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Bodas de Oro del Seminario de Totatiche

 

Luis Sandoval Godoy

Nada distante ya el primer centenario del Seminario Auxiliar de Totatiche, y como preparación a tal suceso, se divulga este discurso pronunciado por su autor el 16 de noviembre de 1966, en un acto presidido por el arzobispo cardenal José Garibi Rivera, formador, al inicio de su ministerio de tal plantel.

También las piedras tienen vocación. También las piedras tienen un destino misterioso que las convierte, a veces, en el cimiento invisible donde descansa una estructura, y a veces, en la aguja sutil con que se remata entre nubes la cúspide de un edificio.

También las piedras tienen vocación. Algunas deben ser sacrificadas, desgarrándolas, pulverizándolas, de modo que dejan de ser ellas mismas en el artificio del hombre, para servir al hombre. Otras vienen a glorificarse en una moldura airosa, en un racimo de uvas, en un incensario al aire que no se cansa de desparramar perfumes.

Las piedras también tienen vocación. Las hay dobladas suavemente en voluptuosa blandura para tender una gula de flores y de hojas en un retablo barroco; y las hay también endurecidas en rigidez erecta, para dar majestad e impulso de elevación a una iglesia gótica.

Éstas tienen una vocación sublime. Ellas dan testimonio del tiempo. En ellas hablan los siglos. Ellas deben permanecer allí para que las generaciones en corriente inacabable, vengan a remansarse, golpeen ahí su paso, mientras las piedras permanecen las mismas.

Pero todavía hay un destino más alto. Yo digo que hay piedras que tienen vocación divina, porque en ellas ha puesto su sello el mismo Dios, porque han servido ellas para hacer sensible el testimonio de Dios a los hombres. Nunca como en estos casos ha sido más exacta la imagen de “un puente de piedra”, que ata en sus dos extremos a Dios y al hombre. La inabarcable majestad de Dios, la ribera sin riberas de la inmensidad divina, detenida en una piedra a cuyo otro extremo aletea temblando la miseria humana.

Nosotros, señores, hoy estamos también frente a una piedra; una piedra que había permanecido por siglos en quién sabe qué sitio desconocido, pero llegó su hora y vino a dar testimonio de esa grandeza, de esa misericordia y de amor divinos. Temblamos de emoción ante el destino sublime de esta piedra, que clavamos aquí como un testimonio que tiene mucho del signo misterioso que esplendió la mañana de la Resurrección y va a gritar para siempre la perennidad de las cosas que nunca mueren. Esta piedra, tiene una profunda relación con la dureza inconmovible de la roca donde se asienta la Iglesia.

En esta piedra, vamos a esculpir la manifestación de nuestra gratitud, de nuestro recuerdo y de nuestro amor. Lo hacemos, porque sentimos el deber de dejar esta constancia; porque queremos que se sepa siempre que este lugar es santo, que sobre este lugar se abrieron los cielos, que aquí estuvo y está Dios presente, que aquí se evidenció la misericordia divina, con pruebas que ningún otro lugar puede dar.

Un día, en la historia sagrada, salió Jacob obedeciendo el mandato de sus padres. Tuvo que dejar su hogar, tuvo que dejar todas las cosas queridas: sus rebaños, los sitios amados de su infancia, la llanada, el bosque, los dulces paisajes que estremecieron su alma.

Lo abandonó todo para ir a buscar esposa en otro linaje, muy distinto y muy distante del suyo propio… la mística esposa que para el seminarista que abandona el hogar paterno y se niega a su naturaleza, no puede ser otra que la Iglesia. Caminó según aquella inspiración divina que viene a ser como un mandato: la voluntad del Padre Eterno que siembra en el corazón de sus hijos la semilla que El quiere sembrar.

Tal vez hubo un desgarramiento interior que estremeció su alma; se está tan a gusto en la quietud de una vida sin alteraciones. Hubo tal vez un momento de rebeldía, un grito, una pregunta… Y sin embargo, Jacob, el primogénito de las misericordias divinas, el seminarista que quiere aceptar el llamado de Dios, volvió la espalda a todo y se puso en camino… Allá, la estrella que centellea en pestañeos de gracia; allá la voz de Dios que está invitando; allá el mandato que no se puede desoír.

Un camino largo recorrido en incertidumbre, en dolor, en ansiedad. Aquí la primera y milagrosa jornada. Aquí nos detuvimos a vivir de aquel sueño misterioso. Un sueño, o un ensueño que no precisa siquiera que entornemos los ojos. Una ilusión, un anhelo, una imagen lejana…

Señores: los ex alumnos de este querido solar donde paladeamos el anhelo dulcísimo de un sacerdocio que no se nos dio… porque no lo supimos merecer, hoy hemos venido a despertar de aquel embeleso celestial.

