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El tiranicidio y la teología católica.

Unas cuantas palabras que parecen oportunas antes de entrar en materia[1]

Fechado el 1º de agosto de 1928, a menos de quince días del magnicidio del general Álvaro Obregón, Presidente electo de México, a manos de un militante católico, José de León Toral, este documento, anónimo, pero de indudable redacción eclesiástica –y hasta podríamos atrevernos a decir, jesuítica-, da fe del estado de ánimo y del escozor que provocó la muerte del caudillo, que tanto benefició al callismo y resultó, a la postre, de efectos perniciosos para la causa de la resistencia activa de los católicos

Como en los tiempos que corren, abundan las personas que creen que toda la moral católica, se reduce a la aplicación farisaica del Decálogo, llevando su acomodaticia intransigencia hasta pretender que no debemos comer carne, porque el 5º mandamiento de la Ley de Dios: no matarás, prohíbe se dé muerte hasta a los mismos animales, intransigencia que no tienen por supuesto, cuando se trata de aquellos Mandamientos que no les acomodan, como el 6º por ejemplo, y que de interpretarlo en igual forma, por otra parte, traería como consecuencia la extinción de la especie humana.

            Como muy pocos son los que entienden, debe entenderse el Decálogo, no con el espíritu exagerado, hipócrita e irracional de los fariseos, sino con el espíritu de quien dijo: “El domingo ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el domingo”. Tal vez no esté aquí fuera de lugar recordar al lector, que el 5º mandamiento del Decálogo, que en forma breve se enuncia: no matarás, prohíbe no solamente el suicidio, el homicidio, el duelo, y todo lo que hiere la integridad de la vida corporal del prójimo, sino también todo aquello que pueda dañar el cuerpo y el alma, sea de él, o de nosotros mismos.

            Pero que por otra parte, este mismo mandamiento, permite matar al prójimo en tres casos, a saber:

·         En caso de legítima defensa, si uno no tiene otro medio para liberarse de un injusto agresor que atenta contra nuestra vida, o contra la del prójimo, o contra  nuestro pudor.

·         En caso de guerra, siempre que ésta sea justa.

·         En la aplicación de la pena de muerte dictada contra un criminal por la justicia pública.

Expuesto lo anterior, bien podemos entrar en materia.

 

El tiranicidio y la teología católica

·         La trágica muerte del General Obregón ha sido motivo de que entre personas de buena conciencia se haya estado discutiendo el gravísimo problema que, especialmente en las épocas de honda perturbación, ha preocupado a los pueblos oprimidos. ¿Es lícito a un simple particular –se pregunta- matar al que oprime al pueblo?

·         El asunto es en extremo delicado y en tiempo de paz es imprudente tocarlo, cuando no inútil. Pero en la vida de los pueblos, lo mismo que en la vida de los individuos, hay momentos de tal trascendencia para el porvenir de unos y otros, que el no ilustrar las conciencias con el conocimiento claro y concreto de los verdaderos principios de la pura moral cristiana, es cosa que no puede excusarse. Así, es un acto vituperable, bajo todos los conceptos, iniciar a un niño o a una niña en los principios y reglas que han de normar las obligaciones de los casados, pero es falta de prudencia, indudablemente muy vituperable,el dejar  a una joven en la más completa ignorancia de aquellas normas, cuando está próxima a contraer matrimonio. Los tratados de moral, guardan particulares precauciones para tocar esos puntos tan delicados, si se destinan aquellos para andar en manos de todos; pero tienen ruda franqueza y gran claridad, cuando se destinan a personas que deben conocer a fondo la materia. Ha habido, sin embargo, escritores ascéticos de gran mérito, y citaremos entre ellos a san Francisco de Sales, que, con particular acierto, con tacto en verdad admirable, han tratado en libros que pueden leer hasta las personas más timoratas, de las reglas a que la moral cristiana, la moral católica, sujeta a los casados en el tálamo nupcial.

 

De la misma manera, ahora, al pueblo cristiano debe ilustrársele sobre el punto a que nos venimos refiriendo, como ya se han dado a conocer los principios que norman la resistencia armada y las bases morales y jurídicas que en determinadas condiciones, la hacen lícita, laudable y hasta obligatoria.

