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La llevada de la Virgen de Zapopan en 1958

Federico Vázquez Tapia

El testimonio que sigue se suma a la percepción que para muchos tapatíos ha sido desde 1734 la presencia de la taumaturga imagen de la celestial patrona de la Arquidiócesis de Guadalajara1

 

Lunes 12 octubre de 2015, siendo las 04:50 horas.

 

Antes que nada, tengo 65 años de vida. Las vértebras huesudas de mi espalda, no encuentran lugar cómodo en la superficie tersa del colchón. Siento una punzada en mi espalda, donde nace una costilla; es un aguijón que me maltrata. De la inconciencia del sueño a la realidad manifiesta (conciencia), hay solo un instante, es un delgado hilo que fácilmente se ha roto, para entonces despertar. ¿Qué hago a las 5 de la mañana, me tomo una pastilla para dormir, o me bebo una taza de café negro para de plano revivir? Levantado de la cama, con la somnolencia encima, un paso obligado al despertar es el retrete: ovalada, hueca y cómoda silla que sirve para la reflexión y otras necesidades. Hay un murmullo inusual en esta madrugada, lo escucho a la distancia y reclama mi atención. Hoy es 12 de octubre y como cada año en este día, es “a llevada de la Virgen de Zapopan”. Es el traslado de la milagrosa imagen desde la Catedral de Guadalajara hasta su Basílica en Zapopan. En esa posición del Rodin Le Penseur y de sopor, mi mente hace un recorrido de antaño. Esos ayeres borrosos, escondidos en el sótano de mi mente, retoman instantes de mi vida ya olvidados. Me levanto para acudir a mi escritorio y escribir una astillita rascada del leño del tiempo, sólo con la finalidad de entregar para tí este escrito.

En la Guadalajara de mi infancia, de 1950 a 1962, al menos en mi barrio de Analco, por la noche sus calles eran obscuridad, no había iluminación pública. Para los que no lo saben, Guadalajara fue fundada el 14 de febrero de 1542, con diferencia de unos pocos meses más fundaron Analco, “al otro lado del río”, como pueblo de indios, ergo (por lo tanto) es el barrio más antiguo de Guadalajara.

Por deducciones más que por la precisión de mi mente, reflexionando sobre las edades de mis hermanos y la mía, puedo asegurar que esta historia que te estoy describiendo se empezó a fraguar el sábado 11 de octubre de 1958, un día antes de la llevada de la Virgen de Zapopan. Yo, el mayor de los hermanos, tenía en ese entonces ocho años, seguían Fernando, de siete, y Jorge, de seis. Había otros hermanos menores que no viene al caso mencionarlos. Mi padre, el médico del barrio, había planeado llevar a sus hijos a la romería de la Virgen de Zapopan.

—¿Qué les voy a preparar de almuerzo para llevar mañana? —preguntó mi mamá Lolita Tapia Arellano.

—Unos tacos de frijoles —contestó mi padre el doctor Federico Vásquez (sic) Gómez. No, no es error ortográfico, su acta de nacimiento así registró su apellido: Vásquez, porque así lo escribían su padre, su abuelo y quien sabe quienes más, todos oriundos de los rumbos de Tanhuato y Yurécuaro, del estado de Michoacán. En la lengua castellana, como muchos ya lo saben, la terminación “ez” en los apellidos equivale a decir “hijo de”, y así Hernández hijo de Hernando, Fernández hijo de Fernando, González hijo de Gonzalo, etc. Por lo tanto Vásquez es igual a hijo de Vasco, y éste no se escribe con Z. Así, desde remotos tiempos de la colonia, en el Méjico (sic) antiguo, defendían sus apellidos algunos indios purépechas de las regiones de Michoacán que al ser bautizados por el Obispo don Vasco de Quiroga, “Tata Vasco”, tomaron, sin que existiera ascendencia española, el apellido Vásquez en honor al que los bautizó. Con el paso de los siglos, los descendientes de los indios purépechas se fueron haciendo mestizos, en algunos el color de la piel les cambiaba pero el apellido no cambiaba, seguía igual: Vásquez. En la generación mía, fuimos los primeros parientes Vázquez, con dos zetas, porque la señorita secretaria mecanógrafa de la Oficina del Registro Civil dijo que así era lo correcto ortográficamente.

Aclarado lo anterior, retomo el punto central de estas líneas: “a llevada de la Virgen de Zapopan”. En fin, mi padre, “el de una zeta”, quería llevar a sus hijos “de las dos zetas” a la romería el día siguiente.

Enfrente de mi casa estaba la tortillería. Mujeres de brazos gruesos, agitando las palmas de sus manos con cadencioso ritmo para hacer las tortillas, tic-tac-tac, pausa, tic-tac-tac, así era el ritmo de sus canciones hechas de aplausos. Las tortillerías regularmente laboraban hasta las cuatro de la tarde. Por ser 11 de octubre, ese día las tortillerías tenían molida o tanda doble, porque las señoras tortilleras también querían acudir a la romería al día siguiente y no trabajarían el día 12; por tal motivo trabajaban ese único día 11 de octubre hasta las diez de la noche. Todos los parroquianos sabían de eso: “Aviso para usted / habrá molida doble, / haga su compra hoy, / o mañana no come”.

