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atos autobiográficos de un presbítero del clero de Guadalajara, que murió siendo vicario parroquial de su hijo

 

Antonio Flores Castillón

 

En su ya larga trayectoria, en la Iglesia de Guadalajara han sucedido episodios tan memorables como el que aquí se describe: las circunstancias que permitieron a un varón alcanzar el orden del presbiterado y quedar a las órdenes de un párroco que en la carne era su hijo[1]

 

El señor cura don Rafael Flores Elizalde nació en la ciudad de Guadalajara el día 14 de marzo de 1875. Fueron sus padres el señor licenciado don Antonio Flores Castillón y la señora doña Josefina Elizalde Flores.

A los 10 años de edad ingresó en el Seminario Menor y en el Seminario duró 13 años. En 1898 lo ordenó presbítero el señor obispo don Jacinto López, en el templo de Santa Mónica, cantando su misa en dicho templo, el día 12 de diciembre de ese año.

Su primer destino fue Poncitlán, Jalisco. Pasó luego a Aguascalientes. En 1899 falleció repentinamente su señora madre. Al año siguiente fue destinado a Tonalá, donde permaneció durante 7 años como ministro en la parroquia y capellán en el santuario de El Sagrado Corazón de Jesús. A los tres años de muerta su madre, su progenitor se ordenó presbítero, el 3 de enero de 1904, lo cual fue posible por haber cursado antes de contraer nupcias, los estudios teológicos.

Padre e hijo fueron destinados a las haciendas de La Labor y de San Antonio, en el municipio de Ameca, Jalisco, donde permanecieron hasta 1913, fecha en la cual el señor Flores Elizalde fue nombrado capellán del templo de la Santísima Trinidad, en la ciudad episcopal.

En 1917, el señor arzobispo don Francisco Orozco y Jiménez dio a la capellanía el título de parroquia, nombrando primer párroco al señor Flores Elizalde, y nombrándole a su señor padre como su ministro. Se distinguió por su celo en la cura de almas, realizó obras muy destacadas, como el asilo de María Auxiliadora, para ancianos desamparados, fundado el 15 de agosto de 1919 y del que fue primer director. El señor Cura Rafael permaneció en esa comunidad hasta el año de 1930. En tal fecha se le nombró capellán de coro de la Catedral y confesor de religiosas. Murió el 28 de noviembre de 1944, en la casa número 1004 de la calle de Madero de la capital de Jalisco. Sus parientes y conocidos guardan recuerdos gratos de él como de su señor padre.

 

Antonio Flores Castillón : datos autobiográficos

 

Nací en la ciudad de Compostela, el día 23 de agosto de 1836, hijo legítimo de don Antonio Flores y doña Brígida Castillón. Fui bautizado por el presbítero don Ignacio Dávalos, primo hermano mío. Mi progenitor murió antes de que yo viniera al mundo, así que fui hijo póstumo.

Viví en Compostela hasta la edad de siete años, cuando falleció mi madre, una hermana de la cual, mi tía Juana Castillón viuda de Llanos, mandó recogerme. Éramos tres hijos: dos hermanas y yo, una de ellas casada, vecina de Ixtlán de Buenos Aires, en donde se quedaron mis hermanas al cuidado de mi tía Josefa Castillón. Yo fue llevado a Etzatlán, donde viví unos cinco años.

Mi tía Juana tenía muchos hijos y nietos. Siendo muy cristiana y virtuosa, se empeñó eficazmente en darme una sólida educación religiosa. En lo material, la íbamos pasando, nada más, pues la economía no era boyante. Con anuencia de mi tutora, pasé a la custodia de un hijo suyo, que atendía un comercio. La decisión se tomó, lo supe luego, para evitarme el contacto con obreros y artesanos -tales como zapateros o carniceros-, con los que de tener cercanía, podría menguar en virtud; por otro lado, mi tía se empeñó en inducirme a participar cotidianamente de la Santa Misa y a rezar el rosario, convencida que con esas prácticas fortalecería mi espíritu.

