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La apología personal como género literario: una aproximación desde la correspondencia privada de algunos jerarcas de la Iglesia católica en México

Juan González Morfín[1]

 

 

Introducción

 

Por más que parecería una audacia hablar de géneros literarios o tratar de introducir una novedad en ese terreno,[2] la disparidad de opiniones sobre lo que puede o no considerarse como género o sobre su existencia misma nos permite ahora comenzar la aventura de bautizar como tal a un desarrollo de la carta privada que, en unas circunstancias específicas de la historia de México, cobró características propias con lo que puede diferenciarse de otro tipo de correspondencia y, más específicamente, de otros géneros didácticos o históricos.

En este trabajo, no se profundizará en la extensión de la palabra género literario, ni se buscará establecer una conexión entre géneros y subgéneros, pues se comparte la idea de que «los géneros literarios constituyen sistemas abiertos, esto es, las invariantes coexisten con las variables y no podemos condenarlos y condenarnos a una esquematización extrema».[3] Se utilizará, pues, la fórmula «género literario» para hacer referencia a expresiones escritas que comparten características comunes en su estructura y, sobre todo, en la finalidad perseguida por el autor, deducida a partir de su contenido.

Se ha llamado apología personal al género que se pretende estudiar y, concretamente, también se ha anticipado que el material base será la correspondencia privada de algunos personajes, documentación esta de carácter autobiográfico, pero que no por ello se puede incluir en el género biográfico[4] ni, más concretamente, en una de sus variables, la autobiografía, por más que tenga marcadas similitudes, pues dicho género tiende a ser, sobre todo, un «relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad».[5] Como se verá, la apología personal goza de características específicas que la singularizan dentro del género autobiográfico, y que la aproximan un poco más al género de las memorias, que ya era utilizado por políticos griegos y romanos con la intención, entre otras, de autodefensa.[6] En este género de memorias, son abundantes las obras con las que se ha enriquecido la literatura mexicana y, concretamente, la historia de la política en México, como la pentalogía de Vasconcelos[7] y las Memorias de Pascual Ortiz Rubio.

Tampoco entrará nuestro objeto de estudio en el campo de lo que se han llamado «confesiones». La confesión «surge de ciertas situaciones… cuando el hombre ha sido humillado, o cuando se ha cerrado en el rencor, o cuando sólo siente sobre sí el peso de la existencia, necesita entonces que su propia vida se le revele».[8] Si bien, lo que hemos llamado apología personal coincidirá en parte con el hecho de que quien la escribe ha sufrido una humillación, sin embargo, más que una confesión consiste en un relato explicativo, un desahogo para compartir con otro las dificultades que en ese momento le atormentan y le aplastan y no goza siempre, ni principalmente, del motivo generalmente buscado en una confesión literaria, la exculpación, esa especie de «descarga o reconocimiento de inocencia».[9]

Una característica, pues, de la apología personal como se pretende mostrar, es su confidencialidad: «carta privada —defino, ya que el Diccionario no lo hace— es aquella que se escribe sin propósito, por parte de su autor, de darle publicidad ni de que se la dé el destinatario».[10] Es una defensa, una autodefensa, que se hace solo para que sea conocida por el amigo privado, por el compañero de desgracias o por el superior inmediato, en pocas palabras,  por el confidente y que, solo por la indiscreción de los archivos, es ahora conocida por el gran público. Sin duda que hay muchos, muchos tipos de cartas que también gozarán parcialmente de estas características;[11] sin embargo, determinadas situaciones que se vivieron en México durante los años 1914-1936, condujeron a una categoría de personas, en este caso dignatarios eclesiásticos, a desarrollar un determinado género dentro de la carta privada, un género apologético, autodefensivo, por encontrarse perseguidos o en posibilidad de serlo, o por haber sido señalados de algo que reputaban injusto.

Para hablar propiamente de un género, se tiene que contar con gran número de ejemplares parecidos y no únicamente de un ejemplo. Por la necesaria brevedad de un trabajo como este, será citado un número mínimo de documentos como muestra, elegidos por su ejemplaridad; sin embargo, se mencionarán también en cada uno de los autores elegidos los repositorios en los que se puede encontrar el material suficiente para evidenciar la existencia de un conjunto de escritos con características similares de modo que se pueda, con propiedad, hablar del género de la apología personal.

No se pretende, en modo alguno, sublimar este género ni se busca colocarlo entre las grandes realizaciones literarias, ni siquiera se trata de evidenciar una especie de descubrimiento, pues compartimos la idea de que, en una manifestación autobiográfica, lo que interesa al historiador es precisamente lo que desprecia el crítico literario,[12] y somos conscientes de que la apología es tan antigua como aquellas defensas escritas que primero Critón y, luego, Platón, Jenofonte, Lisias y otros hicieron de su maestro Sócrates. Sin embargo, nos ha parecido interesante presentar al lector muestras de diferentes autores, jerarcas todos ellos de la Iglesia católica, que participan de características muy similares en su correspondencia privada. Se han elegido para ello a Antonio de Jesús Paredes, vicario general de la arquidiócesis de México entre 1914 y 1919; a José Mora y del Río, arzobispo de esa misma arquidiócesis entre 1908 y 1928; a Leopoldo Ruiz y Flores, arzobispo de Morelia y delegado apostólico; a José María González y Valencia, arzobispo de Durango de 1924 a 1959 y a Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara entre 1913 y 1936. En cada uno de estos, junto con una breve semblanza bibliográfica, se buscará contextualizar el documento que se incluye como modelo de lo que se ha venido llamando apología personal.

 

1. Antonio de Jesús Paredes

 

Nacido en la ciudad de México (1860), ingresó tempranamente al Seminario Conciliar y fue enviado poco después al Colegio Pío Latinoamericano de Roma. A su regreso, ya como sacerdote, descolló rápidamente por sus dotes intelectuales, capacidad administrativa y facilidad para relacionarse con las personas. Su carrera eclesiástica fue fulgurante: párroco, censor, director de la Gaceta Oficial del Arzobispado de México, canónigo, provisor de la curia, vicario capitular a la muerte del obispo Próspero de Alarcón, propuesto dos veces, durante el gobierno de Madero, para ocupar sedes episcopales, dos veces vicario general de la arquidiócesis de México, una de ellas gobernando prácticamente solo, pues su arzobispo se encontraba en el exilio.