Era octubre, en pleno otoño, la noche empezaba más temprano. Cada mujer atrás de un metate donde tallaba la masa cruda de maíz, la domaba y luego le agregaba un poco de agua para dejarla al punto necesario de consistencia para tortear primero la bolita de masa hasta convertirla en la clásica oblea de tortilla. Las cuatro tortilleras alrededor de un caliente comal de barro, debajo de cuya base resaltaba el fuego de leña que, a través de la puertita de alimentación, pintaba titilante de amarillo rojizo las caras de todos los que en esa noche ahí estaban.

A mí, niño de ocho años, por decisión de mi madre me tocó cruzar la calle para pararme enfrente y aguardar mi turno en la fila para comprar las tortillas.

—¿Cuánto vas a querer, niño? —preguntó la tortillera que despachaba, mientras otras cuatro mujeres aventaban obleas crudas de masa, al mismo tiempo volteaban las tortillas y después con manos rápidas las sacaban para arrojarlas en un chiquigüite (cesto ancho de carrizo o canasta sin asas).

—Dos kilos me dijo mi mamá —a la vez que yo le entregaba a la dueña una servilleta de tela y las monedas de cobre.

—Me saludas a la señora Lolita —me dijo doña Cuca, al tiempo que pesaba y envolvía las tortillas en la servilleta.

Después de cenar: “Ya duérmanse, porque mañana madrugarán, y no lo digan a los más chicos porque ellos no irán a la “llevada”“, nos advirtió mi mamá. Ella se quedaría a cuidar a mis hermano. La emoción que nos causaba el paseo a la romería no nos dejaba conciliar el sueño. En un punto indefinido de tiempo, todos estábamos dormidos… y de pronto mi mamá nos movía: “Despiértate, hijo; ya es hora”, y así, lo mismo para cada uno de mis otros dos hermanos.

 

Hoy tengo 65 años cumplidos y me despertó un dolor de espalda.

 

Ayer, hace 57 años, me despertó mi mamá. La hora, la misma: las cinco de la mañana. El soñador, el mismo; pero el cuerpo ya no, ahora lo tengo maltratado.

En una bolsa de yute, los tacos bien acomodados y envueltos con servilleta para que no se enfriaran. La novedad en 1958 era un termo de vidrio de doble capa al vacío, con su tapa de rosca que hacía las veces de taza. Mi mamá lo llenó de café revuelto con leche azucarada casi hirviendo.

Afuera de mi casa, en la calle, no había nadie, muchos dormían. Un inusual murmullo viajaba desde el centro de la ciudad hasta mi cuadra. Raspando el silencio llegaban desde la lejanía oleadas de rítmicos sonidos de los tambores de los danzantes.

Salimos de mi casa, unos pasos de venaditos y desde mi barrio de Analco, barrio obscuro, pronto llegamos al centro de la ciudad. Ahí estaba, la majestuosa Catedral con sus dos torres en forma de pico o de dos alcatraces invertidos. En la Plaza de Armas nos mezclamos con un gentío incalculable de romeros, a los que hay que agregar los infaltables comerciantes ambulantes; eran vendedores de tamales, gorditas fritas, atole, café negro, buñuelos, palanquetas y mil antojitos, más otras muchas chucherías; alumbraban sus puestos con mechones de petróleo.

Los danzantes, brincando y bailando, tenían sobre sus cabezas a los pavos reales, sus plumajes abanicaban los aires y tenían en las piernas muchos cascabeles amarrados; un brujo malvado azotaba con su látigo, haciendo estruendo, a los que se arrimaban a su terreno; todos los danzantes les habían clavado a las suelas de sus huaraches unas corcholatas de lámina bien aplanadas, para con el zapateo producir un sonido metálico contra el suelo y marcar el ritmo de la danza.

Todo era fiesta y emoción. Como éramos niños, más que devoción, lo nuestro era diversión. “Hay que apresurarnos para llegar a tiempo hasta la presa de Zoquipan, vamos tomando atajo por la calle de Mezquitán”, nos instruyó mi papá. Mezquitán, otro barrio obscuro, era más obscuro que mi Analco. Adivinando el camino negro, dábamos pasos de niños intrépidos en la seguridad de nuestro guardián, mi papá. Cortamos camino para aventajar y luego nos unimos con el gentío en donde empezaba “a carretera nueva a Zapopan” (hoy la avenida Ávila Camacho). Como venaditos tiernos y nuevos, avanzábamos a paso rápido por la carretera para apartar un buen lugar en alguna lomilla y desde ahí divisar la pasada del carro que iba a transportar a la Virgen. A la ancha carretera le flanqueaban pequeñas lomas terregosas; no había casas, y después de las lomas había campos rasos plagados de matorrales de jaras y algunos árboles.

El plumaje pardo del cielo se clareaba con la salida alegre del sol y nos iluminaba el camino.

