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Entrañas de misericordia

Algunos datos relacionados con la vida del obispo Cabañas

Tomás de Híjar Ornelas[1]

 

 

En este ensayo, que se compuso como capítulo de una obra colectiva

que se produjo para conmemorar el cc aniversario

de la apertura de la Casa de Misericordia de Guadalajara,

se enfatizan elementos que en este año 2024 habrá que tener en primer plano

en razón al bicentenario luctuoso de don Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo.[2]

 

 

 

 

Si descontamos las viviendas convertidas en ruinas y las que están a punto de serlo, en La Estancia de los Delgadillo, delegación de Nochistlán de Mejía, Zacatecas, hay, en el año de 2009, trescientas ochenta casas habitables e igual número de habitantes, que ocupan tan sólo ciento treinta viviendas, cantidad atribuida a los cabeza de familia allí avecindados. Y es que en ese lugar apenas despuntan a la vida los muchachos, varones y mujeres, emigran a los Estados Unidos.

Las calles de La Estancia que merecen ese nombre son tres y se llaman de la Cadena, de los Tres Reyes y de Cárdenas. Lo demás son callejones que serpentean por las cuestas, suben o bajan y se vuelven anchos o angostos, según lo determinó la rapacidad de los propietarios que echaron los muros de sus casas o el lienzo de sus corrales sobre la vereda. Las tierras son flacas y deslavadas; las más sirven de agostaderos y las menos a la labranza.

Conocí La Estancia hace poco menos de veinte años, la víspera del Domingo de Ramos de 1991. Llegué allí enviado por el Seminario de Guadalajara para organizar las celebraciones de la Semana Santa en la comunidad.

Me hospedé en uno de los anexos de la capilla, en medio del cual mi camastro nadaba como una isla entre bártulos, floreros, cortinas, manteles, candeleros y reclinatorios, codeándose todo con esas cosas viejas que no se determina uno a tirar mientras no se ponen inservibles.

Por la mañana del primer día, inspeccioné el templo a mis anchas. La construcción consta de una sola nave, dividida en cuatro tramos; es sobria y antigua, tal vez del siglo xviii y está dedicada a la veneración de una escultura bellísima de Cristo paciente que allí nombran Nuestro Padre Jesús. La sacristía es de bóveda vaída y esmerada decoración de molduras de formas entre geométricas y vegetales. De sus muros pende una pintura de ánimas, muy vieja y sucia. También se puede ver un documento protegido por un marco, de caligrafía tortuosa y papel amarillento. Lo remite el canónigo Domingo Sánchez Reza al párroco de Nochistlán, don Francisco Javier Zúñiga; está fechado y firmado en el puesto de Mazcuala, el 30 de noviembre de 1824. He aquí su contenido:

 

Señor cura de Nochistlán:

Deseando complacer a los vecinos de La Estancia de los Delgadillo, cuyo piadoso afecto a la memoria de nuestro dignísimo prelado nos ha manifestado su secretario don José García, hemos determinado se deposite en aquella capilla parte de las entrañas de su respetable cadáver, que lleva consigo el portador, y esperamos de su celo y piedad característica lo cuide con todo esmero [y] que la disposición se verifique con el decoro y dignidad que se merecen los despojos mortales de tan insigne prelado.

Dios guarde a usted muchos años.

 

En cumplimiento del anterior decreto, los de La Estancia labraron un monumento funerario sencillo pero digno, tallado en esos bloques de toba rosácea tan abundantes en la región. Quedó adosado a uno de los muros del presbiterio, en dos cuerpos o secciones. Sus formas son anacrónicas, pues evocan el gusto barroco de las postrimerías del siglo xviii, siendo así que su factura es del primer tercio del xix. En su base, en medio de una moldura en forma de guardamalletas, hay una placa elíptica con esta inscripción: “Aquí yacen parte de las entrañas del excelentísimo e ilustrísimo señor don Juan Cruz Ruiz de Cabañas, obispo que fue de Guadalajara, que murió en esta ranchería el 28 de noviembre de 1824”. Al centro de la obra, protegido por una placa de piedra, está el vaso con los restos del obispo. Corona el conjunto el relieve de perfil de un yelmo, distintivo de los hidalgos, el primer escaño de la antigua aristocracia, cuyo tocado es un sombrero clerical del que penden las doce borlas atributo de los obispos.

El lunes santo visito el sitio exacto donde ciento setenta años antes murió Cabañas. Al lado de la antigua casa del administrador de La Estancia, la veneración del pueblo erigió hace poco menos de un siglo un sobrio y decoroso oratorio de reminiscencia neogótica. Su sacristía es minúscula y el único adorno de ella es un retrato al óleo de nuestro personaje, representado en la etapa postrera de su vida: rostro afilado, nariz aguileña, tez morena, una birreta cubriéndole la cabeza y los atuendos prelaticios: esclavina, muceta y guantes.

Esa noche, entre los objetos de poca o nula importancia acumulados en el cuarto donde me alojo, descubro una urna de madera y en su interior un viejísimo bonete de cuatro picos, un apolillado solideo con la mota guinda reservada al obispo y una estola de brocado muy antiguo. Me sorprende el hallazgo. No hay duda de que estoy ante prendas personales del señor Cabañas. Separo los objetos de aquel caos y hago del conocimiento de las personas que se turnan para cuidar la capilla el valor de esas reliquias.

¿Fue una disposición caprichosa del destino, complicada con los achaques propios de la vejez los que llevaron al obispo Cabañas a recibir la muerte en ese villorrio? ¿Pudo, por el contrario, tratarse del epílogo y último acto deliberado y consciente de un periplo vital de un varón que empuñó el timón de una nave durante el tiempo más proceloso de su historia? Esto intenta explicar estas notas.

Primer acto

 

Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo vino al mundo el 3 de mayo de 1752, en Espronceda, villa del reino de Navarra. Se le agregó a su nombre de pila el de la fiesta litúrgica de ese día, una de las dos dedicadas por la liturgia de la Iglesia latina a la veneración de su principal símbolo corporativo, la Santa Cruz, cuya invención o hallazgo acaeció este día, durante las obras de construcción de la basílica del Santo Sepulcro, promovidas por santa Elena, la madre del emperador Constantino el Grande. La otra fecha es la exaltación de la Cruz, el 14 de septiembre, la cual recuerda el aniversario de traslado de la reliquia, en hombros del emperador, a la suntuosa basílica erigida en la vieja capital del reino de David.

Los padres de Juan Cruz fueron don Tomás Ruiz de Cabañas y doña Manuela Crespo. La familia era hidalga y su prodigalidad a favor de los menesterosos llegó a ser proverbial. Ocupaban la única casa en Espronceda con licencia para lucir en su frontis un blasón, otorgado por el emperador Carlos v siglos atrás. Dicho escudo lo adoptó Juan Cruz al ser investido con la plenitud del sacerdocio ministerial.

Muchos fueron los hijos del matrimonio Ruiz de Cabañas y Crespo. En una familia numerosa de ese tiempo y clase social, no era raro inducir a alguno de sus miembros al estado eclesiástico; en el caso presente dos siguieron ese camino. Una de las motivaciones de esta costumbre era el usufructo de las rentas de alguna capellanía instituida por un antepasado, para cuyo sostenimiento el fundador consolidaba por igual un patrimonio en metálico, los frutos o el rédito de arriendos de inmuebles, y tal caso era el caso de los Ruiz de Cabañas, con derecho a la capellanía de Sansol, aldea contigua a Espronceda.

