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El padre Anguiano, capellán de la Merced, en Guadalajara

Francisco García Urbizu[1]

 

Al tiempo que se cumplen cien años de la muerte

del restaurador del culto en el templo tapatío de Nuestra Señora de las Mercedes,

se publica un testimonio de su vida y de su muerte, en grande fama de santidad.[2]

 

 

Proemio

 

Guadalajara ha sido para los zamoranos como su segunda tierra, hospitalaria y acogedora. Varias veces, en circunstancias difíciles por la revolución, hemos vivido en ella. Siendo muy joven conocí al padre Anguiano, en la iglesia de la Merced, personaje legendario qué llenó toda una época, de fines de siglo pasado hasta el 28 de octubre de 1923, en que Dios lo llamó para darle el premio a sus heroicas virtudes.

Impresión inolvidable causó la primera vez que lo vimos hincado sobre una silla de piel a medio templo; su cabeza rapada y coronada de espinas, pedazos de cuero crudío, amarrados con toscos lazos, eran sus zapatos. El hábito, viejo, raído, de color oscuro, lleno de garranchones y ceñido con una cuerda a la cintura. Sus ojos siempre cerrados; por la paz que llenaba su rostro, su tez rosada y su barba blanca, imaginé que serían azules, color de cielo.

Sobre una bandeja tenía pan bendito y ceniza para obsequiar a todos los que se le acercaban a confesarse o a consultarle sus problemas. Consejero acertado y gratuito de padres atribulados que lamentaban el desvío de sus hijos, de esposas abandonadas por la infidelidad de sus maridos, de obreros sin trabajo y de muchos que lo tenían pero explotados por la avaricia de sus patrones, de niñas casaderas que ponían en su mano la dirección de sus negocios, viudas, huérfanos, desvalidos, soportando toda la gama de sufrimientos en este valle de lágrimas; dándole especial atención a los pecadores empedernidos, a los faltos de fe y a los que sufrían persecución por la justicia o la religión.

Las largas horas pasaba en consolar al prójimo, y a las diez de la noche iniciaba el rezo especial para sus seguidores, todos cargados de cruces y coronados de espinas. Al terminar, todos cantando y de rodillas se encaminaban hacia el altar. Era en ese trayecto cuando en las altas bóvedas de la iglesia resonaban lúgubres los crujidos de las cadenas que, atadas a la cintura, arrastraba el siervo de Dios por el resonante entarimado. Después se dirigían por el pasillo y la escalera, a los altos donde el padre tenía su modesto aposento. Nunca lo vimos, lo imaginamos humildísimo y hasta sin cama, pues dormía poco y a ratos dormitaba. Después supimos que se acostaba en un cajón de muerto. Ese era su descanso. Gran parte se la pasaría en rezos, meditaciones y penitencias. A las 3 de la mañana, con los primeros cantos del gallo entonaba con su estentórea voz el Te Deum y el Trisagio: ¡santo, santo, santo…!

 

A Dios sacrosanto

los dichosos querubines

ángeles y serafines

dicen santo, santo, santo…

 

            Y desde el templo de la Merced partía a todo Guadalajara la fervorosa salutación del padre y sus seguidores iniciando una nueva jornada de devoción y piedad, cuyo comienzo oficial era la sagrada misa y la comunión, casi general, de los fieles. Pero antes ya había recorrido el templo de rodillas, cargado de cadenas, con la cruz a cuestas y coronado de espinas.

            A eso del mediodía tomaba por alimento pan duro, sobras, lo que le daban y agua. Todo revuelto, así fuese de sal o azúcar, para hacerlo desagradable, por amor a Dios y para castigo del cuerpo comodino.

            A menudo se sentaba en el atrio, acariciaba a los niños dándoles consejos y pan bendito para que fueran buenos y muy obedientes con sus papás. Una vez, ya grandecito, me lo acerqué para exponerle algún problema minúsculo y fui acogido por el bondadoso padre.

            Su fama traspasaba los linderos de Jalisco, y de todos los estados de la república venían a conocerlo y pedirle consejo. Una piadosa dama de Zamora, doña Trinidacita García de Jiménez, ¡santa y caritativa mujer!, con frecuencia le consultaba sus problemas y era de sus más entusiastas propagandistas.

 

Capellán de la Merced

 

Por el año de 1920, obedeciendo las disposiciones del ordinario de tomar ejercicios, los sacerdotes, cada tres años, estuvo en la casa de san Sebastián de Analco. Con nadie cruzaba ni media palabra, extático en las distribuciones de la capilla, con los ojos siempre cerrados. A la hora del refectorio él se colocaba, separado, cerca de un pilar, con una olla en el suelo, en la que le ponían su comida toda revuelta, según su costumbre.

            Durante más de 40 años fue capellán o rector de la Merced.

            Cuando cantaba la Salve, revestido de capa pluvial, lo hacía con voz estentórea y desafinada provocando algunas críticas, pero este acto y muchos otros inusitados, algunos los han estimado como meritorios y practicados con el fin de que lo humillasen.

            Él se titulaba Juan de Dios, solitario, muerto y sepultado. Por cierto, que los estudiantes perversos, que profanan aún las cosas más sagradas, le agregaban lo del Credo: “y bajó a los infiernos”. ¿Quién podría adivinar los cilicios que cargaba su martirizado cuerpo con cadenas y privaciones sin cuento?

            El padre Anguiano murió en olor de santidad el día de san Judas Tadeo, de quien tal vez haya sido devoto, pues en la Merced hay una antigua imagen de esta veneración.

            Fue muy sociable y presumido en su juventud. Decía Salvador, un mocito que tuvo a su servicio, que se cambiaba trajes cuatro veces al día y siempre lo tenía dándole grasa a su calzado. Su guardarropa estaba perfectamente surtido. Se sentaban amigos en su esplendorosa mesa. Pero estas juveniles presunciones, imitando a san Francisco de Asís se las castigó con duras penitencias. Muchos se han preguntado la causa de su total entrega a Cristo ¿Desilusiones, amores frustrados, clara llamada de Dios, obedecida, ciega y generosamente? Hubo muchas cosas inexplicables en su vida, pero seguramente todo fue para la mayor gloria de Dios y bien de las almas, como veremos después.

De Zapotlán fue el honor de tener por hijo a Juan de Dios Anguiano y Galván, preclaro por mil títulos. Quien lo veía lo juzgaba un loco o un santo, incomprendido para muchos, por haber roto los moldes y vínculos sociales, transportándose a una vida de santidad y amor heroico a Dios y a los hombres. Predecía y tenía actuaciones de clarividencia. Hubo quizás algunos que esperaran de él prodigios, sin lograr su propósito. Y aún pudo ser que, por la soberbia de ellos se hubiese mostrado indiferente. Nació el siervo de Dios el 22 de mayo de de 1850 y fue ordenado sacerdote el 14 de octubre de 1873 por el señor arzobispo don Pedro Loza y Pardavé. En 1877 fue nombrado capellán de la iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, en la que todo el culto se reducía a una misa rezada en la mañana y el rosario por la tarde. El padre Anguiano puso sus dos manos para hacerlo esplendoroso.

En ese tiempo era el padre un sacerdote que se distinguía por su pulcritud, esmerado aseo y correcto vestir. Con visos de elegancia y buen gusto, usaba mascadas finas, como lo acostumbraba desde su juventud, pues era de familia de rango y su papá un hombre desprendido y acaudalado, de lo mejor de Zapotlán. Eso sí, activo y muy celoso del culto. Empezó a mejorar la iglesia en todos los órdenes. Su puntualidad, constancia y atención, pronto la convirtieron en la primera de Guadalajara, por los numerosos actos religiosos que allí se desarrollaban y que aún continúan.

 

Familia del padre Anguiano

 

Fueron sus papás don Leocadio y doña Rosario Galván, de muy ilustre abolengo. El padre Anguiano tuvo ocho hermanos: Rodrigo, el licenciado José María, Benito, que durante muchos años fue cura de santa Clara; fray Fernando y fray Antonio, franciscanos de Zapopan; Jesusita, Antonia y Dolores. Don Rodrigo fue papá del presbítero Enrique Anguiano, ministro del Sagrario Metropolitano y, hasta la revolución cristera, sacristán mayor de la catedral; y de don Manuel, papá de don Bernardo Anguiano Barragán sobrino y nieto del padre Juan, el solitario de Dios. Fueron también sobrinos: Manuel, Rosario, Ángela, Bernardo y Enrique, hijos de Rodrigo y de Cecilia González. María, Mercedes y Jesús, hijos de María de Jesús Anguiano y de Manuel Ochoa. Francisco, Ramón y María de la O, hijos del licenciado José María Anguiano y de Ramona Cruz. Adolfo y Bernardo Garcín, hijos de Dolores Anguiano y de Adolfo Garcín. Era tanta la personalidad de fray Bernardo que en su familia hay cinco personas que llevan su nombre.

            De fray Antonio se dice que confesó a una muerta y que ya desde chico era clarividente, pues en cierta ocasión estando en el interior de su casa y con el zaguán cerrado, él pidió permiso a su madre para salir a recoger una víbora o ciato en donde se carga dinero –que un transeúnte lo había tirado en la calle–, con el fin de hacerlo llegar a su dueño.

            Es probable que la familia Anguiano se haya venido de Zapotlán a Guadalajara por 1864 huyendo de los excesos del bandolero Antonio Rojas, que incendiaba, saqueaba y deshonraba familias. Un día en Zapotlán, cuando el imperio, ordenó que fuera quemada con todo y pasajeros, cochero y caballos, una diligencia que llegó del lado de los franceses. Algunos lograron salvar de la sentencia al pasaje. En esta ocasión asesinaron en Zapotlán a muchos vecinos que defendían sus familias o sus bienes.

