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Los dominicos en Baja California

Fray Francisco Quijano León, o.p.[1]

 

 

 

 

 

“[R]ecuerdo vivo de tiempos lejanos y recientes”,

basado en fuentes primarias[2] y secundarias,[3]

se ofrece aquí una explicación sucinta

de la participación misional de los frailes predicadores

en la Baja California (Norte y Sur)

desde la diócesis de Guadalajara

en tiempos del episcopado de su hermano de hábito

fray Antonio Alcalde (1774),

lapso que abarca “momentos felices y

épocas de decadencia y extinción;

[no menos que] de apostolado arduo y años de zozobra”,

y que dejaron “también una huella profunda”

en esa parte de la geografía mexicana.[4]

 

 

 

 

1.    Primera etapa de la evangelización en Baja California: misiones de los jesuitas y los franciscanos

 

No fueron los dominicos los primeros que trajeron la Palabra de Dios a estas tierras de la península. Hacia finales del siglo xvii, después de las expediciones de Juan Rodríguez Cabrillo en 1542, y de Sebastián Vizcaíno en 1602, llegaron los misioneros de la Compañía de Jesús.

Los jesuitas, que estuvieron en Baja California setenta y dos años, concentraron su labor misionera en la parte sur de la península, en donde fundaron misiones cuyo nombre perdura hasta nuestros días. Su labor de evangelización y promoción humana en estas tierras extremas e inhóspitas de los dominios de la Nueva España, fue de gran éxito. Desgraciadamente esta obra fue destruida en menos de dos meses, como consecuencia del nefasto decreto de expulsión de los jesuitas del reino de España y todas sus colonias, promulgado por Carlos iii el 2 de abril de 1767. El encargado de ejecutar esta orden real en Nueva España fue el visitador don José de Gálvez, quien en menos de un año hizo que salieran del territorio de la misión los religiosos jesuitas. El 3 de febrero de 1768 se embarcaron en el puerto de la Purísima Concepción quince sacerdotes y un hermano coadjutor, de los cuales seis eran españoles, dos mexicanos y ocho alemanes.

A la salida de los jesuitas, por disposición real se encargó de las misiones de Baja California el Colegio de San Fernando de la Orden Franciscana. Bajo la dirección del célebre misionero fray Junípero Serra, llegaron a Loreto, el 1º de abril de 1768, dieciséis religiosos para reemplazar a los jesuitas expulsados.

 

2.    Iniciativas de los dominicos en orden a trabajar en Baja California

 

En el año de 1768, encontrándose en Madrid el procurador de la Provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores, fray Juan Pedro de Iriarte, comenzaron las instancias para instaurar unas misiones dominicas en el territorio dejado por los jesuitas. Habrían de presentarse algunas dificultades, como veremos más adelante, debido al encargo que de dichas misiones habían recibido ya los franciscanos. El padre Iriarte, animado de celo apostólico, insistió ante el rey y personas notables de la corte para que se permitiese a la Orden de Santo Domingo trabajar en Baja California. Ante la insistencia obstinada del padre Iriarte, el rey expidió una cédula real, el 8 de abril de 1770, concediendo a los dominicos derecho de predicar en Baja California y determinando que se dividiese convenientemente el territorio entre las dos órdenes.

Una vez obtenida la autorización del rey, el padre Iriarte consiguió una carta del padre maestro de la Orden, fray Juan Tomás de Boxadors, fechada el día 13 de junio de 1770. El padre maestro autorizaba al padre Iriarte para que reclutase religiosos voluntarios e idóneos de las tres provincias españolas (España, Aragón y Andalucía), con el fin de formar un grupo misionero para la Baja California. Al mismo tiempo, ordenaba, en virtud del Espíritu Santo y de la santa obediencia, a los provinciales, priores y religiosos de estas provincias que no opusieran resistencia a la labor del padre Iriarte, sino que lo auxiliasen en todo lo que estuviera de su parte.

El padre Iriarte, a su vez, envió una larga carta a los provinciales, priores y religiosos de las provincias españolas, animándolos a alistarse como misioneros. He aquí un breve párrafo de esta carta:

 

Todo hombre, decía el pacientísimo Job, nace con una pensión de trabajar cada cual según su estado –o corporal o espiritualmente añade Santo Tomás en su glosa–; y el que ha sido llamado a la esclarecida Orden de Predicadores, ha de trabajar enseñando, predicando, confesando y solicitando la salvación de las almas, porque a esto somos llamados.[5]

 

Según parece, el resultado de esta convocatoria fue magnífico. Llegaron a alistarse hasta doscientos religiosos. Pero como la cédula real sólo permitía el trabajo a veinticuatro frailes, muchos quedaron con el deseo de venir a tierras de Nueva España. Respuesta tan entusiasta hizo que pronto quedara integrado un grupo de veinticinco religiosos, a cuya cabeza quedó, como primer vicario general de las misiones, el propio fray Juan Pedro de Iriarte. Estos religiosos provenían de varios conventos de las tres provincias españolas.

 

3.    Llegada de los Misioneros dominicos a Nueva España y Baja California

 

El grupo de veinticuatro misioneros (uno quedó enfermo en España) se embarcó en el navío Nuestra Señora de Begoña, que partió de Cádiz y atracó en Veracruz, después de sesenta y un días de navegación, el 19 de agosto de 1771.