Pero no adelantemos vísperas y volvamos a las raíces del infante. Los primeros años de su vida discurrieron en el ambiente sano de un pueblo pequeño, donde todos los vecinos son parientes, amistan o al menos se conocen por su nombre. Allí aprendió las primeras letras y el catecismo. Entrado a la adolescencia, salió del terruño para estudiar gramática en el colegio atendido por los religiosos franciscanos en la ciudad de Viana; de donde pasó a la capital del reino, Pamplona, para adiestrarse en artes, esto es, filosofía, curso indispensable para proseguir la licenciatura en la Universidad de Salamanca, concluyendo la cual obtuvo el doctorado en sagrada teología en Alcalá de Henares, recibiendo las borlas casi a la par que el presbiterado.

En 1779, como receso al adiestramiento intelectual, recorrió algunas ciudades de Francia, derrotero que le dejó honda huella, toda vez que se dio diez años antes de la revolución que trastocaría el orden social europeo.

De nuevo en su patria chica, tomó posesión de la capellanía familiar, la cual delegó a su hermano presbítero, para competir por una plaza en el Colegio Mayor de San Bartolomé de Salamanca, del cual fue poco tiempo rector, pues también opositó y obtuvo la dignidad de magistral en el cabildo eclesiástico de Burgos.

En la monumental y antigua iglesia que sirve de relicario a los despojos mortales del Cid Campeador desbrozó su talento y aptitudes, toda vez que su prelado le confió la dirección del Seminario Mayor, oficio desempeñado con encomiable pulcritud por espacio de una década.

Cuando la Revolución Francesa estalló, no pocos ministros sagrados de esa nación se exiliaron en España y algunos fueron protegidos por el canónigo de Burgos, quien de sus labios escuchó de los horrores de la guerra que sobrevino a la caída de la casa reinante de aquel país. Este dato será la clave para entender la actitud recelosa de Cabañas ante los movimientos de insurgencia en la Nueva Galicia.

En 1791, a la muerte de su obispo, don José Ramírez de Arellano, recibió la encomienda de visitar las parroquias de la arquidiócesis. Durante esa inspección procuró mitigar el rescoldo de aversión que aún humeaba en el pueblo a consecuencia de la disolución de la Compañía de Jesús, ejecutada de forma implacable por el católico rey Carlos iii veintitantos años antes.

La gestión de los Borbones en España decayó luego de la expulsión de los jesuitas de los dominios del trono español, la agudizó la mano dura de la administración borbónica deseosa de aumentar el caudal de la hacienda pública y una mala gestión respecto al trato con las corporaciones civiles y eclesiásticas.

Los asesores del ilustrado ‘rey-alcalde’ no vacilaron en apretar las tuercas para desmantelar la jurisdicción eclesiástica en la vida social –la educación media y superior junto con la salud pública– tanto en la península como en los dominios de ultramar que a la postre produjo un centralismo de abultado aparato burocrático cuyo punto de inflexión, junto con los conflictos bélicos internacionales, indujo a procurar alivio a las arcas del erario a través de métodos de exacción tan draconianos como lo fue confiscar el patrimonio de las asociaciones religiosas y de las cofradías de fieles laicos y hasta la disolución de la órdenes monásticas y las religiosas venidas a menos. La Iglesia quedó entre la espada del trono y la pared de la Santa Sede paralizada por la impotencia del desmoronamiento del antiguo régimen, es decir, el de la mancuerna entre el altar y el trono.

Este fue el primer episodio del drama que pondrá frente a frente, en los estados de fe católica, al estado con las corporaciones eclesiásticas, situación zanjada en las monarquías protestantes donde el soberano se adjudicó atributos supremos sobre las Iglesias y su jerarquía insertándola en su organigrama como parte de sus subalternos.

El desmantelamiento de los estados pontificios en sus dos etapas, la que alentó la Francia en tiempos de Napoleón Bonaparte y la que se produjo al tiempo de la unificación del reino de Italia tuvo su eco tardío en México desde dos persecuciones religiosas, la que va de 1859 a 1876 y la de 1914 a 1940.

Considerado lo anterior, es posible separar en tres los niveles de una argumentación que los historiógrafos de ideología liberal redujeron a uno: la abigarrada mezcla del estado –nación, con la que el imperio de una Ley suprema y sus representantes legítimos sustituyó el pretendido derecho divino de los reyes; el debate en torno a la jurisdicción del papa en su oficio doble de jefe de Estado y de vicario de Cristo en los estados confesionales católicos y la participación activa de los eclesiásticos en servicios públicos del gobierno o la pretensión del Estado a involucrarse en la organización interna de la Iglesia. La vuelta de tuerca de esta diatriba en Hispanoamérica consolidó los estados nacionalistas y aun produjo el enfrentamiento total entre la Iglesia y el Estado.

Ahora bien, luego de los hechos que en Francia produjo la revolución de 1789 y las complejas negociaciones del Congreso de Viena, en 1814, encaminadas a convalidar las instituciones del antiguo régimen, las secuelas de la emancipación de España del Imperio Mexicano en 1821, convertido en república federal al cabo de tres años, el mantenimiento de la alianza entre el altar y el trono pasó por el tamiz de unos pocos líderes, entre ellos el obispo Cabañas: el de su formación académica salmantina y el de su experiencia viva respecto a lo que produjo en Francia la Constitución civil del clero de 1790 y el torrente de sucesos que vengan luego, incluyendo la invasión napoleónica a la península en 1808.

 

Segundo acto

 

No tenemos pruebas de que Ruiz de Cabañas buscara ser obispo, pero tampoco podemos descartar que aspirara a ello. Decimos esto porque en su vida es posible deslindar dos momentos: el primero abarca su brillante desempeño como clérigo joven y apto para ascender en la pirámide social; el segundo comienza al llegar a la plenitud de su vida, cuando se incorpora como pastor de un vecindario y de un territorio a cuya atención destinará con particular desvelo el resto de sus días.

No era una pretensión desmesurada, volvemos a decir, que alguien tan lúcido y con muchos años de vida por delante vislumbrara el episcopado como la cumbre de su carrera eclesiástica, más en esta época en la que el ministerio sagrado era también el acceso a una forma de vida que podía ser pobre u holgada. Ya se ha dicho cómo Juan Cruz se ordenó a título de beneficio para redimir una capellanía familiar, con cuyas rentas la hubiera pasado no tan mal en los años venideros. Sin embargo, concursó y obtuvo un escaño en el ámbito educativo, que a los pocos meses trocó por una canonjía y la plaza de rector del Seminario de Burgos. Él y sus allegados sabían que la siguiente promoción era una mitra, y así se planteó en la Real Cámara, de donde salió su candidatura, por valija diplomática, a la Santa Sede.

En este tiempo, hay que recordar, el rey de España tenía en sus dominios de Ultramar facultades amplísimas sobre la Iglesia. Derivaban de un instrumento jurídico, el Regio Patronato Indiano, redactado al calor de la expansión española en el continente americano, y mediante el cual el papa confirió al rey de España el título de vicario pontificio para los asuntos temporales de la Iglesia, incluyendo el cobro de los diezmos y la presentación de ternas para las candidaturas episcopales en las diócesis de sus dominios.

Diez años de una gestión provechosa al frente del Seminario y otros méritos personales le valieron al rector Cabañas ser preconizado, el 12 de septiembre de 1794, como obispo de León en Nicaragua, comenzando un proceso de exasperante lentitud, que sólo a la vuelta de dos años le permitió tomar posesión de la sede episcopal tapatía, a la cual fue transferido el 18 de diciembre de 1795.

