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Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo antes de ser obispo

Tomás de Híjar Ornelas[1]

 

Aquí se exhibe el derrotero familiar, académico y social

que deambulo antes de ceñir las mitras de León, en Nicaragua y la de

Guadalajara de Indias el último obispo de esta sede

presentado por el rey de España al papa,

y responsable del legado alcaldeano como no lo pudo haber mejor.[2]

 

 

 

 

Exordio

 

La vida y obra de Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo ha ocupado la atención de no pocas y buenas plumas. Comenzó a redactarse al calor de un monumento a la misericordia que lo inmortaliza, el Hospicio Cabañas, cuya sede original se llama ahora Instituto Cultural Cabañas. La sección que aún atiende a centenares de infantes desvalidos lleva el nombre de Hogar Cabañas, donde miles de niños han recibido asistencia humana y espiritual desde hace dos siglos. Sin embargo, tal disposición hace que se pierdan las circunstancias peculiares de un testigo privilegiado del cambio del antiguo al nuevo régimen, quien también fue un personaje activo en un proceso que, sin hombres de su talla, hubiera sido más desgarrador y doloroso.

Obligados a sintetizar la colosal participación del obispo Cabañas en su administración de casi tres décadas al frente de la Iglesia particular de Guadalajara, cuyas fronteras rebasaban con creces las de la intendencia de ese nombre, tendríamos que decir lo siguiente: retomó el proceso gestionado veinte años antes por su antecesor fray Antonio Alcalde, op, en los ramos urbanístico, asistencial, humanitario, educativo, cultural, espiritual y religioso. Si Alcalde extendió la ciudad hacia el norte y el sur al crear la parroquia del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe y mandar levantar más de mil viviendas populares, así como alentar la construcción de un puente monumental entre Guadalajara y el pueblo de Mexicaltzingo al que dio el rango de parroquia, Cabañas hizo otro tanto al oriente y al poniente con la Casa de Misericordia y la erección parroquial de la capellanía del Dulce Nombre de Jesús. Si Alcalde edificó el mayor hospital de la América española, que hoy lleva su nombre, Cabañas realizó la mayor obra social integral en este mismo tenor, que también le honra de ese modo. Si Alcalde creó múltiples escuelas de primeras letras para niños y la Casa de Maestras de Caridad y Enseñanza de Nuestra Señora de Guadalupe para niñas, y coronó todo con la fundación de la Universidad de Guadalajara, Cabañas estableció la primera escuela de artes y oficios que hubo por estos lares. Si Alcalde reformó las constituciones del Seminario Conciliar y lo dotó de nuevas cátedras, Cabañas fundó el Seminario Clerical del Divino Salvador del Mundo, especialmente dedicado a la reforma del clero; hizo sus propias constituciones y consiguió la creación del último Colegio Apostólico de Propaganda Fide, el de Zapopan, para la preparación de misioneros aptos para fundar pueblos en las fronteras del obispado, donde aún se vivía de forma muy precaria y provisional. Si Alcalde fue un fervoroso guadalupano, Cabañas se empeñó en divulgar una piedad centrada en Cristo, en honor de quien levantó el primer santuario al Sagrado Corazón de Jesús, en Mexticacán, y la ya aludida parroquia en la ciudad episcopal. Además, fue de Cabañas la iniciativa de darle a las bellas artes, particularmente a la arquitectura, esa impronta clasicista que, pese a las mutilaciones atroces inferidas al patrimonio construido, dejó una huella que no se ha perdido del todo.