Durante esta época, levantó muchas sospechas por su cercanía al gobierno revolucionario de Carranza y por su postura ambigua ante algunas disposiciones anticlericales, como la expulsión de los sacerdotes extranjeros o la redacción del artículo 3º de la Constitución de Querétaro, con la que apenas sí disintió y esto porque no iba de acuerdo con los principios auténticamente liberales.[13] Fueron muchas las acusaciones y suspicacias que llegaban de él a la Santa Sede.[14] Su propio obispo, aun habiéndolo ratificado como vicario general durante la etapa constitucionalista, presentó informes sumamente comprometedores sobre el modo en que gobernaba en ausencia suya, acusándolo, entre otras cosas, de ser uno de los promotores de que no se permitiera regresar a sus diócesis a los obispos exiliados.[15]

Como muestra del género que proliferó en estos años, se ha elegido la apología de sí mismo que hace en una extensa carta al obispo José Mora y del Río que desde el exilio le había reclamado una serie de puntos. En su respuesta, toda ella con un tono apologético, Paredes contesta punto por punto los reclamos de su prelado, comenzando por una entrevista aparecida un poco antes en un diario de la capital:

El primer punto de la misma es el relativo a mi declaración, que consta en “El Universal”, sobre el artículo 3º de la nueva Constitución de la República Mexicana. Ante todo V.S.I. comprenderá, que ni yo busqué esa entrevista, que me rehusé lo más que pude a hacer esas declaraciones y que sólo acorralado por los reporters me vi precisado a ceder. No lo extrañará V.S.I. a quien alguna vez ha sucedido lo mismo, tratándose de algunas palabra que oyó de los labios del Sr. Presidente Madero, que ocasionaron a este Sr. muy malos ratos con la prensa que le era hostil. Cuando yo fui entrevistado, aún estaba en discusión dicho artículo; pero el periódico publicó mi entrevista con fecha muy atrasada, cuando ya había sido aprobado, no sólo el artículo de referencia, sino aun los otros hostiles a la Iglesia, lo cual, entre otras cosas, movió a los redactores del “Universal” a cambiar notablemente el sentido de mis frases y aun a añadir cosas que yo no dije.[16]

 

Más adelante comienza a desglosar el artículo, haciendo constar la falsedad de algunas de las afirmaciones que se ponían en boca suya y proseguía su defensa explicando por qué no había exigido una enmienda:

 

¿Por qué no hice la rectificación que estaba indicada, dada la gravedad del asunto? Por dos razones. Primera, porque ni ese, ni ningún otro periódico me admitiría la publicación de cualquier rectificación. En ese sentido V.S.I. en el medio en que está constituido no lo comprenderá quizás, pero los que vivimos en México sabemos cuántas dificultades se nos ponen para todo lo que sea hablar, aunque sea solo una palabra, contra el constitucionalismo. Segunda, que habiéndose iniciado contra mí un proceso en el juzgado 6º militar, tratando de probar que soy reo de rebelión contra el gobierno, con un juez que al menos en un principio de la instrucción, era parcial y adicto al acusador Cortés, mi rectificación les habría suministrado una nueva prueba de mi rebelión y se me hubiera desde luego encerrado en la Penitenciaría, a donde no fui, sólo por las consideraciones que me guarda el Primer Jefe. Por más que mi rectificación no hubiera constituido base ninguna para mi encarcelamiento, tal como se llevan las cosas en la actualidad, no era necesario más para dejar a un acusado largos meses en la Penitenciaría, esperando su Consejo de Guerra y su sentencia, aunque esta sea absolutoria. Añádase a todo esto, que esos días me probó Dios con una fuerte recrudescencia de mi enfermedad, que el tratamiento a que me sujetaron los médicos me redujo a un grande agotamiento físico y moral (he perdido 17 kilos de peso) que me hacía temer, al menos mientras me aliviaba, el frío y las privaciones de la Penitenciaría.[17]

 

Continúa su carta defendiendo sus edictos, que recién le había sido prohibido seguir promulgando, así como su amistad con Carranza y su cercanía con los liberales, para terminar subrayando que no tenía un interés especial en permanecer en su cargo:

 

No estoy casado, ni enamorado del título de Vicario General y aunque parece que V.S.I. lo pone en duda, es para mí una carga agobiadora, que cada día me produce más tribulaciones y que no he soltado en los días en que aún vivía el Sr. Argüelles por consecuencia a las consoladoras palabras del Emo. Card. De Lai: “le exhorto a que continúe con ánimo generoso, con el celo y la prudencia de que ha dado pruebas hasta aquí, hasta que vuelva la paz a esa importante República y el Ilmo. Sr. Mora vuelva a su Diócesis”. V.S.I. no tiene más que decir una palabra y yo volveré gustoso a no ocuparme más que de prepararme a la muerte.[18]

 

No es el único documento de carácter apologético escrito por este personaje. De 1914 encontramos un interesante discurso al cabildo que también se conserva en el archivo de la arquidiócesis.[19] Varios de sus edictos, quizá especialmente el décimo tercero, contienen partes apologéticas.[20] Por su interés histórico, su fuerza narrativa y su carácter apologético, es particularmente sugerente su escrito, publicado póstumamente en una revista de los años 40, «La Revolución y el Vicario General del Arzobispado de México».[21]

 

2. José Mora y del Río

 

Nació en Pajacuarán, Michoacán (1854). Después de haber sido breve tiempo obispo de Tehuantepec, Tulancingo y León, llegó en 1908 al arzobispado de la capital, donde siguió su línea de promover la doctrina social católica. También apoyó la creación y desarrollo del Partido Católico Nacional. Por esta última razón y por un supuesto apoyo al régimen del usurpador Huerta, que él siempre negó, Mora y del Río fue visto con recelo por los diferentes grupos revolucionarios. Permaneció desterrado de 1914 a fines de 1918; ya en su diócesis, no se atrevió a aparecer en público sino hasta febrero de 1919. Nunca simpatizó con su vicario general quien, sin embargo, le entregó la diócesis en regla y sin poner algún obstáculo. Más tarde sería protagonista de importantes desencuentros con el gobierno del general Calles. Murió en San Antonio Texas en 1928.[22]