 

·         La divulgación de la doctrina aceptada por los teólogos católicos más ilustrados, no tiene por objeto, de un modo directo, juzgar en el momento actual de tal o cual hecho, por ejemplo, la muerte  del general Obregón, para estimarlo lícito, laudable o vituperable, sino el que sepan todos, amigos y enemigos, , a qué deben atenerse en determinadas circunstancias. Esto, lejos de excitar más las pasiones y aumentar los atropellos e injusticias, hará que cada cual conozca qué es lo que puede temer de su contrario, y hasta dónde puede llegar el que defiende su libertad, su conciencia y su dignidad.

 

Un teólogo contemporáneo que ha escrito sobre el derecho que asiste a los pueblos para resistir a la tiranía con las armas en la mano, ha dicho con mucha razón “Paz o triunfo: es el fruto ordinario de las ideas justas”.

Supuesto lo anterior, pasemos a exponer la doctrina sobre el tiranicidio y los términos en que  debe ser entendida, según los esclarecidos maestros: nos han servido de norma santo Tomás de Aquino[2] el doctor angélico, que floreció en el siglo XIII y Francisco de Suárez,[3] el doctor eximio, que floreció en el siglo XVI.

 

·         Comencemos por precisar conceptos. Tirano es el gobernante que: todo lo endereza a su propio beneficio, haciendo a un lado el bien común, que es norma suprema de la sociedad; o que extorsiona injustamente a sus súbditos, despojándolos, matándolos, pervirtiéndolos, u obrando en cosas parecidas frecuentemente con pública injusticia; o en pueblos cristianos, induciendo a sus súbditos a la herejía, a la apostasía, o introduciendo un cisma público.

·         En esos actos pueden ser ejercitados por el gobernante legítimo o por el ilegítimo. El primero será aquel que dada la Constitución de su pueblo, le asisten derechos, sea por elección, por herencia o por posesión pública y aceptada de la sociedad, a haberse como detentador legítimo de la autoridad que debe regir a dicho pueblo,. El segundo será aquel que por medio de la injusticia, por la fuerza o por el fraude se ha apoderado del Gobierno. Es de advertir que si el usurpador, cumpliendo satisfactoriamente la misión que corresponde al gobernante, porque realice el bien de la sociedad, el bien común, es aceptado, al fin, por la sociedad que gobierna, se convierte en gobernante legítimo.

·         El tiranicidio ha sido condenado terminantemente por el Concilio de Constanza, en su sesión XV; fue reprobada entonces esta proposición: “El tirano puede y debe lícitamente morir en manos de cualquiera de sus vasallos o de sus súbditos, aun valiéndose de insidias y de halagos sutiles o de la adulación, y no obstante el juramento que se haya prestado a dicho príncipe o los tratados celebrados con él, no siendo necesario para matarlo el expresar sentencia ni mandato de ningún juez.”

Es indudable que al condenarse esta proposición, se ha querido hablar así, tanto de los tiranos que ejercen el poder legítimamente, como de los que lo han usurpado.

·         Midamos el alcance que tiene que sea gobernante legítimo, podrían    aducirse tres causas o razones: Por justo castigo que quisiera imponérsele. Por legítima defensa individual contra desmanes y atropellos. Por legítima defensa de la República, del bien común.

 

1.      No puede un particular considerarse que está investido de jurisdicción y que tiene poder para juzgar e imponer castigos, toda vez que de nadie la ha recibido y usurparía una y otro contra justicia; ese es un acto que corresponde al mismo a quien se pretende juzgar y castigar. De otra suerte, se daría ocasión a otras muchas sediciones y homicidios y a que reinara la confusión en la República continuamente perturbada. Además, no sería posible a los gobernantes vivir en paz y seguridad, porque fácilmente los gobernados se quejan de que se les trata con injusticia.

2.      Cuando el tirano dirige un ataque actual contra los derechos de un gobernado, éste puede considerar a aquel como un particular, que daña y lastima su derecho. Sin embargo, por consideraciones al bien común, el particular no puede matar al tirano, si solamente recibe daño en sus bienes externos, porque la vida del gobernante es preferible a esos bienes, y además, porque representa de un modo particular a Dios y hace sus veces. Otra cosa es si se trata de defender la vida y la integridad de sus miembros y la de los seres racionales que están bajo su cuidado, porque el derecho a la vida es un derecho máximo y el ir injustamente a atacar al tirano o a un gobernado, no lo hace por necesidad alguna, sino que voluntariamente se pone en peligro y el gobernado, para defenderse, puede matarlo. Sin embargo, el mismo gobernado, no por título de justicia, sino de caridad, y teniendo en cuenta que la vida del gobernante interesa la salud de la Patria, por guardar la vida del mismo, puede dejarse matar, pero esto es facultativo, es decir, puede hacerlo o no.

