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Impresiones

 

Jesús Padilla Cuevas

 

 

Un haz de estampas, pasadas a letras de molde hace sesenta años y rescatadas del baúl de los recuerdos para las páginas de este Boletín, nos hace llegar quien fuera su director hace cuatro décadas. En ellas, quien también tuvo a su cargo la dirección de la revista Apóstol, hace un atadillo de recuerdos nostálgicos, merced a los cuáles podemos ahora reconstruir un contexto literario que dio variados y ricos frutos, el más refinado de los cuales fue El Romancero de la Vía Dolorosa, de Fr’Asinello

 

Composición de lugar. Atardecer en Madrid

 

¿Qué importa la Cibeles con sus leones melenudos? Me llenan de tedio y nostalgia la fastuosa calle de Alcalá, la Gran Vía, el Paseo de la Castellana y la calle de Carretas.

            En medio de millares de madrileños, me siento más solo que en las campiranas soledades del pueblo, donde hilvanaba diálogo con las estrellas de la tarde, las viejas peñas del camino o los robledales cenizos de cuaresma.

            Por la estrecha y quebradiza calle de las Infantas, camino enfadado contra sociólogos, economistas y otros bichos y, entre el ir y venir displicente de mis pasos, vienen a mi memoria aquellos versos del bardo jalisciense: La mañana es larga, triste, fría / ni a la espalda, ni hacia el frente, ni a los flancos de la vía / se han asomado ni una fronda ni un paisaje / de los muchos azulísimos que traje de la costa mía.

Con el fardo de estos pensamientos subí la calle de Churruca hasta llegar a mi residencia de la calle de Larra. Ahí, clavado en la ventana que mira hacia los cielos de mi patria, sintonicé la onda del recuerdo y se calmó mi espíritu. ¡Oh, los recuerdos…! Dice el gran chaparro Napoleón que “una cabeza sin recuerdos es una fortaleza sin guarnición”. Bien dicho. Tal vez mi alma ya hubiera capitulado en la villa del Oso y del Madroño si no rumiara de tarde en tarde el sabor de los recuerdos.

Y se me vinieron en  torrente los recuerdos de los cañaverales de Ejutla, los pinares de Tapalpa, las jacarandas cuaresmeñas de Guadalajara y las canciones de antaño: “Qué lejos estoy del suelo donde he nacido…”  Y así, los codos en el alféizar de mi ventana, los ojos en la azul lejanía y el pensamiento vivo de la “suave patria vencedora de chía” mi corazón se fue suavizando en la añoranza del atardecer.

 

El Casino

 

Estos días volanderos que están asentando el acta de defunción de mi carrera en el seminario, tamborilean en mi mente los compases nostálgicos del cantar pampero: “Adiós, muchachos, compañeros de mi vida / barra querida, de aquellos tiempos; / me toca ahora a mí emprender la retirada, / debo alejarme de mi buena muchachada”.

            Y es cierto, un día con otro vendrá un automóvil y mis maletas y yo partiremos por las amplias calles de Guadalajara hasta una remota parroquia. ¿Cuál será?

Muy pronto el destino –que viene del arzobispado- me arrancará de estos rincones y me pondré en las manos de un párroco, y en mis manos pondrá un rebaño. Mas ¿para qué rumiar con anticipación los manjares del mañana?

Por ahora recuerdo, mejor dicho, no recuerdo dónde leí que los viejos desahuciados, los incurables y todos cuantos van, con paso lento pero seguro, camino de la huesa, viven y saborean más la vida que los niños y jóvenes sanos y robustos.

Eso es falso, podrá refunfuñar alguno. Por lo menos es una paradoja que no entiendo.

Escojo lo segundo. La paradoja, como define Chesterton el maestro de las paradojas, “es la verdad puesta de cabeza para llamar la atención”.

Y no cabe duda, la sensibilidad de un viejo, de un galeote, de un sentenciado a muerte se afila tanto que es capaz de percibir detalles y pormenores que una persona sana y joven deja colar en el harnero valorizador de los hechos cotidianos.

Es así como un anciano padre, que ya barrunta el ocaso de sus horas, repasa con fruición y nostalgia los rincones de su hogar, los viales de su huerto, sus arbolitos preferidos, remira el cielo y las estrellas tras el marco amigo de su ventana. Así va paladeando en su amarga dulzura los sorbos postreros de su existencia. Pesa el valor de cada tarde con su crepúsculo encarnado y observa el monorrítmico vaivén del reloj señorial que rimó las horas serenas de su juventud.