La carta de la que en seguida se ofrecen algunos ejemplos de apología personal, es un extenso informe enviado a Benedicto XV en el que busca defenderse sobre todo de dos acusaciones que pesan en su contra: la de su apoyo al régimen de Huerta, y la de que, junto con otros prelados mexicanos, permanece en el extranjero por comodidad o por falta de celo pastoral, pues en el país las condiciones estaban dadas para su regreso. En este punto se detiene bastante pormenorizando una serie de amenazas y agresiones sufridas por diferentes eclesiásticos a manos de los revolucionarios, lo que confirma la prudencia de los obispos en el exilio para no regresar aún. Además, sin ser el motivo principal de la carta, aprovecha también para atacar a su vicario general, Antonio de Jesús Paredes, al que solicita no dar crédito en sus informaciones.[23] Se ofrecen a continuación algunos párrafos de tanto de su réplica a las acusaciones que se le hacen sobre su apoyo a Huerta, como de la justificación de que los obispos permanezcan en el extranjero.

En algunos cargos, como el no retornar a sus diócesis, era un hecho que la imputación se hacía al conjunto de los obispos exiliados; en otros, como el de haber apoyado al usurpador Huerta, la acusación era más específicamente contra Mora; sin embargo, aún en este, quizá para diluir su parcial responsabilidad, se presenta como defensor de todo el episcopado en relación con el particular:

 

Cualquier cosa que los obispos hayan hecho, o el modo en que anteriormente lo hacían, todo esto ha servido a estos hombres nefastos para sacar motivo de ultrajar y perseguir; sin embargo, estas cosa no hubieran tenido, ni tendrían ahora lugar, si los obispos mismos hubieran traicionado su oficio y seguido los principios de la revolución, que Dios nos libre. Pues, a partir de ahí, de este singular combate que se sigue contra la Iglesia, proceden todas y cada una de las afirmaciones calumniosas: de la intervención de los obispos en los asuntos políticos, de la cooperación en la revuelta contra el presidente Madero, de la ayuda material ofrecida al presidente Huerta, de promover una intervención armada de los Estados Unidos para restablecer la paz en la República Mexicana y otras por el estilo, medios que ellos utilizan ahora para exaltar el odio contra la Iglesia y el clero.[24]

 

Su defensa, no obstante, deja qué desear, pues termina aceptando una cierta colaboración, así haya sido forzosa y puntual:

 

Sobre el dinero ofrecido al señor Huerta, varias veces los obispos declararon que ellos absolutamente nada le habían dado, y por ningún lado los acusadores aportaron ni mínima prueba. Aunque sí es verdad que yo mismo presté al señor Huerta 17,000 pesos de plata, mas no para la conspiración, sino –habiéndose ésta consumado– para pagar el sueldo de los soldados, que si no hubiera sido pagado inmediatamente, se temía que la ciudad fuera saqueada por los soldados. Estoy preparado para, si hace falta, probar ante la Sede Apostólica que actué así, y no de alguna otra manera. Pues, un rumor calumnioso de mi auxilio prestado al señor Huerta corrió de boca en boca ya antes del triunfo de la revolución y, lo que más me duele, es que el entonces Excelentísimo Señor Delegado Apostólico al menos haya tenido sospechas de mí. Quizá por alguna presunción que le llegó en contra de mí junto con el presidente del Partido Católico, y de sus palabras y obras. Lo cual atribuyo al Reverendo Señor Paredes, cuyas informaciones suplico sean recibidas en la Curia Romana siempre con gran cautela, y de igual forma se actúe.[25]

 

Termina la carta rogando se les mantenga informados, a él y a los demás obispos, sobre cualquier información difamatoria para poder rebatirla:

 

Suplico, pues, A VUESTRA SANTIDAD, confesando toda mi devoción y obediencia A LA SEDE APOSTÓLICA, que, si algo contra los obispos mexicanos llegara a los oídos DE VUESTRA SANTIDAD, procedente ya sea de clérigos depravados o de personas incautamente engañadas, que en manera alguna habrán de hacer disminuir vuestra benevolencia y lo alejéis decididamente de vuestra estimación y, si ocurriera, nos lo hagáis constar, lo cual atraerá un gran consuelo en medio de nuestras tribulaciones que tanto debilitan nuestros ánimos.[26]

 

Otras cartas del obispo Mora y del Río del género apologético las podemos encontrar, sobre todo, en la correspondencia con los diversos obispos de la época,[27] con Miguel Palomar y Vizcarra[28] y, eventualmente, con algunos funcionario públicos.[29]

 

3. Leopoldo Ruiz y Flores

 

Nació en Amealco, Querétaro (1865). Muy joven viajó a Roma para estudiar en el Colegio Pío Latino Americano. Dio clases en el Seminario Conciliar de México. Fue nombrado obispo de León, luego arzobispo de Linares y más tarde de Morelia. Delegado apostólico entre 1929 y 1937, los últimos cinco años, en el exilio. Su papel más importante lo jugó como mediador en el conflicto entre la Iglesia católica y los gobiernos del Maximato. Fue uno de los artífices de los “arreglos” con los que se pactó la reanudación del culto público en 1929, junto con el obispo Pascual Díaz y el presidente Emilio Portes Gil. Precisamente de las consecuencias de este acontecimiento se origina el documento que parcialmente se va a presentar.

La carta elegida tiene que ver con una defensa tanto de él mismo, como del obispo Pascual Díaz, que habían actuado al unísono en los arreglos con el gobierno del presidente Portes Gil, cediendo en algunos terrenos en los que los dirigentes de la Liga y algunos católicos de la línea intransigente consideraban que no se podía ceder, motivo por el cual continuaban siendo atacados dos años después. En ella, felicita al arzobispo de Guadalajara por buscar contener los ataques que los católicos inconformes estaban realizando:

 

He leído con verdadera satisfacción el Edicto de V.E. Rma. exhortando a los fieles a que guarden el respeto debido a los Sres. Obispos y Sacerdotes.

Yo espero que los pocos o muchos descontentos abran los ojos y se den cuenta del daño que hacen con sus murmuraciones y escándalos.