3.      Si se trata de defender la República contra el tirano, legítimo gobernante, sí será lícito matarlo, pero bajo la condición precisa que en el momento en que se le mate, esté el tirano en  guerra contra una ciudad o región que legítimamente se defienda contra los atropellos y tiranías del gobernante. Ya se entiende que, para que exista ese derecho, es indispensable que la guerra defensiva que se hace al tirano sea justa, pues en tal caso, la causa misma de los que se defienden y el hecho de formar un grupo que se constituye en autoridad, faculta a la defensa para inutilizar al enemigo, no solamente combatiendo contra los que sostienen al tirano sino a él mismo, pues que es el primero en lastimar los derechos de los que han tomado las armas. El derecho de los combatientes para suprimir a los contrarios, no se limita a la hora y a los lugares en que se libran los combates: estando en guerra, las emboscadas lo mismo pueden tener lugar en la región de la lucha que en los palacios y residencias del tirano.

4.       Si no existe guerra actual, no hay derecho en el particular para matar al tirano, aunque abuse del poder y veje a la sociedad o a los ciudadanos. En ese caso, ni para castigar los abusos pasados, ni para precaver los futuros, puede nadie con autoridad privada, atentar contra el gobernante.

·         Muy diverso es el caso del tirano, que además de ser tirano, es gobernante ilegítimo. En tal caso, lícitamente se le puede matar por un particular, porque no es el príncipe o mandatario legítimo. Un miembro de la República tiranizada puede ejecutar y determinarse a ese acto, si no puede librarla por otro medio de esa tiranía.

 

Los que matan a los tiranos que son ilegítimos gobernantes, no cometen crimen de lesa majestad, ya que ninguna majestad verdadera hay en ellos y no es el gobernante legítimo representante de Dios a quien se mata, sino al enemigo de la República del bien común.

      Como gobernante ilegítimo no tiene por derecho la jurisdicción ni la potestad, una y otra pueden considerarse que están como difundidas en la misma sociedad, y ella quiere ser defendida contra el usurpador. El particular, entonces, no usurpa ningún derecho, como en el caso en que impere gobernante legítimo, sino que al interpretar los anhelos y valerse de los derechos que corresponden a la República para defenderse, lo hace con la pública autorización que tácitamente le confiere aquella, o lo practica con la autoridad de Dios, que por la ley natural le da a cada uno la facultad moral de defenderse y defender a la República contra la violencia que hace el tirano.

      Los doctores que  defienden esta doctrina, declaran que el nombre de “príncipes” con que los decretos de la Iglesia designan a los gobernantes legítimos, no son aplicables a los usurpadores: tanto, cuando tales decretos declaran que no es lícito matar al Príncipe, no se refieren a esta clase de gobernantes.

      El Angélico Doctor, en confirmación de esa tesis, aduce varios ejemplos: 

1.      Defiende de hecho Aod, al que se refieren los capítulos III y V del Libro de los Jueces, quien a pesar de haber sido un particular, mató a Eglón, rey de Moab, que tiranizaba a Israel, porque no era el verdadero rey del pueblo de Dios, sino enemigo y tirano.

2.      Judit, la valerosa hebrea, que mató a Holofermes, general en jefe de las fuerzas asirias que intentaban sujetar al yugo extranjero al pueblo judío y suplantar el culto debido al Dios de Israel, con el culto debido al Dios de Israel, con el culto del monarca asirio, a quien se pretendía   declarar como Dios. El acto heroico ejecutado por la intrépida viuda, es elogiado en las Sagradas Escrituras, con estas bellísimas palabras que la Iglesia aplica a la Santísima Virgen: “Tú eres la gloria de Jerusalem, -prorrumpe el pueblo libertador,- tú la alegría de Israel, tú la honra de nuestro pueblo, porque te has portado varonilmente…y por eso serás bendita para siempre”.