De esos dos años quisiéramos tener detalles. Una parte debió pasarla en Burgos, liquidando sus cuentas; otros en Navarra, para despedirse de la familia, a la que nunca más vería, y otros en la corte, en medio de un ambiente de frivolidad e intriga. Dos años duros en términos anímicos, como corresponde a quien afronta no sólo un cambio de vida, sino también una situación coyuntural, al grado de soltar las amarras afectivas que le vinculaban con la península ibérica, lanzándolo más allá del Atlántico, para ceñir una mitra en tierras ignotas y en proceso de aculturación.

Un espolón a esta crisis fue su brusco traslado a la diócesis de Guadalajara, habiendo tomado ya posesión de su sede leonesa mediante un delegado. La Real Cámara le enteró de aquella decisión de su majestad, tomada al enterarse de la insólita muerte del obispo electo de Guadalajara, don Lorenzo de Tristán y Esmenota, acaecida en San Juan de los Lagos el 10 de diciembre de 1794, a consecuencia de un envenenamiento accidental. En un obispado de tanta importancia como el tapatío, aquel hueco era grave, pues la mitra estaba vacante desde el fallecimiento de fray Antonio Alcalde, el 7 de agosto de 1792.

Asumir este viraje debió ser tan penoso como la accidentada travesía, practicada en el invierno. Luego de su arribo a Veracruz, en enero de 1796, se estacionó en Puebla de los Ángeles algunos meses. Allí se agregó a su séquito, en calidad de familiar, un presbítero brillante, don Diego Aranda y Carpinteiro, personalidad que será capital, andando el tiempo, en el Estado Libre y Soberano de Jalisco durante los primeros años de su andadura.

El ingreso a su nueva diócesis lo comenzó el señor Cabañas en la ciudad de Zacatecas, en cuyo santuario de Nuestra Señora del Patrocinio practicó ejercicios espirituales y puntualizó los preparativos de su recepción en Guadalajara, a la que llegó el 3 de diciembre, día de san Francisco Javier, de origen navarro, como él.

Salvo algunos intersticios de tiempo no muy dilatados, Cabañas llegó para quedarse. Nunca más regresó a la península ibérica y moriría, como ya se apuntó, practicando la visita pastoral en la periferia de su obispado.

 

Tercer acto

 

Del obispo Cabañas pervive en el imaginario colectivo la figura gigante del filántropo. Pero ese perfil no debe ocultar las muchas otras facetas de su rica personalidad; es más, si ignoramos éstas, no podemos explicar aquélla.

La mejor semblanza suya se debe a uno de sus más cercanos colaboradores, cercano a él desde su llegada a la capital de la Nueva Galicia hasta sus últimos momentos:

 

Siempre libre y humano en su trato, sin perder cosa alguna de su gravedad natural, hacía justicia al mérito y daba a las personas el lugar que cada una se merecía en la sociedad. Comedido y atento con todos, dejaba su crédito, su dignidad, y yo no sé qué cosa de austero y venerable en su conducta, le conciliasen un respeto lleno de confianza y ternura, que no contrariaba en modo alguno el amor que inspiraba a cuantos se acercaban a tratarlo, y cuyas voluntades atraía con unas cadenas invisibles. Todos salían más ilustrados de su conversación amena e instructiva, y no podían menos de admirar aquella memoria prodigiosa, que conservó hasta el fin de sus días, cuando se le oían referir las más menudas circunstancias de lugares y cosas, vistas y sucedidas en tiempos muy lejanos.[3]

 

Se añade este párrafo porque los biógrafos de Cabañas han esquivado la postura decididamente adversa del obispo a la fase inicial del proceso de la insurgencia en México, con su actitud humanitaria. Sin embargo, esto merece, por lo menos, una explicación, y no pudieron ofrecerla los primeros estudios relacionados con México de mediados a fines del siglo xix, en los cuales se aborda el pasado inmediato de esta nación sin la ecuanimidad que sólo da el tiempo. Estos autores, incapaces de ponderar la herencia recibida en los tres siglos precedentes, abrevaron en los prejuicios de la leyenda negra hispana, cuando no tuvieron motivos partidistas al tomar la pluma para ilustrar los últimos y desgarradores episodios en los que sobrevino la independencia. Todo ello produjo una visión parcial de los hechos, y hasta insidiosa: juzgó lo acaecido antes del nacimiento de esta entidad a la categoría de una oscura noche que comenzó con el desembarco de Cortés en Veracruz, en 1519, y terminó el 16 de septiembre de 1810 en el pueblo de Dolores.

En el polo opuesto quedaron los corifeos que para exaltar este legado dieron por cierto que las culturas mesoamericanas apenas se levantaban de la barbarie cuando sobrevino el proceso de adjudicación a la corona española de estos territorios, interpretación arrogante entre quienes antes y durante el siglo “ilustrado” hicieron referencia al tema con poco o ningún conocimiento de causa.

Por eso, para comprender las acciones emprendidas por el obispo Cabañas en la Nueva Galicia, en la intendencia de Guadalajara y en el estado de Jalisco, se ha de tomar en cuenta que se trata del último obispo peninsular en regir la sede episcopal guadalajarense; que la recibió del papa por presentación del rey para actuar por partida doble, como eclesiástico y como pieza del complicado aparato gubernamental español; que a su formación académica y a los servicios prestados durante su estancia en Burgos está ligada su aversión a las revoluciones, adquirida como consecuencia de su percepción personal de lo acaecido en Francia y gradualmente en Europa a partir de 1789, y que desembocó con la invasión napoleónica a España.

Considerando lo anterior, se pueden plantear las tres posturas que Cabañas ejerció en su pontificado de casi tres décadas, durante el cual fue testigo de la calamitosa demolición del orden antiguo y del parto doloroso, incierto y balbuciente del nuevo. La primera de ellas es una fidelidad inquebrantable al orden vigente, garantizado por las instituciones: el altar y el trono, esto es, la Santa Sede y el soberano; la segunda, un repudio tajante a los movimientos sociales brotados de la sedición; y, la tercera, una identificación y compromiso pleno con su Iglesia particular, sobre todo con aquellos a quienes faltaba todo: el pueblo liso y llano; la plebe, para usar el término que en la antigua Roma designaba a ese sector oprimido de la comunidad política. Tales serán los goznes que harán girar las acciones emprendidas por el vigésimo tercer obispo de Guadalajara.

 

Cuarto acto

 

La mitra que recibió Cabañas en 1796 tenía un largo historial de 250 años. Su territorio, desmembrado del de Michoacán en 1548, abarcaba una superficie irregular y caprichosa de unos doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados, habitada por ochocientas mil almas, descendientes, unas dos cuartas partes, de los primitivos moradores de estas tierras. Sus límites eran las diócesis de Durango, Sonora, Nuevo León y Michoacán, el océano Pacífico, las Californias.

El senado del obispo, el Cabildo Eclesiástico, se componía de diecinueve elementos: cinco dignidades incluyendo al deán, cuatro canónigos de oficio, dos de gracia, cuatro racioneros y cuatro medios racioneros, además de capellanes y otros ministros inferiores, cuyas atribuciones eran las de un cuerpo colegiado compacto: asistir al prelado en los oficios litúrgicos, ayudarle en el gobierno de su diócesis y colaborar de forma inmediata en el desempeño de las más importantes tareas de su competencia y aun de otros ámbitos.

Caso singular para ese tiempo, los sitiales o escaños del Cabildo Eclesiástico los ocupaban clérigos oriundos de la Nueva Galicia, formados en su seminario y con estudios superiores realizados en la Real y Pontificia Universidad de México.

El clero regular y secular era numeroso si se le compara con el número de habitantes. Lo componían unos setecientos elementos. Los primeros atendían cerca de cien curatos y un número muy abultado de capellanías;[4] los segundos, veinticuatro conventos y doce parroquias. Los monasterios femeninos eran seis, y en ellos habitaban unas doscientas cincuenta monjas de clausura.

