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Raza de héroes y mártires

 Anónimo

A principios de 1927, dio la vuelta al mundo el fusilamiento de ocho jóvenes católicos, pasados por las armas por el Ejército Federal en Parras de la Fuente, Coahuila por haber respondido a la propuesta de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa de comenzar la resistencia activa en contra del Gobierno callista. El hecho fue uno más a la fama de troglodita que llegará a tener Plutarco Elías Calles y sus secuaces, según lo da a conocer en un texto divulgado en España y contemporáneo a los hechos.

Tal es con toda verdad la Asociación Católica de la Juventud Mejicana. De sus lilas han salido ya escuadrones de guerreros para defender con las armas los derechos de Jesucristo, desconocidos y conculcados por el odio satánico de un gobernante impío. Ni cárceles ni tormentos, ni el sacrificio de la propia vida han arredrado a estos valientes luchadores en su afán de reivindicar la completa libertad religiosa para su patria. Han saludado la muerte con la sonrisa en los labios y el grito de ¡Viva Cristo Rey! por divisa.
No son ya sólo uno o dos de estos jóvenes los que han derramado su sangre por Cristo; es toda una legión la que se presenta a los ojos del mundo ostentando en sus manos la palma de un ilustre martirio, conquistado en los albores de la vida.
Ante este sublime espectáculo de valor cristiano dado por una juventud noble y generosa, que corona sus frentes no con rosas de placeres, sino con palmas de martirio, bien podemos exclamar con orgullo: La Iglesia no ha muerto en Méjico.

Nuevos cruzados. Un juramento sublime

El 8 de enero de 1927 un grupo de católicos de la ciudad de Parras, capitaneados por miembros de la Juventud Católica, se levanta en armas para reconquistar la libertad religiosa. No es la esperanza de futuras riquezas u honores lo que los impulsa a la lucha; es únicamente el deseo de romper las ligaduras con que se ha aprisionado a la Iglesia en su patria; por eso cada uno de ellos, antes de empuñar las armas, con el crucifijo en la mano pronuncia este juramento:

“Yo, n. n.,  juro solemnemente por Cristo crucificado, por la Santísima Virgen de Guadalupe, Reina de Méjico, y por la salvación de mi alma, la cual entiendo bien que comprometo si falto a mi juramento:
Primero: Guardar el más absoluto secreto sobre todo aquello que pueda comprometer en lo más mínimo la santa causa que defiendo.
Segundo:   Defender con las armas en la mano la completa libertad religiosa en Méjico.
Es válido mí juramento hasta tanto que se consista enteramente esa misma libertad religiosa que deseamos. Si cumplo, que Dios me premie; si no cumplo, que Dios y mis hermanos me castiguen.”

Ni es sólo este magnífico juramento lo que nos descubre la alteza de miras con que se aprestan a la lucha: uno de ellos, Benito Ceballos, deja no solamente sus bienes, sino también a su esposa y a tres hijas pequeñas. Otro, Pedro Vargas, no se contenta con ofrecer su propia vida, sino que lleva a la pelea a sus tres hijos mayores, deja al cuidado de su anciana madre a cuatro hijos pequeños. Y a los que intentan disuadirle de tan magnánimo sacrificio, responde con este sublime lenguaje: “¿Qué importa? Por Dios estoy dispuesto a perderlo todo, hasta el último centavo”.  Tal es el espíritu que alienta a los nuevos cruzados.