 

Juan Anguiano se entrega a Dios

 

Elegante, gentil, con bienes de fortuna, de buena presencia y de gran sociedad era Juan de Dios en sus mocedades. Andaría en fiestas con sus amigos, las jóvenes se lo disputarían. Bulliríale la mente en sueños y la voluntad en deseos indefinibles. Sería dadivoso, exquisito en el trato. Afable, de genio franco y chancero, mas en su vivir alegre y fácil, jamás se supo que hubiese andado por senderos extraviados. Sus padres supieron inculcarle sentimientos nobles y cristianos.

            Llegó un momento en que tuvo que elegir su camino, y teniendo muy cerca el santo ejemplo de su hermano Bernardo, que vestía de fraile, eligió la sotana en la vida secular y fue un buen sacerdote, sin dejar su elegancia y buen gusto, en un plano de buena sociedad de pulcritud y de buenos modales, cumpliendo siempre con sus deberes y con su carácter eclesiástico. Pero hubo un hecho en su vida que lo conmovió profundamente, y de la noche a la mañana siguió los pasos de san Francisco de Asís, convirtiéndose como él, en el más humilde pordiosero. En esto intervino su hermano Bernardo, como veremos después.

 

Cosillas de fray Bernardo

 

Todos en esa familia, y más el padre Anguiano, eran festivos. Cerca de su casa, en la esquina se ponía una vendedora con fruta sobre una mesa. Allí se proveían los chiquillos del barrio de perones, naranjas de El Escalón, piñas y hasta de monitas de chicle de Talpa, no digamos del sabroso alfajor de Colima que se vendía en barras, espolvoreado de rojo. Pues un día que estaban los niños haciendo sus compras, acertó a pasar por allí una calandria, y con sorpresa de todos pronto empezó a caminar la mesa de la frutera. “Épale”, gritó furiosa. “Usté de la calandria, no se lleve mi mesa. Párese, ya me tumbó la fruta…”. Y la mesa ya sin fruta iba dando tumbos en el empedrado. Por fin paró la calandria y entre todos, Bernardo el principal, le juntaron la fruta y le llevaron la mesa a su lugar. Pero el de la travesura había sido precisamente Bernardito, que había amarrado la mesa con una reata a la calandria, lo que no llegó a olvidar en la vida.

            Siguió creciendo Bernardo adornado de grandes cualidades y empezó a sentir responsabilidad con sus hermanos, a quienes debía buen ejemplo. No lo había de escatimar, cada día avanzaba por el sendero que lo conduciría a la vida religiosa, y llegado el momento se metió a fraile en el convento de Zapopan. Allí hizo mucho bien al santuario de la Virgen, y aún se recuerda gratamente la memoria de fray Bernardo, que pasó a mejor vida el 26 de diciembre de 1906.

 

El llamado de Dios

 

Esta fue la segunda etapa en la vida del padre Anguiano, la del sacrificado y penitente. Al morir su hermano fray Bernardo, pasó la noche entera en oración, arrimado a su cadáver. Allí, mientras meditaba, surgirían en su mente las palabras evangélicas: “No lleves alforja ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo…”.

            Se cree que aquella noche rompió los últimos lazos con el mundo, y como se desposó con la pobreza vistiendo un hábito andrajoso, ciñó su cintura con cadenas y abrazó la soledad llamándose “solitario de Dios”. Así surgió el hombre nuevo entregado por completo a una vida de rigurosa penitencia, dispuesto a ser encarnecido y humillado y entró alegre cantando en su nueva vida de sacrificio. Precisamente era eso lo que él buscaba. “¡Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos!”. Alguien ha dicho que en aquel histórico momento tuvo una visión: se le apareció fray Bernardo y, tocándole el hombro, le dijo: “Hermano, ¡qué terrible es la eternidad!”. Divina palabra que lo había de acompañar durante el resto de su vida, en su boca siempre, en sus escritos y aun pintada por su mano en su mísera celda: ¡Eternidad, eternidad…!  Una hoguera incendiaba su corazón en amor a Dios. “¡Jesús, Jesús! ¡Yo te amo ahora y por toda la eternidad! ¡Amo a Dios!”, repetía incesantemente en éxtasis de amor. Desde entonces, un fuego interno del espíritu empezó a consumir su carne por amor a su Creador.

            El padre Juan quiso ir más allá fundando una orden de solitarios, que no fue aprobada por su rigorismo. Sin embargo, unos cuantos hacían vida de comunidad guardando los consejos evangélicos y desempeñando labores domésticas. Era tan amante del Santísimo Sacramento y fomentó tanto su culto, que le encomendaron sus superiores [que] distribuyera los turnos del jubileo eucarístico en los templos y que redactara las participaciones mensuales a los fieles. Por tradición de familia, y más aún por sus hermanos zapopanos, se sentía muy ligado el padre Juan a la “Generala del estado de Jalisco”, la venerada Virgencita de Zapopan, y cuando le tocaba el turno de recibirla en la Merced, echaba la iglesia por la ventana. La fiesta de esta Virgen se celebra el 18 de diciembre: la Expectación del Parto de María Santísima. En este día todos los salmos del oficio empiezan con la exclamación ‘¡oh!’. Por eso se llama la Virgen de la O, y todas las que son de esta advocación se llaman Marías de la O.

            La Virgen quiso cubrir con su milagroso manto a fray Bernardo y a fray Antonio; ambos ingresaron al convento de Zapopan. A fray Bernardo de joven se lo llevaron de soldado. Al rescatarlo su padre lo envió a la Baja California. Allá sintió el llamado de Dios y se ordenó, pasando después al convento de Zapopan, donde se mostró muy activo, hizo muchas mejoras al santuario y construyó la segunda torre de la iglesia. Fue un monje ejemplar de acrisoladas virtudes. Tuvo que sufrir una delicada operación en la cabeza y la soportó sin anestesia. Su hermano fray Antonio, atraído por su ejemplo, y que fue nada menos que el padre guardián del convento, instituido en 1816, a petición del insigne obispo don Juan Ruiz de Cabañas y Crespo, que fundó el Hospicio. El convento llevaba el nombre de Colegio Apostólico de María Santísima de Zapopan, y fueron sus fundadores los franciscanos del convento de Guadalupe de Zacatecas, famosos por sus virtudes y celo apostólico. En el grupo fundador venían fray Francisco Barrón, los padres Lazo, Velasco, Figueroa y el lego Aza.

            El señor obispo Cabañas puso en manos de los anteriores para la reconstrucción del convento 120,000 pesos, legado que dejó para esta fundación sor María Manuela de la Presentación Barrena al profesar en el Convento de Santa Mónica. Pronto fecundó la semilla en numerosa comunidad y empezaron a misionar hasta en los pueblos más lejanos del estado, con óptimo fruto. De allí salieron varones sabios y virtuosos, teólogos, moralistas y el que fue nada menos que comisario general de toda la Orden Franciscana en México, fray Teófilo G. Sancho, de familia de abolengo, que dejó cuantiosa fortuna para abrazar la pobreza franciscana. De allí salió también fray Buenaventura Portillo, primer obispo de Chilapa, a quien tocó el honor de consagrar el santuario de Zapopan el primero de diciembre de 1880. Fray Mariano Padilla, de Zamora, y fray Luis del Refugio de Palacio también fueron zapopanos. Este último, distinguido historiador y colonialista, escribió varias obras, entre ellas, La catedral de Guadalajara.

 

La Virgen de Zapopan

 

Fue traída de España por fray Antonio de Segovia, franciscano, quien en 1542 en compañía de Nicolás Bobadilla fundó la villa de Zapopan y colocó en una capilla la imagen, cuya advocación es de la Expectación, y su fiesta se celebra el 18 de diciembre. Fueron tantos los milagros que hacía la Virgen allí y aun en los pueblos lejanos que, en 1642, el señor obispo de Guadalajara don Juan Ruiz Colmenero mandó levantar una información jurídica de los milagros. Con este motivo creció tanto la devoción que los habitantes de Guadalajara construyeron el bellísimo santuario de Zapopan donde hoy es venerada la milagrosa imagen. La dedicación solemne la hizo el señor obispo don Nicolás Gómez de Cervantes, en septiembre de 1729.

            En 1734 fue jurada por la ciudad como patrona contra las tempestades, que sabido es se desatan con fuerza arrolladora, cuajadas de rayos y fúlgidos relámpagos. Desde ese año se inició la tradición de llevarla a la catedral y demás templos, el 13 de junio, volviéndola a su santuario, en Zapopan, el 5 de octubre. En ambas procesiones se desborda Guadalajara, acompañándola con gran regocijo y devoción ejemplar.

            A la consumación de la Independencia por don Agustín de Iturbide, en 1821, fue proclamada “Generala del estado de Jalisco”, y desde entonces adornan a la pequeña imagen una banda azul y un bastón de oro. El gobierno civil la recibía con 21 cañonazos.

            En cada templo que visita le hacen grandes honores, adornos especiales, misiones y alboroto en general. En la iglesia de la Merced se extremaban las manifestaciones de regocijo por ser el padre Juan Anguiano, hermano de los dos frailes zapopanos: fray Bernardo y fray Antonio.