El Seminario Conciliar de Señor San José, creado en 1696, albergaba a cien alumnos internos con indicios de vocación sacerdotal y muchísimos más externos, que cursaban en sus aulas los estudios del bachillerato sin pretensiones levíticas. Un rector, un vicerrector y dieciocho catedráticos atendían a estos alumnos.

Desde muchos años antes, el vigor que caracterizó la primera fase de la evangelización había declinado. A cambio de ello, la madurez de las comunidades parroquiales se distinguía gracias a la sectorización regional que estrechaba o facilitaba el crecimiento demográfico.

Guadalajara era una capital provinciana de sólido prestigio en todos los ámbitos, de modo particular en el comercio, pues a ella confluían las principales rutas de ingreso y de salida de metales preciosos, cereales y ganado, así como los productos y las manufacturas de exportación e importación.

Durante las semanas siguientes a su arribo, Cabañas se dio a la tarea de conocer a su gente, de entenderse de la administración patrimonial y de corregir los abusos. El siguiente paso fue visitar las noventa y cinco parroquias de su jurisdicción, tarea ingrata, fatigosa y no exenta de peligros, pero la única que le permitiría tener una visión de conjunto y llegar a las mejores decisiones.

De esa visita obtuvo las tres prioridades que buscaría aplicar de inmediato: la optimización del plan de estudios y la disciplina de los aspirantes a las órdenes sagradas, la depuración del clero, y el establecimiento de casas de misericordia para paliar las grandes necesidades de los menesterosos.

La primera medida no es de extrañar en alguien que en los años inmediatos se había desempeñado como rector de un seminario conciliar. Recuérdese que el predecesor inmediato de Cabañas en el gobierno efectivo del obispado fue un religioso dominico, fray Antonio Alcalde, y éste desde 1770, de modo que Cabañas dispuso la redacción de nuevas constituciones, autorizadas por el rey a fines de 1801, el contenido de las cuales permite conocer las preocupaciones de quien ha ejercido durante muchos años la delicada tarea de formar a los jóvenes en ciencia y en virtud.

Para lo segundo dispuso la creación de un seminario clerical, muy parecido y en el mismo lugar donde cien años antes el obispo Juan Santiago de León Garabito estableciera una casa de padres oblatos, a un lado del santuario de Nuestra Señora de la Soledad, frente a la puerta norte de la catedral tapatía. Como se trataba de retomar un proyecto antiguo, el señor Cabañas denominó a su obra ‘Seminario Clerical del Divino Salvador’, al que dio como metas la reforma del clero, la depuración de sus costumbres, la práctica de ejercicios espirituales, la corrección para los infractores y la habilitación para misioneros. La corona aprobó la obra de Cabañas en diciembre de 1800, dándole el carácter de centro de espiritualidad sacerdotal.

Por lo que a las casas de misericordia y caridad respecta, la real cédula del 5 de septiembre de 1803 facultó al obispo para establecer cinco de ellas, con el propósito de alcanzar, dice él mismo, “el incalculable beneficio de proporcionar en muchas partes la enseñanza de niños y niñas de todas clases y el de promover la industria”.

Como se advierte, este tipo de establecimientos aspiraban a ser mucho más que un lugar de cobijo para menesterosos. Eran verdaderas obras sociales, de formación integral, que podían atender las necesidades más apremiantes de los infantes abandonados, de los enfermos, de los lisiados y de los decrépitos, pero también cultivar la educación, las artes y los oficios entre sus pupilos adolescentes y jóvenes.

 

Quinto acto

 

Si la posteridad recuerda a Cabañas como benefactor de la humanidad, sólo toma en cuenta la magna obra por él iniciada de la Casa de Misericordia, sin considerar que pocas fundaciones habrán sido tan frustrantes para un fundador, pues apenas se echó a andar, en febrero de 1810, el proyecto quedó paralizado casi veinte años, de modo que los restantes catorce de la vida de Cabañas, debió éste resignarse a ver la sede material de la casa convertida en cuartel.

Para hablar de esta obra se impone reseñar el “antes” de la Casa de Misericordia, durante los tres lustros que van de 1796 a 1810, esto es, de la llegada de Cabañas a la diócesis a la apertura del Hospicio.

Una investigación muy profunda nos permitiría algo más que conjeturas en torno a la vida y la personalidad del señor Cabañas durante los primeros años de su gestión. La producción biográfica en torno a él no ha sido poca, pero la atención se nubla o se pierde en los años medulares de su educación familiar, desempeño escolar y primera parte de su ministerio.

Esto no es de extrañar. Cabañas nace en la península ibérica y muere en el Estado Libre y Soberano de Jalisco, de modo que sus primeros años quedarán no sólo al otro lado del Atlántico, sino también de la altísima y artificiosa cordillera de las pasiones, formada al poco tiempo del nacimiento de México, la cual intentó echar en el olvido lo que por espacio de tres siglos formó un todo orgánico.

Como ya se dijo, algunos intelectuales mexicanos, autonombrados portavoces de los demás, se empeñaron en desfigurar esa etapa, refiriéndose a ella lo menos posible y siempre con calificativos peyorativos. No podemos reprochárselo. Fueron hijos de su época y creyentes firmes de una emancipación entendida como un divorcio total con el ayer, y no como la correspondencia afectiva subyacente en la relación paterna filial cuando los hijos han alcanzado la mayoría de edad.

La responsabilidad mayor no la tiene el hijo emancipado, sino la madre intolerante. Pocas tragedias tan lastimosas ha vivido España en el ámbito de la cultura como la gestión del rey Fernando vii, monarca falto de tacto y de seso, que lejos de favorecer la integración gradual de Iberoamérica a una fraternidad hispana tan apasionante como posible, propició la fragmentación de los territorios de sus otrora súbditos.

¿Cuál fue la conducta pública de Cabañas en su iglesia de Guadalajara durante el ocaso de la dominación española? Un autor ha calificado de “trascendente” su pontificado,[5]  justificando el adjetivo en las medidas oportunas que implementó el prelado gracias a los actos preparatorios de las decisiones de más peso. La primera de ella fue conocer el envés y el revés de su obispado; el segundo, promulgar criterios ajustados a su proyecto; y, el tercero, administrar con largueza los recursos.

Respetando ese orden, antes de cumplir un año don Juan Cruz emprendió la ingrata tarea de visitar por espacio de diez meses las parroquias más alejadas de su diócesis, labor que retomará en los años subsecuentes hasta alcanzar el conocimiento directo de las necesidades de su feligresía, tanto espiritual como material.

Aunque la visita pastoral es una de las encomiendas aparejadas al oficio del obispo, practicarla hace doscientos años era temerario, pues implicaba lanzarse a caminos y veredas a lomo de bestia, para contemplar y escuchar venturas y quebrantos, alentar las unas y corregir los otros. De esas visitas, el obispo Cabañas obtuvo la siguiente percepción:

 

de la varia calidad de los países que abraza la Nueva Galicia, se pueden distinguir tres clases. Los del norte y nordeste, que son los más altos, fríos y escasos de agua; los bajos y ardientes de la costa del sur, y los que median entre unos y otros, que son templados y benignos, aunque con alguna variedad originada de las sierras, montes y barrancos que los circundan. Éstos son los más poblados, los del norte y nordeste mucho menos y los del sur los más fragosos y, por lo común, miserables. Todos podrían ser felices respectivamente si se aumentase la población y promoviesen la agricultura, industria y artes. En todos, por falta de estos auxilios, son bien lamentables los males que se observan con perjuicio de la Iglesia y del Estado.