En vísperas del combate

La noche del 2 de enero de 1927, el puñado de valientes que había jurado defender a la Iglesia, se encamina sigilosamente a una apartada finca. Allí, en aquella moderna catacumba, entre las sombras silenciosas de la noche, permanecen en adoración ante Jesús Sacramentado y al despuntar el nuevo día cobran fortaleza con el “pan” de los fuertes. No es, pues, de extrañar que ninguno de estos atletas del cristianismo flaqueara al descender a la lucha, y que todos a una ofrecieran sus cuerpos al verdugo antes que traicionar su fe.
En las primeras horas del 3 de enero se apoderan de la ciudad sin derramar una sola gota de sangre e inmediatamente empiezan a organizarse para hacer frente a las tropas del perseguidor. Mas la perfidia de unos cuantos hace que éstas se presenten antes de haber terminado los católicos el reclutamiento de hombres y municiones, obligándoles a retirarse a los montes vecinos, sin lograr hacer en sus filas, las tropas del gobierno que los persiguen, una sola baja. La aspereza de la sierra les da un seguro albergue, pero pone a prueba su constancia. El hambre les acosa, el frío les atormenta, el desaliento les invade; pero ninguna de estas cosas logra extinguir las llamas de su amor a Cristo y el deseo de la libertad religiosa de su patria. Ocho días permanecen ocultos, hasta que una nueva traición entrega en manos de los soldados de Calles a nueve de estos valientes jóvenes que, inexpertos, caen en una vil celada; mas antes de rendirse al enemigo se baten con tal bravura y heroicidad, que obliga a decir a uno de los coroneles callistas: “Si estos jóvenes hubieran tenido parque, no queda vivo ni uno de nosotros.”

La prueba suprema

Una vez capturados los nueve jóvenes, se les conduce a pie hasta la ciudad, e inmediatamente, sin formación de juicio, se les lleva al cementerio para ser fusilados. Francisco Guzmán, obrero de 25 años, jefe de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, que había estado preso ya varias veces por la causa católica, pide morir de rodillas y con los brazos en cruz, y tiene para sus compañeros de martirio palabras de aliento y de consuelo, a la vez que de perdón para sus verdugos. Muñiz, el jefe local de la Asociación Católica de la Juventud Mejicana, anima también a todos a perseverar constantes en su fe, recordándoles que van a morir sólo por Dios y por su Iglesia, y lanza al mismo tiempo el grito de victoria de los mártires mejicanos: ¡Viva Cristo Rey!, que es contestado con entusiasmo por los demás campeones y esforzados defensores de la fe.
Los soldados encargados de la ejecución tiemblan ante este sublime espectáculo; y así, a la primera descarga, sólo caen en tierra seis de las víctimas; a la segunda, dos. Entonces, furioso, el coronel increpa a los soldados y les manda disparar todos a una sobre el que aún queda en pie. Es éste un joven de 19 años, llamado Isidro Pérez, a quien ni las balas ni la muerte sangrienta de sus compañeros que yacen a sus pies amedrentan ni hacen vacilar su fe. Suena la descarga y el joven cae en tierra, no muerto, sino desmayado. Al desplomarse, se lleva la mano a la frente en ademán de hacer la señal de la cruz, y en ese mismo instante se acerca el coronel para darle el tiro de gracia. Mas la bala da en un anillo que el héroe lleva en la mano, el cual se le incrusta en el cráneo. Todos le creyeron muerto como a los demás; pero al recoger los cadáveres, advirtieron que aún vivía. Dios ha querido conservarle como testigo del martirio de sus compañeros.

Homenaje popular

Apenas fueron entregados los cuerpos de los mártires a sus familiares, Dios empezó la glorificación de los nuevos confesores de la fe. La multitud se agolpa en torno de los cadáveres para besar sus pies y manos, empapar lienzos en su sangre y cortar pedazos de sus vestidos.
Las familias de los mártires, al mismo tiempo que dolor, decían sentir grandísima satisfacción por haber los suyos muerto por tan santa causa. Remordimiento sentiría, exclama una madre, si llorase a mis dos hijos muertos por su fe.

Un nuevo mártir

Algunos días después de este martirio, el joven Antonio Verastegui, de la misma ciudad de Parras, que no se había podido unir a los luchadores por falta de armas y que permaneció oculto durante algunos días, volvió de nuevo a la fábrica donde trabajaba; mas inmediatamente fue capturado y se le fusiló, asociándose de este modo al triunfo de sus compañeros.

 

Cf. Hojitas, nº 8, 4 pp., 15 por 10 cm., Isart Durán Editores, S.A., Balmes 141, Barcelona (1927). Imprescindible para la lectura y comprensión integral de estas “hojitas”  es el estudio Ana María Serna “La calumnia es un arma, la mentira una fe. Revolución y Cristiada: la batalla escrita del espíritu público”, publicado en las páginas de este Boletín en los meses de noviembre y diciembre del año 2013.

Llamamos mártires a estos jóvenes, sin intención de prevenir el juicio de la Iglesia.

 

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