Mostrando inclinación a los estudios y al ministerio sagrado, mi prima, la señorita Guadalupe Llanos, le habló de mí al señor canónigo don Juan Nepomuceno Camacho y Guzmán,[2] quien algunas veces, en las vacaciones de verano, me conoció. Otro tanto pasó con mi sobrino Juan N. Gómez Llanos. El señor Camacho supo de una tía y madrina domiciliada en Guadalajara, doña Manuela Flores, viuda de García de la Cadena, hermana del señor canónigo don Narciso Flores. Le habló de mí y ella asumió mi tutela, trayéndome a esta capital.

Aquí, me inscribió en la escuela municipal de don Ambrosio Aguayo, de dureza proverbial. En la preparación de unos exámenes me propinó una paliza que movió a mi madrina a cambiarme de plantel. Pasé a la escuela de don José Barbier, auspiciada por el señor obispo don Diego Aranda y Carpinteiro como Escuela Apostólica. Aventajé en ella tanto como para tener los créditos indispensables para ingresar al Seminario.

La familia de la madrina tenía parentesco con los señores presbíteros Espinosa y Dávalos, uno de los cuáles, el señor canónigo don Francisco era a la sazón rector del Conciliar. Supo de mí y me tendió la mano. Comencé los estudios de gramática latina bajo la dirección del señor presbítero don Manuel Escobedo. Lo sustituyó el doctor don Agustín de la Rosa, pasando el señor Escobedo a ocupar la cátedra de menores y la de mínimos el señor don Rafael S. Camacho, con el cual quedé inscrito. Cuando pasé a menores, tuve de nuevo al señor Escobedo como maestro, hasta los estudios de física. En medianos me examinó Flores Castillón, al lado de mi condiscípulos Adolfo y Alfonso Torres y Francisco Chacón, pero no obstante el habernos aprobado, nos retuvo el pase a mayores porque quería que estuviéramos con él en el curso de artes.

En latinidad obtuve buenas calificaciones, pero ya en filosofía, el recargo de tantas materias bajaron mis puntos. Cursando la cátedra de moral padecí una enfermedad que me tuvo postrado un mes entero. Ya no pude ponerme al corriente con las materias señaladas por el señor Escobedo. Moral: religión y protestantismo, en los textos de Jaime Balmes, una parte de matemáticas y otra de francés. Deseaba yo bajar al curso de lógica, a cargo del doctor don Rafael S. Camacho, pero gozaba yo de la recomendación de don Francisco Espinosa, quiso el señor Escobedo que antes me entrevistara con él para conocer su opinión, más cuando le dije que él decidiera por mí, me examiné no obstante las lagunas acumuladas, y pasé al curso de física.

Terminé la filosofía alcanzando la calificación de tres, motivo por el cual decliné estudiar leyes, pese a lo cual, el señor Camacho me dijo que podría estudiarlas dentro del mismo Seminario, como sucedió, impartiéndome la cátedra de derecho canónico el doctor Juan N. Camarena y derecho civil el señor Agustín Rivera. Ya en estas cátedras obtuve mejores notas.

 

La guerra de los Tres Años

 

En el año lectivo de 1857-58, reabrió sus puertas la Universidad. En su claustro alcancé el título de bachiller en filosofía y cánones, estudiando práctica. Pero vino la revolución y desempeñándome como empleado de la Tercera Sala del Supremo Tribunal de Justicia, se entronizaron los liberales, los cuales dispusieron el destierro de todos los oficiales, pena que logré evadir pagando una fianza.

Como se me tildado de partidario del bando conservador, no quise seguir estudiando leyes con los liberales, yéndome de dependiente meritorio a algunas tiendas de abarrotes. Pasado algún tiempo, en una me pagaron ocho pesos mensuales. Algunas veces salía fuera, como en el año de 1887, cuando la explosión del Palacio, pero antes estuve en Etzatlán, donde mi primo Manuel Llanos era autoridad y comandante militar, teniendo el mando entre ochenta y cien milicianos.

Como los vecinos de Ahualulco eran -y son- liberalones, siempre trataban de mortificar a los de Etzatlán, tachados de mochos conservadores. Yo acompañaba a mi primo. A éste lo invitaban los de Ahualulco para que se pusiera a sus órdenes, pero como se negó, pidieron auxilio a la capital para atacar a Etzatlán, como pasó: fueron más de mil hombres, entre infantería, caballería, con alguna que otra pieza de artillería. Contaban los de Ahualulco con la plebe de Tequila, Tala, Ameca y una fuerza de la acordada de Amatitán.

