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Carta colectiva que el quinto comité episcopal envía desde Estados Unidos a los sacerdotes y fieles de la República
Fechada el 21 de noviembre de 1928, cuando ya había desaparecido entre los católicos en México el límite entre la resistencia pasiva y la activa, los obispos, exiliados, manifiestan su parecer en torno a los hechos que a esas alturas habían cobrado la vida de centenares de mexicanos, casi todos civiles inermes.[1]
Amados hermanos e hijos en el Señor: Después de un largo silencio guardado en parte por la prudencia que nos aconsejaba no dar pretexto de mayores sufrimientos para vosotros, y en parte también por la esperanza de que pronto terminara esta situación tan penosa, nos hemos resuelto a dirigiros esta carta que esperamos que pueda llegaros, llevándoos el consuelo y aliento que diariamente pedimos a Dios para el clero y el pueblo que nos confiara en mejores días el espíritu Santo. El tiempo de la prueba se prolonga mucho más de lo que hubiéramos creído; adoremos los designios de Dios al pueblo mexicano, recordando aquellas palabras del arcángel san Rafael a Tobías: “Porque eras querido de Dios, era necesario que la tribulación te probara”; y en verdad que no nos queda ningún derecho de quejarnos cuando, culpables e inocentes, pensamos en la pasión del Hijo Santísimo de Dios y en los dolores de su inmaculada Madre. Debemos, pues, alegrarnos santamente en el Señor “por haber sido hallados dignos de sufrir por el nombre de Cristo” para purificación nuestra y gloria del Padre Celestial. Esa gloria dada a Dios y el ejemplo dado al mundo no quedarán sin recompensa. Recordad que Dios os pide no sólo el sufrir con paciencia cristiana las dolorosas privaciones que trae consigo esta situación, sino también el que le probéis vuestro amor resistiendo a las tentaciones que por todas parte os rodean, invitan y casi violentan a perder vuestra religión, vuestra fe, vuestra unión con los legítimos pastores de vuestras almas, con el Papa, vicario de Cristo y con el mismo Cristo. Más aún, Dios os pide amar a los que os causan estos males y pedir por su salvación. En cuanto a las privaciones a que estáis sometidos, debéis ante todo tener por cierto que Dios, que es nuestro Padre, sabe suplirlas, como sin duda lo habéis experimentado, sintiendo en medio de vuestra desolación tales consuelos y gracias que hagan crecer, en vez de disminuir, en lo íntimo del alma vuestro amor a la religión, vuestra adhesión a los prelados y sacerdotes y a la firmeza en las tradiciones católicas de vida y moral cristiana. Tened muy presentes las instrucciones que os hemos dado sobre el bautismo y el matrimonio, sobre la asistencia de los moribundos e instrucción católica de la niñez y, sobre todo, recordad que el amor verdadero a Dios, ese amor soberano que se llama caridad y que nos hace estimar y a amar a Dios sobre todas las cosas y a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios, es como sacramento universal que en la imposibilidad de recibir los sacramentos suple los efectos saludables de éstos. Quien hace un acto de ese amor diciendo de corazón: “Dios mío, yo te amo por ser quien eres, porque me amas, porque me diste a tu Hijo para que muriera por mí”, o algo equivalente, queda bautizado si muere sin poder recibir el bautismo, alcanza el perdón de sus pecados si no puede confesarse, recibe la comunión espiritual y asegura su salvación aunque muera sin sacramentos. No olvidéis, finalmente las devociones tan fructuosas del viacrucis y del rosario, por medio de las cuales alcanzaréis ese amor y creceréis en él. Tratándose de las privaciones acarreadas por la suspensión del culto en los templos, con verdadera pena tenemos que repetir, que no han sido efecto de un capricho de los prelados, como se ha querido hacer creer al pueblo sencillo, sino un deber estricto de conciencia, el de no poder permitir que la Iglesia quedara