Es este el sentimiento que se le ha entrado en el alma al tal Kelémacro en estos días espléndidos de mayo en que presiente el adiós a esta casona que le abrigó su aliento durante ocho años a la sombra de sus viejos olivos.

Con el hilo de la fantasía y la rueca del recuerdo, como deseaba don Luis G. Urbina, quisiera tejer en los telares de la añoranza el rico gobelino de la vida seminariega que va remando por la ría de los años hasta que su quilla besa el mar océano del sacerdocio. De esta pauta surtida y rica, no sé si entonar la formación y el espíritu sacerdotal, o rasguear el guapango bullidor de las fiestas, paseos y vacaciones serranas en Tapalpa.

Mas no es prudente soltar la pluma a la birlonga, cual se suelta la fantasía al tañer de la campanita teologal bajo los abanicos de las palmeras.

Por eso voy a enhebrar esta charla divagando sobre la vida y milagros de aquel aposento de las alturas. ¡Cómo quisiera, en salerosas páginas, pergeñar el historial que encierran los muros de este cuartucho que fue refugio de amigos y contertulios desde 1947, en que la redacción de Apóstol fijó su domicilio canónico!

Estirando lo más posible la memoria, el patrimonio, digo mal, el tilichero de Apóstol llevaba una vida nómada o de pariente arrimado.

Fue primero la habitación del padre Luis Medina Ascencio, quien con paciencia histórica nos dio alojamiento: revistas viejas, fotografías, clichés montados en madera, revistas de canje, una veterana máquina de escribir y algunos trabajos más.

En 1945 pasó a la habitación del padre Pilar Quezada, quien ya tenía su espacio repleto de victrolas, televisiones viejas y otros aparatos que él componía. Aunque usted no lo crea, nos aguantó dos años, hasta que la generosidad del señor rector don José Salazar nos asignó un cuartucho en la azotea del teologado en la vieja casona de San Martín, que mira a la calle de Belisario Domínguez. Recibió oficialmente el legado Francisco Raúl Villalobos Padilla, para uso exclusivo de la revista Apóstol.

Allá fueron a descansar los pocos y achacosos utensilios que poseía la revista, recibiendo el espacio un título excesivo para su menaje: “oficinas de Apóstol”. El patrimonio fue engrosado con una mesita, dos sillas, una victrola y una olla azul en que se elaboraba rico tepache.

 

Misión reporteril

 

Anterior a este dato histórico fue ocurrencia del muy estimado padre rector don José Salazar López que yo dedicara algo de mi tiempo a investigar anécdotas y curiosidades del Seminario antiguo.

Fue así como inicié mis giras dominicales por curatos y capellanías a fin de trabar conversación con sacerdotes ancianos, viejecitos simpáticos repletos de recuerdos.

En esa encomienda me narraron la historia de don Juan González, el Dómine, las travesuras del padre Luis Sánchez, su violín y su changa, hasta que murió en Zacatecas.

Un primer fruto de esas pesquisas fue la publicación de El Dómine en Apóstol de 1946. Recibí felicitaciones de los padres Medina Ascencio y Salvador Quezada, y el alumnado lo recibió con regocijo. Mas lo que no me esperaba fue que por la noche el padre José Salazar me mandó cinco pesos como regalo o estímulo para mi encomienda.

 

Reflectir para sacar provecho

 

Para el señor rector fue un hecho sin importancia alguna. No así para el historial de este jonuco, que al andar de los tiempos recibió varios nombres del mismo padre Salazar, a veces le decía “el casino”, “el refugio de pecadores”, “el garito”, “el antro”… ¿Por qué sería?

Al poco tiempo Villalobos me dio el espaldarazo entregándome las llaves; es, decía, un clavo achatado, obra maestra de don Federico Villaseñor, que abría todos los candados.

Y volviendo a los cinco pesos, los primeros que gané como reportero, tuve que reflectir y usar discernimiento para darles un noble destino.

En las tortuosas callejuelas de San Juan de Dios, entre vendimias, cazuelas, huaraches, alfarería, fritangas y más, atisbé un viejecillo ofreciendo unas mini parrillas eléctricas: “Pásele marchantita, mire qué maravilla, no hace humo, no necesita cerillos ni ocote. Aquí está para la tisana del enfermo, alimento del niño o el café del atardecer lluvioso”.

Esta frase me llegó al corazón: ¡oh, sí, el café! Y cargué con el nuevo inquilino del Garito que, entre viejos papeles, esperaba impasible el día, digo la noche, en que actuaba como protagonista.