Un domingo, estando la mayoría de la gente en la misa mayor, los liberales dispusieron a tomar Etzatlán. Yo logró salirme de la iglesia y llegar a mi casa. El contingente del comandante Manuel Llanos se dividió: una parte se fue al cerro; otra, con algunos patriotas, ocuparon la torre del templo parroquial; algunos se quedaron al cuidado de la cárcel, pocos más en la azotea de la casa de las Camacho y cosa de seis u ocho se quedaron con Llanos resguardando la casa del licenciado don Domingo Argüello y ofreciendo resistencia desde la azotea de la vivienda. El sitio duró tres días, al cabo de los cuáles los enemigos comenzaron a incendiar y a robar a los pacíficos. A los nuestros se les acabó el parque; algunos se rindieron, otros huyeron o se escondieron; los defensores de la torre fueron asesinados. A Llanos, Argüello y al suscrito, con otro sobrino, nos llevaron presos a Ahualulco, amarrados. Nos amagaban intimidándonos con fusilarnos, para lo cuál ponían las bocas de los fusiles en nuestra espalda, a la vez que echaban por la boca injurias e insolencias. Con nosotros y en la misma condición, fueron trasladados el señor cura y su ministro. En el trayecto trataron de matarnos; nos insultaron y despojaron de los sombreros, sarapes y todo lo que representaba algún valor.

Llegaron otros presos a Ahualulco. Algunos del vecindario nos ataron a una gran cuerda, dejándome a mí, el “estudiantito de leyes”, según el dicho del coronel Sánchez Román, en la punta. No faltó uno que compadecido de mi lastimoso estado logró que un trecho del camino lo hiciera en las ancas de un caballo, habilitando como asiento el sarape de mi sobrino, que así se libró del despojo.

Mi reclusión fue de tres días. Se prolongó la de Llanos, Argüello, el señor cura Prieto, fray Julio y el ministro Rivera. Ya libre, me vine a Guadalajara acompañando a una sobrina mía y parienta del señor licenciado don Jesús Camarena, ante el cual imploró su apoyo para la liberación de los presos. El señor Camarena gozaba de la cercanía con don Santos Degollado y gracias a su intervención, se evitó el fusilamiento de los referidos, pero obligándolos a tener el pueblo por cárcel. Sin embargo, sucedió que el general Miguel Miramón atacó a los chinacos, digo a los liberales, que reconcentraron sus fuerzas, incluyendo las que ocupaban Ahualulco, quedando enteramente libres los presos.

 

Una pena sigue a la otra

 

Para continuar mi carrera no contaba yo con recursos. A mi madrina Manuela, el canónigo don Narciso le había dejado bastante caudal, principalmente las rentas de una hacienda, cuyo heredero y albacea, sobrino de ambos, no administraba como lo dispuso el canónigo; no me extraña su proceder, cuando a mí mismo no me pagó un pequeño legado que se me asignó. Pero así es como hacen carrera los estudiantes pobres. Añádanse a mis privaciones, algún mal trato de mi madrina, dura de genio, así como de una prima. Ambas descansen en paz.