Llegados a la Ciudad de México, hubo de tenerse un acuerdo ante el virrey don Antonio María Bucareli entre las dos órdenes de San Francisco y Santo Domingo a fin de aplicar el decreto real sobre la división del territorio de la misión. El convenio, firmado el 30 de abril de 1772, se hizo en los siguientes términos:

 

Que los religiosos franciscanos entregasen todas las Misiones de la Antigua California a los padres dominicos; que éstos siguiesen su rumbo en las conquistas entre la Sierra Madre y el Río Colorado, quedando para los franciscanos las Misiones de la Nueva California, llevando el rumbo de sus conquistas desde la Sierra Madre hasta la costa del mar Pacífico.[6]

 

El visitador real, don José de Gálvez, con gran visión política y con el apoyo de fray Junípero Serra, orientó las misiones franciscanas hacia California. Como resultado práctico de este acuerdo, los dominicos quedaron responsables del territorio de Baja California, hasta el arroyo de San Juan de Dios, que los dominicos bautizaron como de San Miguel Arcángel o de la Frontera, situado a la altura del paralelo 32, en el lugar llamado actualmente La Misión en la carretera Tijuana-Ensenada.

El viaje de los primeros misioneros a la Baja California estuvo lleno de peripecias y desgracias. Durante la travesía, murió el padre Iriarte, impulsor de las misiones, sin haber realizado su anhelo de pisar tierras de la península. Dejemos la palabra, sabrosa y directa, a uno de estos misioneros, fray Luis de Sales, cronista y fundador de algunas de las misiones:

 

Nadie será capaz, amigo, de poder explicar los grandes trabajos que experimentó todo el cuerpo de la Misión. El Señor Virrey mandaba que cuanto antes se verificase nuestra entrada. Los barcos que podían conducir a los misioneros estaban imposibilitados, los víveres perdidos, y la tripulación del todo inexperta. Con todo, nos fue preciso embarcarnos en un tiempo que no era de los regulares, pues por el mes de septiembre siempre se han visto fatalidades en este mar; y los pilotos más expertos en él nos anunciaban los muchos contratiempos que después sufrimos.

Apenas salimos del puerto, experimentamos los vientos contrarios; resultó en el barco un agujero que era como una canal continua de agua. Los misioneros trabajaban en sacarla; pero no podían dar abasto. Al mismo tiempo, entró peste en el barco. Los marineros todos sin acción; los misioneros gobernando el barco, y empleándose en otras faenas y trabajos materiales. Últimamente hirió también la peste a los misioneros que venían (llamo peste a una epidemia de calenturas pútridas que hería primero a la cabeza). Estando en este conflicto, se movió una tormenta furiosísima de rayos y centellas, el mar embravecido, y entre los misioneros apenas había quien pudiese maniobrar. Dos veces se nos metió el barco debajo del agua; los pocos misioneros clamaban a voz en grito hasta el cielo; los pobres enfermos se mojaron todos dentro del barco por la mucha agua que entraba. Ya pensábamos haber llegado el último día para nosotros.

[…]

Pero por fin llegamos a un pequeño puerto llamado Mazatlán, y resolvimos saltar a tierra para curar los enfermos. Armamos una canoa, y salimos a una tierra desconocida. Esto, y el ser ya de noche, nos puso en el mayor conflicto. Pero vimos una luz desde lejos, nos dirigimos a ella, y a poco andar encontramos una laguna. Pensando que tendría poca agua, vestidos y calzados, nos metimos en ella, y al cabo de una hora que íbamos por la laguna con agua cerca de los pechos, salimos a las nueve de la noche, y encontramos con unos pobres mulatos que tenían allí su casita, pero sin prevenciones de comida.

Pasada la noche entre ayes y lamentos, nos condujeron a un pueblo, y allí acomodamos sobre la tierra unas mantas para los enfermos. De estos murieron dos; y el padre Maestro Vicario General, más por el sentimiento que tenía de vernos en tantas miserias (pues nos miraba pidiendo limosna de puerta en puerta, sin ropas ni utensilios) que por su enfermedad, murió con la mayor aflicción.

Vuestra Merced podrá inferir cuál sería el sentimiento de todos, y mucho más cuando supimos que los otros misioneros, que iban en el otro barco, pues por ser tantos fue necesario salir divididos; se había desaparecido por la furia de los vientos. Nuestros cajones y baúles quedaron en la playa, y esperábamos todos por puntos la suerte por lo riguroso de la enfermedad y las pocas disposiciones. Pero noticioso el Señor Virrey y la providencia de Santiago de todo lo sucedido, dieron todas las órdenes necesarias para poder seguir nuestro viaje. En efecto, enviaron algunos nuevos misioneros, nombrando otro Vicario General, y remitieron un barco con buena tripulación para pasar a la California.

En el segundo viaje se aumentaron los sustos, y aunque con trabajos, llegó la Misión al puerto de Loreto, y en algunos días de diferencia el otro barco que estaba perdido. Apenas pudieron los misioneros entrar por su pie, unos en sillas de manos, otros en hombros de indios y otros sostenidos de los padres franciscanos que nos esperaban. En fin, puestos en la casa de la Misión, se juntaron entre religiosos dominicos y franciscanos treinta y uno. A los dos días murió uno de los nuestros, y los demás se fueron saliendo a tomar posesión de las Misiones, recibiéndolas de los franciscanos, con sus inventarios, cuentas…[7]

 

4.    Situación de las Misiones a la llegada de los dominicos

 

A la llegada de los dominicos al puerto de Loreto, la situación religiosa, moral, social y económica de las misiones dejadas por los jesuitas, y en las cuales habían trabajado los franciscanos durante cinco años, era lamentable. La causa de este mal, por extraño que parezca, fueron los escasos dos meses en que las misiones quedaron sin religiosos, el tiempo que media entre la salida de los jesuitas y la llegada de los franciscanos. Por más esfuerzos que hicieron éstos, impulsados por un hombre emprendedor, fray Junípero Serra, no fueron lo suficiente para restablecer el orden que habían deshecho los soldados en tan breve tiempo.