esclavizada y convertida en una oficina de la administración pública. No es sólo el registro de los sacerdotes encargados de los templos independientemente de la autoridad episcopal, como lo hemos dicho varias veces, sino el tenor de las leyes y el espíritu que las anima encaminados a privar a la Iglesia de toda la libertad de enseñanzas, de predicación y administración de sacramentos, de toda propiedad, más aún, del derecho de vivir, los que hicieron indispensable el paso dado el 30 de julio de 1926. Se trata de derechos que ninguna autoridad humana puede dar y que a la Iglesia toca defender; usó ésta de la única defensa que le quedaba, la de la resistencia pasiva, para no verse convertida, de esposa de Cristo, en sierva de un gobierno sin Dios y sin religión. Nos vemos obligados a repetir estas declaraciones porque se ha llegado a excitar al pueblo a sus sacerdotes a someterse a las leyes. Permaneced, pues, íntimamente unidos a vuestros Pastores y al Papa en esa resistencia pasiva que al mismo tiempo que mira por el honor de la Iglesia, forja el verdadero carácter, base de verdadera libertad y civilización. Por lo que mira a las tentaciones que os cercan y oprimen con la propaganda de sectas protestantes, cismáticas, teosóficas, masónicas, antisociales y aun inmorales, no es posible que Dios os falte con su gracia, si se la pedís para despreciar las ventajas materiales que pudiera reportar. Recordad las severas, pero no menos ciertas palabras de Cristo Nuestro Señor en el Evangelio: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” y en camino de perderla se ponen los católicos que dan su nombre a la masonería y demás sectas condenadas por la Iglesia, y los que se avergüenzan de ser cristianos por no perder su bienestar material. No negamos que habrá casos en que será necesario en que será necesario llegar al heroísmo, pero todo derecho ampara a Dios para pedirnos actos heroicos y Él se encarga de dar las fuerzas que la miserable naturaleza humana, averiada por el pecado, no puede tener. Digno es, en verdad, el Dios en quien creemos, en quien esperamos, a quien amamos con toda el alma, de ser honrado con el heroísmo de quien renuncia a lo temporal y aún a la vida por no ofenderle, y de quien con gozo se deja despojar de sus bienes por no despojarse del Dios que lleva en su corazón. Si es verdadera la doctrina de san Pablo, como tiene que serla, puesto que es inspirada, siendo Cristo el Esposo de la Iglesia, Cristo es posesión y propiedad de ella, como la Iglesia lo es de Cristo. La Iglesia es, pues, la única que puede hacernos conocer a Cristo, esperar en Él y amarlo. Ella la única que puede aplicarnos los méritos de la Redención. El Cristo, por tanto, que predican y ofrecen las sectas todas, separadas de la Iglesia por el cisma o por la herejía, tiene que ser un Cristo mutilado y adulterado, esto es, un remedo de Cristo, pero nunca el Cristo Hijo de Dios vivo dado por el Padre Celestial al hombre para que éste no perezca, sino que tenga la vida eterna, y dado por Dios a la Iglesia como de su exclusiva propiedad. Obligados a respirar la atmósfera cristiana de veinte siglos en que vivimos, suelen los enemigos de la Iglesia decir que Cristo no es monopolio de los católicos, sino herencia de la humanidad; y se engañan, porque Cristo mismo se dio y se entregó en manos de la Iglesia su Esposa para que ésta revelara su nombre a todas las naciones hasta el fin del mundo y para que extendiera su Reino en la tierra como preparación de aquel otro Reino Celestial, que no tendrá fin. No estará fuera de propósito el que digamos alguna palabra sobre la deseada terminación del presente conflicto, la cual todo está, humanamente hablando, en manos de nuestros gobernantes. Si éstos oyeran el clamor de todo el pueblo católico, representados en la petición pendiente de las Cámaras; si oyeran la voz de la justicia y de la razón, que no dependen del número ni de la fuerza, cesaría de una