El ínfimo pueblo en estos países carece de medios para subsistir por falta de industria, por falta de heredades que cultivar y, lo que es más cierto, porque nunca tuvo una regular educación, ni les animan aquellos sentimientos que por tantos títulos estrechan al hombre a proporcionar los auxilios de su subsistencia.

Los indios viven, de ordinario, tan miserables como el ínfimo pueblo, son pocas las reducciones en que profesan algún ramo de industria y carecen de aquellas cualidades que inspira una regular educación.

 

Para remediar desde su competencia jurisdiccional algo lo visto, el obispo se propuso como prioridad personal optimizar la calidad humana e intelectual de su clero, y al efecto redactó una cartilla de urbanidad y disciplina que intituló Mandatos, vertiendo en ellos sus más íntimas convicciones acerca del compromiso de los pastores respecto a los fieles puestos bajo su encomienda, encareciendo en todo punto la rectitud de intensión, la limpieza en la conducta y en el trato, la vida espiritual centrada en la obediencia a los consejos evangélicos y un repertorio bibliográfico esencial para cualesquier implicado en la cura de almas.

Por lo que se refiere a la calidad de vida de sus diocesanos, el obispo propuso como remedio primario la educación de los infantes de ambos sexos y de todas las clases sociales. Sus iniciativas al respecto van desde la creación de escuelas elementales en todas las poblaciones, principalmente en los pueblos de indios, y también de centros de formación en las artes y los oficios. Él mismo puso el ejemplo, y no dejó de insistir ante quien tuviera competencia y capacidad para alentar este rubro de la cosa pública. Así nos lo dice con sus palabras:

 

el origen de los males ya indicados es la falta de una buena educación y que ellos serán perpetuos según mi juicio, así en el pueblo ínfimo como en los indios, mientras no se proporcionen escuelas públicas para los individuos de una y otra clase, mientras no se doten éstas competentemente para que puedan servirse por maestros hábiles, mientras no se compelan estrechamente los padres de familia para que conduzcan a sus hijos a la enseñanza, mientras ésta no se ciña a las reglas que dicta la prudencia y mientras no se trate de ingerir en los corazones tiernos de los niños desde sus primeros años las impresiones o ideas del honor y virtud que forman el carácter del hombre cristiano y sociable y que, siendo los únicos resortes del corazón humano, sólo ellos serán capaces de desterrar la maquinal y casi general holgazanería y sordidez de los indios y de las otras castas que componen el pueblo ínfimo, y de excitar en unos y otros la aplicación constante a la agricultura, el comercio y la industria.[6]

 

Después dedicó una parte considerable de su atención a corregir el hacinamiento y la promiscuidad entre las familias pobres, la innovación de procedimientos agrícolas ajustados al ecosistema de cada región, el mejor aprovechamiento de los recursos naturales, el fomento de la industria y la corrección de los vicios.

Acerca del aprovechamiento de los recursos, hemos de aclarar que, si asombran a quienes se enteran de ellas, las acciones realizadas a favor de Guadalajara por el obispo fray Antonio Alcalde, se infiere que no menos de eso hubiera alcanzado Cabañas si las circunstancias lo hubieran permitido. Pasó todo lo contrario: éstas se confabularon para desatar y perpetuar las furias del desorden y la anarquía.

 

Sexto acto

 

El pretexto para fundar una casa de misericordia en Guadalajara se lo dio a Cabañas el legado testamentario del acaudalado peninsular don José Llorens Comelles, quien dejó al obispo de esta diócesis la encomienda de establecer un hospital y una casa para niños expósitos, tarea que no pudo ejecutar ni siquiera fray Antonio Alcalde debido al intrincado litigio sucesorio, pero que con mucha celeridad acometió Cabañas, agilizando ante la corona las gestiones que le valieron la adjudicación del legado, el establecimiento de un patronato de inspección de la obra y el aseguramiento de las rentas gracias a la adquisición de varias haciendas, siendo la más importante de todas la de Zapotlanejo.

La sede material de la casa ocupó el predio conocido como El Sabinito, comarcano del convento y hospital de San Juan de Dios, en la margen oriental del riachuelo de ese nombre. El diseño lo encargó el obispo al arquitecto valenciano don Manuel Tolsá, como ampliamente se detalla en otro lugar de esta obra. La administración del magno proyecto se confió a la mitra tapatía, extendiendo sus servicios a los

 

ancianos de ambos sexos, lisiados, enfermos habituales y sus mujeres e hijos pequeños; los huérfanos, desamparados o hijos de quienes no pueden darles educación por pobreza; los niños y las niñas que no pasen de diez años, a quienes sus padres quieran poner por corrección, pagando lo justo para alimento, y los caminantes pobres, previa licencia del Gobierno, por sólo dos días con tal que no pidan limosna.[7]

 

La grandeza del proyecto, su ejecución y apertura, las expectativas de su creador y los beneficios que empezaron a recibir los primeros huéspedes de la Casa de Misericordia, se reducirán a humo, y no de materia orgánica, sino de pólvora, cuando la capital de la Nueva Galicia fue tomada por José Antonio Torres y Miguel Hidalgo, excusa merced a la cual hizo acto de presencia el militarismo y se redujo a cuartel una obra magna de beneficencia.

 

Séptimo acto

 

La causa remota del proceso de la emancipación de los territorios españoles americanos fue el debilitamiento de la corona española en los años previos a la invasión napoleónica, y consistió en una separación cada vez más rotunda entre los súbditos y el poder central. La causa próxima lo fue la invasión de las tropas francesas a España, en mayo de 1808, y la abdicación del rey Carlos iv a favor de su hijo Fernando vii, y de éste en la persona de José Bonaparte.

Tal coyuntura dejó sin cabeza a un Estado cuyos dominios resultaban inabarcables, de modo que cuando las noticias llegaron a la Nueva España, a la Nueva Galicia y a los otros territorios americanos, surgieron tres preguntas básicas: depuesto el rey legítimo ¿en quién recae la soberanía? ¿Estaban los súbditos en condiciones de sufrir a un usurpador? ¿Seguían siendo legítimos los representantes de un soberano de este tipo? Como los principales cargos públicos recaían en los peninsulares, éstos se cuidaron de evitar fracturas emancipadoras, como la que quiso provocar el virrey José de Iturrigaray con el apoyo del cabildo de la Ciudad de México, pero sin el respaldo de la Real Audiencia y del arzobispo.

El caos en la península trató de paliarse constituyendo juntas patrióticas, dos de las cuáles, la de Cádiz y la de Sevilla, reclamaron, sin títulos suficientes, que los territorios del Nuevo Mundo les reconocieran como sede provisional de la potestad.

Tres bandos hicieron su aparición en la América española: el de aquéllos que, como el neogallego Francisco Primo de Verdad y Ramos, consideraban que la deposición del monarca legítimo devolvía al pueblo, y más en concreto a los ayuntamientos, la capacidad para elegir la forma de gobierno; el de los que deseaban constituir juntas patrióticas o afiliarse a las apenas creadas en la península; o el de quienes preferían reconocer al nuevo gobierno de José i, como lo hicieron algunos peninsulares apodados “gachupines”, más animados por el afán de cuidar sus intereses particulares que por el patriotismo.