3.      Jahel mató igualmente a Sísara, general del rey de Canaán, que esclavizaba a los judíos. La audaz mujer concedió albergue al general enemigo, y cuando se encontraba sumido en el más profundo sueño, le aplicó un clavo de la tienda en la sien y dándole con un martillo se lo clavó por el cerebro hasta la tierra, y juntando el sueño con la muerte desfalleció y murió. Este hecho y la victoria alcanzada entonces fueron cantados por Débora en uno de los himnos más expresivos y más hermosos de la Escritura.

4.      Finalmente, santo Tomás aprueba la sentencia de Marco Tulio Cicerón, el príncipe de los oradores romanos, que elogia a los que  mataron a César, porque éste era un usurpador y ejercía el mando por la fuerza. Y el inmortal teólogo comenta con estas palabras lapidarias el hecho: “Aquel que por libertar a su Patria, mata al tirano, es alabado y recibe premio.”[4]

No obstante lo dicho, hay ciertas mediciones estrictas para que un particular pueda matar al tirano usurpador o ilegítimo gobernante. Son las siguientes:

Primera. Que no haya lugar a recurrir al superior que pueda juzgar del que tiraniza. En efecto, la tiranía no sólo se puede ejercer por el supremo mandatario, sino por los subalternos del jefe supremo (rey, príncipe, presidente, etcétera) y entonces es menester, antes que recurrir al medio drástico de ejecución, gestionar que el superior elimine al tirano, o le haga entrar en las vías justas.

Segunda.Que la tiranía sea pública o manifiesta, porque si es dudosa, no es lícito usar de la fuerza contra el que está en posesión del gobierno, a no ser que sea cierto que tal posesión haya sido tiránica. Un acto transitorio de tiranía, un simple atropello que en el gobierno no constituya una regla constante de proceder, no ameritan que se conmueva a la sociedad con la muerte del gobernante, aunque sea ilegítimo.

Tercera. Que la muerte del tirano sea necesaria para obtener la libertad de la sociedad que lo sufre, pues si hay otro camino menos cruel que la muerte del tirano, no será lícito recurrir a privarle de la vida.

Cuarta. Que de la muerte del tirano, no sean de temerse, racionalmente para la República, los mismos o mayores males que los que padece el tirano. No es lícito matar al tirano por el bien privado, sino por el bien común, y éste se dañaría aún más si dando muerte al que tiraniza, viene a ocupar su puesto otro peor, con la circunstancia de que la perturbación pública será aún más honda por el hecho de la ejecución consumada. No tienen por lo tanto, derecho a matar al tirano, aquellos que se proponen suplantarlo, para continuar ejerciendo la tiranía.

Quinta. Que el pueblo tiranizado y el tirano no hayan celebrado alianza, pacto o tregua bajo juramento, porque en tal caso, hay obligación de guardar los pactos, aún con los enemigos, si no son evidentemente inocuos y no se hicieron con extorsión.

Sexta. Muy importante. Que la República no contradiga expresamente la ejecución, porque si expresamente se opone, entonces no sólo da autoridad a cada uno de los particulares para que la defienda, sino que antes declara que no le conviene la defensa, para lo cual es ella el juez a quien hay que creer    y de allí se sigue que no le sea lícito al particular defender a la sociedad, matando al tirano, contra la voluntad de la misma sociedad. Además, si la República se encuentra contenta y satisfecha con el usurpador, significará que el título injusto del que pretende gobernar, queda convalidado por el consentimiento de la sociedad y del gobernante ilegítimo, tórnese en legítimo.

·         Tal vez se considere que muchas de las conclusiones y normas que hemos expuesto contradicen directamente la condenación lanzada por el Concilio de Constanza. La proposición que hemos transcrito fue condenada por el Concilio por su inmoralidad y precipitación, según se han considerado las diversas partículas y ampliaciones que contiene, y de un modo especial, por comprender la expresada proposición aun a los gobernantes legítimos. En efecto, en la proposición no se hace distinción alguna entre gobernantes y se sanciona de un modo expreso y terminante, que puede y debe violarse el juramento prestado al gobernante, legítimo o ilegítimo, y desconocerse los pactos celebrados con uno u otro.

