron de nuevo escuelas y colegios, con aumento de nuevas instituciones, floreciendo todas las organizaciones debido en gran parte a la hábil dirección de la Mesa Directiva.

Muy notable desarrollo alcanzó la Asociación de las Damas Católicas en el establecimiento de industrias femeninas, en el ramo de instrucción literaria, en el catecismo, protección de seminaristas, pobres, y, en suma, acudiendo al remedio de todas las necesidades, tales como manutención de menesterosos, ya que la pobreza ha sido muy apremiante a últimas fechas. Es muy conocida por sus frutos la Asociación de la Juventud Católica Mexicana. Notablemente se distinguió la Asociación de Obreros Católicos, que en un tiempo extendió sus trabajos de reconstrucción por toda la República mediante los trabajos empeñosos de los socios de Guadalajara; así se formó la Confederación Nacional de Trabajo, con su centro en Guadalajara. Fue verdaderamente grandioso e inusitado el Congreso Nacional Obrero que allí se celebró en 1922. Seis meses se necesitaron para su preparación, con la aprobación del Presidente General de la Asociación Social, Ilustrísimo Señor Mora y del Río, y de la mayor parte de los obispos de la República interesados en el Congreso, como puede comprobarse por los documentos correspondientes y con conocimiento del Excelentísimo Señor Delegado Apostólico Monseñor Filippi, quien había llegado a la República en vísperas de su celebración.

Yo mismo presidí el Congreso, y con anticipación puse en conocimiento del Presidente de la República, General Obregón, su celebración, contestando él atentamente y de acuerdo con todo. Asistieron mil doscientos delegados obreros de toda la nación y varios obispos, siendo magnífico el resultado del Congreso.

Los elementos radicales lo vieron con desagrado y amenazaron por medio de la prensa y hojas sueltas en términos muy violentos, dirigiéndome a mí también sus amenazas, precisamente en vísperas de su celebración. Como los católicos pidieron garantías a las autoridades locales, como lo había yo hecho con el Presidente de la República, consiguieron que los radicales nada hicieran en su contra, ya que el Gobierno local tuvo manifestaciones de deferencia como fue poner un piquete de soldados de caballería en la puerta del local del Congreso, que me saludaban respetuosamente cuando pasaba y cuidaron el orden.

Además de las obras indicadas antes, y que dan una idea del desarrollo de la Acción Social Católica en mi diócesis, debo agregar la Cooperativa para el Clero llamada La Económica, que se preocupaba de proporcionar a los sacerdotes cuanto necesitaban para sus iglesias y escuelas, y que comenzando por muy poco se fue desarrollando hasta contar con un capital de ochenta mil pesos, manejando como $150,000. En la última persecución el Gobierno la incautó, y sólo entregando una fuerte cantidad permitió que se realizaran las existencias y que se clausurara así la institución; con esto, como se comprenderá, fracasó por completo la obra.    

Hubo otra institución similar para el Clero y fue la Sociedad Mutualista La Providencia, que mediante las cuotas mensuales respectivas garantizaba una pensión mensual a los sacerdotes que quedaban inutilizados, lo mismo que una ayuda a la familia del sacerdote que moría. Ésta tenía algunas relaciones con la anterior, ya que la primera daba sus utilidades para el sostenimiento de la segunda, y así, al fracaso de la primera, sufrió la segunda notables trastornos y se procura reorganizarla.         

5. Se acercaban los días aciagos, y con motivo de la celebración del Congreso Eucarístico de Chicago me resolví a salir del país para asistir en representación del Episcopado Mexicano; al regreso pude penetrar al territorio mexicano inadvertidamente, evitando que me lo impidiera el Gobierno de México, como lo hizo con varios sacerdotes.

            La actitud del Presidente Calles era cada día más adversa a la Iglesia, hasta que en junio de 26 dio las leyes que trajeron días amargos hasta el extremo. El Episcopado, o más bien el Comité Episcopal, estuvo reuniéndose con frecuencia, y yo, como miembro permanente del mismo, tuve que hacer varios viajes a la capital. El criterio que allí se sostuvo al principio fue de cierta condescendencia con el Gobierno; por mi parte, estuve por la resistencia, y al final se tomó el acuerdo unánime de suspender el culto público si lo aprobaba el Santo Padre; obtenida su augusta aprobación, se suspendió en toda la República. Se suplían las necesidades del pueblo fiel con el culto privado, aunque hostilizado. A la vez, se llevó a cabo el boicot en el sentido de no comprarse en el comercio sino lo indispensable, y nada a los comerciantes anticatólicos. Se atirantaron las cosas de parte del Gobierno, que comenzó a llevar por la fuerza a los obispos a la capital, además de tomar otras represalias.