            El padre Anguiano, por tanta penitencia, se iba desmejorando. Sus superiores insistían en que morigerara su vida, pero como no se lo imponían por obediencia, seguía macerando su cuerpo, y a la par disminuía sus alimentos y aumentaba sus vigilias en largas meditaciones sobre la eternidad y los novísimos. Aquella vida incomprendida para muchos y llena de cosas raras daba pábulo a la gente, que se aventuraba a pensar si acaso había algún desquiciamiento en su cerebro. Mas luego, al palpar sus actos de completo juicio y virtud heroica sentíanse desconcertados. El señor arzobispo Orozco y Jiménez, por su parte, también temía por la salud del padre Anguiano y le ordenó que se alimentara. Algunas personas le habían dado quejas de su modo de vestir, y él les había contestado: “Déjenlo, nada tengo qué reprocharle”.

            Chon, el mozo del padre, era un hombre humilde del pueblo, nunca se le separaba y procuraba imitarle en todo, principalmente en sus virtudes. Parecía un verdadero asceta. Vestía pobremente, siempre traía en sus manos un traste de barro y los dedos de los pies se los amarraba cada uno por separado para molestarse. Era tanto su espíritu de mortificación, que una persona de la familia, queriendo obsequiarlo, le regaló un pedazo de membrillete y por nada del mundo quiso aceptarlo, diciendo que aquella satisfacción le privaría de mayores bienes del espíritu.

            Estaba enamorado de la Eternidad. Para inculcarla en todos la repetía mil veces, y mandó imprimir avisos con el título ¡Eternidad! En Zamora, desde niños vimos unos grandes carteles con marcos negros en la puerta de las iglesias con ese encabezado, ¡Eternidad!, y una redacción alusiva para meditar. Desaparecieron en la revolución. En Morelia aún se conserva en la Catedral. ¿No sería el ejemplo del padre Anguiano el que introdujo esta costumbre por acá, donde gozaba de tanta popularidad? Tanta, que varias personas iban a consultarle sus problemas.

            En una céntrica calle, alegre y bulliciosa, musicada de pregones callejeros se alza la iglesia de la Merced, donde se venera la milagrosa imagen de las Mercedes. Es el templo más popular de Guadalajara, debido al padre Anguiano, que le dio fama y culto cual ningún otro.

            La fachada era de estilo colonial, desmereció con la torre que le agregó el señor cura don Gabino de Alba, pues aun siendo interesante como la de Tepatitlán, no encaja en el estilo. La iglesia tiene una nave y dos cruceros con altares al Sagrado Corazón y a la Virgen de Guadalupe. En lo alto del altar mayor se admira la primorosa imagen de Nuestra Señora de las Mercedes, hermanita de la Virgen del Carmen en su iglesia, pues las dos fueron obras de Perusquía, el famoso queretano. En el presbiterio de la Merced, aparece la de san Martín de Porres. En el cuerpo del templo, san Rafael, san Antonio, san Vicente de Paul, san Nicolás de Bari. A la entrada, el Niño Limosnerito y el Nazareno atado a la columna, muy devota y artística imagen. En fecha reciente fue decorada la iglesia con todo esplendor. Abundan los bajorrelieves dorados. Los cuadros murales son del laborioso don Rosalío González, de Jalostotitlán, que pintó los de la catedral de Zamora, la parroquia de Jacona y el santuario de la Asunción de Tingüindín. Los de la Merced son seis.

            El inmediato al altar, a la derecha, representa el sagrado viático a san Ramón Nonato; enseguida, la Santísima Virgen preside el oficio divino, martirio de san Pedro Armengol y, al lado del Evangelio, apoteosis de la Orden Mercedaria; y a un lado de la puerta mayor, la pintura de un obispo.

El actual capellán de la Merced es el presbítero don Salvador Munguía, que ha continuado con el tradicional esplendor del culto en esta iglesia.

La capilla del Niño de Praga está tapizada con exvotos en mármol. Preside la Virgen de la Salud. Arriba del altar se venera el milagroso y artístico Señor de la Salud de Tototlán. En una escultura de mucho mérito y de tamaño natural, aparece la Virgen de los Afligidos teniendo a Nuestro Señor en su regazo. San Expedito y san Judas, pinturas antiguas, y, en magnífico óleo, la milagrosa Virgen del Perpetuo Socorro.

En la capilla del Calvario hay una escultura alusiva en el altar y un Santo Entierro de gran mérito. En el pasillo de la sacristía se venera un milagroso Nazareno y hay muy buenas pinturas antiguas. En la sacristía preside una pintura que representa al padre Anguiano bendiciendo la ceniza. En la pared frontera un mural antiguo con el martirio de san Diego, y antiguas son también las pinturas de los cinco ángeles, de mucho mérito.

La iglesia de las Merced se abrió al público en 1629 en lo que fue la casa del deán Dávila de la Cadena, según dice el padre José T. Laris, de quien hemos tomado algunos datos. Esta iglesia era la mejor de Nueva Galicia en tiempos de la colonia. Fray Miguel de Telmo inició la construcción y se terminó en 23 años. Su brazo derecho en esta obra fue el humilde lego mercedario fray Simón de los Reyes, que recorría con gran abnegación pueblos y ciudades colectando limosnas para la iglesia, cuyo altar mayor fue dedicado el 24 de septiembre de 1667.

El esplendor y gusto artístico que hoy se admira en esta iglesia se debió en gran parte al padre Anguiano, que se firmaba ‘Juan S. (solitario) de Dios N. S. (muerto y sepultado)’, quien por más de 40 años fue celoso y activo capellán; impulsó grandemente la devoción a las benditas ánimas del Purgatorio con un solemnísimo novenario y el culto general de la iglesia, que durante mucho tiempo fue y sigue siendo el primero en la cristiana capital tapatía.

            El templo antes de recibirlo el padre Anguiano era de estilo antiguo y defectuoso. Él mandó estucar y decorar las bóvedas con artísticas pinturas en la cúpula. Posteriormente se pintaron los murales. El padre no se separaba de la iglesia, con su predicación, su fervor ejemplar y las exposiciones todo el día del Santísimo Sacramento. Siempre tenía templo lleno. Una vez se escucharon gritos desordenados a la hora del rezo, y se dio cuenta el padre que provenían de una taberna que estaba metida en una esquina cercana, llamada El Infiernillo, que era fuente de todo desorden, y se preocupó por remediar el mal. Fue entonces cuando construyó el atrio, logrando que quitaran la cantina que estaba dentro de su perímetro. En la iglesia edificó la capilla de Nuestra Señora de los Dolores y de la Madre del Amor Hermoso, reedificando la del Santísimo Sacramento, e hizo varios altares. Infatigable, penitente, a manos llenas ganaba almas para el cielo.

 

Incendio del Mercado Corona

 

Este mercado, que llevó antes el nombre de Venegas, se incendió varias veces, pero quizá uno de los más terribles fue el de principios de este siglo. A eso de la medianoche empezaron a tocar lúgubremente a rebato de campanas de la Merced. Las enormes llamaradas se elevaban por ese rumbo y ponían en peligro la iglesia del padre Anguiano. Los bomberos arrojaban cataratas de agua sobre el mercado, y parecía que eran de gasolina o alcohol. Las llamas, en vez de apagarse, con más fuerza crecían y las viguetas y láminas de hierro se retorcían al rojo vivo, lanzando diabólicos crujidos. A veces, chisporroteos como de fuegos fatuos iluminaban la negrura de la noche y a lo lejos semejaban hermosa aurora boreal. No sólo los bomberos trataban de combatir el fuego, muchos particulares ayudaban al salvamento.

            El padre Anguiano, afligidísimo, rezaría con los fieles pidiendo misericordia. ¡Cuánto le preocuparían las vidas de sus queridos mercaderes! Muchos perdieron allí sus pequeños capitales. Varios días pasaron para que se extinguiera el fuego y los escombros quedaron humeantes por varias semanas Campo de desolación era aquello y daba tristeza pasar por entre ruinas. El padre Anguiano probablemente reuniría fondos para mitigar la desgracia de algunos. Hubo muertos y heridos con dolorosas quemaduras. Algunos meses más tarde se empezó la reconstrucción del mercado, que volvió a incendiarse –aunque no en las mismas proporciones– por 1928, y hace poco otra vez, siendo reedificado con mal gusto. Ya para aquellas fechas el padre Anguiano había alcanzado gran popularidad por sus penitencias rigurosas y sus rarezas, por su fervor contagioso sus consejos y su gran amor a Dios, que constantemente lo practicaba.

 

Temblores y sacrilegio

 

Profanación en la plaza de toros El Progreso.

La plaza estaba henchida como pocas veces, al anuncio de un buen cartel, y esto lo aprovechaban los malvados. Cuando menos se esperaba, resonó una voz en los tendidos: “Si son tan poderosos que se salven”, al tiempo que arrojaban millares de estampitas del Sagrado Corazón y de la Virgen, que bajaban poblando el aire como minúsculo confeti sobre el ruedo.

En cuanto el público se dio cuenta, se armó el gran alboroto. Querían castigar a los sacrílegos, apabullarlos y arrojarlos a los cuernos de los toros. Hubo puñetazos, golpes y gritos. Muchos abandonaron la plaza y otros quedaron a la greña.