Los descontentos de acá, no contentos con haber esparcido la noticia de que el Papa había llamado al Sr. Díaz para que se justificara de las acusaciones que ellos habían hecho, no contentos con reprobar las declaraciones del mismo Sr. hechas en Washington al ir a Europa, no contentos con haber esparcido el rumor de que dicho Señor había fracasado en Roma etc. ahora han dicho que el Sr. Díaz tiene que quedarse recluido toda la vida en un convento fuera de la República por orden del Papa.[30]

 

Aprovecha también para quejarse de algunos intentos de grupos anticlericales por obstaculizar la labor de la Iglesia en esa época, supuestamente de tregua que duró desde la concertación de los arreglos con el presidente Portes Gil, hasta los hechos que se desencadenaron después de las celebraciones por los 400 años de las apariciones de la Virgen de Guadalupe:

 

El PNR ha acusado formalmente a los ferrocarriles por las cuotas de pasaje concedidas a los peregrinos, y a V.E. Rma. por el sermón del día de su peregrinación, pues creen que V.E. Rma. fue quien lo pronunció.

Creo que no harán caso a tales acusaciones que son promovidas por la masonería y juntas anticlericales.[31]

 

La correspondencia de esta época del arzobispo Ruiz con Orozco y Jiménez es abundante y con bastante frecuencia se inscribe en la que hemos venido señalando por su carácter apologético.[32]

 

4. José María González y Valencia

 

Nació en Cotija, Michoacán (1884). Estudió primero en el seminario de Zamora y después en el Colegio Pío Latinoamericano. Obispo coadjutor de la arquidiócesis de Durango en 1922 y arzobispo de esa sede a partir de 1924. Al desatarse la etapa más álgida del conflicto entre la Iglesia católica y el gobierno del general Calles, encabezó una comisión de tres obispos que en Roma buscaban servir de intermediarios entre la Santa Sede y el resto de obispos mexicanos. Esta comisión muy pronto se convirtió en un organismo que actuaba con absoluta independencia del comité episcopal que residía en México y tomó claramente partido por el ala radical que apoyaba a los levantados en armas, lo que originó varios malentendidos. Pío XI optó por disolverla en octubre de 1927.[33]

La carta que aquí se consigna es un intento de justificar el modo de actuar del organismo que encabezó en Roma, a unos meses de que había sido suprimido, y al mismo tiempo, una defensa de los que optaron por la opción armada; de hecho, se anticipa a cualquier intento de abandonar esa línea y no oculta en ningún momento su simpatía por el movimiento armado todavía existente.

El pretexto que dio origen a la carta fue la designación del arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, como presidente del Comité episcopal y en esa calidad, le escribe para que «oyendo de mí mismo la explicación de mi actuación pasada y de mi constante manera de pensar y de obrar, tenga V.E. los datos más completos que faciliten más aún la labor de V.E. en orden a unirnos más estrechamente a todos para la defensa de la Iglesia».[34]

Sin haber recibido todavía un reclamo por parte de Ruiz y Flores, se anticipa a defender a la Comisión que el presidió de lo que circulaba en el ambiente, que varias veces habían engañado a los obispos, sobre todo en relación con la defensa armada. Así pues, afirma:

 

Sostengo que la COMISIÓN DE ROMA, no engañó nunca a VV.EE. sobre la actitud de la Santa Sede en orden a la acción armada de los católicos. En cuanto a esto, la Comisión siempre comunicó tres cosas: a) que el Santo Padre no había querido hablar explícitamente; b) que el Sr. Card. Gasparri había dicho que los católicos armados hacían uso de sus derechos; y c) que los teólogos de Roma, tanto de la Gregoriana como del Angélico, habían declarado la licitud del movimiento.[35]

 

El punto que defendía era tan importante, que se vio necesitado de otro párrafo más largo para explicitarlo.

 

La COMISIÓN al comunicar esto confidencialmente a los Prelados y a los Directores de la Liga, a) creía hacer labor provechosa al salvar a los católicos de un fracaso cierto a que los exponía únicamente el falso rumor esparcido por el mismo Gobierno, de que la Sta. Sede había condenado el movimiento armado; b) no creía la COMISIÓN faltar a la disciplina al comunicar verdades de las cuales se siguiera mayor fuerza y entusiasmo en los católicos de Méjico, para seguir empleando un medio que no sólo había sido declarado lícito por los prelados, sino aprobado por el COMITÉ EPISCOPAL al ser éste interrogado por la Liga, y merecido de V.E. y de Mons. Díaz bendiciones personales a algunos que iban a levantarse en armas; c) la COMISIÓN, sólo habló cuando el movimiento armado era ya un hecho, y el levantamiento de la Unión Popular de Jalisco agregado a la Liga se debió, según lo dice Mons. Orozco, a órdenes de la Directiva General de la Liga, y nunca a alguna indicación de la COMISIÓN de Roma.[36]

 

En este último párrafo, como se ve, intenta involucrar a Ruiz y Flores y Pascual Díaz en un supuesto apoyo inicial a los levantados; sin embargo, quizá el punto más importante que realmente podría eximir de culpa a la Comisión, es el haber insistido en la licitud del movimiento armado una vez que este ya era un hecho consumado.

Acepta que la Comisión siempre «defendió su lema de intransigencia absoluta»,[37] aunque en esto no hacía más que seguir la línea inicial que se le había dado en el momento de su creación, pues, aunque el secretario del Comité episcopal, Pascual Díaz, hubiera hecho declaraciones públicas en torno a posibles arreglos con el gobierno, «no por eso se creía dispensada la Comisión del compromiso adquirido con los Prelados».[38]

A partir de ahí, antes de tornar a su defensa, aprovecha para dar a conocer su sentir sobre la situación que se vive en el país, manifestándose absolutamente contrario a que los católicos que han asumido la defensa armada de la libertad religiosa depongan las armas, mientras no se deroguen las leyes y, en cuanto a la formación de un partido político que defendiera en México los postulados de ese movimiento libertario, manifiesta creerla necesaria, pero una vez ya obtenida la libertad política.

