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Instrucción Pastoral en la fiesta de Cristo Rey

 

+ José Mora del Río

 

 

Este documento, suscrito el 31 de octubre de 1926, en el marco de la fiesta de Cristo Rey, por el arzobispo de México, nos da la clave para entender, en la víspera del inicio de la resistencia activa de los católicos de México, el fondo del debate que llevó al enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado en México que se recuerda como Guerra Cristera

 

A nuestros venerables cabildos, al venerable clero secular y regular y a nuestros amados fieles, salud, paz y bendición en Nuestro Señor Jesucristo

Celebra hoy por vez primera la Santa Iglesia una fiesta especial dedicada a honrar la persona de Jesucristo Nuestro Señor, considerado como verdadero Rey de todos los hombres y de todos los pueblos. Dicha fiesta fue instituida por su Santidad Pío XI, felizmente reinante el día 9 de diciembre de 1925, y debe celebrarse cada año por toda la Iglesia Universal el último domingo de octubre.

Sabido es, amados hijos, que la institución de las fiestas del año eclesiástico tiene entre otros fines el de instruir a los fieles por este medio fácil, permanente y popular en las verdades de la fe.

Una altísima enseñanza, de suma actualidad y encaminada a obtener benéficos resultados para la sociedad, encierra la fiesta de Cristo Rey. Trata de corregir un error gravísimo de nuestros tiempos, el laicismo social, es decir el alejamiento sistemático de Dios y de Cristo en que con impía y funesta una ingratitud viven las sociedades modernas, que con ese laicismo se privan de su más sólido apoyo moral, y del mejor sostén de la justicia, del orden y de la paz, con grave perjuicio para los individuos en la vida presente, y, lo que es peor, con inmanente riesgo de la eterna salvación de los mismos.

Jesucristo nuestro Rey, no sólo en sentido figurado, en cuanto reina en las inteligencias como verdad que las ilumina, en las voluntades como santidad que las eleva, y en los corazones como amor que los atrae a sí y une a unos con otros; sino también en sentido propio en cuanto que posee verdadera potestad de regir a los hombres y a las sociedades para ayudarles a alcanzar sus fines propios en el tiempo y en la eternidad.

Y esta realeza corresponde a Jesucristo, no solo como Dios, lo cual es evidente, sino también como hombre. De Él sólo y bajo este aspecto, se entienden las mil y mil frases de la escritura relativas al rey Mesías, a quien el Padre dio potestad y honor y realeza para que todos los pueblos y todas las tribus y todas las lenguas le rindan pleito homenaje.

Es el Rey eterno anunciado por el arcángel a María, su Madre según la carne. Es el Rey, cuyo nacimiento teme vanamente el cruel Herodes, ignorante que no arrebata reinos terrenales el que viene a dar a los hombres el rey celestial. Es el rey condenado a muerte por confesar su soberanía ante el representante del César. Es el Rey crucificado que levantado en el patíbulo atrae a sí todas las cosas. Es el rey que, venciendo la muerte sale del sepulcro y establece un reino espiritual, independiente, universal, eterno, contra el cual se levantarán en todos los tiempos convocará ante sí a todas las generaciones para hacer la más solemne ostentación de sus derechos soberanos. Es Rey por conquista al precio de su sangre.

Su soberanía es perfecta, pues Él da leyes, exige su ejecución y juzga y sanciona su cumplimiento. Su reinado no es de este mundo, como Él mismo declaró a Pilatos, porque su poder dimana directamente de Dios y es por tanto, superior al de los reyes de la tierra, porque su poderío no se apoya en medios humanos, porque su dominación no se refiere a los bienes terrenales no se circunscribe a determinados países o a épocas fijas, y sobre todo porque se encamina a la conquista de la vida eterna, fin superior a cuantos fines se propongan los señoríos terrenos.

Pero su reino está en este mundo, y se concreta en una sociedad humana, visible, inmutable, perfecta, universal y eterna, que es la Iglesia Católica, la cual posee verdaderos derechos a los que no pueden renunciar sin traicionar a Jesucristo y sin destruirse a sí misma.

De donde se infiere que no pueden los gobernantes y legisladores humanos poner obstáculos a la vida de la Iglesia y pretender legislar sobre ella, como no pudo Pilatos pedir el establecimiento del reino de Cristo, por más que este reino no fuera de este mundo, por más que Cristo no se valiera de la fuerza para implantarlo.

Así pues, amados hijos, la fiesta de Cristo Rey es una manifestación de fe del pueblo católico que protesta contra la expulsión de Jesucristo de los hogares, de la enseñanza, y de las instituciones y de las leyes por el funesto laicismo; es un plebiscito mundial encaminado a reclamar para la sociedad el retorno al influjo de Cristo por el reconocimiento de sus enseñanzas, por el respeto y obediencia a sus mandatos; es un despertar del mundo civilizado que, como otro hijo pródigo, comprende al fin que fuera de la casa de su padre no le esperan sino la miseria y la muerte; es una plegaria de la humanidad dolorida que dice a Jesucristo: “venga a nos tu reino”; es una prenda de esperanza de que Jesucristo oiga la voz de los pueblos que lo aclaman, y perdonando sus extravíos, realice en toda su plenitud el vaticinio de Isaías: “su imperio (el de Cristo) tomará incremento y la paz no tendrá fin. Tomará asiento en el trono real de David y confirmará y consolidará para siempre el reinado de la razón y de la justicia”; es el preanuncio de la paz de Cristo en el reino de Cristo.

