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Dios posmoderno

Entrevista con Mauricio Beauchot

Javier Sicilia

 

Dos intelectuales católicos, filósofo y fraile dominico el uno, poeta el otro, someten a un riguroso cuestionamiento las premisas esenciales del posmodernismo francés, esa corriente del pensamiento que en su pretensión de derrocar la vocación de universalidad de la tradición moderna nos condujo al vacío de sentido.[1]


J.S. Mauricio, sería bueno que definieras la posmodernidad.

M.B. Es un fenómeno jabonoso, movedizo y amplio hasta el grado de que todo hoy parece posmoderno. Sin embargo, lo que permite definirlo es el rechazo de la modernidad.

La posmodernidad considera que la modernidad falló, que perdió su oportunidad de cumplir las promesas y profecías de la razón, que el sueño moderno fue un mal proyecto que nos llevó al imperio vacío de la técnica. La pérdida de la metafísica ha sido también la pérdida del sentido. Para el pensamiento posmoderno, la modernidad nos condujo a peores antinomias que las de Kant; al extremo de hacerle decir a un pensador como Adorno que la metafísica produjo los campos de exterminio de Auschwitz...

Es el universo de la decepción, del desengaño, que se expresa a través de una literatura de crisis, de una sensación de estar instalados en la angustia y en la depresión cultural, y descreer de cualquier propuesta que busque conservar el conocimiento o poner reglas claras de conducta ética. La posmodernidad, con diferentes matices, rechaza el núcleo de la modernidad que es la razón y, en consecuencia, la filosofía del hombre y de la ética.

Otra de sus características es lo que se llama la muerte del sujeto. La metafísica moderna es fundamentalmente una egología. Más que una metafísica, parece una epistemología o teoría del conocimiento o del sujeto. El núcleo metafísico, desde Descartes hasta Husserl, es el yo, el sujeto, la presencia, la representación del yo que conoce el mundo. Lo que la posmodernidad hace es negar esa subjetividad, ese conocimiento inmediato, ese conocimiento fuerte de la verdad por la evidencia; negar esa capacidad del sujeto de autoconocerse, de comprender el mundo y de tener una moral. Niega también la representación, porque está relacionada con la presencia. El cognoscente moderno, el yo cartesiano, ese sujeto que tenía un conocimiento directo y privilegiado de las cosas, un conocimiento de presencia, de presentación y, si no, de representación, ha sido destruido por las críticas de Nietzsche, de Foucault y de sus epígonos como Derrida, Vattimo y el mismo Lévinas.

J.S. Sin embargo, el pensamiento posmoderno, además de las críticas que hace a la modernidad, propone algo positivo: la necesidad de volver a creer en Dios. Vattimo lo expresa muy bien: “No vemos ya ningún motivo para no creer en Dios”. ¿Cómo podemos entender esto?

M.B. A partir de las observaciones que han hecho, más de manera fenomenológica y sociológica que filosófica, autores como Baudrillard, Lipovetski y Mardones. Describen cómo la modernidad va dejando al hombre con símbolos vacíos de sentido. El pensamiento moderno es un pensamiento no sólo ateo, sino antisimbólico, porque la razón, a pesar de los esfuerzos que hizo Kant después de los desengaños que sufrió con la razón pura, es antisimbólica. La posmodernidad está cansada del racionalismo moderno. Lejos de las etapas que describió Comte: la religiosa, la metafísica y, finalmente, la científica, parece que estamos presenciando las etapas descritas por Kierkegaard: la estética, la moral y finalmente la religiosa. Vattimo, al que citas, lo describe en su libro Creer que se cree. La modernidad, dice, fue atea, la posmodernidad no tiene por qué serlo; y habla de un proceso de secularización que tiene consecuencias muy extrañas, porque fue primero el vaciamiento de lo religioso hacia lo profano, pero acabó tomando características religiosas: patria, bandera, héroes.

La posmodernidad ha reaccionado contra esa secularización de lo religioso en formas parasitarias, epifenoménicas y torcidas como la superstición, el hermetismo, las sectas, incluso demoniacas, que buscan llenar el vacío que dejaron los símbolos profanos. Lo que genera un sentimiento apocalíptico del que muchos hoy en día hablan.
Derrida, como Vattimo, ha descrito este estado del hombre, añadiendo: sí hay un Apocalipsis, pero sin Apocalipsis. Es decir, no se van a caer las estrellas, ni se van a derrumbar los montes. Hay algo peor: un Apocalipsis de sentido. El hombre ha perdido el significado de la existencia.