Insiste en la necesidad de unidad de criterios de los obispos, con tal de alcanzar el fin que se persigue. Evidentemente se refiere a la unidad en torno al criterio de la Comisión y del ala intransigente, y busca nuevamente respaldar su postura en un supuesto apoyo a esta por parte de la sede apostólica: «Me consta perfectamente qué cosa siente la Santa Sede acerca de mi actividad y que ella ve bien que yo defienda entre Vuestras Excelencias mis puntos de vista».[39] Aun así, aceptaría hacerse a un lado si eso es lo que se acordase entre los demás obispos y la misma Santa Sede: «Si la opinión de los Ven. Hermanos es que yo puedo servir de obstáculo para el adelanto de las cosas, estoy dispuesto a eliminarme de los asuntos generales, dejando en manos de mis hermanos y de la Sta. Sede su resolución y dispuesto a cooperar de nuevo con ellos, una vez obtenida la libertad, para la reconstrucción general de la Iglesia en nuestra Patria».[40]

Más correspondencia de carácter apologético de este prelado se encuentra en su relación con otros obispos de la línea intransigente como lo fueron el de Huejutla y el de Tacámbaro, así como con el vicepresidente e ideólogo de la Liga, Miguel Palomar y Vizcarra.[41]

 

5. Francisco Orozco y Jiménez

 

Francisco Orozco y Jiménez, prelado nacido en Zamora, Michoacán (1864), y formado en el Colegio Pío Latinoamericano de Roma. Fue obispo de Chiapas entre 1902 y 1912, y arzobispo de Guadalajara a partir de 1913 hasta su muerte en 1936. Tanto en Chiapas como en Jalisco tuvo frecuentes desencuentros con las autoridades civiles, de lo que da abundante cuenta en su correspondencia personal. A causa de estos, varias veces fue expulsado del país. Una de ellas, al finalizar la guerra cristera, tiempo en que la mayoría de los prelados habían sido obligados a abandonar el país, pero Orozco, requerido para presentarse ante el secretario de gobernación, Adalberto Tejeda, se negó a acatar dicha petición, decidido a permanecer escondido entre sus fieles diocesanos, y se mantuvo en la clandestinidad, protegido por los fieles de su diócesis, por un tiempo quizá más largo de lo que hubiera imaginado. En la carta que se ofrece adelante, evoca esa situación.

Se trata de una carta escrita desde su destierro inmediatamente después de los arreglos, escrita desde El Paso, Texas, dirigida a Leopoldo Ruiz y Flores, quien para este momento había sido nombrado delegado apostólico. Muriéndose de ganas de retornar a su diócesis, le escribe «en calidad de desahogo, porque ya se me hace demasiado duro estar por acá, y más en tiempo de Cuaresma, la cual avanza rápidamente, y esto me hace temer no poder estar en Guadalajara para la Semana Santa».[42]

En esa vía de desahogo, expone la situación lastimosa en que se encuentra, quizá para conmover al delegado por si estuviera en sus manos hacer algo más de lo que ya había hecho: «Me ha calado mucho este destierro, que siento me va llevando poco a poco al sepulcro, sintiendo mi alma acibarada y saturada de penas de todo género, las cuales van minando mi naturaleza, gastada por tres años de privaciones, enfermedades y angustias, que pueden con toda precisión saltarle a la vista; y todo esto a mi edad de sesenta y seis años».[43]

Recuerda su inocencia de los cargos con que se le incrimina: «Mi único delito ante las autoridades fue no haber acatado una orden de atropello, ilegal e injusta, y que me estorbaba el cumplimiento de mi deber, de estar en mi puesto en los momentos más críticos para mis diocesanos. Bien sé que muchos incautos dieron crédito al vocerío que se suscitó contra mí; y actualmente no puedo persuadirme que haya quien todavía le dé cabida».[44]

Adjunta además, un alegato con las supuestas pruebas que hubo en su contra para determinar que tenía que salir del país, tanto para recordarle que no había habido argumentos consistentes, como para ver si con ellas se podía lograr algo:

 

Por vía de dilucidación, incluyo a S. S. los apuntes que sacó del Archivo de Gobernación el Sr. Garibi, habido el permiso y franquicias correspondientes. Ahí están, como verá, todos los cargos hechos contra mí oficialmente, que se reducen a recortes de periódicos, y que no prueban nada. Siento no haberlos tenido a la mano cuando publiqué mi Memorandum. Cuando menos de algo le podrán servir en mi favor en alguna oportunidad.[45]

 

Desde antes de su destierro, mejor dicho, cuando todavía se ocultaba en la clandestinidad y la guerra cristera estaba en su apogeo, Orozco y Jiménez había ya comenzado su defensa ante las acusaciones difundidas de que él era quien alentaba el levantamiento de los católicos. En enero de 1928, el diario vaticano daba cuenta de una carta pastoral dirigida por el arzobispo de Guadalajara Francisco Orozco y Jiménez a los fieles de su diócesis en la que desmiente estar implicado en la defensa armada:

 

Desde muchas partes se afirma que mis palabras son interpretadas como propaganda sediciosa; este tipo de discursos no serían en manera alguna de acuerdo a mi oficio pastoral, ni serían conforma a los objetivos que me he prefijado, puesto que lo he dicho desde el principio, que mi más grande deseo es el de sostener entre vosotros vuestro espíritu cristiano, vuestra fe y vuestra piedad, en medio de las adversidades que os afligen. Por consiguiente, yo niego las acusaciones calumniosas que se me hacen de haber incitado los movimientos sediciosos. En ningún momento ha sido presentada prueba alguna de similares acciones y, si se han esparcido ese tipo de afirmaciones, éstas pueden ser rechazadas por millares de personas que son testigos oculares de acciones opuestas de parte mía.[46]

 

Muy cerca en el tiempo de la carta ya citada a Ruiz y Flores, había escrito al presidente Portes Gil, recordándole una entrevista personal habida justo antes de su destierro, y buscando defenderse nuevamente de los cargos que se le hacían:

 

Acogiéndome al ofrecimiento último que me hizo U. en nuestra entrevista de 29 de junio ppo., de poderle escribir en lo particular; quiero tratar con U. el asunto de mi regreso a mi Patria, como último recurso, ya que en manos del Excmo. Sr. Delegado Apostólico hasta ahora no ha podido prosperar, tal vez sea por esperar oírme ulteriormente.