Esto habla de una labor que parte de una convicción que ambos compartieron: el interés por la felicidad del pueblo a partir de la educación y del progreso, los dínamos de la Ilustración. Que se hubiera sostenido este proceso durante medio siglo ya es de suyo elocuente, máxime si consideramos que, al tiempo de tomar posesión de su sede episcopal, Cabañas era un obispo regalista que sostuvo el principio de legitimidad del trono aun a costa de los intereses del altar y que desconfió profundamente del proceso emancipador en su cuna, pero que no dejó de lamentar el declive irrefrenable de la monarquía española y vio como necesidad prioritaria que ese pacto concluyera de la forma menos dolorosa posible en 1821, aunque no menos desconfianza suscitaron en él los bandazos que pronto dio la política del endeble imperio mexicano y la naciente república.

No fue casual que Cabañas viniera al mundo en una ínfima villa, Espronceda, y que saliera de él en algo menos que eso: el caserío de La Estancia de los Delgadillo. Agreguemos a lo que ya se ha dicho de él, algunos datos que hilvanen su vida hasta el tiempo en que arribó a Guadalajara.

 

1.    Orígenes

 

La villa de Espronceda, ubicada en la comarca de Estella Occidental de Navarra, España, y La Estancia de los Delgadillo, delegación municipal de Nochistlán, Zacatecas, además de su carácter rural, el despoblamiento en los últimos cien años y lo accidentado de su geografía, tienen en común ser las sedes del inicio y fin del periplo existencial de un varón a quien, entre 1796 y 1824, el destino confió la tarea de suavizar la transición de dos eras del modo más benévolo posible en el obispado de Guadalajara, que se trataba de una porción considerable del Nuevo Mundo.

            Comencemos en Espronceda el mediodía del domingo 1º de octubre del 2011. Luego de la misa pro populo presidida en el templo de san Vicente Mártir por el párroco don Serafín Arbizu, él y tres presbíteros don José María Rodríguez, don Juanjo Ortigosa (ambos oriundos de esa localidad) y don Alejandro Lázaro (de Madrid), ante un número nutrido de vecinos y visitantes, en el jardín ubicado frente a la iglesia develan y bendicen una escultura de tres metros de altura del esproncedano más conspicuo, don Juan Ruiz de Cabañas y Crespo, representado entre dos chicuelos arrapiezos, un niño y una niña. Modeló el conjunto el jalisciense Carlos Terrés. Este simbólico acto, engastado en la conmemoración bicentenaria de la apertura de la Casa de Misericordia de Guadalajara, cierra el trayecto de un niño que vivió los primeros años de su infancia en una región donde apenas viven hoy día ciento sesenta habitantes.

 

2.    “Actor religioso y político, inconmovible y universal”

 

Eso dice, de Ruiz de Cabañas, el cronista Juan Ramón Vázquez y Señoriño. En la capital de Jalisco, sus habitantes han escuchado hablar con veneración del obispo Cabañas. Los turistas también, pues es ineludible visitar lo que fue la Casa de la Misericordia. Empero, Juan Cruz Ruiz de Cabañas es mucho más que el monumento arquitectónico que perpetúa su memoria y la obra social y humanitaria que le inmortaliza.

Regresemos a la pequeña parroquia de la diócesis de Calahorra, Espronceda, en la provincia foral de Navarra, una entidad que mantuvo su categoría de reino hasta 1512, cuando, por la conquista militar de Fernando el Católico, se adhirió a la monarquía hispánica, siendo gobernada por virreyes hasta 1841. Allí nació, el 3 de mayo de 1752, un niño al que cinco días después de su nacimiento le impusieron, en las aguas del bautismo, los nombres de Juan, por su abuelo materno, y Cruz por haber venido al mundo el día en que se recuerda la invención del instrumento donde murió Jesucristo. Fue el menor de nueve hermanos. Sus padres, Tomás Ruiz de Cabañas y Galdiano y Manuela Crespo Desojo, eran hidalgos y sus relaciones sociales estaban muy vinculadas con la Iglesia. Vivían en una casa solariega, cuyo blasón reprodujo Juan Cruz cuando su investidura lo exigió.