 

La salida de los jesuitas de California –escribe el historiador don Antonio Zavala Abascal– no sólo provocó una terrible confusión de sentimientos y el retroceso espiritual en sus naturales, sino también el desorden más terrible. Si moralmente sus resultados fueron catastróficos, en el orden económico la situación fue más grave, pues la Península se empobreció aún más al dejarla los jesuitas.

El espíritu organizador y la disciplina impuestos por los misioneros fueron sustituidas por la rapiña, el latrocinio y los desenfrenados abusos de una soldadesca encanallada, ensoberbecida, mal retribuida y ávida de rápido enriquecimiento.

Serra con todo el ascendiente que tenía en el enérgico visitador José de Gálvez, no puedo restablecer el orden en California ni reprimir la conducta desenfrenada y arrasadora de los representantes del rey para “cuidar” los intereses misionales, y a pesar de su férrea voluntad y carácter tuvo que doblar las manos. Saqueos, miserias, ruinas, era lo que tenían los franciscanos para continuar la tarea de los jesuitas.

Y si éste era el panorama de la región cultivada por los jesuitas, ¿qué podría decirse de la zona desértica e inhospitalaria comprendida en el territorio ahora ocupado por el Estado 29, y al que nunca alcanzó ni el interés del misionero ni la codicia del conquistador?

En otras palabras, los frailes dominicos recibían un territorio en el que todo había de hacerse y en el que no había ya benefactores interesados en otorgar donaciones ni gobernantes en retenerlo; situación agravada por la fascinación del nuevo territorio (Alta California) que tanto “prometía”. Concretamente los dominicos estaban abandonados a sus propias fuerzas y a los problemáticos dones que la Providencia pudiera otorgarles.

Además, México principiaba a entrar en el periodo de inquietudes político-sociales que le llevarían años después a su independencia, y en el que lo menos interesante era apoyar esta clase de conquistas pacíficas entrañadas en la obra misional.[8]

 

En este territorio, abandonado desde todos puntos de vista –económico, social, moral, religioso– los frailes predicadores iban a establecer otras nueve misiones, en un lapso de cincuenta años.

 

5.    Entrega de las Misiones a los dominicos. Fundaciones dominicanas

 

Los religiosos dominicos, con el nuevo vicario general fray Vicente Mora, llegaron a Loreto el 12 de mayo de 1773. Al día siguiente fray Francisco Palou, franciscano biógrafo de fray Junípero Serra, hizo formal entrega de las misiones jesuitas y de la misión franciscana de Vilicattá al padre Vicente Mora y sus religiosos. Con estas palabras describe el cronista fray Miguel Venegas el territorio entregado a los dominicos:

 

La más numerosa república de todas las de California [habitada por los indígenas cochimíes o layomones] y hasta ahora no se sabe el último término de su lengua, dividiéndose en varias ramas, con cortas variaciones en el idioma y en su pronunciación, como se observa en la última misión del Norte, consagrada a san Ignacio, nación que se extiende en lo restante de la costa, desde ella hasta el río Colorado, y aun también en la costa opuesta occidental.[9]

 

Los dominicos recibieron, pues, las antiguas misiones, que llegaban por el norte hasta la de San Fernando. A partir de estas misiones, comenzaron las nuevas fundaciones, desde El Rosario hasta San Miguel Arcángel.

La primera misión fundada por los dominicos fue la de Nuestra Señora del Rosario, el 31 de julio de 1774, en un lugar llamado Viñadacó o Viñaracó, de donde fue trasladada treinta años después a su actual ubicación en la población de El Rosario. Fray Vicente Mora fue el fundador; y sus primeros misioneros, fray Juan Salgado y fray Vicente Belda.

De esta misión siguió la de Santo Domingo, fundada el 30 de agosto de 1775 por los padres fray Manuel García y fray Miguel Hidalgo. Esta misión está situada a unos 150 km. al sur de Ensenada.

La misión de San Vicente Ferrer, fundada el 27 de agosto de 1780, puso a prueba el tesón y la audacia de los misioneros, por continuos contratiempos y ataques de los indios yumas a que estuvieron sometidos los frailes. Sus fundadores fueron fray Luis de Sales, fray Miguel Gallegos y fray Tomás de Valdellón.

Fray Luis de Sales, el cronista de las misiones que ya conocemos, nos cuenta sus trabajos, ya no como misionero, sino como enfermero de indios atacados por la viruela, en el tiempo en que estuvo en esa misión.

 

Estando esta Provincia en tan deplorable estado [por los ataques continuos de los yumas], vino el año 81, año memorable para la Baja California, por las viruelas furiosísimas que acometieron a los pobres indios. Puedo decir que por lo que yo mismo experimenté, que en los campos veían muchos hombres muertos; si entraba en las cuevas, los miraba moribundos y las Misiones estaban desiertas por la falta de la gente. Aquí fue donde los misioneros trabajaron incesantemente por espacio de un año, cada cual en cuidar a los suyos. Yo mismo salía después de curar a los que tenía en esta Misión de San Vicente por los campos vecinos, por los barrancos y las cuevas, y raro era el día que no llevase en mi compañía alguno de los soldados para ayudar, y volvíamos cargados de niños desamparados, y los curábamos en la Misión.