En una lomilla con buena posición para ver la pasada de la Virgen, ahí nos apostamos. El que se levanta más temprano, tiene hambre más temprano. A las ocho de la mañana el estómago hacía lo necesario para pedirle a nuestro papá el almuerzo. Acomodados donde se podía, al ras del zacate o sentados sobre una piedra, los sabrosos tacos de frijoles estaban todavía algo tibios. La tapadera del termo era la taza improvisada; una ración de líquido calientito del café con leche azucarada por cada niño y a esperar la pasada de la Virgen. Ya para esos momentos, nos habíamos apoderado millares de personas de la carretera nueva a Zapopan.

“¡Ya vienen, ya vienen!”, gritaba la gente, y a lo lejos se oían las cornetas y los tambores de la guardia de la Virgen.

Delante de la comitiva iba abriendo paso la banda de guerra al golpeteo de las baquetas sobre los cueros tensados de los tambores. De vez en cuando gritaban sus cornetas. Enseguida, marchando a paso sincronizado de “un dos, un dos”, la guardia de mujeres, todas uniformadas de falda y saco de color azul marino con blusa blanca, y en sus manos guantes de tela blanca; ellas eran de todas las edades, desde niñas hasta adultas y alguna que otra atrevida viejita. Varias banderas y pendones como gigantes despeinados por el aire. La guardia de hombres jalaba las dos sogas para dar tracción a la troca que tenía su motor apagado y la parte de carga descubierta. Ahí, en la parte de atrás, un altar, y en la parte superior del altar, “a Generala”, título concedido a la Virgen de Zapopan. La pequeña imagen de la Virgen casi se perdía entre una pradera de flores. Delante de la troca caminaban con sus hábitos de sayal café los hijos más jóvenes de San Francisco; los viejos o de mayor rango clerical en la cabina de la troca, o atrás en la plataforma. También iban algunos sacerdotes del clero secular. Después del carro de la Virgen, venían los danzantes, y muchos jinetes en sus caballos. Era mucho esfuerzo para unos diez minutos que tardaba en pasar la larga comitiva con la imagen de la Virgen, pero la devoción de los tapatíos justificaba el esfuerzo realizado. En esa tumultuosa romería, siempre algún niño se perdía y siempre sus papás lo encontraban. En cambio, los tres venaditos Vázquez, siempre a la vista de su papá, nunca nos perdimos.

Desde la presa de Zoquipan, a distancia de un kilómetro, al poniente, en lo alto de la loma, se asentaba la Villa de Zapopan, sobresaliendo las dos torres de la basílica, y sus campanas se agitaban haciendo señales de saludos. Los cohetones al aire pregonaban la llegada de la venerada imagen de la Virgen a su propia casa. Flotaba una aureola de palomas espantadas por los truenos, todas circulaban los aires en perfecta sincronía alrededor de los campanarios.

Una vez que pasó la Virgen donde nosotros estábamos, entonces sobre el terreno yermo, los tres hermanitos Vázquez corríamos en las orillas de la presa de Zoquipan. Mi padre, sentado a la sombra de un árbol, disfrutaba de la felicidad de sus hijos. Parecíamos incansables venaditos; pero no, a eso de la una de la tarde, el sol ya estaba en todo lo alto, era la hora de iniciar el tortuoso regreso. En ese lugar donde estábamos no pasaba el transporte público, debido a los romeros que se amontonaban en toda la carretera. Teníamos que caminar pie a suelo para el regreso hasta la calle de Mezquitán, donde llegaban los camiones.

“¡Papá tengo sed, papá tengo sed1”, éramos un coro de tres niños. Ni una llave de agua, ni una soda o refresco, el despiadado sol nos castigaba. Después de unos dos o tres kilómetros y una larga fila logramos subirnos al camión que nos llevaría hasta nuestro barrio de Analco. Por fin ya veníamos de regreso. Sudados, los venaditos estaban exangües. El más chico, Jorge, dormido en la banca del camión. Llegamos a casa y mi mamá, Lolita, mimó a sus venaditos: primero, a empanzarse de agua azucarada con jugo de limón; luego, a comer, y después a dormir un rato por la tarde, y el dormirnos no lo hacíamos por gusto, era por mera necesidad física: los venaditos cansados y desvelados no daban para más.

Esta historia es idéntica a muchas otras historias de tapatíos de esos tiempos de la década de 1950 y también es parecida esta historia a la de los tapatíos de los tiempos actuales. Visiones difuminadas por el tiempo, y hoy que tengo los 65 años en este año de 2015, sólo son recuerdos, recuerdos de mi infancia. Pero hoy me pregunto: ¿dónde está mi mamá, Lolita?, ¿dónde está mi papá, Federico?, ¿y dónde están mis dos hermanos menores, Fernando y Jorge? Todos ya están fallecidos. Ellos ya no pueden dar testimonio de una tradición llena de religiosidad y folclore. Pero yo estoy aquí, hasta hoy presente, y doy constancia de una “llevada de la Virgen de Zapopan” para las generaciones venideras.

Yo, Federico, el Poeta de Analco.



1 El texto fue gentilmente cedido por su autor para publicarse en este Boletín.



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