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Escenas de catacumbas
Anónimo
Con un afán más narrativo que histórico, hilvanando diversos hechos cuyo hilo conductor es la crueldad sufrida por infantes o adolescentes mexicanos por ser católicos, el presente testimonio exhibe un tópico más de la persecución religiosa en México en 1927 y el eco que de ella hicieron textos como el que aquí se resalta.[1]
Escenas de catacumbas
Nada tan imponente en los anales del cristianismo, como la celebración de los misterios en aquellos sombríos subterráneos, en los que la Iglesia militante hermanaba con los cánticos de la salmodia los himno» de triunfo de los que allí descansaban en sepulturas, y eran el ornamento de la Iglesia triunfante. Los umbrales desiertos de estos templos funerarios han vuelto los católicos mejicanos a traspasarlos. Y a la comitiva de jóvenes y doncellas que lucen guirnaldas de lirios entreverados con espinas punzantes; de varones y ancianos que se afianzan en las palmas arrebatadas en los combates por Cristo Rey; de ministros del Santuario que han teñido las blancas estolas de su vida sacerdotal con la púrpura de su sangre: van delante, palmoteando por el entusiasmo de sus victorias, niños tiernos que cubren el camino de jazmines de inocencia con pasionarias y rosas enrojecidas con su sangre, poblando los aires de cánticos parecidos a los de aquellos niños hebreos que recibieron en triunfo a Jesucristo: ¡Hosanna al Hijo de David!
El ministerio de ángeles
Huérfana y solitaria quedaba una de las iglesias de Méjico, al ver arrebatar de sus altares los ministros del culto. Penetraron los católicos en el templo, sobrecogidos por el temor de presenciar esparcidas por el suelo las hostias consagradas, y, como tantas veces ha sucedido, conculcadas por las pezuñas de aquellas fieras. Allí estaba el Señor en el sagrario, despojado de sus ministros, solitario, recibiendo tan sólo los lánguidos resplandores de la lámpara... Ningún sitio más seguro creyeron para guardarlo que sus mismos corazones. Un caballero virtuoso se dispuso a repartir entre los concurrentes las sagradas formas: alargó la mano a la llave... pero retrocedió, buscando la inocencia de un niño que supliera su indignidad... Allí se hallaba una niñita de pocos años: “Ven, hijita, tú eres un ángel, y sólo las manos de los ángeles merecen tocar a Jesús.”Levantóla en alto mientras el angelito abría la portezuela y sacaba el copón. Pusiéronse todos de rodillas, y los ángeles asomarían sus cabecitas formando nimbo en derredor de la diaconisa diminuta, que les hacía sonreír por el donaire con que reproducía las rúbricas del sacerdote, trayéndoles a la memoria el idilio del acólito san Tarsicio recibiendo de manos del Papa san Esteban el sacramento de los altares, para llevarlo a los cristianos que gemían en las prisiones.
El acolito san Tarsicio
Los lienzos que han inmortalizado a este mártir angelical lo representan a los pies del Pontífice, abriendo sus blancas manos, como dos azucenas, ante el sacramento de los altares. Sirvióse la santa Iglesia de este niñito para confortar con la sagradaEucaristía a los que estaban gimiendo en lo más hondo de las prisiones. El santo acólito de Roma cuenta hoy con muchedumbre de imitadores en Méjico, los cuales, en alas de su inocencia, llevan sobre sus corazones, en relicarios, las especies consagradas, y cual palomas mensajeras ciérnense sobre las aves de rapiña, y llegan a penetrar en lo profundo de aquellas pavorosas cárceles, y destilar el rocío celestial en los corazones fieles. Una de esas graciosas palomitas con sus manos de nieve administró a su mismo padre la comunión, trocando la lobreguez y tinieblas de la prisión en idilios angélicos y deliquios de gloria, de alegría, de luz...
¡Soy cristiano!