En 1863 me vi precisado a trasladarme a Tepic, para presionar al referido albacea y obligarlo a derivar una parte de los caudales que retenía, bajo el ardid de encontrarse interrumpida la comunicación entre ambas ciudades. Esa breve temporada que pasé en Tepic y en Compostela, de junio de ese año a enero del siguiente, tuve no pocas distracciones entre esas gentes tan alegres, pero también algunos sustos, pues siendo primo de Fernando García de la Cadena, jefe general de las fuerzas de Manuel Lozada, se me habilitó para que diera auxilio en Ahualulco a don Carlos Rivas, amenazado por las fuerzas de Julio García, cabecilla temerario y algo rapaz. Él y su gente se acercaron a Ahualulco, robando las haciendas inmediatas. Con el botín a cuestas, tomaron la hacienda de san Sebastián, al norte de Etzatlán. En ese lugar acampó días y más días don Carlos Rivas, sin resolverse atacar a Ahualulco, considerando la falta de disciplina de su contingente. Esa demora la aprovecharon los de Ahualulco para pedir refuerzos de Guadalajara, ocupada por los liberales, quienes enviaron un gran refuerzo, al mando de un general Ortíz, el cual, habiendo inspeccionando el sitio que ocupaban Rivas y sus fuerzas, tuvo como cosa fácil atacarlos y alejarlos, decisión que comprendió Rivas, el cual pidió a Lozada refuerzos; hacerlo requirió dotar a García de la Cadena de algunos temerarios más. En efecto llegó éste y habló con Rivas, y sin más le dejó la poca fuerza y se situó en la hacienda de la Estancia de los Ayones, porque sabía que al siguiente día iba a ser atacado. Yo acompañaba a García de la Cadena como especie de asistente, pues había quedado baldado de un pie en la explosión del Palacio, y desconfiaba de la lealtad de sus ayudantes, como sucedió a la hora del combate, dejándolo a su suerte, salvo la honrosa excepción de uno de ellos y la del que esto escribe.

Comenzó el ataque a las diez de la mañana. Advierto que don Carlos Rivas llevaba siete cargas de parque para la infantería, pero sólo una parada de fulminantes o cápsulas para cada soldado, así es que cuando comenzó el ataque para repeler a Ortiz por el frente, con la artillería y la caballería, advertí que éste jefe llevaba infantes de la grupa, los cuáles flanqueaban por el lado derecho, lo cual le hice saber a García de la Cadena, quien había dispuesto que la caballería de los defensores atacaran a los liberales por los flancos luego que acometieran por el frente. El comandante de la Caballería de Compostela, que iba a atacar por la izquierda, me invitó a acompañarlo. Accedí, pero en el ínter me topé con mi primo García de la Cadena, quien sin más me ordenó que lo siguiera. Comenzó arengando a los soldados; éstos le decían que ya no tenían cápsulas, y él replicó que el ataque sería cuerpo a cuerpo, con la bayonetas calada. El resultado fue que la tropa se desalentó y desertaron todos, quedando solo tres en pie al lado de García de la Cadena: su asistente, un ayudante y el que esto escribe, que pasamos a ocupar un promontorio. Cuando llegamos a la cumbre, ya estaba el enemigo en el campamento lanzando alaridos y tirando balazos. Recuerdo sus imprecaciones: “Ese del caballo tordillo y chaqueta de cuero era el mocho García de la Cadena”. Como no había con quién resistir, tomamos por una serranía el camino para Ixtlán. Al anochecer llegamos a unos ranchos que anteceden esa población, íbamos sin más alimento en los intestinos que un chocolate tomado por la mañana casi puro. Estando en un tendejón, nos dieron una pequeña tajada de un queso chico, con panocha, y dormitamos muy cansados. Al día siguiente nos alcanzó Julio García, con algo de tropa. Había matado una res, así que fuimos por nuestra ración: un tasajo de carne que asamos y nos comimos. En eso estábamos, cuando llegó don Carlos Rivas con ayudantes y el asistente, bien provisto de queso, cajeta y otras viandas, de las que dimos cuenta; se habían reagrupado todos los ayudantes, que aparecieron de no sé dónde. Después de refaccionar el cuerpo, emprendimos el camino y llegamos a Ahuacatlán, yéndonos casi al momento a Compostela, pero evitando el camino real, esto es, de Mazatlán a Zapotán de las Jícaras. Allá supimos del triunfo del imperio. Con tal noticia, nos vinimos a Guadalajara. Pude reanudar mi carrera, titulándome en 1866.

            Retrocedo en el tiempo. Durante mi estancia en el Seminario, murió mi tío, el señor cura don Ramón Castillón. Fueron llamados como herederos suyos todos sus hermanos. Yo, con mis hermanas, en representación de mi madre. A mí me correspondieron doscientos y tantos pesos. Con eso tuvo, como luego dicen, para echarme un remiendo, que mucho lo necesitaba. Algo debí darle a mis primas y tía por la asistencia que me dieron.

También obtuve dos capellanías fundadas por mis tíos don Victoriano y don Mateo Castillón, de dos mil pesos cada una. Me asignaron los réditos de una, correspondiéndome 75 pesos anuales, que destiné para adquirir libros y para apoyo de la familia que me asistía.