En un paraje llamado San Jacinto, encontré seis adultos muertos en una cueva, y a sus lados cinco niños y tres niñas muriéndose más de hambre que de la enfermedad. Y si aquel a cuya dirección estaba la tropa, hubiese permitido a los religiosos, singularmente a los de San Vicente, el salir continuamente buscando indios, no hubieran perecido tantos. Pero el no querer agravar la tropa y causar algunos gastillos, impidió a los misioneros las salidas quitándoles la tropa para su resguardo.

Esta epidemia entró por haber fondeado en el puerto de Loreto un barco con familias apestadas, como dije a vuestra Merced en otra carta. Los indios gentiles metidos en las cuevas, luego que advierten a alguno inficionado con la enfermedad, huían a otra cueva y desamparaban a los infelices; y ellos, que tal vez ya estaban inficionados, con la comunicación la infundían a los demás, y todos hacían las mismas demostraciones. Unos se arrojaban al mar, otros se quemaban con tizones, y los pobrecitos niños desamparados al lado de los muertos, se morían sin remedio. Aunque de éstos como llevo dicho, liberté muchísimos, ya curándolos ya bautizándolos antes de expirar.

Puedo asegurar a Vuestra Merced que aunque no hubiéramos hecho los misioneros otras operaciones, era esto suficiente para que nuestros trabajos fueran los más meritorios. Dejo aparte los muchos gentiles [indígenas no bautizados] ya viejos, que noticiosos de estas operaciones, venían arrastrando por los suelos a buscar alivio para su cuerpo y para sus almas. Será memorable en la Provincia el trabajo de los religiosos en este particular.[10]

 

La misión de San Miguel Arcángel fue fundada por fray Luis de Sales el 28 de marzo de 1787, en el extremo norte del territorio confiado a los dominicos. La intención al hacer esta fundación fue el adelantarse en territorios de indígenas no evangelizados y establecer un paso hacia el territorio de Sonora, a instancias del obispo vicario de las misiones de Sonora, fray Antonio Reyes, franciscano. En carta al comandante general don Felipe Neve, después de un acuerdo en el Real Presidio de Álamos con el vicario de las misiones de Baja California, el señor obispo de Sonora escribe:

 

Muy Señor mío: por segura y calificada relación del Reverendo padre Superior de las Misiones, y Prelado de los religiosos de Santo Domingo de Californias, se manifiesta el buen orden, método y gobierno de aquellos pueblos y Misiones. Yo he solicitado instruirme de su apostólico celo y aplicación a la instrucción espiritual de los indios, y el modo verdaderamente laudable con que han restablecido algunas Misiones casi arruinadas, y las tres nuevas que han fundado en las fronteras; si a estos religiosos se les encargasen todas las Misiones de la Antigua y Nueva California, y algunas de las enteramente arruinadas de estos cuatro ríos Yaqui, Mayo, Fuerte y Sinaloa, con un buen meditado reglamento y comunicación de aquella península con esta Gobernación de Sonora, seguramente conseguirán una y otra los progresos que desea el Rey, y la felicidad de estas casi arruinadas Provincias y sus habitantes, por lo que tanto se desvela y trabaja Usía.

En esta atención y lo dispuesto por su Majestad en su Real Cédula del 20 de mayo de 1782, y la oposición y notoria resistencia del Colegio de San Fernando al nuevo reglamento y gobierno de Misiones que acordó el Consejo y manda el Rey, me parece debo extender mi informe en el modo que lo propongo a Usía; y espero en su contestación me advierta lo que tenga por conveniente sobre el particular. Álamos, 13 de diciembre de 1783, B.L.M. de Usía. Fr. Antonio Obispo de Sonora.[11] 

 

Este proyecto nunca se llevó a cabo, por el corto número de misioneros con que contaba la Orden de Santo Domingo.

La crónica de fray Luis de Sales termina con el relato de la fundación de la misión de Santo Tomás, en la que corrió peligro de muerte el propio padre Sales:

 

Más contemplando el Señor Gobernador la distancia que hay de esta Misión [de San Miguel] a la de San Vicente, me suplicó registrase algún paraje proporcionado cerca del mar para hacer fundación intermedia. Y aunque cansado de tantos registros, entradas a los Gentiles, y golpes que había llevado de ellos; con todo, llevando por delante el honor de la religión, entré por los montes de Solano y sierras de la Grulla, y hallé un territorio muy bueno para la fundación de un Pueblo con el nombre de Santo Tomás de Aquino. Y teniendo muy presente lo sucedido en el anterior, quise en diferentes tiempos y ocasiones volver al registro, y aunque todo lo vimos bueno, sólo experimentamos contrario un acometimiento de los bárbaros en que salimos algunos heridos. Y Dios parece me quiso conservar la vida, pues estando golpeado, viendo que los soldados habían huido y yo estaba solo entre saetas de infieles, empecé a correr con mi caballo, y se cayó en un pozo ciego cogiéndome a mí debajo; y como los indios pasaban con algazara, no me hallaron medio muerto, todo lleno de lodo, y que apenas me podía mover. Avisé a los Superiores de lo sucedido, y quedaron todos con ánimo de verificar cuanto antes la Población de Santo Tomás.[12]

 

La misión se fundó finalmente el 24 de abril de 1791. Fray Juan Crisóstomo Gómez y fray José Loriente fueron sus fundadores.