El escándalo cundió por la ciudad, y la indignación y el coraje se hicieron públicos por el sacrílego atentado. El padre Anguiano, visiblemente impresionado, subió el lunes al púlpito en la Merced y con voz de trueno exclamó: “Ayer hubo un terrible sacrilegio en la plaza de toros”. Refirió el hecho e instó a los fieles para que hicieran actos públicos de desagravio, clamando con voz angustiada: “¡Misericordia, Señor, rey de cielos y tierra! ¡Madre del Divino Verbo, perdonadnos! ¡Penitencial! ¡Desagravio! ¡Si fue pública la profanación, pública será la penitencia y público también será el castigo!”. Y así fue. El miércoles siguiente en el mes de mayo, por los años de 1912, azoraron a los vecinos de Guadalajara espantosos ruidos subterráneos y vívidos relámpagos sin tormenta, que deslumbraban las pálidas caras del conturbado vecindario, y se vino el primer temblor formidable, y siguieron hasta contarse 170 en un solo día. A veces temblaba con sacudida, profunda, y sólo en Guadalajara; ni en San Pedro ni en Zapopan se sentían. La gente no hallaba qué hacer, enloquecida.

Los cables de la luz se reventaban, causando incendios y desgracias. Otro tanto pasaba con los tubos del drenaje y agua, las calles inundadas y el terror en todas las caras. Muchos no salían por la inseguridad; pero en las casas se corrían también graves peligros. Entonces empezó el éxodo. Muchas familias se fueron a Zapopan y a San Pedro, y otras a La Barca, México y Zamora. Las que no pudieron salir vivían en casas de campaña en las plazas y jardines o al aire libre, bajo cualquier árbol o barranca.

Los desagravios seguían sin cesar. Para determinada fecha el padre don Severo Díaz, astrónomo, anunció un cataclismo. La noticia sembró pánico aterrador. El gobierno puso tren gratis a los que quisieran salir. Las comunidades religiosas estaban en constante oración y desagravio. De Mexicaltzingo al santuario de Guadalupe se organizaron peregrinaciones de penitencia. Las damas encopetadas iban descalzas, honestas y disciplinándose por las calles entre la lluvia. Tanta penitencia calmó la ira celeste, y el cataclismo predicho se convirtió en sólo un fuerte temblor.

Dicen que el padre Anguiano anunció el fin de los temblores para el 8 de diciembre, y su profecía se cumplió el día de la Inmaculada. ¡Ocho meses duró el castigo!

En esos días terribles una familia de Zamora vivía en Guadalajara. Casi no comían ni dormían del pánico, y ni a las piezas querían entrar. Entonces el papá les ordenó que se acostaran a dormir, que mucho de lo que tenían eran imaginaciones y neurastenias. Se entraron a los aposentos, pero no se acostaron; y no fuera malo que a la medianoche, en que el papá roncaba apaciblemente, se vino un temblor estrepitoso. Azorado se incorporó, la cama patinó y él fue a dar al suelo. Al día siguiente toda la familia estaba en Zamora.

 

No se hagan de la vista gorda

 

Como de costumbre, una mañana estaban las mercaderas de la Merced formándole rueda al padre en demanda de ceniza, de bendiciones y, algunas, de consejos. Eran tantas que, aunque el buen padre hubiera tenido los ojos abiertos contra su costumbre, no habría podido ver a un metro lo que ocurriera. Y ocurrió que por la puerta mayor entró un ancianito, todo sudoroso, trató de hincarse y rodó en el suelo por un ataque epiléptico, sin hacer mayor ruido, sólo con un leve estertor propio de esos enfermos.

            El padre, como si lo hubiese visto, les dijo a las mercaderas: “Es bueno que no os concretéis a vuestros problemas, estad pendientes de todo. No se hagan de la vista gorda. Ninguna de ustedes se ha dado cuenta de ese ancianito que está caído cerca de la puerta mayor. Nadie lo atiende. Id y traédmelo para darle ceniza”. Así lo hicieron las mujeres, mas la persona que nos refirió el hecho no nos dijo si había sanado. Es probable, pues muchísimas curaciones obró el padre con su ceniza bendita, en verdad maravillosa.

 

 ¡Tan tan! ¡don Dilon!

 

En el mes de las benditas ánimas, las campanas de la Merced con sus toques fúnebres convidan a todo Guadalajara. El templo se ve henchido y los fieles ocupan hasta el atrio. El padre Anguiano anda feliz, como si celebrara el día de su santo. Las ánimas forman parte de su vida, les reza y dicen que platica con ellas. Así lo afirman personas fidedignas, y por algunos hechos hasta parece que sabe cuándo entran y cuándo salen del Purgatorio. Las ánimas le deben mucho al padre. Fue él quien fundó su archicofradía en la Merced y la propagó en todas las parroquias del arzobispado. Así que, al llegar noviembre, hay más oraciones, más misas, más sufragios, rifas de ánimas y seguro que más cilicios y rigurosas penitencias.

El padre Anguiano llenaba el alma del pueblo y también gozó de la estimación de sus arzobispos José de Jesús Ortiz y Francisco Orozco y Jiménez. El primero con frecuencia se encomendaba a sus oraciones y, en el año de los temblores, fue a pedirle su bendición. Monseñor Orozco y Jiménez a la muerte del padre estuvo, entre los primeros, orando ante su cadáver.

Los chiquitines veían al padre Anguiano como veían a los santos, con sus ojitos extrañados, contimás cuando las mamás se los acercaban para que lograran de él una caricia, al menos con sus dulces ojos y siempre una bendición, que para los menos pequeñines la complementaba uno de los sabrosos panecillos que siempre llevaba consigo. De ese rango, paradójicamente, las niñas eran más dóciles, menos asustonas, pero ¿qué habría pasado si unas chiquillas se hubiesen asomado al aposento del padre?

 

Rosa y Tere

 

 Graciosas y muy adictas al padre Anguiano, vivían lejos de la Merced. Nunca, nunca, se quedaban sin bendición a la salida de la escuela. Rosa, la mayorcita, de carácter vivaracho, era la “travesura andando”, como la llamaban en su casa. Ella había oído hablar de cosas raras que sucedían en la pieza del padre, y se propuso ver con sus propios ojos. “A mí no me cuenten. ¿Me acompañas, Tere, a subir cualquier día de estos?”. “Rete que te acompaño, Rosa, si yo también soy muy curiosa”.

Pero el cualquier día no llegó pronto, pues el camino a la pieza del padre tenía muchos tropiezos: un largo pasillo por donde casi siempre había gente, una escalera en el rincón que era el ir y venir de Chon y del sacristán, la notaría, los fieles; en fin, otros mil obstáculos. Pero ellas no desistían. Día a día vigilaban aquel camino que las conduciría al fantástico cuarto de padre Anguiano. Al fin una semana – el que porfía mata venado– se llegó la ocasión propicia. Vivarachas, estiraron sus pescuezos husmeando por todo el largo pasillo. ¡Nadie! Viento favorable, no había moros en la costa. “Ora sí se nos hizo, Tere, vente”. “¿Y si nos pescan, Rosa?” “¡Chist!, cállate”. Avanzaron hacia la escalera: todo quietud y paz. De puntitas siguieron escalón por escalón, haciéndose más chiquitas de lo que eran, volteando para todos lados ¡Todo solo, magnífico! La suerte era con ellas. ¡Adelante! Llegaron al alto, otra vez giraron sus pescuezos escudriñando… Pero, ¿dónde estaría el cuarto del padre? Avanzaron… Un “Misericordia, Señor” pegado en una puerta les reveló el aposento del padre. Empujaron suavemente. La puerta cedió. Aquellos corazoncitos querían salírseles del pecho. Se jugaron el todo por el todo y: “¡Santo Dios! ¡Ave María Purísima! ¿Dónde estamos? ...” Lo primero que vieron sus ojos espantados fue un enorme letrero: ¡Eternidad! La pieza estaba a media luz. Sus ojillos poco a poco se hicieron a la penumbra leyendo: ¡Muerte, Juicio, Infierno! ¡Uy, qué miedo! Gloria, penitencia, desagravio. ¡Misericordia Señor! Coronas de espinas, cruces. Un montón de restas en el suelo… “¿Qué es esto, Rosa?” “Penitencias, disciplinas, Tere”. De pronto, ésta tropieza y cae dentro de un cajón de muerto… ¡Un espantoso grito! Rosa entretanto se había alejado y mira aterrorizada un rincón: “¡Una calavera, Tere!” “¿Dónde estás, mujer?” “¡Ayyyy!” Voltea y la ve salir del cajón. ¡Qué horror! “¡Córrele, Tere! ¡Espantos!” “Vámonos”. Y bajaron desaladas a trancos largos la escalera. Tropezaron con Pepe el sacristán, que subía. Se le escabulleron de las manos, tapándose las caras con sus rebocitos. “¡Épale!, ¿qué andan haciendo?, ¿a dónde van, chiquillas de mis pecados?”. A poco se metieron al cuarto del padre. “¡Muy merecidas, Jesús me valga!”. Se le despintaron, y Pepe entró. La puerta abierta le confirmó su sospecha. Mas cuando encontró el cajón fuera de su lugar: “¡Traviesillas!”, exclamó. “¡Me la pagan!”. Entretanto ellas, ya muy lejos por el Jardín de San Francisco, se sentaron en una banca. Ya no podían con la carrera, el corazón se les salía del pecho. No alcanzaban resuello, ni humor, ni fuerzas tenían para hablar. Pasado un rato, Rosa dijo: “Yo no voy a dormir esta noche”. “Voy a soñar la muerte”, exclamó Tere. Ambas con su cara pálida y haciendo pucheros. “¿Quién se moriría en aquel cajón donde di el porrazo?”.  “¡Sabe!”, contestó Rosa, “¡y la calavera, qué horror! ¿De quién sería?”. Tere no respondió. De pronto, entre los botones de la blusa va viendo atorado un pedacito del hábito del padre Juan: “¡Mira, Rosa, lo que se me pegó seguro en el cajón de muerto! ¡Este cachito tiene el color de su hábito! ¡Una reliquia, Rosa!”. “¡Qué bueno, pero qué sustazo!”. Entretanto, Pepe seguía retando contra las intrusas: “Pícaras. Si lo sabe el padre, componte José María. ¡Ya te anda! ¡Ni remedio!”.