Efectivamente, en la citada entrevista, por mi parte me parece haberme justificado de los cargos que la voz pública, o más bien la de mis adversarios, difundieron a velas desplegadas, así en Méjico como en el extranjero: cargos sobre los cuales conjeturo yo que recayó el destierro que U. me intimó. Digo así, porque U. durante una hora tuvo la paciencia de oírme solamente, pero sin réplica alguna y sin proferir más palabras al final que, a pesar de estar convencido de mis dichos, debería salir de la República, según lo acordado.[47]

 

Menciona también un supuesto ofrecimiento, no cumplido, por parte de uno de los subalternos del presidente:

 

Debo yo agregar, lo que todos ignoran, que el Procurador de Justicia Nacional, con quien, a ruego de amigos míos, tuve dos conferencias, me aseguró a nombre de U. que al llegar a los EE.UU. bastaría para mi regreso que le dirigiera a él una carta indicándolo y enseguida contestaría notificándome la libertad en que U. me dejaba para volver a mi Patria. Así lo hice y sólo conseguí tener una honda decepción.[48]

 

Y termina implorando justicia: «Dispénseme, pues, Señor Presidente, la forma actual de que me vaya al abrigo de lo más sagrado, que es la justicia. A la vez pido a Dios Nuestro Señor lo favorezca y bendiga».[49]

Dos semanas después de la carta a Ruiz y Flores, el obispo Orozco y Jiménez había reentrado al país para una breve estancia antes de un nuevo destierro.[50]

En la correspondencia de Orozco y Jiménez con Pascual Díaz y Ruiz y Flores, son frecuentes cartas del género apologético.[51]

 

6. Otros documentos de género apologético

 

A esta misma época pertenecen otro tipo de escritos que circularon sobre todo bajo el nombre de memorándum, aunque también algunas veces se les llamó memoriales, y que no eran otra cosa que informes dirigidos a una instancia más o menos oficial, ya fuera del gobierno civil o del eclesiástico. Algunas veces constituían una especie de «carta abierta» dirigida tanto a una dependencia concreta como al público en general, por lo que eran publicados. Francisco Orozco y Jiménez acudió a esta técnica para defenderse en más de una ocasión.

En 1918 publicó Acerquémonos a Dios. Memorandum, un folleto en toda forma encaminado a defender tanto su labor como obispo de Chiapas, como su reciente Cuarta Carta Pastoral, de junio de 1917, en la que había protestado contra algunos artículos de la Constitución recién promulgada en Querétaro. El folleto tiene 97 páginas e incluye una amplia carta, también del género apologético, dirigida al presidente Venustiano Carranza.[52] Se ofrece un fragmento de una de las apologías que hace, la de haber publicado su protesta contra la Constitución:

 

En mi Pastoral no se encuentra un solo síntoma de rebelión o conspiración; ni en ningún lugar de este vasto Arzobispado se advierte el resultado de las gestiones sediciosas que se me han atribuido tan gratuitamente; y el mismo hecho de protestar, como haré una y mil veces y como deben hacerlo los sinceros católicos, no es ni rebelarse contra las autoridades, ni conspirar, ni hacer cosas semejantes. Simplemente es confesar públicamente que no hay aceptación espiritual ni moral de una ley opresora en tal alto grado de la libertad de conciencia.[53]

 

Para apoyar su defensa, hace ver que la protesta estaba aprobada por la misma Constitución: «Puedo agregar que mi Protesta, hecha con ocasión de la Constitución, está sancionada por esta misma y la declara legal, cuando se hace en los términos moderados, pacíficos y respetuosos en que la he hecho y como las han hecho, aun duramente, tantas agrupaciones sociales, sin que se les persiga por sedición ni por delito que haya emanado de sus protestas».[54] La defensa sigue por páginas y páginas, con lo que se puede mencionar que una característica específica del tipo de documento llamado memorándum, era también su extensión, casi siempre larga.

En octubre de 1929, durante su destierro, Orozco escribió un largo memorándum que explicaba las circunstancias en que se dio su expulsión y hacía un recuento histórico de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Su idea era publicarlo como una defensa pública de su causa, pero le sugirieron antes enviarlo a Roma para su aprobación.[55] Pasados varios meses, en respuesta, la Secretaría de Estado del Vaticano exhortó al prelado a no hacerlo público, pues, aunque se trataba «de una simple narración histórica», versaba sobre acontecimientos contemporáneos y podía prestarse a malas interpretaciones.[56]

Se encuentran también este tipo de escritos para un uso interno entre varias personas, ejemplo de ello es un memorándum de 1928 que se distribuyó entre algunos obispos «para uso privado» para informarles sobre las gestiones que hacía el sacerdote norteamericano John Burke ante el presidente Calles.[57]

Este tipo de documentos-informe también fue utilizado para hacer apología de otros. Entre ellos, se puede citar el memorándum de dos folios en el que Leopoldo Ruiz y Flores intercede ante el presidente Ortiz Rubio para que se permita el regreso de Francisco Orozco y Jiménez, entonces en su quinto destierro, y le hace ver que incluso, si fuera culpable de los cargos que se le acusan, en la legislación vigente no existía la pena de destierro.[58] Con esa misma finalidad, informativa-apologética, se encuentran otros muchos memorándum en los distintos archivos.[59]

Documentos más extensos en clave apologética constituyen los libros de memorias escritos por algunos jerarcas de la Iglesia recordando sus desventuras durante la época del conflicto. De especial interés es la obra Recuerdo de recuerdos, de Leopoldo Ruiz y Flores;[60] el Diario de mi destierro,[61] de Pedro Vera y Zuría y, sin ser exactamente un libro de memorias, sino más bien una recopilación cartas, memoriales y otros documentos, la obra del obispo de Tacámbaro Documentos para la Historia de la Persecución Religiosa en México.[62]

 

Conclusión

 

La abundante correspondencia entre los jerarcas de la Iglesia católica en México, quizá favorecida por los largos periodos de inacción que tuvieron tanto en sus frecuentes destierros como en largas temporadas que no pudieron dedicarse a los absorbentes asuntos de sus diócesis por estar ocultándose del gobierno que los perseguía, dio lugar a que se fuera reproduciendo un tipo de redacción particularmente apologética, probablemente motivada por la necesidad de explicar a alguien que su situación adversa obedecía a una acusación o presunción injusta en torno a su conducta.