Las dos últimas misiones fundadas por los dominicos fueron la de El Descanso, entre Tijuana y Ensenada, el 18 de mayo de 1812 por fray Tomás de Ahumada; y la de Nuestra Señora de Guadalupe, en el valle que ahora lleva ese nombre, el 25 de junio de 1839 por fray Félix Caballero.

Todas estas misiones están situadas en el camino real que recorre a lo largo el territorio de la península por el lado occidental de la sierra.

Además de estas misiones del camino real, los dominicos fundaron otras dos en la sierra: la de Santa Catalina de Sena, en donde todavía vive un reducidísimo grupo de la tribu paipai; y la de San Pedro de Verona o San Pedro Mártir, de donde toma nombre la sierra. La fundación de la misión de San Pedro Mártir se hizo en un lugar de nombre indígena Kalisppé, el 27 de abril de 1794, por fray Juan Crisóstomo Gómez, por entonces vicario general de California, fray José Loriente y fray Juan Pablo Grijalva. El 12 de noviembre de 1797, fray Tomás de Valdellón fundó la misión de Santa Catalina, en las faldas del cerro de la Ciénega.

Como testimonio del espíritu apostólico que animaba a estos misioneros y de las dificultades humanas que tuvieron que superar, recogemos las últimas palabras de la crónica de fray Luis de Sales:

 

Y con esto que llevo dicho podrá Vuestra Merced entender, que importa más un día en las fronteras de los gentiles, que veinte retirados en un convento. Aunque las Misiones antiguas reducidas [las que recibieron de los jesuitas], son a modo de Curatos cortos [cuyos individuos ya saben la lengua castellana], más en las fronteras de los gentiles en donde he vivido muchos años, los trabajos son imponderables. Bien que, tanto en unas como en otras, estos indios infelices nos quitan a todos la soledad, y no nos hacen compañía: con esto entenderá Vuestra Merced lo que quiero decir; a saber, que continuamente nos están molestando, pidiendo pan, harina, carne, ropa, y muchas veces no hay que darles; y no nos hacen compañía porque saben seguir conversación.[13]

 

6.    Métodos de fundación y de evangelización empleados por los dominicos

 

Para darse una idea de cómo se hacían las fundaciones y la manera de llevar la evangelización y promoción humana entre los indígenas, vamos a dejar la palabra nuevamente al cronista fray Luis de Sales, que vivió estas experiencias y estuvo a cargo de algunas fundaciones. Algunas de sus ideas y formas de actuar parecerán extrañas o chocantes a nuestra mentalidad actual, pero vale más dejar que estas experiencias misioneras las cuente quien las vivió tal como ocurrieron, y que cada lector juzgue, con lealtad y sinceridad, las acciones de estos misioneros que trabajaron infatigablemente en Baja California.

 

Noticioso el Misionero –escribe fray Luis de Sales– de haber algún sitio con agua, leña, piedra y otras proporciones para fundación, da parte al Señor Virrey. Habido el consentimiento de Su Excelencia, avisa a todos los misioneros para que den limosnas, y ayuden para la fundación del Pueblo: unos envían carneros, otros vacas, mulas, caballos y familias reducidas para empezar la obra. Luego toma alguna escolta de soldados, pues sin ellos [aunque perjudiciales] sería imprudencia del Misionero el exponerse. Con todo este tren sale al paraje señalado y empieza a sembrar y a hacer corrales y alguna estaca de palos para defenderse; y concluido esto, sale por barrancos, cuevas y montes a buscar gentiles. Y este es el lance de los más apretados y pues suelen emboscarse los indios para acometer a la tropa y Misionero, y lastimarlos, como a mí me sucedió. Habida fortuna de encontrar con algunos indios y se les habla de su infelicidad, desnudez, pobreza, y otras miserias que padecen, se les atrae con algunos donecillos. Si el Misionero no entiende el Idioma les habla por un intérprete y les asegura que ha llegado a aquel paraje para hacerles felices en el alma y en el cuerpo.

Unos reciben con alegría la propuesta, otros, aunque adviertan las buenas proporciones que pueden disfrutar para el cuerpo y para el alma y después de cansado el Misionero en hablarles, responden: Quién sabe, padre. Otros instados por sus vecinos cristianos para la instrucción se huyen; otros [y son los más] se muestran taciturnos, y algunos a la primera insinuación se juntan con el Misionero, y se van al sitio donde está planificado. Es de advertir, que los indios gentiles, aunque estén distantes cuarenta leguas, una vez que se instruyen y bautizan se quedan vecinos de aquel Pueblo recién fundado.

Estas salidas las repite el Misionero cuando halla por conveniente, y de esta suerte se van aumentando el número de los cristianos. Verificado el Pueblo, el Rey consigna mil pesos duros, y de éstos saca el Misionero para herramientas, calderos, ollas, etcétera. Lo perteneciente a la Iglesia lo envía el Señor Virrey de los espolios de los padres expulsos [jesuitas] que asistían en México. Pero si el barco que trae todo lo necesario se pierde, como sucedió dos o tres años, entonces se aumentan los trabajos por falta de víveres y ropas, no sólo a los indios sino más principalmente a los Misioneros. Es decir que si el Misionero sale a registrar terrenos, lleva uno como casco de pieles, que llaman cuera, de tres o cuatro telas y su rodela o adarga para defenderse de las saetas; y efectivamente con ello se libertan; pero también es cierto que muchas ocasiones no basta con esta precaución, pues pasan el casco o cuera hasta la carne, como a mí me pasó.[14]

 

Y sobre los métodos de evangelización, hallamos lo siguiente en la misma crónica del padre Sales:

 

Cada una de las misiones debe contemplar Vuestra Merced como una pequeña, pero orientada República. El Misionero es el padre, la madre, el criado, el juez, el abogado, el médico y cuantas castas de artesanos hay en el pueblo. Nada se emprende, nada se determina, que no esté según la dirección del Misionero. Si se considera el principal objeto del religioso, a saber, enseñar, confesar, predicar y administrar los sacramentos, no puede menos que estar en un continuo movimiento, atendida la condición de los indios.