En la revolución, por los años de 1917 escondieron al padre en Reforma y Mezquitán, en la casa del señor presbítero Enrique Anguiano González, su sobrino y hermano de Manuel, Rosario, Angelita y Bernardo. Andaba disfrazado con un paliacate rojo en la cabeza, y por su humildad no quiso otra habitación que la de los sirvientes.

A la familia le agradaban los antojitos, en especial los frijoles refritos; y cuando observaba que ponían gusto especial en algún platillo, les decía: “No se deleiten tanto en el comer porque lo pagarán en el Purgatorio”.

La mamá del señor Cecilio González estaba muy preocupada por la suerte de su difunto hijo en la otra vida, y un día el padre Anguiano le dio la buena noticia: “No tenga cuidado, por la misericordia de Dios ya está en el cielo”.

Los niños buscaban mucho al padre Anguiano. Era un buen amigo, les platicaba y daba consejos. Ellos se sentían atraídos por su bondad y tal vez también por la novedad en su modo de vestir con su cuerda y corona de espinas, tan distinto de los sacerdotes seglares. Iban a menudo por ceniza y a que les bendijera rosarios y estampitas.

Un día se acercó la niñita María Garibay con otras y le dijo: “Padre, ¿no me bendice este rosario?”. Era de concha y muy estimado de la niñita. “¿Que qué?”, le preguntó el padre. “Que si no me bendice mi rosario”. “¿Que qué?”, volvió a preguntar el padre. La niñita, creyendo que no le oía, en voz más alta repitió: “Que si no me bendice mi rosario”. Entonces el padre recalcó: “‘Que si no me hace favor de bendecirme mi rosario’, niña”. Luego le dio una cariñosa palmadita y le cumplió el gusto.

 

Muere Dolores, hermana del padre Anguiano

 

Lola tenía mucho cuidado de su hermano, lo visitaba frecuentemente en su aposento en los altos de la Merced. Pero quería llevárselo a otro lugar, pues decía que se impresionaba mucho en aquella pieza llena de letreros fúnebres con los que el santo anacoreta disponía su ánimo para meditar en la muerte. Y luego aquel negro cajón de muerto en el que se acostaba a dormir, le enfermaba el alma y le representaba a su querido hermano en el último trance de su vida. Por este motivo lo llevó a su casa y lo alojó en una pieza, contigua a la suya para estar pendiente de él. Lolita Cosío nos refirió que un día al pasar Dolores, hermana del padre, frente a la pieza de éste, le dijo: “Prepárate para la muerte”. “No me andes asustando con esas bromas, no seas malcriado”. Y agregó Lolita que, el viernes de Dolores, la hermana del padre le regaló de cuelga una monedita de oro de 5 pesos. Otras personas refieren algo idéntico, en sustancia lo mismo: que la víspera del viernes de Dolores, santo de su hermana y estando ella en aparente salud, le mandó decir el padre que había visto a su papá que venía por ella, que estuviera preparada para salir de este mundo. Esto impresionó grandemente a su hermana Lola, que no se sentía mal, mucho menos en trance de muerte, y le contestó con cierto disgusto que por favor no le diera esas bromas. Ya hemos dicho que en ese estado de santidad era inclinado a la chanza, amante de farsar entre personas de la familia.

Así pasaron las cosas: el viernes de Dolores, la familia le festejó su onomástico con una sencilla reunión familiar. Por la mañana fue a misa y comulgó según lo acostumbraba. Pasó el día sin novedad, contenta, en paz y buena compañía. Todavía a las 9 de la noche comentaba Lola con las personas de su familia el recado de su hermano en el que anunciaba su muerte, creyendo que todo era broma. Y a las once de la noche, su hijo Adolfo Garcín Anguiano, que estaba con ella, se despidió recibiendo su bendición, dejándola sin nada que hubiese presagiado su muerte, y… momentos después, apenas llegado a su casa, recibió la noticia de su fallecimiento. Presuroso volvió sólo para encontrar a su madre tendida en el lecho mortuorio. El lamentable suceso cundió por todo Guadalajara, siendo comentado por los allegados del padre, que comprobaron una vez más su espíritu profético.

 

Don Teófilo Pérez

 

y su esposa Jesusita Magaña se fueron a vivir a Guadalajara, huyendo de la revolución, después de la caída de Madero, habiéndose quedado su mamá en Puruándiro, de donde eran originarios. La situación era difícil para ellos, pues en ese tiempo todos los negocios estaban en decadencia. La pena más grande de la señora era su mamá, que había quedado sin su compañía. Nada podía consolarla, y un día decidió ir con el padre Anguiano a exponerle su afligida situación, pues a la fecha su esposo no había encontrado trabajo. El padre la oyó atentamente con sus ojos cerrados, según costumbre, y cuando terminó de exponerle su aflicción, le dijo: “Penitencia, penitencia, señora. De su mamá no tenga pendiente, nada le pasará. Su esposo no se quedará en Guadalajara, un amigo lo llevará a otra parte”.

Por esos días, don José Cano, que había sido compañero de colegio de don Teófilo, lo encontró en la calle: “¿Qué andas haciendo, Teófilo?”, le preguntó. Éste le expuso su situación y don José le dijo: “Arréglate, esta tarde nos vamos en el tren para Celaya”. Se fueron según lo convenido y, en Yurécuaro, le dijo don José: “Vámonos a Zamora. Allí tengo un asunto que arreglar”. Y en Zamora encontró trabajo don Teófilo y mismo don José, días después, le trajo de Guadalajara a su esposa Jesusita, habiendo establecido su casa en Zamora hasta que murió don Teófilo. Su familia aún sigue viviendo en esa ciudad.

 

Don Cleofás Mena

 

Por los años de 1918, la revolución iba tocando a su fin y Carranza estaba en el poder. De la noche a la mañana quedaron anulados los bilimbiques –que habían venido inundando al país porque cada jefe imprimía sus propios billetes– y salieron a relucir los pesos y las monedas de oro con gran sorpresa de todos. Es astuto bandolero Inés Chávez García asolaba a Michoacán, Guanajuato y parte de Jalisco. Las familias se refugiaban en las grandes ciudades para librarse de los atropellos.

Don José Cleofás Mena, de Churintzio, se trasladó con su familia a Guadalajara y hubo de buscarse su vida de manera distinta de la que acostumbraba en su tierra. Decidió, a pesar de los peligros y de la inseguridad de los caminos, viajar con fines comerciales. Acompañado por su hijo Juan, tomaron el tren rumbo a Colima y de allí siguieron a caballo hacia Coalcomán. La región estaba asolada y llena de bandidos. De Colima a Coalcomán, muy extensa zona, sólo encontraron dos ranchos. Lo demás estaba en ruinas abandonadas. Cuatro veces fueron asaltados y robados de pequeñas cantidades de dinero, pues don Cleofás astutamente cargaba un pequeño morral al cuello con algunas monedas. Se las vaciaban unos y las reponía para otros. Pero 12,000 pesos los llevaba en monedas de oro en su ropa, cosidas separadamente para que no sonaran. Así llegaron salvos, ellos y ellas a su destino.

En Coalcomán tuvieron dificultades para reunir la mercancía, pues otros se habían anticipado. Hubieron de permanecer como 40 días, en vez de 15 que habían proyectado. Al cabo de ese término regresaron con su hatajo, pensando don Cleofás en la apuración de su familia por su larga ausencia. Así era en efecto. Su esposa doña Leonor Arroyo de Mena, afligidísima, mandaba diariamente a la estación del ferrocarril a uno de sus hijos a ver si llegaban, recibiendo un diario desengaño. Entonces decidió ir a consultar con el padre Anguiano a la Merced. Esto pasaba en la mañana. Se confesó y luego le expuso su gran aflicción por no haber regresado los seres queridos, temiendo les hubiera ocurrido alguna desgracia. El padre con todo aplomo y sin rodeos le dijo: “No te apures, hija; anda luego a tu casa para que les prepares algún alimento y disponte a recibirlos porque esta tarde llegan”. La señora lloraba de emoción. Y fueron sus palabras: “Como por encanto me levanté, tranquila y confiada del confesonario, y me fui corriendo a la casa”.

Allí preparó lo necesario, y tuvo tanta fe en el padre que esa tarde con todos sus hijos y nietos fueron a esperarlos en la estación. Y llegaron… trayendo la paz a su hogar, admirados ellos de las proféticas palabras del padre Anguiano.

Feliciana Barajas era una antigua sirvienta de la familia. Un día el padre, por distracción, se llevó de su casa a la iglesia unas llaves que necesitaba su hermana Toña, y al no encontrarlas mandó a Feliciana a la merced para que se las pidiera. Al darle la sirvienta el recado, el padre se le quedó mirando fijamente y le dijo: “Efectivamente me las traje por distracción, aquí las tengo; pero no te las doy hasta que no reces el rosario allí en aquel lugar –señalando con el índice–, porque hace tres días que no lo rezas”.