Y venimos a reconocer que aquí vimos a Dios, que el cielo se abrió a nosotros en este sitio… Apenas descansábamos la cabeza que se enredaba en aquel trabajoso deshojar de la rosa rosæ de la primera declinación, cuando volvíamos sobre nosotros mismos, una escala de ángeles tocaba desde el cielo nuestra miseria pecadora.

Los ángeles subían y bajaban. Nos llamaban hacia arriba, nos pedían un impulso santificador, querían nuestra renuncia al lodo cenagoso que traíamos en nuestras sandalias. Y Dios mismo, desde el cielo, nos abría sus brazos de Padre, nos ofrecía su corazón lleno de amor.

Hoy, señores, hemos despertado, para decir a grito abierto, con el alma henchida de un sentimiento que no necesita explicarse con palabras: este lugar es santo, esta es la casa de Dios, esta es la puerta del cielo.

¿Qué podemos hacer ahora, sino como Jacob, traer esta piedra, ponerla frente a vosotros, frente a los años que van a venir, frente a Dios mismo que nos contempla desde arriba? ¿Qué más podemos hacer, que levantar con nuestras manos temblorosas hasta la altura de la misericordia que nos ha concedido este último gesto en nuestros sueños de seminaristas… derramar sobre ella el aceite de nuestra gratitud, de nuestro recuerdo, de nuestro amor, y dejarla aquí… en testimonio de gratitud al Altísimo, por manos de santa María de Guadalupe y en recuerdo del fundador de este seminario, siervo de Dios, señor cura don  Cristóbal Magallanes

Vive Dios, que no quisiéramos dejar este lugar; que bien desearíamos que aquí, en este lugar santo, se acabaran nuestras vidas, para cantar por los días que nos quedan, nuestra gratitud, nuestro recuerdo y nuestro amor. Bien quisiéramos que los que de aquí a cincuenta años van a venir a celebrar el Centenario de la consagración de este lugar, donde se abrieron los cielos y esplendió la misericordia divina, escucharan el eco de nuestro reconocimiento y junto con ellos y por siempre a la vista de esta piedra, se alabara la misericordia del Señor, obrada en nosotros.

Que esta piedra fuera por siempre como el ara del altar donde se está ofreciendo cada día el sacrificio de expiación, de adoración, de súplica y de gratitud.

Sabemos, con todo, y esto nos alentará al momento de regresar, que sí, que esta piedra es como un altar, porque ella nos está recordando el sacrificio de un hombre que se ofreció en holocausto de paz por los mexicanos desunidos… Una víctima, un sacrificio, la sangre derramada en holocausto y esta piedra clavada aquí como un ara…

Sabemos que el mérito de ese sacrificio en que se inmoló el señor cura Magallanes, será eterno. Que él, desde el cielo, ha dejado para siempre la huella de sus virtudes, de su generosidad y de su amor… Esta piedra y este Seminario nos lo van a recordar.

Así, señores, sólo nos falta abrir el corazón y dejar por último y para siempre sobre esta piedra, el bálsamo perfumado de nuestra gratitud al Señor; el recuerdo sincero al nombre del señor cura Magallanes; y la promesa de un amor que no morirá hoy, que no morirá mañana, sino que por los días de nuestra existencia, nos ha marcado como testigos del prodigio que presenciamos aquí.

Bendita piedra. Tú eres como la piedra de la Resurrección; tú también vas a quedar aquí para dar testimonio de vida, de esa vida que no desfallece, de esa vida que no muere, de esa vida que no se corrompe en un sepulcro… porque es la vida de la gracia, es la vida de Cristo; vida que brota en simiente maravillosa de los nuevos cristos que empiezan a configurarse en este Seminario.

Bendita piedra. Tú eres también como la piedra de la Iglesia, como la roca que se estremece nada más, al embate del viento y de las tempestades… Un hombre murió, pero su obra resplandece, y cuenta ya media centuria en el tiempo y en su fruto, más de un centenar de sacerdotes y muchos excelentísimos prelados que de aquí o por aquí, pasaron antes de llegar a la cumbre de su dignidad… Buen cimiento, piedra firme, roca inconmovible, construcción eterna cuya cúspide penetra en las nubes y llega hasta el cielo.

Piedra bendita: tú has sido llena de gracia entre todas las piedras. Bendita piedra que alcanzaste y cumples una vocación divina. Yo quisiera ser tú… pero tú desde ahora eres yo… Piedra sacada de la nada, para vivir aquí, para quedar aquí, para permanecer aquí por siempre, en testimonio de nuestra gratitud, de nuestro recuerdo y de nuestro amor.



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