La modernidad, según la apreciación de los posmodernos, nos vació de sentido y hay que volver a dar sentido al ser humano. Uno de esos caminos, junto con el arte y la estética, es el de la religión.

J.S. El problema es que los mismos filósofos posmodernos dicen que, a fin de cuentas, y pese a que hay que volver al arte y a la religión, y a que ya no hay motivos para no creer en Dios, tampoco se puede decir nada sobre Dios. Lo que es una extraña contradicción, pues si esto es verdad, si no se puede decir nada sobre Dios, ¿dónde se encuentra el sentido?

M.B. Todos los filósofos posmodernos coinciden en que la modernidad fue prepotente, fuerte, monolítica e impositiva. Por eso engendró los llamados “metarrelatos” (la metafísica, entendida como antropología filosófica; la filosofía de la historia) que son los que dan sentido: relatos racionalistas, duros, decididos, univocistas, que poseían lo claro y lo distinto.

Ahora, el desengaño es parecido al que sentía el barroco frente al humanismo renacentista. El primero era una majestuosa estatua que cayó por tierra; el segundo aparece como poesía del desengaño. El ídolo caído y el desengaño a diestra y siniestra. Los hombres del siglo XVII opusieron al humanismo renacentista el barroco; los de las postrimerías del siglo XX oponen al pensamiento duro de la modernidad el pensamiento débil, relativizado, diluido, light.

Lo que busca el pensamiento posmoderno es desbastar, rebajar, quitarle fuerza a todo aquel pensamiento que surgía del yo cartesiano, de lo claro y lo distinto. El problema es que se ha debilitado tanto que ha caído en el nihilismo, en el escepticismo y en la equivocidad, en ese sitio en el que ya nadie sabe nada.

Por ejemplo, Derrida dice que ya no sabe si hace teología negativa o ateología, no porque proponga un discurso ateo, sino porque las conclusiones de su filosofía son una especie de no saber, de no poder tocar a Dios. La posmodernidad, dice él, es una realidad desértica, de éxodo, de sentirse abandonado, de no conocer.

Ciertamente esta es una filosofía muy sincera y probablemente mejor que la pretensión univocista de conocer casi directamente el misterio. Por desgracia, termina en el otro extremo: en la imposibilidad de conocer.

J.S. Podríamos decir que lo que en la actualidad se está jugando entre la modernidad y la posmodernidad es una lucha entre dos formas de pensamiento filosófico, que tú definiste bien como univocista y equivocista. Esto se manifiesta muy claramente en la Iglesia, en donde grandes grupos de la jerarquía se han vuelto univocistas, impositivos, inquisitoriales frente a ciertas teologías equivocistas, relativistas, débiles, consentidoras. Una y otra tienen puntos de verdad, pero en sus extremos no iluminan nada o iluminan muy poco. ¿Dónde estaría el punto de equilibrio? Ni la univocidad, que nos lleva a la intolerancia, a los totalitarismos y a los integrismos; ni la equivocidad, que nos lleva al relativismo, al extravío de los sentidos y al nihilismo. ¿Qué es lo que nos permitiría llegar a una filosofía coherente, que recupere los sentidos, pero respete la libertad?

M.B. Heidegger dice que el pensamiento incurrió en una ontoteología que hizo olvidar la diferencia ontológica, olvidar el ser. Siguiéndolo, se podría decir que en esta disputa se ha olvidado la diferencia analógica que ha hecho del conocimiento de Dios un conocimiento bastante indirecto, limitado y finito.

La analogía, en donde domina la equivocidad, es lo que centra lo unívoco y lo equívoco. En la analogía se habla de Dios, que es lo que el teólogo negativo, con mucho respeto, se niega a hacer porque cree que está mancillándolo. De ahí la prohibición en el Antiguo Testamento de hacer de Dios una imagen y una palabra. La analogía, en cambio, intenta hablar de Dios, pero sin perder la conciencia de que todo lo que se diga de Él va a ser muy limitado, muy relativo. Por ello, en la analogía predomina la diferencia.

Hay místicos, como Santo Tomás y el maestro Eckhart, que usaron de distinta manera la analogía. Esto hizo que, sobre todo, Eckhart tuviera problemas con la jerarquía, que al tomar de manera univocista lo que él expresaba de manera analógica lo acusaran de panteísta.