Feliciana se quedó de una pieza, como si le hubieran aventado un jarro de agua fría, y muy humildita, pensando cómo lo habría adivinado el padre, fue a cumplir fielmente la orden.

Una vez Ramoncito, de cuatro años, hermano de María de la O Anguiano, se quedó mirando con extrañeza los guarachones del padre. Éste se quitó uno y graciosamente le dijo: “¿Lo quieres, Ramoncito? Póntelo”. Lo tomó el niño, y al ver cómo traía la suela interior claveteada de tachuelas de garbancillo, se echó a llorar compadecido.

El padre era jovial y travieso, y siendo ya sacerdote; pero antes de hacerse penitente, le hizo una a su hermano José María que pudo ser de funestas consecuencias. En el descanso de la escalera que conducía a su pieza en los altos del pasillo de la Merced, había una imagen de bulto. Mandó llamar a su hermano Benito y le dijo: “Quita la imagen y, en su lugar, te pones tú; y cuando suba mi hermano José María, que diariamente viene a visitarme, le das un abrazo; pero muy apretado”. Todo se realizó como lo habían planeado; y fue tal el susto que se llevó el pobrecito de don José María, que hubo de dar tan fuerte grito que resonó hasta en las bóvedas del templo, y toda la noche hubieron de velarlo, pues estando enfermo del corazón, temieron por su vida. Al padre Juan le entró gran apuración y nunca olvidó el hecho que pudo haber sido mortal para su querido hermano.

En cierta ocasión estaban juntos cuatro hermanos, Juan, Benito, Lola y José María, y Lola le dijo al padre Juan: “Tú nomás que te mueres y que te mueres, y nada… Tú nos vas a enterrar a todos”. A lo que él contestó: “El que nos va a enterrar es José María”. Y así sucedió, fue el último en morir.

Rodrigo, hermano del padre Anguiano, y su esposa Cecilia González, abuela de Bernardo Anguiano Barragán, habían muerto. Rosario, hija de Cecilia, le pidió al padre que le dijera una misa a su mamá, que hacía muy poco había fallecido, y él le aseguró: “Tu mamá ya no necesita, mejor se la voy a aplicar a Rodrigo”.

Refiere la señora Isaura Chávez Ramírez que su hijo andaba con los revolucionarios, y con mucho tiempo sin que hubiera tenido noticias de él. Ella estaba llena de aflicción, creyéndolo muerto o perdido. Fue a contarle su pena al padre Anguiano y éste te comunicó: “Se te va a arreglar el negocio de tu hijo”. Y poco después regresó a su casa.

 Un sobrino del padre, deseando cerciorarse de la vida que llevaba, fue un día a la hora de comer diciéndole que lo iba a acompañar a su mesa. El padre le mostró su agrado, mas para que no se diera cuenta de sus alimentos, le mandó traer una comida del hotel. El sobrino se fue edificado, pues todo lo que vio fue la humildad y pobreza en que vivía su tío, que no hacía mucho estaba rodeado de atenciones y comodidades.

Entre las curaciones que Dios quiso obrar por mediación del padre, se refiere la de una niña recién nacida que, con la penitencia de la mamá y con la ceniza bendecida por el padre, se logró sanar de una supuración que había sido motivo de distanciamiento entre los papás de la pequeñita, ya que el esposo culpaba este descuido a su señora por la enfermedad de la recién nacida. Hay que añadir que la ceniza le fue puesta a la enfermita precisamente en los ojitos supurantes, y que al día siguiente la iban a operar, habiendo amanecido completamente sana, con gran admiración de todos. Esto pasó en la casa de su hermana Dolores, la cual, al saber que el padre le había puesto la ceniza en los ojos, exclamó con gran naturalidad: “¡Ahora sí que la acabaron de atrasar!”.

Hace años refería un sacerdote de Mascota, Jalisco, que cierta noche en que, visitando Guadalajara se había quedado a dormir en el anexo de la Merced, escuchó que el padre Juan entraba al templo y, al preguntarle a dónde iba, contestó que a rezar. El padre de Mascota se ofreció a hacerle compañía en sus oraciones. Una vez dentro de la iglesia, el padre Anguiano subió al púlpito y empezó a rezar fervorosamente. Grande fue el miedo que entró al padre de Mascota, y aun se desmayó, pues estando el templo cerrado, sin fieles, escuchó un murmullo general de voces contestando las oraciones del padre, como si el templo estuviese lleno. Esto lo refirió una sobrina carnal del padre, la señora María de la O Anguiano de Villalobos, a quien debemos muchos informes. Por ese motivo, y con razón, el padre platicaba y rezaba con las benditas ánimas.

El siguiente es otro hecho narrado por la misma señora.

Como solían hacerlo innumerables personas, cierto día una viuda se acercó al padre suplicándole que ofreciera una misa por su difunto Pedrito. Así llamaba ella a su marido. A lo que el padre contestó: “Mejor la voy a ofrecer por ti, para que Dios te dé una buena muerte”. Y al día siguiente, o poco después, falleció la señora.

 

Chávez en Degollado, Jalisco

 

Eran los días navideños de 1917. Nunca hubo más trágica Nochebuena para el honrado y laborioso pueblo de Degollado, Jalisco.

 Echémonos atrás una veintena de años. Uno de los propietarios de tierras lo fue el señor Curiel. Un día al recorrer sus terrenos, encontró a un hombre robándole sus semillas. Lo condujo con sus animales cargados a la hacienda, lo hizo descargar el robo en las trojes y lo dejó en libertad. El ladrón montó en cólera, salió echando sapos y culebras y profiriendo espantosas amenazas: “Se acordará de mí para todos los días de su vida …”. Aquel hombre era Inés Chávez.

Y el día por él anunciado llegó en la Navidad de 1917. El vecindario estaba resuelto a rechazarlo; pero a última hora algunos temerosos se escabulleron y a otros les faltó el parque. Chávez entretanto, horadando casa por casa, se presentó sorpresivamente en la plaza, y se rindió el vecindario.

Empezó la “noche trágica”: una jauría de diablos sueltos… atentando contra la pureza de las doncellas, contra el honor, la propiedad y la vida. Había en la plaza un fresno. En él fueron colgados hasta cuarenta vecinos y, al ser mecidos, los aparaban con los machetes. Una música hacía más cruel y horrorosa la tragedia. A las muchachas las arrojaban a los cuarteles. Chávez pretendió conquistar a una noble dama que meses antes había sido reina en unos rumbosos festejos en Guadalajara. Ella estaba resuelta a defender su castidad… Le pidió a Chávez una botella de vino para brindar, y al tenerla en sus manos, la descargó con todas sus fuerzas sobre la cara del bandolero, quien, al sentirse herido, rugiendo como león ordenó que ataran a la joven por la trenza a la cola de un caballo cerrero. ¡Parodia más cruel del circo romano! Aquí una sola era la fiera. A las cuantas vueltas la joven sin sentido, rebotando sobre las piedras, entregaba su alma purísima a Dios, y allá saldrían a su encuentro las mártires romanas de las catacumbas. Su cuerpo quedó hecho pedazos, desgarrado y en un charco de sangre. Al pasar por una esquina, una de sus manos tinta en sangre allí quedó pintada por mucho tiempo. Otras dos mártires, Josefa Parra y su sirvienta Coleta Meléndez, se arrojaron al interior de un comercio que era consumido por las llamas. Allí amanecieron hincadas, carbonizadas, con sus medallas de hijas de María incrustadas al cuello. Así fue como pudieron identificar a Josefa Parra, de 25 años, que llevaba al cuello una medalla de oro, y a su sirvienta Coleta Meléndez, de 19 años, que la llevaba de plata. Hubo otras muchas Marías Goretti. De México, meses después llegó a Degollado una comisión para hacer investigaciones de las mártires, con el objeto de iniciar proceso de canonización; y sabemos que a la fecha está muy aventajado.

 Chávez, el infame bandolero, había cumplido su promesa: 40 personas emparentadas con el señor Curiel también habían sido sus víctimas.

Al llegar este bandido al pueblo de Degollado, Jalisco, fueron pocas las personas que pudieron huir, pues cayó por sorpresa para aprovechar buen botín. Pero en cuanto dejó la población, después de haber cometido horrores –que adelante relatamos– hubo un verdadero éxodo, temerosos de que volviera el facineroso. Muchos habían perdido a sus seres queridos, y otros quedaron medios enloquecidos por los asesinatos que habían presenciado, horrores que no se pueden relatar.

Entre las personas que huyeron dejando todo por salvarse, hubo una señora que se vino con su familia a Guadalajara, dejando allá casas, terrenos y animales. Pronto acabó con el poco dinero que traía. Angustiada de no tener qué dar de comer a sus hijitos, entró a la Merced a implorar el auxilió divino; y viendo al padre Anguiano, se le ocurrió contarle la pena que traía en su corazón y se le acercó. Pero antes de hablar, el padre le dijo, compadecido: “Sé a qué vienes, hija; vuélvete a tu tierra sin temor, que nada te pasará”. “Pero, padrecito, ¿con qué me vuelvo? No traigo ni un solo centavo”. “Sal –le dijo el padre– y al primero que encuentres pídele lo que necesites para tu viaje. La fe es un tesoro del alma”. La señora salió confiada, y el primero que se le presentó fue un hombre tan humildito que cualquiera hubiera pensado que andaba pidiendo limosna. Ella rechazó la duda que se le vino y resuelta se dirigió a él, exponiéndole su necesidad. El hombre metió mano a la bolsa y le entregó un puñado de dinero, como si lo trajera exprofeso para dárselo. Llena de agradecimiento se retiró la señora y, cuando contó la dádiva, vio que aquello era precisamente lo que ella necesitaba para su viaje. Y aún platica emocionada, en Degollado, la gracia tan señalada que le hizo el padre Anguiano.