Como incluían muchos datos para que el lector, así fuera otro jerarca o el presidente de la república, pudiera hacerse cargo de la situación, ayudan en buena medida a reconstruir la historia de esa época y, como también se encuentran llenas de referencias personales, eventualmente podrían considerarse piezas para armar una autobiografía del personaje.

Si bien no siguen un método ni, mucho menos, los autores al redactar esos documentos pensaron situarse dentro del género que le hemos llamado apología personal, sin embargo, coinciden en diversos aspectos comunes como el hacer referencia a una situación que, habiendo sido malinterpretada, les ha causado un determinado perjuicio; el aportar casi siempre elementos de prueba, como testimonios de otros, hechos concretos o, incluso, testigos que podrían desacreditar la imputación que se les hace y, finalmente, el lamento, aunado al desahogo, por estar padeciendo la situación concreta que se ha descrito.

La extensión del documento varía y ordinariamente dependerá de si es un solo hecho, o varios, lo que se intenta refutar. Igualmente, el estilo es muy variable y, se podría afirmar, no pocas veces se aparta del que se podría llamar epistolar, para asemejarse más bien al de la narrativa histórica.

Finalmente, aunque se ha buscado evidenciar que entre los jerarcas de la Iglesia católica se propagó este modo de escribir al que hemos llamado apología personal, no con ello se ha pretendido descartar que este mismo género se pueda encontrar, con igual profusión o incluso mayor, en la correspondencia privada de otro tipo de personajes.



[1] Presbítero de la prelatura personal del Opus Dei (2004), licenciado en letras clásicas por la UNAM; doctor en Teología por la Pontificia Università della Santa Croce (Roma, Italia), en 2004, convalidado como Doctor en Historia del Pensamiento por la Universidad Panamericana campus México, en 2016. Profesor e investigador de la Universidad Panamericana, que centra su actividad en las relaciones Iglesia – Estado en México entre 1910 y 1940, autor de varios libros y artículos sobre el tema.

[2] Para encuadrar el término, véase Marta Alesso (ed.), Hermenéutica de los géneros literarios de la Antigüedad al cristianismo, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires – Facultad de Filosofía y Letras, 2013; Helena Beristáin, Diccionario de Retórica y Poética, México, Porrúa, 1995, pp. 238-239.

[3] Marta Alesso, «Los géneros literarios en el  primer cristianismo», en Circe 10 (2005-2006), p. 29.

[4] «La biografía –afirma Meyer– es un pariente pobre entre las diversas ramas de la gran familia histórica; y sin embargo, ¡qué erróneamente! ¡Qué daríamos por tener buenas biografías de los grandes personajes!…» (Jean Meyer, «Historia de la vida social», en Investigaciones contemporáneas sobre Historia de México. Memorias de la Tercera Reunión de Historiadores Mexicanos y Norteamericanos, México, UNAM/The University of Texas at Austin, 1971, p. 389.

[5] Philippe Lejeune, El pacto autobiográfico y otros estudios, Madrid, Megazul-Endymión, 1994, p. 50.

[6] Cfr. Arnoldo Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 130.

[7] Ulises Criollo (1935), La tormenta (1936), El desastre (1938), El proconsulado (1939) y La Flama (1959).

[8] María Zambrano, La autobiografía, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, p. 47.

[9] Judyta Wachowska, «En torno al género literario de la confesión», en Studia Romanica posnaniensis 28 (2001), p. 181.

[10] Félix de Llanos y Torriglia, Apología de la carta privada como elemento literario, Madrid, Real Academia Española, 1945, p. 31.

[11] «Hay muchas más clases de cartas que de hombres, ya que cada ser humano, según su necesidad, humor y circunstancias, es capaz de escribir —a poco que sepa— variadísimos tipos de misivas. Ni apenas se hace nada con dividir el campo epistolar en dos sectores: el de la carta privada y el de la pública. Dentro de cada uno de ellos, tan tangentes a veces que se hace imposible su deslinde, pululan las subdivisiones y se multiplican indefinidamente los subgéneros» (Ibidem, p. 17).

[12] Cfr. Fernando Durán López, «La autobiografía como fuente histórica: problemas teóricos y metodológicos», en Memoria y civilización 5 (2002), p. 155.

[13] «Opinión del Vicario Sr. Paredes sobre el Art. 3° Constitucional», El Universal, 29 de enero de 1917, p. 1. Sobre la expulsión de sacerdotes españoles, véase: Óscar Flores, El gobierno de su majestad Alfonso XIII ante la Revolución Mexicana. Oligarquía española y contrarrevolución en México, 1909-1920, Monterrey, Senado de la República, 2001, pp. 513-516.

[14] Archivio Segreto Vaticano (en adelante ASV), Archivio della Delegazione Apostolica in Messico, fascículos 74, 109, 117 y 122.

[15] José Mora y del Río, Informe sobre la conducta del Canónigo Antonio de J. Paredes, 23-I-1916, en Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México (en adelante AHAM), fondo episcopal: José Mora y del Río, caja 91, expediente 39, y caja 92, expediente 45.

[16] Antonio de J. Paredes, Carta a José Mora y del Río, México, 12 de marzo de 1917, AHAM, fondo episcopal: José Mora y del Río, caja 145, expediente 66.

[17] Idem.

[18] Idem.

[19] A. de J. Paredes, Discurso (anexo al Acta del Cabildo del 23 de octubre de 1914), AHAM, fondo episcopal: José Mora y del Río, caja 9, expediente 27.

[20] Antonio de J. Paredes, Décimotercer Edicto, 15 de agosto de 1917, Archivio Segreto Vaticano, Archivio della Delegazione Apostolica in Messico, fascículo 109, ff. 67-78.

[21] Antonio de J. Paredes, «La Revolución y el Vicario General del Arzobispado de México», Divulgación Histórica II (1941), Num. 7, pp. 355-360; Ibidem, Num. 8, pp. 410-416.

[22] Juan González Morfín, Los obispos y la persecución religiosa en México, Guadalajara, Universidad Panamericana campus Guadalajara, 2013, pp. 5-20

[23] Un estudio más completo, junto con el texto íntegro de la carta y su traducción al español, se puede leer en: Juan González Morfín, «La situación de la Iglesia católica en los años 1914-1916 en una carta que nunca llegó al papa», en Relaciones Estudios de Historia y Sociedad 149, invierno 2016, pp. 139-166.