 

Litigante y empleado en la judicatura

 

Por fin, como dije, me recibí de abogado, pero al año siguiente cayó el Imperio. Apenas comenzaba a mantenerme con una poca clientela de que me iba haciendo. Se me dificultaba la expedición del título, pero el licenciado don Alfonso Jones, amigo y condiscípulo, que era secretario del señor Gobernador don Antonio Gómez Cuervo, intervino a mi favor y se me expidió el documento. Comencé a suplir al Juez 3º de lo civil, que era don Leonardo Angulo. Pasó el tiempo y suplí en el Juzgado 3º de lo criminal al licenciado don José María Ortiz. Cuando la elección de Gobernador, en el año 1870, después de que tumbaron a Gómez Cuervo, suplí al Juez 1º de lo criminal, licenciado don Albino Uribe, que tuvo miedo de procesar a los puñaleros. Al exponente le tocó sortear varias peripecias. Procesé a uno de éstos, el Güero Paz Coronel, subalterno y muy amigo de Simón Gutiérrez, acusado por el licenciado don Francisco O´Reylli de plagiario y abusos en las elecciones; hice otro tanto con el capitán Blanco, ingeniero militar. Se le fue complicando la vida con estos procesos al intendente de la penitenciaría, que entonces era don Juan Magallanes. Serví en tal encomienda unos tres meses, pero cansado de tantas fatigas y sin nada de sueldo, renuncié.

Despaché también el Juzgado 1º de lo Civil y el 2º del mismo ramo en varias épocas sin dejar mi clientela. Así seguí y en la época del Gobernador don Jesús Leandro Camarena me nombraron Juez 1º de Letras de Lagos. No quería aceptar, por no poder educar a mi familia convenientemente. Esto fue el año de 1887, pero el señor licenciado don Cosme Torres se empeñó en inducirme a decirle sí al empleo, y acepté.

A propósito de mi familia, el año de 1868 me casé con la señorita Josefa Elizalde en el Oratorio del señor doctor don Rafael S. Camacho, quien pidió a mi esposa y bautizó a alguno de mis hijos, porque éramos amigos y conocidos antiguos, de modo que cuando me fui a Lagos, en el año de 1887, ya tenía tres hijas y dos hijos, la última iba de pecho. Estando de juez en Lagos, se hicieron las elecciones de diputados al Congreso General y resulté electo suplente del licenciado don Leonardo López Portillo, para el 2º Distrito de esta ciudad. Se comunicó el despacho a Lagos. Después, en agosto, me trajeron de nuevo a Lagos para despachar en el Juzgado 3º de lo criminal de esa ciudad.

En septiembre de tal año, me llamó el gobernador, licenciado don Jesús Leandro Camarena y me dijo que tenía que ir a México al Congreso y me quería como asistente suyo. Encontrándome muy agusto en el Juzgado laguense, al lado de mi familia, me resistí. Me parecía mejor ganar aquí sesenta pesos mensuales, al lado de mi familia, que doscientos cincuenta en el Congreso, porque calculaba que descontando los gastos de allá, me saldría lo mismo. Sin embargo, el señor Gobernador instaba con el patriotismo y yo, debatiendo con mi conveniencia, así que le dije que no tenía recursos para trasladarme a México. En el año de 1887, viajar en diligencia a la capital de la república, incluyendo los gastos de camino, ascendía a cincuenta y tantos pesos. Pues bien, la dificultad se me allanó, arguyendo el licenciado don Ignacio Vallarta que se me abonarían los viáticos de ida y vuelta a razón de dos pesos por legua, pero como yo estaba en Lagos, se me abonarían dichos viáticos a partir de esa ciudad, lo cual importaba unos doscientos y tantos pesos.

No teniendo más reparos, me fui a la Ciudad de México, me presenté en el Congreso de la Unión, se aprobó mi credencial e hice la protesta de Ley. El 15 de septiembre se abrió el Congreso y recibimos al presidente don Porfirio Díaz, quien dio cuenta de su administración y demás. Continuamos las sesiones, que eran de las tres a las seis o siete de la tarde cuando más, de ordinario duraban entre dos y tres horas; cada quince días nos pagaban a razón de 125 pesos la quincena, sin descontar el peso que se daba de comisión al encargado de la diputación de policía.