6. Debo aquí advertir que las últimas veces que estuve en la ciudad de México llegaron a mí ciertos rumores de movimientos armados, los que cada día se iban acentuando; como esos rumores me llegaron más tarde en Guadalajara con mayor viveza, me resolví a enviar a mi secretario a México para manifestar al Comité Episcopal mi absoluta inconformidad con dicho movimiento, que nacía entre el elemento católico y con el cual yo no estaba de acuerdo; esto debe constar en las actas respectivas, y el ilustrísimo señor Díaz, ahora digno Arzobispo de México y entonces Secretario del Comité, podrá testificarlo.

7. El día 24 de octubre de 1926 se me presentó un sacerdote jesuita, enviado de México por el ilustrísimo señor Díaz, para notificarme de parte del Ministerio de Gobernación que me presentara en la capital espontáneamente, para no ser llevado por la fuerza; poco antes había sabido de fuente enteramente cierta que habían llegado a Guadalajara cuatro agentes secretos de la Secretarla de Gobernación, con instrucciones reservadas respecto de mí. Reuní entonces una junta de consulta, y todos los que la formaban, incluido el padre jesuita que me había traído el recado de México, estuvieron de acuerdo en que no acatara esa intimación, ya que era un atropello, violaba las mismas leyes que se pretendía hacer cumplir y estaba encaminada al mal de la Iglesia. La conducta posterior del Gobierno con los prelados que se presentaron en México justificó plenamente mi actitud.

La experiencia del tiempo de Carranza me hizo entender que mi negativa significaba el tener que ausentarme de la ciudad episcopal y vivir condenado por varios años a privaciones, enfermedades y peligros, con el agravante sobre aquellas fechas de que pesaban sobre mis espaldas diez años más. Tomé la resolución de hacerlo así, resignado a lo que viniera; de hecho, en tres años, por más diligencias que hizo el Presidente Calles y los suyos juntamente hicieron, nunca pudieron dar conmigo.

8. Tres meses después que me ausenté yo de Guadalajara estalló el movimiento armado de los católicos contra el Gobierno. Aunque estando yo ya escondido había notificado por escrito al presidente de la Unión Popular de Guadalajara que no debía por motivo alguno mezclar esa Asociación en un movimiento armado, le prohibía se fuera a prestar a ello, una vez que el fin de la Unión Popular no era ése, sino puramente de acción social. Sin embargo, mi disposición no fue acatada, porque el Centro Directivo de México dio otras instrucciones; y yo, lejos y escondido, no pude ejercer una influencia más importante. Además, yo había hecho dicha notificación guiado únicamente por los rumores de que he hablado antes, pero sin conocer si en realidad se preparaba o no algún movimiento armado. Cuando vi personalmente los efectos del movimiento, ya que cerca del lugar en donde me ocultaba hubo grupos armados, porque habiéndose aprovechado da la organización de la Unión Popular, que estaba extendida por toda la diócesis, y siendo grande el descontento con el Gobierno, los hubo por todas partes, me resolví a abandonar el lugar de mi refugio, que hasta entonces había sido tranquilo, y me encaminé a otro lugar más remoto de mi misma diócesis, en donde pude permanecer en paz hasta cierto punto, porque no había allí movimiento de esa naturaleza; mi estancia en esas nuevas regiones se prolongó por cerca de dos años.      

9. Entre tanto, fue tomando incremento el movimiento en varios estados de la República, sobresaliendo el de Jalisco; y en la forma de guerrillas revistió un carácter serio y alarmante para el Gobierno, pues cuando menos el desequilibrio de sus finanzas fue notorio y alarmante y sus quebrantos ruinosos. Ocasiones sin cuento tuvo el Gobierno en todo tiempo para cerciorarse de las falsedades que los mismos elementos suyos lanzaban contra mí, en la prensa, en el sentido de que yo no solamente apoyaba, sino que dirigía personalmente este movimiento; y el Daily Express de Londres, después de haber enviado un corresponsal suyo, a pesar de que afirmó que no era eso cierto por las averiguaciones hechas, sin embargo, declaraba que tenía yo toda la responsabilidad por mi sola presencia en mi diócesis, que producía una inquebrantable resistencia de los beligerantes. En unas declaraciones que yo hice en la prensa norteamericana puse en claro la falta de lógica y de justicia con que se me trataba, declaraciones que transcribió la prensa de México.