 

Personaje de Gran Relieve

 

Era el padre Juan de Dios Anguiano por su carácter y sus caminos, y destacó en los anales religiosos de México. Su apostolado era constante de día y de noche, activo, incansable. Levantó el culto a las ánimas. Entraba a la iglesia cantando “espero en Dios, amo a Dios, deseo ver a Dios,” y en sus últimos días que podía andar lo llevaban en una carretita.

Antes, cuando todavía podía subir al púlpito, desde allá predicaba, y una de sus más grandes preocupaciones era que las mujeres se vistieran honestamente. Casi a diario exclamaba: “¡Dios mío, misericordia! Vístanse las mujeres porque nos amenaza un castigo por las impurezas”. No lo hicieron y a poco se vino la revolución, que invadió a toda la república, profanando iglesias y persiguiendo a los sacerdotes. En esos días aciagos con frecuencia le preguntaban: “Padre, ¿cuándo se acaba la revolución?”; e invariablemente contestaba: “Cuando las mujeres se vistan”.

Una señora se acercó a él comunicándole que una tía suya sufría mucho, pues un hijo se había ido con los revolucionarios, y él le recomendó: “Dile que no se apure, que pronto va a regresar”; y así sucedió. El padre fue un hombre extraordinario. Deben haber pasado muchísimas cosas en su santa vida. Lástima que a tiempo no se hayan escrito todas, pues en la actualidad, al cabo de 40 años, hay pocas personas que las recuerden. Las fuentes principales han desaparecido, como su sobrina carnal Chayito González, que supo mucho de él. Nosotros hemos llegado tarde, y con trabajo encontramos los datos transcritos, evitando que se pierdan en el olvido. Así conservaremos su recuerdo para las nuevas generaciones, que nada saben de este esclarecido varón que amó la humildad y la pobreza con heroísmo de mártir.

Un día aciago sacaron amarrados a los franciscanos de su templo. Después de esto provocaron un incendio, y se dice que fue con el pretexto de robar de san Francisco muchas de sus joyas artísticas. Estos y otros sucesos alarmaban a la familia del padre Anguiano, y en varias ocasiones lo escondieron para evitarle atropellos. Una vez le dio hospitalidad la familia Lemus, otra el señor canónigo Camacho. Entre otras cosas, referían que por la rendija de la puerta llegaron a verlo hincado en oración pidiendo por las ánimas y con una silla en la cabeza, por penitencia, que debe haber sido muy penosa ya que por ese tiempo era de edad avanzada.

 

Cuatro cirios

 

Los últimos días de su vida los pasó en la avenida Alcalde, entre Independencia y Juan Manuel, como a media cuadra, a la derecha, yendo hacia el santuario de Guadalupe, en el número 136, antes 140, que no era de alto, donde está la negociación Radios Europeos, S. A. De allí voló a la eternidad, en la que tanto había meditado, con su cruz y su de corona de espinas, el 28 de octubre de 1923, a las 11 a.m. Plácidamente murió, sin agonía. Como paloma se le fueron cerrando los ojos a aquella cara de santo, para abrirlos en el trono de Dios, después de larga y dolorosa enfermedad. Al sentir que se acercaba la muerte, le daría la bienvenida como san Francisco: “Bien vengas, hermana muerte”; y siguiendo su ejemplo quiso ser tendido al suelo sobre una cruz de ceniza.

Tenía bienes, y vivió pobre ayudando a los pobres. Heredó a sus parientes y a la Iglesia. Con la velocidad de las malas nuevas, cundió la noticia de su muerte por todo Guadalajara. El excelentísimo señor Orozco y Jiménez fue a rezarle, entre los primeros. Desde ese momento se inició una procesión ininterrumpida y nutrida, desde las orillas de la ciudad hasta la casa mortuoria. Todos querían verlo, palparlo, rezarle y pedir mil cosas por su mediación. Aquella romería de tristeza se hizo más imponente a la media noche, y al brotar las primeras luces del alba hubo que montar guardia doble en la puerta y remudarla por el golpe de gente. Hasta los policías y soldados iban a verlo, con lágrimas en los ojos. Allí estaba la ciudad entera de los que habían recibido sus beneficios: las humildes mujeres del pueblo cubiertas con sus rebozos, las damas encopetadas con mantones negros, las madres llevando a sus hijitos, profesionistas, ancianos, sacerdotes, los del mercado Corona en pleno, sin faltar los estudiantes, congregaciones religiosas y aun los pordioseros. Todos desfilaron por la sala mortuoria. Para defenderlo del gentío, la policía había rodeado su cuerpo tendido en el suelo con gruesos calabrotes. A pesar de esto y de que su sobrina María de la O lo cuidaba a muy corta distancia de aquel hormiguero humano que se acercaba a besar su hábito y tocar objetos a su cuerpo, sin saber a qué horas –refiere ella– a pedacitos ya le habían arrancado el hábito para reliquias. ¡Qué asuntos para un óleo de gran fuerza dramática! Rezos y sollozos, oraciones y plegarias flotaban en el ambiente. Un manto de luto cubría a Guadalajara. Las campanas de la Merced vibraban como ecos lastimeros lanzando tañidos fúnebres. Doquiera tristeza y desolación.

Arrinconadas en el templo, cubiertas con sus rebozos, sollozaban unas mujeres del pueblo, con sus niñitos en los brazos. Alguien creyó oír el ruido de las cadenas que solía arrastrar el padre en las procesiones. Al amanecer no hubo cantos de Trisagio. Las bóvedas calladas, mudas, apenas si respondían al piar mañanero de algunos pajarillos que entonaban funeral con los palomos cucurruteando en la alta cúpula. A las primeras del alba empezaron las misas de réquiem, ininterrumpidas hasta el mediodía. La Merced rebosaba de fieles impresionados, entristecidos, y las tupidas filas seguían invadiendo la avenida Alcalde rumbo a la casa del santo padrecito Anguiano. Los policías en la puerta hacían frente a la avalancha, haciéndolos entrar por orden. Nadie quería quedarse sin verlo. Imposible describir el cortejo fúnebre y el sepelio en el panteón de Mezquitán. Era como si un sudario envolviese a Guadalajara. Entrado el mediodía, se apagaron los cuatro cirios que habían iluminado aquella cara plácida, beatífica, llena de augusta paz… Lamentos de bronce seguían brotando del campanario de la Merced…

Las gentes exclamaban: “Padre Anguiano, no nos olvides; llévanos contigo al cielo”. “¡Era un santo!” “Duro con su cuerpo, para nosotros dulce y suave como paloma; nuestro paño de lágrimas, nuestro padre y nuestra madre, nuestro abrigo y nuestro consuelo”. “Llenaba la Merced y todo Guadalajara, y a nuestras almas las henchía de gozo y paz”. “Era querido del rico y mucho más del pobre”. “Consolador, desagravio permanente de la ira del Señor”. “Agua fresca para las benditas ánimas del Purgatorio, les abría las puertas del cielo”. “Predilecto, escogido de Dios y su constante glorificador”. “Murió el padre de los pobres”. “¿Quién podría reemplazar al humildísimo siervo de Dios?”.

Misas de funeral en la Merced las hubo por muchos días. La iglesia enlutada: crespones negros en los cirios y cortinas fúnebres cubrían los pilastrones. Hoy, mucho se ha perdido de memoria; pero quedan sus obras en la Merced, templo vivo de sus fatigas, sus restos que allí se guardan y un óleo del padre Juan Anguiano muerto y sepultado, que preside la sacristía. Allí se le ve bendiciendo la ceniza en un apaste, sobre una mesa.

Hacemos constar que aún no hemos consignado una virtud que enalteció grandemente al padre Anguiano, por haberlo sabido hasta ahora cuando ya habíamos escrito las páginas anteriores. Esta virtud es la obediencia, de la que dice san Francisco de Sales: “Todo es seguro en la obediencia; todo es sospechoso fuera de la obediencia. El demonio no teme la austeridad, sino la obediencia… El corazón amoroso ama los mandamientos, y mientras más difíciles son, más dulces y agradables los encuentra, porque complace con más perfección a Dios, a quien ama, y le tributa más honor”.

Así como copiamos lo anterior, copiaremos al pie de la letra lo que nos escribió nuestro informante, persona del todo fidedigna:

 

Cuando vino el arzobispo, el señor Orozco, y vio cómo andaba el padre, le ordenó que dejara ese traje y las demás cosas raras que tenía; e inmediatamente obedeció la disposición del prelado. Al ver eso, el señor Orozco le permitió que anduviera como deseara y continuara en su vida de penitencia, como lo hizo hasta que murió.

 

 Aquí es donde se ve la grandeza y la calidad de alma del padre Anguiano, “por amor de Aquel que por amor nuestro se hizo obediente hasta la muerte de cruz, prefiriendo, como dice san Bernardo, perder la vida a perder la obediencia”.

 

Tierra del padre Anguiano

 

Zapotlán el Grande (Ciudad Guzmán). El señorío de Zapotlán fue tributario del rey tarasco. Llegados los conquistadores, durante mucho tiempo y aún hoy en la actualidad, hay un barrio de indígenas, y uno de ellos es su gobernador. La vista de los volcanes de Colima embellece el panorama, así como la laguna de Zapotlán y los monumentos arqueológicos de la región. Tiene una graciosa plaza y el templo parroquial es de mucho interés, de tres naves y con tres torres, murales, artísticos vitrales, pinturas, entre ellas el viacrucis del padre Gonzalo Carrasco, S. J. Cuenta con seminario y buen número de iglesias y centros de enseñanza.