[24] José Mora y del Río, Carta a Benedicto XV, 5 de agosto de1916, Archivo de la Arquidiócesis de Guadalajara (en adelante AAG), sección gobierno, serie obispos: Francisco Orozco y Jiménez, años 1912-1918, sin número de folio.

[25] Idem.

[26] Idem.

[27] Cfr. AHAM, fondo episcopal: Pascual Díaz, caja 47, expediente 4.

[28] Cfr. Archivo Cristero Jesuita en custodia del ITESO (en adelante ACJI), fondo Miguel Palomar y Vizcarra, fascículo Epistolario tomo I.

[29] Cfr. Fideicomiso de Archivos Plutarco Elías Calles – Fernando Torreblanca, Archivo Plutarco Elías Calles, fondo Álvaro Obregón, serie 030500, expediente 1020, inventario 3894.

[30] Leopoldo Ruiz y Flores, Carta a Francisco Orozco y Jiménez, 7 de julio de 1931, AAG, sección gobierno, serie obispos: Francisco Orozco y Jiménez, correspondencia, 1931.

[31] Idem.

[32] Se encuentra abundante correspondencia de carácter apologético de Ruiz y Flores con otros prelados en AHAM, fondo episcopal: Pascual Díaz, caja 81, expedientes 1-29 y fondo Episcopal: Luis María Martínez, caja 26, expedientes 1-12.

[33] Cfr. Juan González Morfín, «La Comisión de obispos en Roma y su apoyo al conflicto armado», Relaciones. Estudios de historia y sociedad 38 (otoño 2017), num. 152, pp. 147-178; Paolo Valvo, Pio XI e la Cristiada. Fede, guerra e diplomazia in Messico (1926-1929), Brescia: Morcelliana, 2016, pp. 291-296.

[34] José María González y Valencia, Carta a Leopoldo Ruiz y Flores, Colonia, Alemania, junio de 1928, AHAM, fondo episcopal: Pascual Díaz Barreto, caja 72, expediente 24.

[35] Idem.

[36] Idem.

[37] Idem.

[38] Idem.

[39] Idem.

[40] Idem.

[41] Cfr. ACJI, fondo Miguel Palomar y Vizcarra, fascículo Epistolario tomo II.

[42] Francisco Orozco y Jiménez, Carta a Leopoldo Ruiz y Flores, El Paso, Texas, 16 de marzo de 1930, AAG, sección gobierno, serie obispos: Francisco Orozco y Jiménez, correspondencia, 1930.

[43] Idem.

[44] Idem.

[45] Idem.

[46] L’Osservatore Romano, 15 de enero de1928, p. 1, col. 1. El diario mencionaba que la carta pastoral del obispo Orozco y Jiménez había llegado a Washington por vía privada y había sido publicada en el boletín de la North Catholic Welfare Conference del 26 de diciembre pasado.

[47] Francisco Orozco y Jiménez, Carta a Emilio Portes Gil, El Paso, Texas, 28 de diciembre de 1929, en AAG, sección gobierno, serie obispos: Francisco Orozco y Jiménez, correspondencia, 1929.

[48] Idem.

[49] Idem.

[50] Cfr. Juan González Morfín, «Cuarto destierro del arzobispo Orozco y Jiménez: un acercamiento a través de sus escritos y correspondencia personal», Boletín Eclesiástico VIII (2014/3), pp. 57-69.

[51] Cfr. AAG, sección gobierno, serie obispos: Francisco Orozco y Jiménez, correspondencia, 1929-1932.

[52] Cfr. Francisco Orozco y Jiménez, Acerquémonos a Dios. Memorandum, s.p.i., 1918. Se encuentra un ejemplar de este documento tanto en el fondo reservado de la Biblioteca de las Revoluciones del INEHRM, como en el de la Universidad Panamericana.

[53] Ibidem, p. 15.

[54] Ibidem, p. 16.

[55] Francisco Orozco y Jiménez, Memorandum, Chicago, octubre de 1929. El documento completo se puede leer en David VII, México, Estudios y Publicaciones Económicas y Sociales, 2000, pp. 149-152 y 168-170.

[56] Carta de la Secretaria de Estado de la Santa Sede a Mons. Francisco Orozco y Jiménez, 10 de marzo de 1930, en AAG, Francisco Orozco y Jiménez, correspondencia, caja por clasificar: «Ringrazio V. S. Ill.ma e Rev.ma di aver inviato, per tramite dell’E.mo Cardinale Cerretti, un “Memorandum” dattilografato scritto “con el caracter intimo”, allo scopo di giustificare la di Lei condotta nel periodo della lotta contro la Chiesa nel Messico. Credo peró utile farLe sapere che, sebbene il “Memorandum” sia una semplice narrazione storica, non convenga pubblicarlo, perché, esponendo avvenimenti contemporanei, potrebbe essere mal compreso e provocare divergenze di giudizio e di sentimenti».

[57] Cfr. AHAM, fondo episcopal: José Mora y del Río, caja 46, expediente 20.

[58] Cfr. Leopoldo Ruiz y Flores, Memorándum a Pascual Ortiz Rubio, en AHAM, fondo episcopal: Pascual Díaz Barreto, caja 78, expediente 36.

[59] Por mencionar solo algunos: Memorándum de José Mora y del Río a Pietro Fumasoni Biondi explicándole cómo surgió el levantamiento armado, cuál ha sido el papel de la Liga y por qué no se le apoyó con dinero (cfr. AHAM, fondo episcopal: Pascual Díaz Barreto, caja 46, expediente 33); Memorándum Pascual Díaz a Paolo Marella escrito en abril de 1929 para explicarle quiénes están apoyando los arreglos (Idem); Memorándum sobre el «modus vivendi» redactado por el Comité Directivo de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa en julio de 1930 (ACJI, fascículo Los Arreglos, documento 66).

[60] Leopoldo Ruiz y Flores, Recuerdo de recuerdos, México, Buena Prensa, 1942.

[61] Pedro Vera y Zuría, Diario de mi destierro, El Paso, Revista Católica, 1929 (se encuentra un ejemplar en el fondo reservado de la Biblioteca de las Revoluciones del INEHRM).

[62] Leopoldo Lara y Torres, Documentos para la Historia de la Persecución Religiosa en México, México, Jus, 1954.



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