 

Veamos cómo

 

Con discreta frecuencia confeccionábamos una canela, un té británico o el mítico café, que era más para saborear la aventura de las horas prohibidas, o un aromático tepache. Como aquel que se le brindó a Nacho Salas (de Sinaloa) y salió borrachín dando tumbos. Como el buen Noé, no sabía que embriagaba.

 

Oficina de Apóstol

 

A pesar de sus varios nombres, de hecho y de derecho ahí funcionaban las oficinas de la revista del Seminario. Allí se planeaba, se pedían las colaboraciones, se decidía el diseño, en cuasi sesión o tertulia, con Paco Villalobos, aunque nominalmente aparecía como director el padre Rafael Vázquez Corona. Integraban el elenco J. Guadalupe Vázquez, J. Trinidad Sepúlveda, Rafael Muñoz, José Rosario Ramírez y Jesús Padilla.

La vida del Casino se deslizaba entre bromas y seriedad, entre trabajo y juerga. Exteriormente éramos gente non sancta, pero con la vanagloria de palpar que nuestra obra era bien vista por superiores y alumnos.

 

Las visitas

 

Aunque el cuartucho era oficialmente la oficina de Apóstol, en realidad era como la casa del poeta: “Casa del corazón vasta y sombría / que he visto en el transcurso de los años / llena a veces de huéspedes extraños / y otras veces, las más, casi vacía”.

            Huéspedes ilustres como aquel trío venido de la “andariega Montezuma”, Francisco Jiménez (el Talayote), Archibaldo Orozco y Miguel Tejeda Cuéllar. O como el aristócrata y fino Albino Mendoza, que ya tenía escuela y seguidores en el arte pictórico, que dizque al pastel, al aguazo y hasta al carboncillo.

En gratitud a nuestro mecenazgo regaló cuadros. Pero la obra maestra del maestro Albino fue “La Madona del Puro” o “Bambino con pipa”. No recuerdo el título. Nunca ni en el Prado, el Louvre o los Uffizi vi algo parecido.

Asiduo visitante era también el ilustre historiógrafo, polígrafo y escrutador de vidas ajenas don Luis M. Méndez, poniéndonos al día sobre el último lloro de Alfonso Reyes o de los Méndez Plancarte, así como de futuros cambios de párrocos.

De vez en vez nos regocijaba la visita del tenor Javier García enfundado en un abrigote remachado con fina bufanda mientras se lamentaba del mal tiempo que estropeaba su voz. Antonio Amezcua era cliente de mañana y tarde, especialmente en tertulias y festejos. Benjamín Sánchez Espinoza (Michelín) gustaba arrinconarse a degustar un libro y un cigarrillo. Claro, era él, más que visita, consejero, asesor e insigne colaborador del “Pliego de poesía”. De hecho de aquí salió a luz por vez primera el Romancero de la Vía Dolorosa.

-Mira, Garza, lo que  te traje, y me hacía cocos con los originales. Los tomé, leí buena parte y ya no se los regresé.

-Mira que me falta pulirlos.

- Ya los podrás pulir en la segunda edición.

Y los mandé a los talleres gráficos de don Jesús Vera.

Un rincón estaba reservado para José Rosario Ramírez, nuestro excelente administrador y caricaturista. De su escritorio salían carteles, programas, diseños de Navidad, días del Seminario, etcétera.

El padre Carlos Villaseñor (diócesis de Huejutla) quizá recordará la despedida que se le brindó especialmente en el Garito.

Pero teníamos días solitarios y fecundos en que Kelémaco garateaba las “Claraboyas”, Roberto Bravo Villareal, el estimado Paquín,llenaba los “Perfiles de Guadalajara”, se correteaba a los colaboradores; en una palabra, se engendraba el Apóstol.

 

Vecinos

 

Vecinos honorables eran los operarios de la oficina de Misiones, bajo la regencia de don Ildefonso Águila Zepeda, organizador eficiente, dinámico y ejemplar.

En un cajón de desperdicios descubrí una piara de cochinitos de alcancía que, por lo visto, ya habían cumplido su misión y ya iban con destino a la basura. Y me dije: pobres marranitos, los voy a adoptar, a pesar de no entrever para qué me podrían servir. Y fueron huéspedes del Garito. Y mire usted, con el andar del tiempo se descubrió que arrojándolos con fuerza al suelo, tronaban como cohete o como balazo.