El 15 de diciembre se cerró el Congreso, quedando solo la Comisión permanente. Los que no formábamos parte de ella pasamos con nuestras familias hasta el 1º de mayo. Al exponente no le tocó desempeñar comisión alguna. Tampoco desempeñamos corrección de estilo de ninguna iniciativa de ley. Así duramos hasta el mes de diciembre. En las sesiones del primer período no se trató más asunto que el de aprobar el presupuesto de ingresos y egresos. El periodo del 15 de septiembre al 15 de diciembre se caracterizó también por este vacío de iniciativas y deliberaciones.

                Dejé de ser diputado y me nombraron Juez en el partido judicial con sede en La Barca, donde luego de una temporada pasé con el mismo oficio a Sayula, en diciembre de 1888, donde despaché hasta finales de 1890, fecha en la que fue nombrado Juez de Distrito del Estado, empleo que retuve casi cuatro años, junto con el nombramiento de Asesor de Guerra. Era presidente de la República el general Manuel González, que dejó el mando casi a fuerza de bayonetas. Era fama que toleró el pillaje y la sustracción de fondos del erario, de modo que comenzó a faltar la paga para los soldados y los empleados federales, lo cual me consta, porque a mí se me privó de nueve meses y pico de salario, algo así como dos mil pesos, a razón de 208 cada mes, más la compensación de 12 por gastos de oficio. En el desempeño de mi encargo tuve graves dificultades, unas con el Gobierno, otras con los militares; pero me encomendaba a la Santísima Virgen y salí bien, gracias a Dios.

Como no fui consecuente con los caprichos del Gobierno, sino apegado a la Ley y a la conciencia, ya no me quisieron emplear, endilgándome que era yo “vallartista”, “riestrista” y otros calificativos; me vino una temporada de graves dificultades pecuniarias, pero la Providencia me protegió, porque nunca nos faltó lo indispensable, empero, tiempo hubo en que debí ocuparme como auxiliar del secretario de Ayuntamiento, Tesorero Municipal y hasta encargado del Registro Civil en Amatitán. De todos esos empleos, con inmenso trabajo, obtenía poco más de sesenta pesos mensuales, y eso gracias al favor de mi compadre, don Aurelio López, terrateniente en esa municipalidad, quien llegó incluso a proponerme dinero para abrir un comercio; pero nunca me resolví a aceptar ese giro, por no considerarme con ánimo para atenderlo; él insistía que lo confiara a alguno de mis hijos, bajo mi dirección, pero si he de ser sincero, siempre he tenido miedo al dinero ajeno.

 

Se reanuda la incertidumbre

 

Estando, pues, en Amatitán, poco menos de un año, el licenciado don Luis Gutiérrez Moreno me invitó a ocuparme en Aguascalientes como Juez Menor a cambio de 60 pesos mensuales. Decliné la propuesta. Se me propuso entonces que despachara en los Juzgados Menores con un sueldo de 120 pesos. Acepté. Estuve despachando y hasta supliendo, por ministerio de ley, a algún magistrado impedido por causa justa. En eso me ocupé algo más de tres años, hasta que murió mi esposa, el 2 de septiembre de 1899.

Con sesenta y tres años encima, renuncié a la judicatura y me vine a Guadalajara, casi al tiempo de ser nombrado arzobispo de esta arquidiócesis el señor doctor don Jacinto López, a quien escribí felicitándolo y suplicándole que estudiara mi petición para acceder a las órdenes sagradas. Me respondió diciendo que ya vería que hacía con mi solicitud. Ya en Guadalajara, me entrevisté varias veces con él. Sus reparos fueron mi numerosa prole. Por otra parte, su episcopado fue breve, poco menos de un año, ocupando su lugar el señor doctor y licenciado don José de Jesús Ortiz, ante quien reiteré mi solicitud. Me dijo que no veía inconveniente, pero tendría que pensarlo. Al cabo de una semana, solicité una nueva audiencia con él, respondiéndome que aun no se había dado el tiempo para resolver mi causa. A los diez días me mandó llamar y me dijo que pasara al Seminario, pero le insinué que yo prefería recibir las órdenes como religioso franciscano, en Zapopan. El arzobispo aprobó mi deseo. Hablé con el reverendo padre guardián fray Bernardo de la Madre de Dios Anguiano Galván, solicitándole que me admitiera en el convento, sin la asistencia, que ya me la daba una sobrina, hermana del señor cura Juan N. Gómez Llanos, que vivía en Zapopan. Eso fue por poco tiempo, ya que cayó enferma y debí buscar asistencia en una fonda, donde la pasé mal. Fray Bernardo tuvo la gentileza de atender esa parte de mi mínimo decoro, aunque debo decir que la asistencia no era la mejor, sufría, pero me quedaba claro que Nuestro Señor quería probarme, y aguanté con tal de persistir en mi intento.