vez para siempre todo conflicto, la Iglesia no tendría que mezclarse en lo que llaman política y comenzaría una era de paz y de concordia, cimiento de un gobierno verdaderamente nacional. Diariamente se modifican leyes porque en su aplicación se encuentra algún trastorno; con mayor razón se habrían de modificar las que han traído el trastorno a la conciencia religiosa de toda la nación. Mas si el Gobierno prefiriera tratar directamente con la Santa Sede, considerada por todo el mundo como un poder supranacional, porque carece de nacionalidad como la misma Iglesia, el Episcopado garantiza desde luego que el clero y el pueblo aceptarían de corazón lo que se acordara con la aprobación del Sumo Pontífice. Somos los primeros en lamentar la mezcla habida en nuestras pasadas contiendas políticas entre la religión y la política, mezcla que se habría evitado con todas sus funestas consecuencias si los partidos se hubieran concretado a luchar en el campo meramente político, pero, desde el momento en que, con pretextos políticos, los unos atacaban con principios religiosos y otros invocaban la defensa de estos mismos principios, provino la confusión desastrosa que no ha dejado de deslindar los campos, dejando a la Iglesia en la debida libertad. Esto mismo ha hecho que en los asuntos llamados mixtos, porque tocan a ambos poderes, el eclesiástico y el civil, en vez de resolverse en mutua concordia, vinieran a ser semillero de desconfianza y hostilidad. El remedio de esta anómala situación del Estado y la Iglesia en México tiene que ser, no el buscado por la Constitución y las leyes actuales, sino el indicado por la razón y la justicia, a saber, el mutuo respeto, la mutua concordia, la benevolencia mutua basada, cuando menos, en una amistosa independencia entre la Iglesia y el Estado. México podría, por su número de católicos, aspirar a tener un gobierno oficialmente católico; con todo, las peticiones presentadas al Congreso en 1926 con dos millones de firmas, la petición presentada en diciembre de este año a las Cámaras y los mismos ciudadanos levantados en armas, en sus proclamas no piden un gobierno oficialmente católico, sino que se contentan con la sincera libertad y la amistosa separación de ambos poderes, como la existe en tantas naciones civilizadas. Esto revela la falsedad de la acusación tan repetida de quienes atribuyen a la Iglesia, a los católicos pacíficos y aun a los levantados en armas, el intento de implantar un gobierno intolerante y, más aun, el de obligar por la fuerza a todo el mundo a profesar la misma religión. Nosotros creemos que los gobiernos oficialmente católicos tienen que ser, como lo fueron en siglos pasados y lo era el de México en 1857, no un producto de la política, ni de las leyes, ni mucho menos de la acción violenta y agresiva, o directa, como han dado en llamarla, sino un fruto espontáneo de la unidad de fe que llegue a reinar a toda la vida social por medio de la acción católica, pacífica y ordenada que no perturbe el orden social. Declaramos de la manera más sincera y solemne que no intentamos salir del campo religioso y católico-social de la Iglesia, ni mezclarnos en política de partidos, ni invadir el campo propio de la autoridad civil; pero esto supone que se reconozcan y respeten los derechos religiosos y las santas libertades de los católicos, porque, de lo contrario, ni la Iglesia puede prescindir de sus justas reclamaciones, ni podrá prohibir a los ciudadanos que hagan uso de sus derechos para la defensa, acarreándose así la confusión funesta de que ha sido víctima inocente la Iglesia hasta hoy. Los laudables propósitos de iniciar en los gobiernos de facciones, personalismos y pretorianismos, expresados en el Mensaje presidencial del 1º de septiembre de este año, suponen la pacificación de las conciencias basadas en el respeto que las leyes han de tener de todas las libertades sanas de los ciudadanos y, con más razón, de la libertad