El obispo de Guadalajara adoptó sin reserva la segunda de estas opciones, apoyando materialmente, con ilimitada generosidad, la causa de la independencia española, para contribuir a la cual no vaciló en desprenderse de cuantos recursos tuvo a su alcance, instando a todos sus párrocos y a los responsables de obras eclesiásticas y religiosas a imitarlo, y permitiendo que algunos de sus clérigos, como los canónigos José Simeón de Uría y Miguel Gordoa, tomaran parte, en calidad de diputados por la Nueva Galicia, en las Cortes de Cádiz. Mientras eso pasaba en España, en diversos puntos de Iberoamérica se encendía el fuego de la independencia, que ahora se presentaba en bandeja de plata. El planteamiento inicial corrió por cuenta de los descendientes de europeos oprimidos por el simple hecho de haber nacido en estas latitudes y ser tenidos como súbditos de segunda categoría en relación a quienes habían nacido en España; pues, como de sobra se sabe, para los oficios de mayor responsabilidad la corona elegía exclusivamente a funcionarios europeos, excluyendo del todo a los que, siendo también españoles, eran tenidos en menos en el mismo lugar de su nacimiento. Darle carta de ciudadanía al colonialismo, fue una posición intransigente que la corona no supo atenuar, dando con ello ocasión al descrédito que limó su prestigio en muy poco tiempo.

Estando a punto de ser abortado uno de esos movimientos, estalló de forma abrupta en el pueblo de Dolores, en plenas fiestas patronales, durante las primeras horas del 16 de septiembre de 1810. El párroco de ese lugar, Miguel Hidalgo y Costilla, del clero de Michoacán, instó a quienes quisieron seguirlo a deponer a las autoridades peninsulares por considerarlas secuaces del usurpador José Bonaparte, a defender la religión so pretexto de encontrarse ésta en riesgo de ser aniquilada por los partidarios del anticlericalismo francés, tal y como había sucedido en los años del terror; y como el pueblo sabía lo que estaba pasando con el papa, secuestrado por Bonaparte, finalmente, a luchar por el restablecimiento en el trono de Fernando vii. Esa fue la proclama de Dolores, y estos los objetivos de una campaña breve, trágica, tumultuosa y variopinta.

La avalancha humana que se apoderó de la plaza de Guanajuato y se enfiló luego a Valladolid, era el preámbulo de una represión largamente acumulada, que Hidalgo capitalizó con poco acierto, por ser él un intelectual, no un estratega. Sin embargo, siendo también un hombre de genio práctico, vivo y exaltado, se atrevió a iniciar, nadie se lo disputa, la lucha armada de un movimiento que a la postre desembocó en la insurgencia de estos territorios.

No se le ha de imputar a Hidalgo que careciera de un plan o proyecto independentista integral. Se lanzó de pronto a la lucha y quedó de inmediato en el ojo del huracán. Su responsabilidad ante la historia se sigue deslindando, toda vez que su exaltación a los altares patrios obedece a estrategia diseñada años después de la gesta por él iniciada. De sus yerros lo absuelve no poco lo breve de su campaña de menos de cuatros meses de duración y la entereza con la que asumió la responsabilidad de sus actos.

Ahora bien, el superior jerárquico del cura de Dolores lo era el obispo de Michoacán; pero estando la sede vacante y gobernada por un obispo electo pero no reconocido por la Santa Sede, don Manuel Abad y Queipo, quien obligado a pronunciarse acerca de la conducta de este subalterno suyo, lo hizo apelando al máximo recurso penal que tiene la Iglesia, la excomunión, la cual fulminó en contra del cura Hidalgo, pero sin la competencia para que esta sanción tuviera validez. Es cierto que otros obispos de la provincia eclesiástica de México, entre ellos el de Guadalajara, se sumaron a la excomunión de Abad y Queipo, pero también lo es que tampoco ellos cubrieron los requisitos procesales previstos por el derecho canónico para ejecutar dicha pena, de modo que la excomunión no fue válida en términos jurídicos; y si hubo sombra de ella, la disipó Hidalgo durante el proceso criminal en su contra fulminado por el cargo de sedición e infidencia, recibiendo no una, sino muchas veces, los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía, y antes de cumplirse la pena capital, la extremaunción, de modo que Hidalgo nunca estuvo separado de la Iglesia. Ni fue excomulgado, ni mucho menos murió en tal condición.

Por lo que a Cabañas respecta, nunca vaciló en condenar este movimiento, usando las expresiones retóricas más fuertes de su época. Cuando se enteró de que Hidalgo se dirigía a Guadalajara, capital ya ocupada por las tropas de José Antonio “el Amo” Torres, se dirigió para el puerto de San Blas, única salida por el Pacífico desde la cual era posible, vía Acapulco, llegar a la Ciudad de México. No sabemos cuánto corría peligro su vida, pero que sí eran previsibles ultrajes graves a su investidura, como pudo ser el verse obligado a condescender en algo que no aprobaba, todo lo cual evitó autoexiliándose.

Del clero de Cabañas, secular y regular, tomaron el partido por la independencia figuras luminosas y en ese momento incomprendidas, la mayor de todas, sin duda, el párroco de Ahualulco, don José María Mercado, cuyas cualidades, hay que decirlo, Cabañas reconocía y admiraba. Por eso le pudo más su defección a la obediencia a su prelado, ganándose de su obispo, en alguno de sus documentos, un calificativo que la posteridad no comparte.

Además del ya mencionado, se conocen una treintena de nombres de clérigos y religiosos pertenecientes o presentes en algún momento de su vida en el obispado de Guadalajara, que bien vale la pena incluir en este relato. Ellos son José María Alcaraz Venegas, Pedro Aragón, Mariano Balleza, Juan Berástegui, Tomás Blasco, José Pablo Calvillo, Ramón Cardes, Marcos Castellanos, fray Gregorio de la Concepción, ocd, Bernardo Conde, Felipe de Jesús Conejo, José María Coss y Pérez, fray Francisco de la Parra, op, Juan Antonio Díaz, José González, José Manuel de Herrera, J. Jesús Huerta, Ignacio Legurica, Brígido Lezama, Francisco Severo Maldonado, Simón Méndez, Manuel Narváez, Nicolás de Nava, Joaquín Oviedo, José Pérez, Ramón Ponce, Juan Cayetano Portugal, José de San Martín, Blas Samaniego y José Simón Méndez.[8]

¿Habría que incluir a Cabañas en esta relación, aun cuando nunca ocultó su aversión a los orígenes de esta lucha y mantuvo hasta el final su fidelidad al monarca y su actitud de condena al proceso de la independencia? Sí. Cabañas, a diferencia de otros jerarcas de la Iglesia en el Nuevo Mundo, reconoció y aceptó la independencia de México, dio su conformidad a este acto, lo validó en su diócesis en junio de 1821 al asistir a la jura de Nuestra Señora de Zapopan como Generala de Armas de la Nueva Galicia, tres meses antes de que se firmara el Acta de la Independencia, y aun figuró en algunos actos, como fue la ceremonia de coronación de Agustín i.

Cabañas no quiso, como en 1810, esquivar su apoyo a la independencia abandonando su diócesis, como en la fuga a San Blas que hemos reseñado. Su voluntad de permanecer entre los suyos no fue vacilante, pues pudo y declinó trasladarse en 1820 a la península ibérica en calidad de diputado a las Cortes Españolas; años antes había renunciado a la propuesta de ocupar la importantísima sede arquiepiscopal de Santiago de Compostela, en Galicia, lo cual le colocaba ante la posibilidad de aspirar al capelo cardenalicio. Optó, pues, por quedarse en el pueblo del cual fue pastor durante tantos años.

 

Octavo acto

 

Don Ignacio Dávila Garibi en su Biografía de un gran prelado ofrece algunos elementos que explican el proceder de Cabañas durante la Guerra de Independencia de México. Según lo explica, Cabañas era peninsular y nunca negó serlo; estaba atado al rey por un doble juramento de fidelidad, el cuál varias veces reiteró; ningún otro obispo en el Nuevo Mundo apoyó tanto, en términos materiales, la lucha por la independencia de España como él. Habla también de los tropiezos graves de la campaña de Hidalgo y de los fundados temores de Cabañas de que tras ella sobreviniera la anarquía.