Para Santo Tomás de Aquino y Eckhart la razón es santa, y por lo mismo hay que santificarla, reconociendo sus límites.

Desde ahí se puede pensar analógicamente, es decir, pensar a Dios, pero sabiendo que entre lo que de Él se dice y el ser de Dios hay una distancia, una diferencia infinita.

La analogía en este sentido es humilde: guarda la ortodoxia, pero, a la vez, sabe que no se puede decir todo sobre Dios; dice, pero sabe que su decir es un balbuceo. En este sentido, una de las partes fundamentales de la analogía es la metáfora, parte constituyente de la poesía, que es eminentemente analógica. A veces, la poesía nos hace decir más de lo que podemos decir a través de un discurso filosófico y directo. Muchas veces se siente más la presencia de Dios leyendo a un poeta místico que a un teólogo que nos habla con pretensiones de univocidad. Sucede con la poesía de San Juan de la Cruz.

J.S. Pero, ¿no hay también teólogos como Santo Tomás y el maestro Eckhart, que mencionabas, cuya metafísica es analógica? Sobre todo Eckhart, que usa muchas paradojas, giros poéticos y metáforas, que lo hacen apasionante.

M.B. Tienes razón. Yo agregaría a San Buenaventura. Todos ellos hacen metafísica y la hacen a través de expresiones poéticas. El mismo Santo Tomás, frecuentemente se nos olvida, escribió poemas, que se cantan en la liturgia y que son una síntesis de toda su teología. En sus poemas yo encuentro todo el bagaje de su metafísica. Lo mismo sucede con San Buenaventura. Ese gran libro, El itinerario de la mente hacia Dios, es de una poesía franciscana preciosa que nos conduce hacia el conocimiento de lo metafísico y de lo teológico. San Buenaventura cumple, curiosamente, con la función que Derrida le asigna al filósofo, la de ser un mistagogo, es decir: el que nos lleva de la mano hacia los misterios.

En lugar de tirar la metafísica a la basura, como lo hacen los posmodernos, hay que rehacerla; en lugar de deconstruirla, hay que reconstruirla. Hay que hacer una metafísica, como decía Nietzsche, que le diga algo al hombre, una metafísica que no se quede únicamente en la pretendida diafanidad univocista del sentido, la cual no existe; ni tampoco en la oscura disolución equivocista del sentido, que tampoco es real.

Yo creo que una metafísica con sentido para el hombre es lo que Xirau llama “el sentido de la presencia” o como tú, con ese oxímoron, has titulado en tu poesía La presencia desierta. Es la presencia que está, pero no está.

Lo que, sin embargo, quiere el posmoderno es quitar la ilusión de la presencia. Son las consecuencias del desencanto. Por eso hay tanto nihilismo ahora. La modernidad nos prometió que íbamos a encontrar la presencia fuerte, la filosofía, la ciencia, la técnica, el progreso, la sociedad perfecta. Llegamos al final y nos dimos cuenta de que no hay tierra prometida, que no hay presencia ninguna, ni de Dios, ni de una sociedad perfecta, ni del paraíso en una tierra que emana sentido. Lo que queda es el nihilismo, la desesperación, la angustia y la depresión.

Si se logra salir de la depresión y de la angustia, se puede acceder al sentido, pero a un sentido más humilde. De hecho, lo que Vattimo quiere hacer con su “pensamiento débil” es un pensamiento humilde. Por desgracia, se ha ido hacia el extremo opuesto: se ha hecho tan débil que se diluye, que ya casi no dice nada; se va hacia la plena equivocidad.

La posmodernidad rechaza como ilusión tonta la presencia y, en consecuencia, la metafísica. La entendieron mal, porque conocieron sólo una metafísica, la moderna, la de la pura presencia, que falsamente atribuyen a los griegos y a los medievales, quienes, en realidad, tenían un sentido más profundo del misterio que los posmodernos.

El verdadero pensamiento humilde es el analógico. La verdadera metafísica tiene más ausencia que presencia, pero apunta, señala y manifiesta la presencia.

J.S. A partir de ahí se puede recomponer la ética, el sentido, el reconocimiento del otro como presencia o, mejor, como persona...