El 2 de febrero de 1901 ingresé al convento de Zapopan en calidad de pupilo, nada más a clases. En el mes de junio que estuvo por ahí el señor arzobispo Ortiz, y los frailes, por propuesta mía, le pidieron que me ordenara de menores, para que les asistiera durante el mes del Sagrado Corazón. Se me pidió presentar mi solicitud y acudir por la respuesta el sábado siguiente. Fui admitido, pero solo me tonsuró, porque ese día no podía ordenarme de menores, no siendo un día de fiesta litúrgica. Sin embargo pude ya subir al púlpito, guiar el rezo del rosario y hacer alguna lectura, no sin algo de miedo.

Al solicitar que se me ordenara de menores, el señor arzobispo me mandó sinodar con el señor cura don Lorenzo Altamirano. A los tres días me le apersoné. Me había citado a las diez de la mañana y eran las doce y no me soltaba; me despachaba a comer, con la orden de volver. Atormentado por tantas pesquisas, le supliqué que de una vez terminara el sínodo. Accedió, dejándome a las doce y media. Tal y como sucedieron las cosas, se las referí al canónigo don Antonio Gordillo. Me atreví a insinuarle que le preguntara al padre Altamirano si me había aprobado, pero denegó mi sugerencia. El resultado me lo dio la tonsura.

En septiembre solicité las Órdenes Sagradas. Se me mandó amonestar en Lagos, donde estuve de Juez dos veces, y advertí que en ese momento estaba casado. Mientras llegaba la resolución del exhorto, ya como clérigo fui admitido entre el clero del santuario de Guadalupe, a partir de entonces estuve perfectamente bien asistido. Tenía yo relaciones de amistad antigua con la mamá del señor cura don Miguel Medina Gómez, así también con él y con su señor padre.

Fui amonestado en Guadalajara y en Lagos. Pasaron los meses de septiembre, octubre y noviembre y el exhorto de Lagos no llegaba. Escribí al párroco y no me contestó, al notario, y sucedió lo mismo, hasta que me valí de un amigo de allá para que se avocara con el señor cura y le preguntara por qué no venía el exhorto, respondiéndole que no se habían presentado testigos que declarasen sobre la libertad y buenas costumbres. Mi amigo, que lo era don Luis Gómez de Portugal, presentó los testigos, apresurándose las diligencias. Estando todo en regla, fui ordenado de menores con otros más en noviembre de 1901. Entramos a ejercicios espirituales en el Santuario de Guadalupe el 27 de diciembre y al día siguiente fuimos ordenadossubdiáconos.

 

Ministerio sagrado

 