·         Dentro de la proposición condenada, no se encuentra el caso de legítima defensa armada y organizada contra el gobernante legítimo y el de la ejecución del tirano gobernante legítimo, con quien no se hayan prestado juramentos ni celebrado pactos de ninguna especie.   Precisamente son esos los casos que se componen para establecer la licitud de la muerte del tirano, por mano de los particulares.

·         La franqueza con que acabamos de exponer la doctrina aceptada por gran parte de los teólogos católicos, no obliga a decir que hay, sin embargo, quienes no la admiten y estiman que no debe establecerse distinción entre gobernantes legítimos e ilegítimos, según lo dejamos consignado para sentar las normas que dejamos expuestas, sino hay que decir con claridad que no es lícito a una persona privada, a un particular, matar al tirano, ya lo sea por obra de sus abusos o por falta de título legítimo para gobernar. Pero también debe decirse que los teólogos que tal piensan, no tienen la autoridad doctrinal de los que aceptan el sentir de santo Tomás de Aquino y de P. Suárez. Por lo demás, la opinión de los teólogos que están  contra la distinción de los tiranos legítimos e ilegítimos, no condena a quien en guerra defensiva legítima, pueda ser muerto el tirano, así sea gobernante legítimo o ilegítimo. Lo único que no aprueban los teólogos disidentes, es que en particular pueda considerarse con derecho para matar por propia determinación.

·         La doctrina que como más segura dejamos consignada, responde admirablemente al espíritu de la Iglesia. Por una parte, manda respetar al gobernante legítimo aunque tiranice; no en vano un protestante ha llamado a la Iglesia una gran escuela del respeto. Pero la Iglesia es también madre y no madrastra, según la expresión de Montalambert; hijos suyos son los gobernados que sufren el yugo de la tiranía y aunque les recomienda la paciencia y la entereza en las pruebas, no puede predicarles, de ninguna manera, que dejen que su dignidad sea ultrajada, que sus familias sean atropelladas, que la República se vea sumida en todos los males, que se tronche despiadadamente el porvenir de las futuras generaciones. La Iglesia vive la vida de la sociedad, se interesa por su felicidad, no puede abandonarla, y con su doctrina está obligada a no impedir que los ciudadanos salven su patria por los medios adecuados. Es verdad que la muerte violenta de los que tiranizan a la sociedad es un hecho que horripila, es un procedimiento cruel que lastima hondamente ciertos sentimientos de los que han recibido determinada educación. Pero debe ser más horripilante, aún más cruel y debe lastimar aún más los corazones bien puestos, el espantoso espectáculo de niños, a quienes por violencia, se les arranca la fe de sus padres; de los hogares destrozados por leyes y procedimientos corruptores de las conciencias trituradas porque se les quiere hacer renegar de Cristo, y de su fe; de los que, por defender el patrimonio de la Patria, se ven sacrificados, sin formación de causa, al caer en manos de los secuaces de los tiranos; de los que son torturados, ahorcados y fusilados, sin formación de causa, sólo porque son sacerdotes de Cristo. Debe ser espantoso el torcedor que martirice a cuantos temen el porvenir de la Patria, considerarse que el alma de la misma está en inminente peligro de extinguirse y que las generaciones futuras vegeten miserables como generaciones de parias, extranjeras en sus propio país, sin tradiciones y sin porvenir.

 

Es muy natural que cuando la sociedad sufre por obra de la tiranía, hondas perturbaciones, los individuos que pertenecen a ellas, las resienten igualmente; el medio tiene que influir de un modo casi inevitable. Entonces ciertos actos podrán atribuirse con más o menos razón al desarrollo en el individuo de ciertas tendencias patológicas, que se traducirán en actos deplorables. ¿Qué hace para evitarlo? Nada de lo que entendemos es más eficaz para matar a los microorganismos enemigos del hombre como el sol y la luz. También para evitar que los gérmenes que palpitan en todo el hombre y que lo llevan a actos de violencia, nada podrá encontrarse más adecuado que hacer surgir sobre la tierra que gime bajo el peso de la tiranía, el bendito sol de la libertad


[1] El original de este documento forma parte del Fondo Medina Ascencio de la biblioteca del Seminario Mayor de Guadalajara.

 

[2] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 2 dest.44

[3]Cf. Francisco Suárez, Opera omnia. Edición Vives. T. 24. Lib. VI, cap., IV

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