En una prole nutrida no era raro inclinar a uno o más de los hijos al estado eclesiástico. Dos siguieron ese camino: el hijo mayor, Domingo Antonio, presbítero beneficiado de la catedral de Calahorra, quien se desempeñó como abogado de los Reales Consejos y fiscal general del obispado, y el benjamín de la familia, a cuyo favor se reservaron dos fundaciones piadosas o capellanías colativas comarcanas, una arraigada en la iglesia parroquial de San Zoilo, en Sansol, a la vera del camino de Santiago, y otra en la parroquia de San Andrés, en El Busto. Apenas alcanzada la pubertad, su talento despejado fue más que notorio, así como su memoria prodigiosa y su capacidad analítica fuera de serie. Según su biógrafo y sucesor en la mitra tapatía, José Miguel Gordoa y Barrios, a todo esto se añadía una sólida virtud en el trato y conocimiento de las personas.

Después se fue a Viana, al amparo de un hermano de su madre, el doctor Nicolás Crespo y Desojo, canónigo y provisor de la diócesis de Cuenca, un virtuoso y sabio jurisconsulto. Se educó en el colegio de los franciscanos, donde cursó gramática. En la pubertad pasó a Pamplona, donde se adiestró en artes mientras se llevaba a cabo la supresión de la Compañía de Jesús, de tan hondas raíces en Navarra y el País Vasco. En Salamanca comenzó los estudios universitarios, de donde pasó a Alcalá de Henares en el bienio 1772-1774. En 1776, ya ordenado presbítero para el clero de Calahorra, obtuvo el doctorado en Teología por la Universidad de Santo Tomás de Ávila. Su cultura literaria fue vasta y su curiosidad insaciable. Conocía al dedillo la copiosa obra del erudito fray Benito Jerónimo Feijoo, cuyos ensayos anticipan mucho de la tónica que permitió a Juan Cruz ensanchar el ejercicio de su ministerio.

En el ámbito civil, el rey Carlos iii ceñía la corona de España desde 1759, quien se vio orillado a frenar el expansionismo británico en América durante la Guerra de los Siete Años (1756-1763), al tiempo de la ocupación británica en Honduras y la pérdida de la colonia francesa de Quebec. Sufrió la invasión de La Habana y el bombardeo de Manila, que recuperó al ceder la Florida y otros territorios del Golfo de México. Por otro lado, la contribución de España en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1776-1783) sentó un precedente para la emancipación de los dominios hispanos en América.

El aludido monarca, por otro lado, como estrategia de su enérgica postura respecto a los intereses del Estado, constriñó a la Iglesia mediante una política regalista según la cual el derecho privativo del soberano en materia de ciertos derechos y prerrogativas (regalías) inherentes a su potestad eran intransferibles e independientes de los derechos que se adjudicaban al papa en los reinos católicos, lo cual aplicó controlando cada día más los beneficios eclesiásticos que escapaban al patronato real a favor de la Santa Sede. En ese tenor, a la extensión del patronato universal en todo el reino, tal y como ya se aplicaba en América, logrado en 1756 por Fernando vii, su hermano y sucesor Carlos iii lo amplió en 1762 a temas relacionados con la competencia jurisdiccional de los tribunales civiles sobre los eclesiásticos y aun a temas doctrinales, parte de lo cual fue la supresión de la Compañía de Jesús en los dominios de España en 1767. En los años subsecuentes, la política regalista se recrudeció, especialmente en lo que toca a las rentas eclesiásticas, que debían transferirse gradualmente al Estado y los particulares.

Tales eran las circunstancias, ideas e intereses ilustrados y estatalistas que hidrataron la formación académica de Ruiz de Cabañas, mejor abonadas por un recorrido amplio que pudo dar como corona de sus estudios en 1779, cuando visitó las principales ciudades de Francia. Según Gordoa y Barrios, pudo “entrevistarse únicamente con varones esclarecidos en los estudios y notables por su piedad, saludarlos, escucharlos para aumentar y acrecentar su acervo de erudición, que ya era muy abundante y así poder ser más útil a la Iglesia”.