Otro cronista de nuestro personaje, el canónigo J. Jesús López de Lara, recuerda que la actuación de Cabañas se condujo en estricta coherencia a su doble posición de jerarca católico y consejero de su majestad; también alude a su experiencia negativa respecto a la Revolución Francesa.

En fechas recientísimas, José Guadalupe Miranda aporta otra línea digna de tomarse en cuenta: las calamitosas vicisitudes por las que atravesaba el papado, los Estados Pontificios y la curia romana, a quienes Bonaparte enganchó a sus pretensiones hegemónicas.[9]

Finalmente, el doctor Jaime Olveda, en una obra apenas presentada al público, da a conocer una serie documental importantísima acerca de las tres etapas del proceso de la insurgencia afrontadas por Cabañas, del que dice:

 

el obispo Cabañas fue de los pocos españoles [entiéndase europeo], ya fueran militares o eclesiásticos, que vivieron en carne propia todo el proceso de la guerra, desde su principio hasta el fin. Siguió paso a paso todas las etapas de la guerra, siempre atento en que dentro de su diócesis no se erosionara la fidelidad al rey. Hacia 1821, al igual que otros peninsulares, se convenció de que la independencia de la Nueva España era inevitable y que lo mejor era consumarla, pero no como la venían planteando los insurgentes, sino una independencia que no promoviera cambios ni reacomodos sociales sustanciales.[10]

 

Con todos estos elementos es posible argumentar que el obispo Cabañas tuvo ante sí una oportunidad histórica y deambuló en ella a la altura de su posición, si bien antepuso a sus intereses personales el bien de las almas puestas a su cuidado. Esto, visto por el filtro del maniqueísmo de los historiadores orgánicos, empeñados en separar en buenos y malos a los actores sociales, tal vez resulte ambiguo. Que no sea el caso de Cabañas lo dirá el epílogo de esta colaboración.

 

Noveno acto

 

Es asombroso el vivo interés mantenido hasta el final de sus días por el obispo de Guadalajara respecto a todo lo que pudiera mantenerlo al día acerca de su ministerio pastoral. Las migajas de su correspondencia epistolar que hasta ahora conocemos, nos presentan el perfil de una personalidad ávida de conocer datos, nombres y situaciones, asaeteado por las preocupaciones, pero sin descuidar lo intrínseco de su ministerio.

En 1824, cuando ya la vejez y los achaques le pedían llevar una existencia de reposo en su palacio episcopal, presintiendo tal vez el ocaso de su vida, Cabañas se lanzó de nuevo, como en sus años mozos, a trotar por las veredas de su obispado, hacia el viento noreste. Desde la pequeña y aislada población de Tlachichila envió al papa León xii su último informe, que es también su testamento. En él “No se ufana ni se jacta, enuncia, describe, pondera, los frutos y los desafíos vigentes de una encomienda que está a punto de dejar en otras manos”.[11]

Espiguemos de este documento algunos pasajes y permitamos al propio Cabañas cerrar con sus palabras su derrotero vital, donde analiza “los acontecimientos políticos que a partir del año 1810 hasta el presente han conmovido estas regiones […] cuando, lanzado por primera vez un grito de independencia, pareció que gran parte de los naturales de estas regiones intentaba con grandes esfuerzos sustraerse del dominio y del gobierno español”.[12]

 

Y así, una vez encendida la guerra civil, largo tiempo excitada por los estímulos propios de este tipo de guerras, se sucedieron los cambios y calamidades inseparables de un conflicto continuado por la exaltación de las pasiones, que puso ante los ojos durante muchos años un panorama pavoroso y horrible de trastorno, muerte y ruina.

De nuestra parte, sintiendo horror por cualquier participación activa en los asuntos temporales y políticos, como era debido a nuestro oficio episcopal, procuramos limitarnos tan sólo a construir la caridad y la paz cristiana, privada y pública, el amor hacia el orden social y la sujeción a las autoridades legítimas. Para promover la caridad y la paz hemos visto con gran alegría que la parte mejor y mayor de uno y otro clero, secundó eficazmente esta manera de proceder.[13]

 

Acto continuo, recuerda el hilo conductor que comenzó en 1810, y cuyo espíritu de libertad e independencia, pese a sus altibajos, no se extinguió del todo;

 

más bien, estimulado por diversos acontecimientos políticos que conmovieron varias regiones del mundo, así como por los escritos difundidos en todas partes y por la mentalidad de los tiempos actuales, de nuevo se despertaron y se reavivaron los anteriores esfuerzos de los naturales del país en una nueva forma, pero con mayor vigor y mejor resultado.[14]

 

A continuación, explica cómo y por qué intervino en la última fase de la independencia, apoyándola:

 

De aquí resultó que en el año 1821 tanto los naturales como todos los demás habitantes de estas regiones se separaron totalmente del régimen español, formando un Estado propio, reuniendo una asamblea legislativa e instituyendo un jefe de la nación mexicana, nombrado emperador. Para cuya consagración, invitados por el mismo emperador, tanto nosotros como los demás obispos mexicanos que residíamos en regiones no demasiado alejadas, emprendimos el camino a la Ciudad de México para realizar lo prescrito en el Pontifical Romano, desempeñando el suscrito el oficio de consagrante. Procedimos por mandato del arzobispo metropolitano, extendido de orden suya por escrito por su vicario general, ya que el arzobispo se excusó por ausencia y enfermedad. En fuerza de la precedente decisión quedó declarado que, a falta del metropolitano, correspondía el ministerio de consagrante al obispo sufragáneo más antiguo.

De ningún modo pudimos rehusar, dadas las circunstancias que por todas partes nos rodeaban. Así tuvimos ocasión, si no estamos equivocados, de seguir el ejemplo que nos dejó nuestro Santísimo Padre el inmortal Papa Pío vii cuando emprendió un largo y doloroso camino para consagrar a Napoleón, antiguo emperador de los franceses.[15]

 

Expresa, por último, su fidelidad a los nuevos gobernantes de la república mexicana:

 

Por esta razón juzgamos obligación nuestra informar a Vuestra Santidad. Tanto en el tiempo en que se inauguró la independencia como en lo que ha seguido, estimamos propio de nuestra obligación reconocer de hecho y obedecer al gobierno político de estas regiones, de la misma forma en que fue reconocido por todas las corporaciones militares, civiles y eclesiásticas antes de que nosotros lo hiciéramos.

Los pueblos reiteraron con sumo agrado los testimonios solemnes de respeto y obediencia hacia la nueva autoridad.

Hemos abrazado desde el principio, como una regla, la voluntad general, manifiesta y explícita, con que los pueblos han prestado obediencia a los mandatos de los gobernantes sin ninguna coacción física o moral; y reiterada con grande contento.

Conducidos por esa voluntad general continuamos dando a la actual política mexicana, bajo el sistema de república federal, representativa y popular, las muestras de nuestra deferencia, del mismo modo que reconocimos de hecho la dicha autoridad imperial, sin que tratemos por nuestra parte, como ya lo dijimos, sino de mantener la observancia del orden público.[16]

 

Que el obispo Cabañas, testigo y actor del proceso social que dio por tierra al antiguo régimen en el Nuevo Mundo, vea con marcada desconfianza los postulados libertarios explica en él las inquietudes que revela este testimonio:

 

Sólo nos resta, Santísimo Padre, informar a vuestra Santidad de algunos acontecimientos que han surgido. Los sucesos políticos referidos, las causas que los originaron, los medios con que se llevaron a cabo, las circunstancias y el signo de la edad en que vivimos son frutos de los antiguos designios, tenaces e impíos del seudo-filosofismo. Desafortunadamente, pero con absoluta seguridad, estas circunstancias abren un espacio muy amplio a los que siguen a los propagadores de las semillas de la inmoralidad y de la impiedad que han aumentado de muchos modos en forma asombrosa.