M.B. Una persona, una presencia, es a veces más ausencia, porque es irreductible. En este sentido, la persona es sagrada. Tenemos que respetar al otro. Pero el camino para respetarlo y tocarlo, que también forma parte del conocimiento metafísico, porque es sapiencial, es el amor, camino que no recorrió la modernidad.  

Esto me recuerda la vieja polémica entre los gnósticos y los cristianos primitivos. Los gnósticos pedían conocimiento para salvarse; los cristianos, amor. Llega san Juan el evangelista y logra hacer la verdadera gnosis: el conocimiento por el amor.

J.S. San Juan es el más poético y, curiosamente, el más metafísico de todos los evangelistas...

M.B. Sí, y por ello creo que hoy en día lo que hace falta es una metafísica analógica, una metafísica predominantemente poética. Una metafísica que no renuncie a describir, a definir, a explicar, es decir, que mantenga su parte metonímica, pero que tenga una buena parte de metáfora en la que predomine la diferencia.

Aquí no nos quedamos en lo que Heidegger decía cuando renunciaba a la metafísica: “el ser habla únicamente en la poesía”. Sí, habla ahí, pero no sólo ahí. Se puede analogizar: llevar de la poesía cargas de conocimiento a la metafísica. Esto crearía una metafísica que dé sentido al hombre.

J.S. ¿Podríamos definir las filosofías univocistas de la modernidad y las equivocistas de la posmodernidad como filosofías que ponen sus acentos, la primera en la pura literalidad y, la segunda, en la alegoría?

M.B. Creo que sí, aunque los extremos terminan por tocarse. Algunos del Círculo de Viena, como Carnap o Neurath, que quisieron hacer un cientificismo tan rígido y univocista, terminaron después en relativistas, carentes de una metafísica que los pudiera sostener. O como Wittgenstein, que empieza en un positivismo tremendo con su Tractatus y concluye, con sus Investigaciones filosóficas, en el relativismo y el equivocismo, como nuestros posmodernos.

Hay otros, como Michel Foucault o Gilles Deleuze, que empezaron muy equivocistas y terminaron en un fuerte univocismo. Foucault empieza queriendo abrir todo. De repente, al final, quiere rehabilitar a Kant. Deleuze, que empezó despreciando la metafísica y después se basó en el franciscano Duns Escoto (que planteó el univocismo del ser para hablar incluso de Dios), llegó a hablar del “murmullo del ser en el tumulto de los entes”, pero con ello quiso compaginar el equivocismo y el univocismo sin ningún fundamento y terminó, con La lógica del sentido, en un univocismo duro, brutal.
Por eso me gustan los místicos. Ellos dicen que hay un referente, un sentido, pero que no está a la vista, no está presente así. Eso es la analogía.

J.S. Lo que acabas de decir me recuerda una frase maravillosa de Andrei Tarkovski, con respecto a la poesía: “es la expresión de lo infinito en lo finito”.

M.B. Eso es lo que trata de hacer la analogía: el movimiento dentro de cierta estabilidad, lo sin límites dentro de nuestros pobres límites. Y, ya que vuelves a los poetas: recientemente estuve repasando las reflexiones de Octavio Paz sobre la analogía y encuentro cosas muy interesantes. Él atribuye la analogía a los románticos y a los simbolistas. Esto me hizo darme cuenta de que los barrocos también tienen un pensamiento semejante. Lo cual hace pensar en la llamada pendularidad de la historia: a etapas clasicistas siguen etapas anticlasicistas. Los renacentistas, luego los barrocos; los neoclásicos, luego los románticos y todo lo que viene después que, como dice Tomás Segovia, sigue estando dentro del romanticismo. En realidad, la posmodernidad es romántica.

Lo que buscaba el romántico, cuestionado y cimbrado por el surgimiento de la técnica y del pensamiento fuerte del positivismo -dice Paz en Los hijos del limo- era tratar de humanizar a la naturaleza. Los románticos se dieron cuenta de que el hombre tenía una desproporción con respecto al mundo y trataron de acercar la naturaleza al hombre, buscando sus correspondencias y analogías.

Hay que buscar eso: la divina locura junto con la proporcionalidad. Proporcionar es analogar, conservando la referencia y el sentido, pero también la distancia y la diferencia infinita. La poesía nos puede ayudar a recuperar la metafísica.



[1]La entrevista realizada por Javier Sicilia en el convento dominico de Santo Tomás de Aquino de México,  se publica en el n. 90 de la revista Letras libres, en marzo del 2009.

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