religiosa. Esto, en cumpliéndose, nos traería mejores días. Pero, como quiera que en manos de Dios están los corazones de los hombres y la suerte de las naciones, no hay que olvidar, que en el término feliz de este episodio tan trágico de nuestra historia tiene que alcanzarse con la oración y la penitencia, aun en favor de los mismos que nos hacen sufrir estas angustias. Mientras más se prolongue esta situación, más constantes hemos de ser en nuestras oraciones y sacrificios hasta que Dios, por los caminos de su providencia, se compadezca de nosotros. Mientras tanto, consolémonos con la fe de que Dios no nos abandona, ni nos puede abandonar, sino que si tarda, es para que mayormente resplandezca su gloria. Ofrezcamos diariamente al Eterno Padre, para alcanzar la paz del pueblo y la libertad de la Iglesia, por manos de María Inmaculada de Guadalupe, al Hijo de Dios y de María sacrificado en todos los altares del mundo por amor, y juntamente con Él ofrezcamos el sacrificio de todas las almas puras que se sacrifican en aras de la caridad, así como nuestros clamores y nuestras penas. No es posible olvidar en esta Carta a nuestros sacerdotes. Con justicia nos gloriaremos delante de Dios de vosotros, amados sacerdotes, por vuestra conducta ejemplar y hasta heroica. Ninguno de vuestros prelados salió del país por su voluntad, y todos, así los desterrados como los que quedan en la Patria entre las zozobras y el aislamiento, no cesamos de admiraros y de pedir a Dios que Él sea quien supla nuestra paternal solicitud y benevolencia. Sin duda que vuestros fieles saben apreciar y estimar vuestros sacrificios. Haceos, amados sacerdotes, cada día más dignos de las complacencias del Padre Celestial por vuestra unión con Cristo y vuestro entregamiento total en manos de aquel Dios a quien consagrasteis vuestra alma y vuestro cuerpo en el día dichoso de vuestra ordenación sagrada. Santa Teresa del Niño Jesús ofreció ayudar desde el cielo a los sacerdotes y a la Iglesia; el Papa aguarda el remedio de nuestra situación de la intercesión de esta su Santa predilecta. Acudamos, pues, a Dios con la humildad y sencillez, con la confianza y entregamiento absoluto de nosotros mismos y con el amor más tierno, como esta santa nos enseñó, y ella enviará de su trono en el cielo la lluvia de rosas que México ansioso aguarda. Después de nuestros sacerdotes, venís vosotros los católicos agrupados en las diferentes asociaciones religiosas y católico-sociales, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, la Liga Nacional de la Defensa Religiosa, Las Damas Católicas Mexicanas, los Caballeros de Colón, los padres de familia y todas las demás que con santa constancia y heroísmo continuáis vuestras labor de apostolado y salvación. Vuestros nombres los conservará con gratitud la Iglesia y, como lo pedimos, esperamos que estén grabados en el amoroso corazón de Cristo Rey. Terminamos esta Carta recordando a los que habéis permanecido fieles, que tenéis que creer por los que no creen, esperar por los que no esperan, amar por los que no aman y desagraviar a Dios por los que, cobardes, le han vuelto la espalda y le ofenden. Pero también tenemos una palabra de invitación amorosa para todos los demás: nuestra religión es toda amor y no odia sino sólo al pecado. Bastará recordar a cualquier corazón mexicano la palabra de Cristo que dijo ser el Buen Pastor que deja a las noventa y nueve ovejas fieles en el redil por ir en busca de la descarriada, para que no le ruegue al Corazón amoroso de su Rey y Señor el consuelo de sus lágrimas y de su arrepentimiento. Que María de Guadalupe nos alcance con su omnipotente intercesión el día suspirado en que todos los mexicanos, ante su imagen celestial le renovemos el juramento de fidelidad a su Hijo Santísimo, Cristo Rey. [1] El impreso original de donde se tomó este texto forma parte del Fondo Jesús Medina Ascencio de la biblioteca del Seminario Mayor de Guadalajara. |