Tal vez penséis amados, que cada día estamos más alejados en nuestra pobre patria de sucesos tan venturosos. Quizá esta fiesta de alegría y de esperanza os parezca a vosotros nuevo motivo de tristeza. Puede ser que os llenéis de santa envidia al comparar el regocijo que anima hoy a nuestros hermanos de todos los países, con silencioso luto que en estos momentos cubre de pena la piadosísima nación mexicana.

Es menester que no os desalentéis. Cristo está pendiente de la cruz, pero desde ella reina entre nosotros, y desde ella atraerá a sí a todos los corazones.

La imagen de Cristo crucificado debe sostenernos en la prueba, debe vigorizar nuestra lealtad, alentar nuestro valor, reanimar nuestra esperanza.

No tenemos a Jesucristo en nuestros altares: pero el emblema de nuestra redención, Jesús Crucificado, preside aún nuestras plegarias en el templo, ocupa un lugar de honor en nuestros hogares y pende de nuestros pechos.

Invoquemos frecuentemente y con confianza sin límites a este Rey que vence muriendo. Acompañémoslo en su pasión por medio de la mortificación voluntaria, constante, generosa. No seamos imitadores ni de los apóstoles cobardes que huyeron en el momento del peligro, ni de los judíos ingratos que se entregaron a los ordinarios pasatiempos de la vida mientras yacía en el sepulcro a los ordinarios pasatiempos de la vida mientras yacía en el sepulcro el bienhechor taumaturgo que había recorrido Palestina curando enfermos y resucitando muertos, ni de los traidores que le vendieron por unas cuantas monedas o por un puesto.

Por permisión de Dios la persecución contra Cristo y contra su Iglesia se prolonga. Pero esto no es razón para que dejado el saco y el cilicio, nos vistamos de fiesta: reflexionar en que la fe y la salvación eterna de todos los mexicanos está en peligro, sin atender a que nuestro amor a Jesús crucificado no debe tener límites, sin pensar en que su bondad y su poder infinitos pueden devolver la paz y la concordia a nuestra patria amada, si perseveramos en nuestra actitud de oración confiada y severa penitencia.

Volvamos también los ojos suplicantes a María Inmaculada, Santa María de Guadalupe. Esta Virgen Pura es la debeladora de Satanás, defensora de la Iglesia, y para nosotros los mexicanos, nuestra Madre y nuestra Reina.

¡A Jesús, pues, por María! Por medio de oraciones y sacrificios ofrecidos a María Santísima, impetremos de Cristo el pronto advenimiento de su reinado entre nosotros.

Por esto habéis concurrido hoy a la Basílica de Guadalupe a la casa solariega de todo mexicano, a ese lugar bendito de refugio. Tened por cierto que Jesús y María no desoirán nuestras súplicas.

Pero urge no desfallecer, urge hacer suave al corazón de Cristo y de su Madre, urge arrancar a la Divina Misericordia la gracia incomparable de que las fiestas marianas del 8 y del 12 de diciembre las podamos celebrar regocijados en nuestros templos queridos, recobrada ya la perdida libertad y restablecida la armonía en la familia mexicana.

A fin de que nadie entorpezca con su frivolidad los sacrificios de sus hermanos, y con la humilde, pero filial confianza, de que Jesucristo oirá los ruegos que le dirijamos por medio de su Madre Santísima: paternalmente os exhortamos, amados hijos, a que todos vosotros emprendáis hasta el doce de diciembre, una intensificación voluntaria y generosa de la vida de oración de la vida de oración, privaciones y sacrificios.

Y para animaros a ello recordamos la solemne frase de Jesucristo aplicable lo mismo a los individuos que a las sociedades. “Al que me confesaré delante de los hombres, le confesaré delante de mi Padre Celestial. Y del que de mí se avergonzarán delante de los hombres, de él me avergonzaré delante de los hombres, de él me avergonzaré yo delante de mi Padre”.

Jesucristo nuestro Rey está crucificado entre nosotros. ¡No le dejemos solo!

Recibid por último nuestra paternal bendición en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

José +Arzobispo de México

Pedro Benavides, Secretario

¡Viva Cristo Rey!



Oriundo de Pajacuarán, Michoacán, donde nació el 24 de febrero de 1854, se ordenó presbítero por el clero de México el 22 de diciembre de 1877. Fue electo obispo de Tehuantepec  el 19 de enero de 1893, de donde pasó a regir la diócesis de Tulancingo, el 12 de septiembre de 1901, y la de León, el 15 de septiembre de 1907, ocupando la arquidiciócesis primada de México el 12 de febrero de 1909, hasta su muerte, el 22 de abril de 1928

Dan 7,33

Luc, 2, 30

Himno de la fiesta de la Epifanía

Jn. 18, 37

 

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