Luego que amanece los congrega en la Iglesia para rezar la doctrina, les dice la Misa, y reza con ellos el santo Rosario. Entre día es necesario una continua vigilancia para que no se junten hombres con mujeres, y que éstas en medio de sus labores estén siempre empleadas en rezar, o en cantar cantos de la Iglesia; nadie sale a parte alguna aun a beber agua, que no sea con el permiso del Misionero. Al ponerse el sol congrega otra vez a los indios para rezar el Rosario, Letanías y otras devociones; después de su corta cena se congregan otra vez en la casa del Misionero, y allí se les explica algún punto de la Doctrina Cristiana, se reprenden sus defectos, y se castigan con azotes.

Omito decir a Vuestra Merced sobre el negocio de la confesión y comunión que es de los más críticos y de los más pesados, atendiendo a su inconstancia, a su decidia y a su inclinación natural a ciertos vicios de los que apenas se pueden apartar. Con que es preciso estar trabajando incesantemente para que a lo menos sean un poco buenos y aun esto jamás se consigue sino con azotes, tanto a hombres como a mujeres.[15]

 

Con las formas de proceder de la época, los misioneros se ocupan también de la promoción humana de los indígenas a quienes comunicaban el mensaje cristiano. El misionero realizaba al mismo tiempo un trabajo de orden social y organización humana para el bien de la comunidad:

 

La otra pesadísima carga que tiene el Misionero –continúa fray Luis de Sales– es el cuidar de lo temporal. Porque aquí debe suponer Vuestra Merced que los indios en las Misiones viven en común. Por lo cual para que tengan que comer, los unos misioneros trabajando mezclados entre los indios, otros fabricando Iglesias, casas y almacenes para las semillas, han levantado a estos indios para que salieran de su pobreza.

Concluido el ejercicio espiritual por la mañana en la Iglesia, se presentan todos los días los indios, y el Misionero les señala a cada uno el oficio en que debe ejercitarse; a las mujeres les reparte su hacienda de lana o algodón para que la hilen, lo mismo hace con los niños y con las niñas. Igualmente nombra a uno de los más racionales para que cuide del trabajo, y para que avise de lo ocurrido; lo mismo hace con las mujeres.

Desocupado de esta faena debe visitar la enfermería, y de aquí se va al campo a ver el trabajo de los indios o a trabajar con ellos. Así mismo debe dar disposiciones para el almuerzo, comida y cena a unas gachas, y la comida a trigo cocido con agua; y aun así con esta corta comida apenas los pueden mantener. La comida toda se hace en un caldero común, y de allí lo reparte el Misionero con su propia mano a los indios infelices. Lo mismo sucede con la ropa, pues con la poca que le suelen remitir de México va cubriendo en los hombres y mujeres lo que la naturaleza pide estar oculto.

El cuidado de los ganados, mulas, cabras, etc. todo está a discreción del Misionero, el cual cuando le parece manda matar algún toro o algunos carneros para la subsistencia de los pobres.

A más de esto, si el Misionero está en misiones de fronteras, se le aumentan los trabajos por la instrucción de los gentiles. Y muchos de ellos son tan cortos de alcance, que a los ocho o nueve meses apenas saben lo necesario para el bautismo. Del mismo modo debe estar en un continuo sobresalto por sus invasiones, y también por verse muchas veces privado de lo necesario para la vida humana. Omito otras menudencias que debe practicar el Misionero para su gobierno en sus casamientos, hacer que todos duerman separados, los niños, solteros y viudos en su casa con llave, y sólo el marido con su mujer en su casita corta y pequeña.[16]

 

Con el venir de los tiempos y la aparición de las ideas anticlericales, los bienes de las misiones fueron vendidos a particulares. Éstos, lejos de promover el bien común de los indígenas, se aprovecharon de los adelantos de las misiones para su propio bien. La historia o leyenda negra que se cierne sobre los llamados bienes de la Iglesia, si en otras partes tuvo algo de cierto, en estas de Baja California la verdad es otra. El padre Sales nos habla también del estado legal de la tenencia de bienes de las misiones:

 

El estado de los bienes de cada Misión, se debe entender de los que tiene cada Pueblo para su subsistencia; y su administración está al cuidado del Misionero, sin que éste pueda utilizar cosa alguna, pues todo pertenece al común de los indios. Las cosechas de trigo no suelen ser muy abundantes, pero las de maíz son abundantísimas, mas no en todos los parajes, y en algunos la escasa comida de los indios, y que el abasto de la tropa se lleva la mayor parte.