El 1º de enero, día del Dulce Nombre de Jesús canté mi primera misa en el Santuario, siendo mis padrinos los señores canónigos Manuel Escobedo, don J. Guadalupe García y el licenciado don Tomás Andrade, condiscípulo, predicando el señor cura don Miguel Medina Gómez. El mismo día 21 fui nombrado capellán del Hospicio, donde permanecí cerca de tres años. Constantemente padecía catarros y bronquitis por lo frío del establecimiento, y para recuperar la salud tenía que ir a la estancia de Los López, del curato de Amatlán de Cañas, donde vivía una hermana mía y tenía yo muchos parientes. En este lugar les decía misa y les predicaba, así es que me instaban para que fuera de capellán a la referida congregación, lo que no podía aceptar hasta que lo ordenase mi superior. Entonces todos los vecinos acudieron al señor arzobispo por medio de un ocurso, pidiéndome de capellán. El prelado me mandó preguntar si quería ir a dicho lugar. Yo le manifesté que como me había ordenado a título de administración, estaba sujeto a su superior disposición. El aprobó el proyecto, de ese modo fui nombrado primer capellán de aquel lugar; durante mi permanencia en él me empeñé en reedificar la capilla, pero los vecinos no tuvieron constancia para sostener las obras, sólo compuse el altar y compré algunos ornamentos, ciriales, ramilletes de metal, un cáliz (el que había era de metal, y regalé el mío). Conseguí licencia de pila bautismal, porque para ir a la parroquia de Amatlán hay que andar más de tres leguas de mal camino, y en tiempo de aguas eso era muy complicado. Se me expidió título como de vicaría. Al cabo de unos tres años me enfermé de una inflamación de los lomos, a raíz de de haber asistido a una larga confesión a un lugar muy remoto, del que no pude volver a mi habitación, obligándome a pernoctar en un rancho cerca del río de Ameca. Por la madrugada sentí mucho frío y a los pocos días ya no pude ni montar a caballo.

En este lugar no hay médicos, los que se consiguen están en Ixtlán del Río o Buenos Aires, a distancia de más de ocho leguas y cuesta mucho. Esta circunstancia y la de que los vecinos no podían pagar con puntualidad la mesada, me hizo recurrir al señor Arzobispo, quien dispuso que me recogiera con mi hijo, el señor presbítero Rafael Flores Elizalde, a la sazón capellán de la hacienda de San Antonio, y a renglón seguido el señor Gobernador de la Mitra, el doctor don Antonio Gordillo, me nombró capellán de la hacienda de Santa María de las Huertas, propiedad del señor don Manuel M. Romo, dejándome en libertad para residir en ella, en Ameca o en San Antonio, con mi hijo. Acepté estar al lado de mis hijos, aunque eso me exigió trasladarme a Ameca en tren los viernes y a caballo el sábado para arribar a Santa María. En esta hacienda tuve bastante trabajo en el confesionario fuera. Luego de cierto tiempo, pasé con la misma encomienda a la hacienda de La Labor de Solís, de don Juan F. Romero. Me alegró la proximidad con la de San Antonio, hasta podía dirigirme a ella caminando. Digo que me alegré, porque al andar de continuo a caballo comencé a padecer hemorragias por la vejiga y a relajarme.

Estuve contento con el señor Romo y él conmigo, y hasta se sintió por haberme venido. En la hacienda de La Labor duré también algún tiempo, pero con motivo de la hemorragia padecida tenía que venir a Guadalajara a curarme, hasta que me quedé en esta ciudad. En el año de 1912, habiendo sido nombrado el presbítero don Faustino Rosales provisor de la Mitra, me solicitó como secretario. El recién nombrado señor arzobispo don Francisco Orozco y Jiménez aceptó la moción y me expidió el nombramiento. Hasta la fecha, cuando escribo esto, noviembre de 1918, me reconozco muy agradecido por las atenciones del muy ilustre señor Rosales que sin merecerlo, me ha coronado de tantos favores que no hallo con qué pagarle, pero el buen Dios se encargará de hacerlo.



[1] El material que se trascribe fue proporcionado a este Boletín por el maestro Ernesto García Preciado, el cual lo obtuvo de unos allegados a los padres Flores. La redacción de este Boletín ha hecho leves correcciones de estilo al documento, sin alterar su contenido.

[2] Oriundo del Real de San Sebastián, nació en 1797. Alumno del Seminario Conciliar de Señor San José de Guadalajara y de la Real Universidad de Guadalajara, al ser ésta suprimida recibió los grados mayores en Teología en la Universidad de México, en 1831. Fue rector del Seminario, canónigo de la catedral y miembro de la Junta Departamental de Jalisco. Restaurada la Universidad, fue su 14º rector, de 1839 a 1841. Durante gestión se dio un fuerte debate entre la corporación universitaria y el departamento de Jalisco en torno a la conservación o supresión de algunas cátedras de Teología. También, se elaboraron y aprobaron reglamentos de planes de exámenes de las distintas facultades. Murió en 1862.

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