Al resonar el pregón que intimaba por orden de Daciano sacrificar a los dioses, dos niñitos, Santos Justo y Pastor, que se hallaban en la escuela, arrojando las cartillas, fuéronse a la presencia del ministro, y con desenfado infantil le dijeron: “Tus cuchillos no los tememos, Daciano. ¿Sacrificios exiges? Nuestros cuerpecitos ofreceremos a nuestro Dios, único y verdadero. ¡Somos cristianos!...” Un general que cruzaba el pueblo de La Piedad en busca de católicos para prenderlos, tropezó con un niño de diez años, que llevaba, prendido del ojal, un botoncito de la Cruzada Eucarística: -¿Quién eres tú?, le preguntó con ceño el general. - Méndez Gil, para servir a Dios. - ¿Y esa insignia, qué significa? - Es el distintivo de la Cruzada Eucarística -¿Y tú qué eres? Y aquí, echando mano de la gorrita, respondió con mucha gracia: - ¿Yo? Soy católico, apostólico, romano... Entre los jóvenes que apresaron en Parras, estaba un muchachito de quince años. Movióle a compasión a uno de los gendarmes la corta edad; y así, con la excusa de un mensaje, quiso darlo por libre. Mas en el momento que resonaban las descargas y la humareda de pólvora envolvía las víctimas cual una nube de incienso, adelanta hacia el grupo de militares el jovencito con semblante tranquilo y reposado, diciéndoles con firmeza: “Si mis amigos han sucumbido por ser católicos, yo me reconozco tan culpable como ellos: vedme aquí, quiero participar de su suerte...” De la misma suerte participó también otro niño de trece años, que, como soldadito de Cristo Rey, peleaba en Arandas entre las tropas católicas. Ante el asalto de los contrarios replegáronse los católicos; y el bisoñito, sin tiempo para escapar, se vio de súbito rodeado de militares, quienes, admirando el valor de aquel pequeño, comenzaron con halagos a decirle: “Eres un valiente, muchacho: vente con nosotros y te abrirás camino.” Pero el chico, señalando el rosario y la cruz que pendían de su pecho, respondió noblemente a las lisonjas: “Ustedes combaten por un hombre, pero yo combato por mi Dios. ¡Viva Cristo Rey!”. Silbaron las balas al instante, abriendo brecha en aquel pecho valiente para que el alma volase a Cristo… Allí se abrazaría con otro compañerito, Agustín Ríos, de su misma edad quien sufrió las angustias de la muerte, a imitación de Jesucristo, viendo por la carnicería y destrozo de sus amigos que caían envueltos en sudarios de sangre, la inhumana crueldad con que habían de tronchar el lirio fresco y fragante de su vida.
En las garras del lobo
Cayó en manos de los verdugos otro chiquito que andaba distribuyendo hojitas de propaganda religiosa. Pregúntanle de quién las había recibido, pero no logran que conteste, aun amenazándole con azotes si guardaba silencio. Descargan vergazos sobre sus tiernas carnes, que sólo arrancan gemidos de dolor... Esperan con plan diabólico a que su pobre madre, que le buscaba desolada, vaya a ver si está en la cárcel. Llega, en efecto, la infeliz mujer, con alimento para su hijito. Allí, delante de ella, azotan sin piedad al valeroso niño; pero la madre, como la de los mártires Macabeos, lo alienta a cumplir con su deber, repitiéndole entre sollozos: “¡No digas, hijo, no digas!”. Acometidos de rabia los sayones, al verse vencidos por un niño y una mujer, quiebran los bracitos al mártir de diez años, y poco después se dormía en el Señor, para despertar en el cielo entre los cánticos de los ángeles...
El rabel del buen pastor
Los balidos de estas tiernas ovejitas han llegado hasta las cumbres del Vaticano, donde está su Pastor cariñoso, compasivo, que pone bálsamo a sus heridas, y templa la violencia de sus dolores con la melodía de sus palabras, llenas de patéticos acentos, como las tristes notas que se desprenden de la flauta pastoril: “Niños y niñas, dice su Santidad Pío xi, en los primeros albores de la vida dan, hace algunos meses, un espectáculo que se capta la admiración de todos los hombres que tengan luz en la mente y vida en el corazón, y que no menos cautiva la admiración de los ángeles del cielo.” (Consistorio del 20 de diciembre de 1926.) Jesús también les llama cada día desde el sagrario donde se halla escondido tras los velos sacramentales; allí van las ovejitas a descansar en los hombros del Buen Pastor; pero, eso sí, escondiditas y silenciosas, sin que nadie sospeche que, al meterse en los portales de cualquier casa, es para recibir a Jesús en lo más recóndito de las habitaciones particulares, donde sólo se celebra la santa misa sin luces, sin ornamentos sacerdotales, pero sí con muchas lágrimas... Ve tú, querido niño, que te compadeces de tus hermanitos, los mejicanos, a comulgar mañana y cada día, y consuela al pastorcillo que le han arrebatado sus ovejitas; y pídele que ahuyente con su cayado poderoso las fieras salvajes que destrozan su rebaño predilecto. ¿Lo harás ?... ¿Verdad que sí?
[1]Cf. Hojitas, nº 4, 4 pp., 15 por 10 cm., Isart Durán Editores, S.A., Balmes 141, Barcelona (1927). Imprescindible para la lectura y comprensión integral de estas “hojitas” es el estudio Ana María Serna “La calumnia es un arma, la mentira una fe. Revolución y Cristiada: la batalla escrita del espíritu público”, publicada en Cuicuilco, vol. 14, núm. 39, enero-abril, 2007, pp. 151-179, revista de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México. |