Bajo el pretexto de los avances políticos, con el disfraz engañoso del bien público, las cosas más absurdas pueden ser propuestas o intentadas para seducir a las multitudes y llevadas a intentar novedades y reformas peligrosas o diametralmente opuestas a la disciplina universal de la Iglesia.

Pero en este asunto no nos falta algún consuelo. Hasta ahora, exceptuados algunos pocos promotores de novedades, no hemos visto que alguien haya transgredido los límites ni por parte del clero, ni del pueblo, ni de los gobernantes. Si en el futuro, como puede acontecer, se ofrezca algo en contrario, a pesar de nuestra debilidad, creemos que no nos faltará la energía para mantener los derechos de la Iglesia y no soportaremos que ésta sea despreciada.[17]

 

Después de lo dicho, ante la coyuntura de verse presionado a jurar la Constitución y teniendo en contra el peso de los años y de las enfermedades, don Juan Cruz emprende la visita pastoral a su diócesis por el viento este, y en tal encomienda, el 28 de noviembre de 1824, en La Estancia de los Delgadillo, un caserío no más grande que su natal Espronceda, en Navarra, deja este mundo.

Ahora sí tenemos una respuesta al planteamiento hecho a la introducción de este artículo: no fue la muerte la que sorprendió a Cabañas, sino él quien salió a su encuentro en uno de tantos jirones periféricos de su circunscripción.

Un testigo ocular de este suceso, al cabo de tres meses lo recuerda en estos precisos términos:

 

Aquel espíritu medroso en las enfermedades y de imaginación tan viva, que daba cuerpo a sus temores en indisposiciones ligeras, cuando ve que se acerca el tiempo de su disolución, contempla detenidamente las más menudas circunstancias que lo han de acompañar; lo mira con semblante sereno y se arma de firmeza para dar este paso terrible. Se complace en hablar de su proximidad y aun de sus ardientes deseos de morir ignorado de los hombres: tan alto e inaccesible a los temores de la muerte, tenía su corazón y su esperanza. La hora falta se acerca, y su debilidad extremada le anuncia con certeza que ha llegado el momento de partir de este mundo. Recibe los santos sacramentos de la Eucaristía y la extremaunción con una devoción y humildad que edifica a su angustiada familia; y sin otra compañía que la misma, muere, como lo había deseado, en un rancho pobre, separado del mundo y de las grandezas terrenas, a las cinco y media de la tarde del día 28 de noviembre de 1824. Muere con la muerte de los justos, mostrando en su semblante y actitudes, aquella serenidad envidiable propia de la inocencia. Muere como David, publicando las alabanzas del Señor, tranquilo entre los brazos de su misericordia, a donde se había arrojado desde sus tiernos años.[18]

 

Trasladado el cadáver del señor Cabañas a Guadalajara para que recibiera las honras fúnebres correspondientes a su investidura, cumpliendo su voluntad y en pos de las huellas de su antecesor inmediato, fray Antonio Alcalde, se le sepulta no en las gavetas de su Catedral sino en las del santuario contiguo al Seminario Clerical por él fundado, el de la Soledad.[19]

El monumento más visible del legado del obispo Cabañas será siempre la Casa de Misericordia en doble forma hoy en día: la material, bajo el título Instituto Cultural Cabañas y el albergue oficial del estado para infantes desvalidos, las Casa Hogar Cabañas; hay, sin embargo, otro acto jurídico que a doscientos años de la muerte actualiza entre nosotros su presencia: la costumbre de imponer los apellidos Ruiz Cabañas a los niños expósitos que el Agente del Ministerio Público remite a dicha Casa Hogar.

 

 

Bibliografía

 

·      Híjar, Tomás de, y Aquino, Carlos, Diccionario  de eclesiásticos   en   la   insurgencia   de   México, Guadalajara. Departamento   de   Estudios Históricos  de  la  Arquidiócesis  de  Guadalajara, 2010.

·      López de Lara, J. Jesús, Cabañas, un pontificado trascendente, Guadalajara, Impre-Jal, 2002.

·      López Portillo y Weber, José, Guadalajara, el Hospicio Cabañas y su fundador, Guadalajara, Gobierno del Estado de Jalisco, 1982.

·      Miranda, José Guadalupe, El obispo Cabañas y la insurgencia en México, Guadalajara, Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, 2009.

·      Olveda, Jaime, Documentos sobre la insurgencia. Diócesis de Guadalajara, Guadalajara, Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, 2009.

·       “Oración fúnebre pronunciada por el canónigo Domingo Sánchez Reza durante las exequias de Cabañas”, en Ignacio Dávila Garibi, Biografía de un gran prelado, México, Editorial Jus, 1984.



[1] Presbítero del clero de Guadalajara. Profesor-investigador honorífico de El Colegio de Jalisco.

[2] El ensayo que aquí se publica lo redactó su autor a invitación de la directora de la Casa Hogar Cabañas, Amparo González Luna, para el libro conmemorativo de esa institución, que vio la luz en el año de su bicentenario (2010).

[3] “Oración fúnebre pronunciada por el canónigo Domingo Sánchez Reza durante las exequias de Cabañas”, en Ignacio Dávila Garibi, Biografía de un gran prelado, México, Editorial Jus, 1984, p. 354.

 

[4] Los clérigos ordenados a título de beneficio reducían su ministerio a la corta atención del culto divino en las capellanías erigidas por los fundadores, más deseosos de consolidar un pequeño patrimonio para sus descendientes que enriquecer al clero diocesano.

[5] J. Jesús López de Lara, Cabañas, un pontificado trascendente, Guadalajara, Impre-Jal, 2002.

[6] “Informe al rey Carlo iv, del 17 de enero de 1805”, tomado de López de Lara, op. cit., y citado por Miranda, José Guadalupe, El obispo Cabañas y la insurgencia en México, Guadalajara, Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, 2009. p. 42.

[7] José López Portillo y Weber, Guadalajara, el Hospicio Cabañas y su fundador, Guadalajara, Gobierno del Estado de Jalisco, 1982, p. 88.

[8] Para más pormenores de estos personajes, consúltese: Tomás  de  Híjar  y Carlos  Aquino, Diccionario  de eclesiásticos   en   la   insurgencia   de   México, Guadalajara. Departamento   de   Estudios Históricos  de  la  Arquidiócesis  de  Guadalajara, 2010.

[9] José Guadalupe Miranda, El obispo Cabañas y la insurgencia en México, Guadalajara, Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, 2009.

[10] Jaime Olveda, Documentos sobre la insurgencia. Diócesis de Guadalajara, Guadalajara, Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, 2009, pp. 63-64.

[11] Miranda, op. cit., p. 52

[12] Ibíd., p. 54.

[13] Ibíd., p. 69.

[14] Ibíd., p. 72.

[15] Ibíd., p. 80

[16] Ibíd., p. 91.

[17] Ibíd., p. 92.

[18] “Oración fúnebre pronunciada por el canónigo Domingo Sánchez Reza durante las exequias de Cabañas”, en Dávila Garibi, op. cit., p. 354.

[19] La demolición del inmueble en 1952 para despejar el brazo norte de la cruz de plazas tapatía, hizo que sus despojos mortales finalmente sí pasaran al osario episcopal de la cripta catedralicia.



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