Con tal bagaje y experiencia, volvió a su cuna para tomar posesión de los beneficios de Sansol y El Busto. Pero el tiempo apenas le alcanzó para delegarlos en su hermano Domingo Antonio, pues compitió y alcanzó una plaza de catedrático en el Colegio Mayor de San Bartolomé de Salamanca, fundado en 1401 por don Diego de Anaya, del que fueron alumnos tanto el humanista Alonso Fernández de Madrigal, a quien llamaban el Tostado, como san Juan de Sahagún, eremita agustino y predicador ardoroso, a quien Cabañas tomó como su santo patrono y, décadas después, le dedicó un altar lateral en la parroquia tapatía del Sagrario, que encargó al mejor discípulo de Manuel Tolsá: don José Gutiérrez.

Por cierto, la sede del Colegio Mayor, hoy Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca, tenía poco de haber estrenado sus nuevas instalaciones al tiempo que arribó Juan Cruz. La obra, diseñada por José de Hermosilla y Juan de Sagarvinaga, pertenece al más puro gusto neoclásico, que tanto haría suyo el futuro obispo de Guadalajara en las decisiones arquitectónicas de su ministerio.

Después de haberse hecho cargo de la rectoría del Colegio Mayor por un breve lapso, opositó y obtuvo la dignidad de magistral en el Cabildo Eclesiástico de Burgos, recomendado por el obispo de Jaén e inquisidor general del reino, don Agustín Rubín de Ceballos, quien debió amistar con el doctor Crespo, padrino de nuestro biografiado. Don Agustín fundó una casa de misericordia, que le granjeó el título de Padre de los Pobres, de quien Juan Julián de Titos y Fernández, en la Oración fúnebre, llegó a decir que “Persuadido con san Gregorio de que un obispo debe ser el padre universal de sus diocesanos para alimentarlos, apenas pone los pies en su obispado cuando abre sus manos a los necesitados y extiende las palmas a los pobres”. No desdora a Juan Cruz verle en este momento de su vida como un eclesiástico de carrera. En pos de ella, y con el lustre de sus títulos académicos, antes de la burgalesa ya había concursado por las canonjías vacantes de las catedrales de Palencia, Valladolid, Jaén y Badajoz.

Cabe mencionar que la prebenda de magistral y la de doctoral son de origen netamente español. Las aceptó la Santa Sede a petición hecha por el Concilio de Madrid de 1473. Se les llamaba ‘de oficio’, al lado de las de lectoral y de penitenciario, y se proveían por oposición, reservándose a quienes tuvieran el grado de licenciado, maestro o doctor en Teología o Cánones. La competencia del magistral era predicar todos los días señalados por los estatutos catedralicios, por la costumbre o por orden del prelado. Cierto es que se trataba de una encomienda delicada que exponía a su titular a la comidilla de la atención y miradas de una audiencia que en esos años tenía reducidos momentos para atender disertaciones enjundiosas públicas, y más si se trataba de un varón joven y de buena presencia, al que su colaborador Gordoa recuerda en esta etapa de su vida en términos más que reveladores, pues “dotado de un ingenio y no menos de una elegantísima presencia corporal, le sonrió también la apariencia atractiva de las delicias de fortuna degradante, pero supo sortearlas con los caudales egregios de alma y cuerpo, que incrementó y acrecentó de forma opima con el esplendor de una esmerada y completa educación tanto moral como social”. De sus dotes oratorias, este inmejorable testigo dice que “Pronto adquirió una elocuencia genuina, no aquella iracunda, amenazante, llena de amargura, llena de pavor y de rayos, sino la de los antiguos oradores, suave, dulce, digna, a veces llena de buen humor y siempre simple, pero elegante; asimismo fue la admiración común de todos su vasto conocimiento, no vulgar y confuso, acerca de todos los asuntos”.