            Puedo alegar todavía más para confirmar mi dicho, y es que, interrogado el General Pina, subsecretario de guerra en México, sobre si era efectivo que anduviera yo levantado en armas, como lo afirmaban los periódicos, contestó categóricamente que el Gobierno no tenía datos para poder afirmar aquello. En tiempos posteriores se permitió a mi secretario revisar en el archivo del Ministerio de Gobernación lo que hubiera en mi contra, y en ese expediente no hay un solo documento de importancia, reduciéndose todo a recortes de periódico en donde se consignan rumores relativos a mi persona que al siguiente día se publicaron y fueron contradichos por otros nuevos, quedando así puesta en evidencia su falsedad. No podía ser de otra suerte, pues yo jamás estuve en contacto con las facciones levantadas, ni alguno de ellos supo dónde yo me encontraba. Se necesitaba, pues, absoluta falta de entendimiento y de lógica para creer que un líder tan famoso como se quiso hacerme no se hubiera evidenciado, ni siquiera por las huellas que hubiera dejado en tan largo y azaroso tiempo. La verdad es que estuve amparado por el silencio bondadoso y religioso de unos quince mil diocesanos míos, sabedores de todo, quienes vivían dispersos en una región pobre y montañosa, y a quienes bendigo constantemente.

10. Después de todo, como es sabido, vinieron los arreglos con el Gobierno. Cuando se iban a iniciar, el excelentísimo señor doctor Leopoldo Ruiz, Arzobispo de Morelia y antiguo compañero mío de colegio, por medio de carta circular me preguntó, como a los demás prelados, si estaba de acuerdo en que el Papa, por su conducto, celebrara arreglos con el Gobierno, a lo que contesté que en lo absoluto. Más tarde me comunicó que la Santa Sede lo había nombrado Delegado Apostólico ad referendum, y mi contestación fue en forma placentera y obsequiosa, diciendo que lo reconocía y veneraba en su alta representación.

11. Ya estando él en la capital de la República, en oficio particular me insinuaba la conveniencia de que fuera cuanto antes a la misma ciudad con el objeto doble de que así pronto pudiera reanudarse el culto público y de que tuviera una entrevista con el señor Presidente de la República, a fin de desvanecer ciertas prevenciones en mi contra, para regresar tranquilo a mi diócesis. La segunda parte de esta comunicación, como era natural, me produjo honda desazón, previendo entre líneas lo que así sucedió después. Tan luego como recibí dicha comunicación, rompí el velo de mi escondite, tomé el tren, y llegando a México sin ostentación, después de visitar al señor Delegado, presenté al Ministerio de Gobernación la lista de sacerdotes que deberían ejercer en mi diócesis, según las instrucciones que me comunicó el Ilustrísimo Señor Ruiz, y que resultaron ser quinientos cincuenta.

12. A los dos días, en la fiesta de San Pedro Apóstol, se abrió solemnemente el culto público en Guadalajara, a la vez que en la capital. El mismo día tuve la audiencia con el señor Presidente Portes Gil, acompañado por indicación mía por los Ilustrísimos Señores Delegado Apostólico y Arzobispo de México; tuve yo la palabra durante una hora, y haciendo ver que si hasta la fecha había habido divergencias de criterio sobre la manera de obrar en las relaciones con las autoridades civiles, de ahí en adelante, dadas las nuevas normas de la Santa Sede, que yo, al igual de los demás prelados, acataba con todo respeto, esperaba no habría temores de malas inteligencias. Fui oído con excesiva serenidad, o más bien frialdad, de parte del Presidente, y como conclusión de todo lo que dije lo único que él expresó fue que, estando convenido que saldría del país, debería abandonar la República el día que yo quisiera, pero que no fuera a ocultarme.

He aquí la razón de por qué me encuentro en este destierro que, como es natural, yo califico de injusto e ilógico. Dios así lo permite, ¡bendito sea!

 

Chicago, Illinois, octubre de 1929

+Francisco Orozco y Jiménez

Arzobispo de Guadalajara



1 Quinto arzobispo de Guadalajara (1913-1936).



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