Así mismo el ganado vacuno aquí numerado, se entiende el reducido o manso que se cría dentro de las cercas; porque el cimarrón o montaraz que se cría en los montes, abunda extraordinariamente más en unas tierras que en otras. Este no es propio de la tierra, sino que, habiéndolo conducido los Misioneros de la Provincia de Sonora, por descuido de los vaqueros o pastores, se fue saliendo de las cercas, procreó en los montes, y acomete con fiereza a las gentes. Cada Misión dentro de su territorio tiene acción a abastecerse de ganado montaraz, aunque con mucho peligro, no para vender las carnes, sino para las necesidades de los indios. El Rey tiene derecho sobre todos los territorios, y de dicho ganado se abastece la tropa; pero debe salir el soldado a cogerlo y matarlo, y después el importe se rebaja de su sueldo.

En la Misión de Molexe solo se ven caballos montaraces que salieron de las cercas, y todos ellos están consignados a la dicha Misión. En las Misiones fronteras, y mucho menos en las tierras de gentiles, no hay ganados montaraces, pues como el reducido es poco, fácilmente se cuida. Lo que sí hay en estas en abundancia son cerdos, y con la manteca que se hace de ellos se guisa, por no haber allí aceite; y sirven al mismo tiempo de mucho beneficio porque se comen las víboras que allí se crían, y las acaban.

Si las Misiones venden sus efectos a la tropa, paga ésta con ropa útil, que sirve para vestir los indios; y por esta razón, si el Misionero es inteligente en las cosas del campo, y con su industria aumenta los bienes de la Misión, con mucha facilidad logra ver a aquellos indios vestidos, y la Misión abastecida de los utensilios pertenecientes a la tropa, pues todo cuanto se le suministra a ésta, otro tanto recibe en México en equivalente. Si los Misioneros logran algunos soldados hábiles en la labranza sin faltar a su obligación, tiene grandes ventajas el soldado porque ahorra el sueldo del Rey por asistirle en un todo a los Misioneros; y la Misión mucho alivio; porque ellos tienen más conocimiento de la tierra y de sus producciones.

Y no solamente hay estos efectos en las Misiones para venderse a la tropa, sino también pieles buenas de venados, berrendos, ciervos que sirven para calzones y casacos, y son muy finas y duraderas; también se hacen vaquetas para zapatos, sillas, etcétera, y todo esto se vende cuando llegan los barcos, y suelen dar ropa o tabaco para los indios.[17]

 

7.    Decadencia y fin de las Misiones dominicanas

 

La labor evangelizadora y humana de los dominicos en Baja California fue por demás ardua. Encontraron unas misiones deshechas, que restauraron; y, además, extendieron su labor a la parte norte de la península. Este esfuerzo fue mucho más lento que los anteriores, pero el propio fray Luis de Sales, dirigiéndose a un amigo, explica la razón. Los dominicos no actuaban independientemente de la corona española, sino que contaban con la ayuda que ésta les proporcionaba:

 

Últimamente Vuestra Merced me parece hará cierta reflexión de que, ¿cómo es que los padres expulsos [jesuitas] hicieron tantas conquistas, y nosotros en el espacio de diez y siete años sólo hemos verificado cuatro, con otra que va a verificarse luego? Respondo que el defecto no ha estado por parte de los Misioneros, pues éstos han instado incesantemente a la Superioridad para extender la religión cristiana. Los padres franciscanos estuvieron clamando por diez años, y no lograron más que la translación de un Pueblo llamado Santa María al paraje de Veli-katá, con el nombre de San Fernando. Los padres expulsos tenían la tropa y los jefes a su mando, y como eran fundaciones particulares, en logrando diez mil pesos fuertes de algún apasionado, verificaban la reducción y fundación de un pueblo. Pero nuestras fundaciones son del Rey, éste aporta mil pesos fuertes para verificarla, se registra el paraje, se avisa al Gobernador, éste al Virrey, se debe aumentar la tropa, los gastos del Real Erario se miran con delicadeza. Y así como hay tantos puntos que tocar, se frustran las intenciones de los Misioneros, y no se pueden socorrer los pobrecitos indios gentiles. Omito otros puntos delicados en la instrucción que se practicaba, en aquellos tiempos, como igualmente las disposiciones, los proyectos e intenciones de ciertos subalternos, que por sus fines particulares se oponen las pretensiones de los Misioneros.

Ya parece, Amigo mío, que estará Vuestra Merced cansado con tan repetidas molestias y cartas tan difusas. Vuestra Merced disimule el estilo; porque un Misionero en la frontera, ni tiene tiempo para el estudio, ni otro lenguaje ni conversación, que de mulas, caballos, trigo, etcétera.[18]

 

La guerra de Independencia, la mentalidad anticlerical del siglo xix, la situación interna de la Orden de Predicadores no sólo en México, sino en España y otras partes, llevó a la extinción de muchas obras en el curso del pasado siglo. De las cuatro provincias dominicas que hubo en México, hacia finales del siglo pasado sólo quedaba un dominico. En Baja California cada vez había menos misioneros. En 1846 uno de los pocos que quedaba en tierras de la península, pasó a la ciudad de Monterey, California, para trabajar con los colonos mexicanos y norteamericanos. Este padre se integró al grupo de dominicos venidos de la Provincia de Aragón, España, que habrían de fundar la Provincia del Santo Nombre de Jesús. La Orden, que parecía morir en unas regiones, comenzaba una nueva vida en otras.