Regía la arquidiócesis de Burgos don José Javier Rodríguez de Arellano, su obispo de 1764 a 1791. Era un convencido simpatizante de las reformas borbónicas, quien al residir mucho tiempo en la Corte, gradualmente delegó en su subalterno muchas y complicadas encomiendas, entre ellas la de superintendente de ceremonias, proponedor de cabildos espirituales, administrador de obras pías, visitador episcopal y rector de santuarios y hospitales.

Muchas veces resonó la voz del joven esproncedano en las monumentales bóvedas, bajo las cuales yacen los restos del Cid Campeador. Un botón de ello nos ha quedado impreso en el sermón predicado el 3 de marzo de 1789, con motivo de las honras fúnebres que la catedral de Burgos ofreció por el eterno descanso de Carlos iii. Esta pieza destila admiración por el camino emprendido durante el gobierno del recién muerto y, lo más importante para nosotros, la postura del orador respecto a la responsabilidad por el bien común que en ese momento compartían el altar y el trono. Ahora bien, si Ruiz de Cabañas no hubiera puesto en práctica lo que predicó ya siendo obispo de Guadalajara, su discurso sólo sería uno más entre los muchos que por entonces debieron enaltecer la senda abierta y encabezada por los espíritus ilustrados. Pero en su caso se trata de una profesión de fe anticipada a la obra que él encabezó en su Iglesia guadalajarense, particularmente en lo concerniente a la mezcla de dos ingredientes sin los cuales la caridad cristiana se diluye en asistencialismo y codependencia: la necesidad de implementar la instrucción escolar humana y cristiana desde la infancia para ambos sexos, y la capacitación técnica que garantice el sustento y la eficiencia laboral y profesional en los oficios. Resalta, además, su abierta alusión al rescate de la arquitectura clásica grecorromana que, como ya lo insinuamos, fue una de las premisas que ejecutó con más diligencia durante su administración episcopal americana, así como su interés por el desarrollo de la industria, el comercio y la agricultura: “Cabañas se ocupará por fomentar el desarrollo agrícola en México, primero permitiendo el acceso de los indios a la explotación de la tierra y luego estimulando la aplicación de las mejoras postuladas por los agronomistas y fisiócratas del siglo xviii (nuevos cultivos, selección de semillas, regadíos, etcétera)”.

            Un ministerio nada sencillo se interpuso entre los oficios de su canonjía y su aplicación al estudio: encabezar el Seminario Conciliar de San Jerónimo de Burgos, el primero de su género en España, creado por el cardenal Francisco de Mendoza y Bobadilla en 1566, casi a la par de la clausura del Concilio de Trento y con un historial científico afianzado por catedráticos de la talla de Gregorio Gallo (1512-1579) y Tomás de Maluenda (1564). En ese plantel llevó a cabo una reforma integral, dotándolo de gran prestigio durante los años de su gestión.

Fue a Burgos donde el estallido de la Revolución Francesa llevó a algunos eclesiásticos a buscar asilo, y de sus labios supo el rector del Seminario Conciliar de los horrores de la guerra subsecuentes a la caída de la casa reinante, una experiencia dura que nos lleva a comprender sus justos recelos al tiempo de surgir los movimientos emancipadores en el obispado a su cargo.

A la muerte de su obispo, don José Javier Rodríguez de Arellano, visitó las parroquias de la arquidiócesis, una encomienda ingrata pero necesaria para mantener cierto orden en la administración pastoral en una época en la que la alianza entre el altar y el trono parecía esencial.