También teníamos una vieja victrola y fuimos engrosando la discoteca con polkas, valses, canciones populares… pero el trabajo de marras giraba y giraba en las horas hábiles.

Cuando la acatarrada maquinita lanzaba las notas del “Club Verde”, retoñaba el hombre viejo, y, a falta de pistola, disparaba tres marranos al piso y a veces algunos más cuando subía la marea. A tal grado que el padre rector, que habitaba en el piso bajo, salió sorprendido:

-Paquín Padilla, ¿qué pasó allá arriba? ¿Hubo terremoto?

-No padre, aquí no, nada.

-Ah, sapos, serían los ratones…

Algunas veces, lo digo con sentido arrepentimiento, corrí a cierto visitante non grato con dos o tres marranazos sobre sus espaldas. Mire usted para qué sirvieron los cochinitos misioneros.

 

Último café

 

Fue aquella célebre noche del 17 de agosto de 1948. Era la última del curso escolar en la casona de San Martín. En la madrugada siguiente saldríamos a las vacaciones de comunidad. Unos a Mazamitla colosal con el padre Salvador Quezada, otros a Tapalpa y otros más por ahí.

Mas la revista Apóstol había salido con bastante retraso, como era lo ordinario. Había que enviar ejemplares a los suscriptores, los canjes, a los grupos del Seminario Menor. Rotular sobres, enfajillar, todo en una noche.

-Oye, Ramiros (Miguel) nos ayudas hoy a…

-Claro que sí

-Y tú, Piarro (Emilio Delgado),  Liberato...

-Seguro, pero ¿habrá café?

-No lo había pensado, pero lo haremos.

Hay que empezar por construir el catafalco. Sí, porque han de saber que el cable de la parrilla era muy corto. Así que, primero la mesita, luego una silla más una caja de madera y, allá en la cumbre la parrilla y la olla bajo el foco. ¿Listo? ¡Arriba!

En los tendejones de enfrente se compró el café y azúcar. En eso suena el toque de últimas oraciones. Treinta o cuarenta minutos. Al regreso de capilla la olla gorgoreaba como una docena de canónigos. Los colaboradores aceleraban el trabajo. Albino Mendoza guardaba sus  Madonas, el Paquín alegraba el cotarro con los últimos cuentos del perico.

Llegaban turistas, observaban el trajín y se marchaban; en los dormitorios arreglaban maletas para la salida a las vacaciones. Entre noctívagos, estos desvelados, no faltó algún soplón que llevó el chisme al padre prefecto don Fernando Romo, mas tampoco el contraespionaje con la noticia: el padre prefecto ya supo de lo que se trama en el Garito, la juerga, el café, el parlamento en horas prohibidas…

¡Sálvese quien pueda! Correteo por la azotea, risotadas, corajes y el antro quedó vacío, digo casi, porque ahí quedó Liberato leyendo revistas.

Cuando el padre prefecto abrió la puerta, encontró el vacío y el silencio, solo se escuchaba el alegre gorgorear de la olla allá en las alturas.

- ¿Qué haces aquí?

- Nada, padre.

- ¿Dónde está el café?

-Yo no sé nada, solo vine a leer.

Pronto la autoridad encontró azúcar y café, mandó a Liberato a dormir y salió con las manos llenas. Por el camino se topó con el cómico Casimiro Hernández y le advirtió a quemarropa:

- Ya no vayas, te digo, ya no vayas; aquí llevo el café, mira.

- Disculpe padre, ¿cuál café?

- No te hagas. Tú venías a la juerga con los de Apóstol.

Y Casimiro se quedó atónito sin entender de qué se trataba.

Era casi la media noche cuando hicimos la finta de ir a dormir, pero, pasado el susto, volvimos al epicentro del sainete. Destrabar el catafalco, tirar el agua, rumiar la derrota y a dormir.

Se sufre, amigos, se sufre. No es fácil confeccionar un café a la media noche sin despertar al padre prefecto, al coadjutor y a sus ediles y sin que los gorrones olfateen el rico aroma del café y sin un equipo de cocina adecuando.

Cuando hube de partir a tierras nayaritas, heredé la parrilla y la olla a un colega del “Refugio de Pecadores”, de algo les puede servir.

He tejido al desgaire, mis buenos amigos, una estampa del recuerdo “clavado en la ventana que mira hacia los cielos de mi patria”.

En los telares de la añoranza, en este atardecer madrileño, he soltado amarras al recuerdo.

 



Alfredo R. Plasencia, El libro de Dios.

Enrique González Martínez, Casa con dos puertas.

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