Son originarios de Ciudad Guzmán: el señor obispo don Alfredo Galindo y Mendoza, canónigo Antonio Ochoa Mendoza, escritor e ingeniero Salvador Toscano; José Rolón, Aurelio Fuentes y Luis Guzmán, músicos; Consuelito Velázquez, compositora; Guillermo Jiménez, escritor y poeta; Clemente Orozco, muralista; Ángela Peralta, famosa cantante; José Gómez Ugarte, periodista; doctores, jurisconsultos, literatos y otros personajes distinguidos.

Guadalajara, “Río peligroso”, “Wadil-ad jara”, palabras árabes que los españoles pronunciaban Guadalajara. Tapatío, tlapa-tiotl, moneda de Jalisco antes de la conquista. Jalisco: el lecho del terreno en que se fundó la ciudad es de jali, y de allí debe venir el nombre.

Desde que ampliaron las calles y se pobló la ciudad de fuentes y aromáticos jardines, es sin duda Guadalajara la más atractiva de México, pues tiene todo lo de una capital y mucho de la paz provinciana. Conserva sus tradiciones y su cultura, la gracia de sus mujeres, la simpatía de sus moradores, su grandeza de corazón, el enriquecimiento de la mente y la comprensión para todos.

 

Bellísimo episodio tapatío. Doña Beatriz Hernández

 

En los antecedentes de la fundación de Guadalajara hay uno muy simpático, en el que interviene doña Beatriz imponiendo su voluntad para fijar el sitio que debía ocupar la ciudad. Era ella valerosa. Cubierto su pecho con una coracina y lanza en ristre, acudía a los combates acompañando a su esposo el conquistador Juan Sánchez de Olea. La ciudad había andado peregrinando, por temor de asentarse en tierras de Nuño de Guzmán. El gobernador don Cristóbal de Oñate se daba cuenta de lo que habían sufrido los vecinos en Nochistlán, Tonalá y Tlacotán, donde habían estado, y convocó a los interesados para que resolviesen en definitiva el cambio de lugar de la hasta entonces trashumante ciudad.

Esta era la hora de doña Beatriz, alma aventurera con temple de acero. Por su arrojo y valentía, muy estimada de soldados y conquistadores. Intrépida amazona, cabalgar era su encanto. Si había que guerrear, no lo escatimaba. Tenía sangre de conquistadora, y si para llevar adelante su propósito de fijar el lugar de la fundación hubiese tenido que enfrentársele a Nuño de Guzmán, lo habría hecho, pues a ella no le ponía la carne de gallina, como a muchos que lo rodeaban.

 Veamos enseguida lo que dice al respecto el insigne historiador franciscano fray Antonio Tello:

 

Acabadas estas razones y pláticas, no supieron qué responder, sólo se movieron algunas dudas acerca del mudarse al valle de Atemaxac, temiendo que Nuño de Guzmán había de volver a sus pueblos por señor de título y los había de echar de allí; otros eran de parecer que se fuesen a México y dejasen la tierra, y no concordaban en cosa; y el contador Juan de Ojeda dijo que se acabasen de determinar y decir dónde habían de hacer asiento, y que entender que Guzmán había de volver era cosa muy dudosa porque sus causas en España iban muy largas y despacio, y que cuando bien librara ellas, le habían de quitar los indios y ponerlos en la corona real, lo cual era cierto por haberlo visto y oído en el Consejo, que hacía pocos días había venido de España con su oficio. Con esto algunos dijeron que convenía que pasasen entre Ocotlán y Tonalá, en el llano de Atemaxac, otros que en Tuluquilla, y siempre hubo diversidad de pareceres sobre dónde se pasarían, y los aficionados a Guzmán lo contradecían; y estando en eso entró a donde estaban cabildo Beatriz Hernández, mujer de Juan Sánchez de Olea y dijo: “Acaben los señores de determinar a do se ha de hacer esta mudanza, porque si no, yo quiero y vengo a determinarlo, y que sea con más brevedad de lo que han estado pensando; miren cuáles están con demandas y respuestas, sin concluir cosa alguna”. Pidió licencia y dijo que quería dar su voto y que, aunque mujer, podría ser acertado. Entonces el gobernador la hizo lugar y dio asiento, y estando oyendo a todos y que no se conformaban ni determinaban, pidió licencia para hablar, y habiéndosela dado, dijo: “Señores, el rey es mi gallo, y yo soy de parecer que nos pasemos a valle de Atemaxac, y si otra cosa se hace, será de servicio de Dios y del rey, y lo demás es mostrar cobardía. ¿Qué nos ha de hacer Guzmán, pues ha sido causa de los trances en que ha andado esta villa? Que si Dios no nos favoreciera y el amparo e industria de nuestro buen capitán, no hubiéramos tenido su vigilancia y cuidado, aquí hubiéramos perecido”; y volviéndose al gobernador le dijo: “¿Cómo no habla aquí V.S.? Agora calla, que es menester no hacer caso de votos tan bandoleros; el rey es mi gallo”; y viendo que callaban todos, les dio voces hablasen. Entonces dijo al gobernador: “Hágase así señora Beatriz Hernández, y puéblese do está señalado”; y todos contentos de que una mujer los sacase de confusión, vinieron en su parecer, que casi todos los que querían así, y no osaban hablar por ser tierras de Guzmán que les tenía tan sujetos cuando los gobernaba, que con estar en España aún tenían miedo de él.

 

            Mujeres como doña Beatriz nos están haciendo falta. Ojalá tuviese muchas imitadoras.

 

Zamoranos en Guadalajara

 

 

 

 

Señor cura don José María Cabadas y Dávalos, arquitecto; construyó el puente en La Piedad e instaló los primeros pararrayos en Guadalajara.

Canónigo don José Villaseñor Plancarte. Se educó en el Pío Latino, en Roma. Desde 1916 sirvió parroquias de Guadalajara. En 1919 el excelentísimo señor Orozco lo nombró capellán de Capuchinas, profesor del Seminario y párroco de san Miguel, sucesor del señor Camacho. Allí duró de 1930 al 13 de octubre de 1964, en que murió. A él se debe el templo de san Miguel. Cuando lo recibió era como un troje. Buen predicador, por su actividad levantó el culto. Enfermo ya, seguía concurriendo a sus labores parroquiales. Lo acompañó en su casa Miguel, su hermano, que aún vive en Guadalajara.

Tanto en la Revolución Mexicana como en la persecución religiosa, Guadalajara se pobló de zamoranos en busca de garantías. Recordamos a Manuel García Vallejo, que fundó la Perfumería Venecia; Manuel y José Igartúa Padilla, licenciado Ricardo Verduzco Garibay, licenciado Rafael Ruiz Díaz; escritor y profesor en la Universidad, Antonio Plancarte I.; Luis Cornejo tuvo su mercería cerca de la Merced; Francisco Benítez Vaca, que imprimió gran parte de la propaganda cristera; Ignacio Garibay tuvo laboratorios de medicina; José María Arceo V., Francisca Bernal, doña Trinidad García de J. y familia, Luis y Epifanio Jiménez; Antonio Cornejo, comerciante; el canónigo don Luis Garibay fue confesor en la Merced, siendo capellán el padre Anguiano; presbítero Luis Amezcua Orozco; canónigos don José Guadalupe Novoa, don Jesús Moreno, don José Plancarte Igartúa; Antonio Guízar Valencia, arzobispo de Chihuahua, quien tenía una tiendecita por la parroquia de Jesús; muy ilustre don Narciso Aviña Ruiz, pro-vicario general de la diócesis de Guadalajara, se educó en Zamora al lado del excelentísimo señor Orozco y Jiménez; el presbítero Guillermo García Meza y sus hermanos, señor cura don José y presbítero don Miguel; los músicos Ignacio Mora, Rafael Victoria y Jesús Vázquez estudiaron en Guadalajara; don Pedro Jiménez, Salvador Méndez Velázquez, Fernando Méndez Bernal, García Urbizu hermanos; la señorita María Garibay, profesora de piano; las Hermanas del Sagrado Corazón con su colegio y El Banco de Zamora eran sucursales; Jorge Hurtado, muralista.

La nutrida colonia zamorana, comerciantes e industriales, todos cooperaron al engrandecimiento de Guadalajara. Entre ellos Rafael Martínez Méndez y su hermano José, sobrinos del famoso compositor Fernando Méndez Velázquez; Enrique Ríos, José Vázquez, Antonio Herrera, Ramón y Salvador G. García Méndez, Guillermo Igartúa; Alfonso Gallardo, dibujante, y muchos más.



[1] Francisco García Urbizu, nacido en Zamora (1888-1980), se formó en las aulas de los seminarios conciliares de Zamora y de Morelia. Incursionó en el cinematógrafo en su primera época (1918), cuando produjo cortos documentales sobre la vida y costumbres de Zamora (desfiles, ceremonias religiosas, visitas de jerarcas eclesiásticos, fiestas cívicas, etc.). A su ingenio se debe Traviesa juventud, comedia costumbrista inspirada en su patria chica. Luego vino Sacrificio por amor (1922), largometraje; Fiestas patrias en Zamora (1929) y Mexiquillo (1930-1931).

[2] Folleto sin datos de edición. Pp. 82-114.



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