 

3.    Mitrado

 

¿Quién propuso al canónigo Ruiz de Cabañas al rey como buen candidato al episcopado? Probablemente su protector, don Agustín Rubín de Ceballos. Tenía vara alta en la Corte. Obispo de Jaén desde 1780 por voluntad de Carlos iii, inquisidor general de España y consejero real ante la Santa Sede ya en tiempos de Carlos iv, al iniciar la Revolución Francesa, actualizó el Índice de libros prohibidos en 1790. No mucho después, a petición del secretario de Estado, conde de Floridablanca, promulgó un edicto que inhibía la circulación de impresos que divulgaran postulados revolucionarios. Hecho caballero de la Orden de Carlos iii en 1791, se le recuerda también como protector de las artes en su diócesis. Rubín de Ceballos murió el 8 de febrero de 1793, diez días después de la decapitación de Luis xvi a manos de los jacobinos. Ciertamente este episodio era el principio del fin para el orden monárquico, católico y estamental.

A Cabañas lo preconizó el Papa Pío vi el 12 de septiembre de 1794. Tenía el electo cuarenta y dos años. La mitad del camino de la vida, según Dante Alighieri. Se le asignó la diócesis de León, en Nicaragua. Ser obispo electo y tomar posesión de una sede al otro lado del Atlántico, no era una tarea fácil en ese tiempo. Contra la costumbre no fue consagrado en América, sino en la península.

Antes de tomar posesión de su encomienda, recibió la noticia de que el rey lo transferiría a Guadalajara de Indias. El 19 de julio de 1796 arribó a Guadalajara, donde pasó los veintiocho años restantes de su vida. A su paso por Puebla de los Ángeles, un joven clérigo, Diego Aranda y Carpinteiro, se adhirió a su comitiva. Con el paso del tiempo, se convirtió en uno de sus sucesores.

La diócesis de Guadalajara se mantenía en sede vacante desde el 7 de agosto de 1792, cuando murió el Genio de la Caridad, fray Antonio Alcalde, op. El señor Cabañas comenzó su derrotero en su Iglesia particular por la ciudad de Zacatecas, en cuyo santuario de Nuestra Señora del Patrocinio practicó ejercicios espirituales y puntualizó los preparativos de su recepción en Guadalajara, a la que quiso llegar el día del santo patrono de los navarros, san Francisco Javier, es decir, el 3 de diciembre de 1796.

Desde entonces y hasta a su salida de este mundo, mantuvo una conducta que si bien sufrió los altibajos convulsos de esa etapa de transición, no se apartó un ápice de sus convicciones más hondas: servir a Dios en los demás, particularmente en los más desvalidos. Ello gracias a una virtud acrisolada, convirtiéndose un eclesiástico de carrera en un pastor de almas a despecho de las aspiraciones humanas que en su momento debió albergar quien se forjó como súbdito de los intereses del Estado y de la Iglesia, cuando ambas instituciones caminaban de la mano.

Consta que a la muerte del arzobispo de Santiago de Compostela, el navarro don Rafael de Múzquiz y Aldunate (1747-1821), Fernando vii invitó a don Juan Cruz a hacerse cargo de esta sede. Pero casi septuagenario y muy escéptico respecto a la gestión del monarca al que la historia etiquetó con el adjetivo de felón, Cabañas declinó respetuosamente la propuesta, decidido a seguir hasta el final con los suyos, dato no pequeño si consideramos los lazos afectivos que en la infancia le unieron con el camino francés de la ruta jacobea y más tarde lo condujeron a la Galicia del Nuevo Mundo, donde quiso exhalar el último suspiro.

Murió el 28 de noviembre de 1824 en La Estancia de los Delgadillo. Ahí se construyó un oratorio al calor del primer centenario de su muerte. Ahí, en la capilla, se edificó un monumento que hasta el presente aloja sus misericordiosas entrañas.



[1] Presbítero del clero de Guadalajara. Profesor-investigador honorífico de El Colegio de Jalisco.

[2] “Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo antes de ser obispo” se redactó como capítulo del ejemplar de la revista–libro Artes de México dedicada al Hospicio Cabañas (Nº. 124, 2017), Págs. 49-57.



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