Por el año de 1855 había en las misiones dominicas de Baja California sólo dos sacerdotes, en Santo Domingo y Santo Tomás. Entre los años de 1880 y 1890, fray William Demphlin, heroico misionero del oeste de Estado Unidos, hizo varias incursiones en el territorio de Baja California y dejó el último rastro de presencia dominicana en la península. Este mismo año de 1890 fueron formalmente clausuradas las misiones de Baja California. Los frailes de la Provincia del Santo Nombre de Jesús recogieron los documentos históricos (actas de bautismos y matrimonios, y otros documentos parroquiales) de las misiones, para guardarlos en el Archivo Provincial en Benecia, California. Estos documentos se hallan actualmente en el Archivo Histórico de esta Provincia, en el Convento de San Alberto Magno de Oakland.[19]

 

[…]

 

8.    La Provincia dominicana del Santo Nombre de Jesús

 

La Provincia del Santo Nombre de Jesús es una de las más jóvenes de la Orden y, también, una de las que tienen más vitalidad en nuestros días. En 1850 el maestro de la Orden, fray Jerónimo Gigi, concedió a los padres José Sadoc Alemany y Francisco Vaillarrasa, de la Provincia extinta de Aragón, permiso para fundar una nueva provincia en el oeste de los Estados Unidos. El primer convento con noviciado fue fundado en Monterey, California, el año de 1852. Los primeros frailes, entre los cuales había uno de las misiones de Baja California, vivieron tiempos difíciles de extrema pobreza, pero con gran celo formaron la primera comunidad dominicana. En 1854 este convento fue trasladado a Benecia, California, que era entonces la capital del estado.

Poco a poco, la nueva Provincia se fue estableciendo en las zonas metropolitanas del oeste: San Francisco (1864); Portland, Oregón (1894); Seattle, Washington (1908); Los Ángeles (1921) y Berkeley, California (1923). En 1931 se fundó el convento de formación (estudios de filosofía y teología) de San Alberto Magno en Oakland, cerca de la Universidad de California con sede en Berkeley.

La Provincia del Santo Nombre, que abarca los estados de California, Oregon, Washington, Utah, Idaho, Montana, Arizona, Nevada, Hawai y Alaska, tiene un apostolado muy variado: parroquias, escuela preparatoria, centros de pastoral universitaria y misiones en Alaska y México.

En 1963 la Provincia del Santo Nombre abrió de nuevo, bajo la responsabilidad de la Orden, una de las antiguas misiones de la Provincia de San Vicente de Chiapas y Guatemala, en el Ex-convento de San Jacinto de Ocosingo. En 1966 se estableció el Convento de Santo Tomás de Aquino en Berkeley, con el fin de incorporarse a la federación de facultades de teología, conocida como Graduate Theological Union, en la que colaboran varias facultades protestantes y católicas.

Entre los años de 1967 y 1971 la labor de la Provincia se extiende a varios centros universitarios: Eugene, Oregon; Tempe, Flagstaff y Tucson, Arizona; Riverside, California; y Anchorage, Alaska. En 1977 se abren casas en Phoenix, Arizona; y Ashland, Oregón. En el presente año: la Catedral de Reno, Nevada; y la parroquia del Rosario de Mexicali.

 

 

Bibliografía

 

·      Sales, Fray Luis de, o.p., Noticias de la Provincia de Californias, Madrid, Ediciones de José Porrúa Turanzos, 1960 [1794].

·      Zabala Abascal, Antonio, “Las misiones dominicanas, el turismo y la leyenda negra de Tijuana y de Baja California”, en Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, Vol. xcvi, México, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 1964.

 

 



[1] Doctor en Historia, Investigador Titular A, especializado en Historia Novohispana. Ha recibido la Medalla Alfonso Caso (2013).

[2] Los apuntes levantados por fray Santiago Rodríguez, o.p., archivista de la Provincia de Santiago y los de los presbíteros Saturnino García relativos a la parroquia de Nuestra Señora del Rosario de Mexicali, Martín de Porres Walsh y Carlos Dávalos.

[3] Fray Luis de Sales, O.P., Noticias de la Provincia de Californias, Madrid, Ediciones de José Porrúa Turanzos, 1960 [1794]; Antonio Zavala Abascal, “Las misiones dominicanas, el turismo y la leyenda negra de Tijuana y de Baja California”, en Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, Vol. xcvi, México, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 1964.

[4] Estos apuntes se publicaron en Mexicali, en el marco de la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, en 1979.

[5] Tomada de las Noticias de fray Luis de Sales.

[6] Ibíd., pp. 143-144.

[7] Ibíd., pp. 145-146.

[8] Zavala Abascal, art. cit., pp. 247-248.

[9] Apud Ibíd., p. 251.

[10] De Sales, op. cit., pp. 152-154.

[11] Ibíd., pp. 154-155. Cotejada con el original existente en el Archivo de Loreto.

[12] Ibíd., p. 161.

[13] Ibíd., p. 62.

[14] Ibíd., pp. 149-151.

[15]  Ibíd., pp. 146 y ss.

[16]  Ibídem.

[17] Ibíd., pp. 168-171.

[18] Ibíd., pp. 163-164.

[19] Aclaración importante: como este texto se compuso para ilustrar a la feligresía parroquial de Nuestra Señora del Rosario, erigida en Mexicali el 1º de enero de 1969 y confiada a los frailes dominicos, en pos de las huellas de la primera misión dominicana en territorio de la península bajacaliforniana, la que estuvo a cargo del segundo vicario general de las misiones de Baja California, fray Vicente Mora, O.P. y bajo el patrocinio de Nuestra Señora del Rosario (31 de julio de 1774), a la altura del paralelo 30, en el sitio de Viñaracó o Viñadacó, cerca de Vilicattá, hoy El Rosario], se suprimió la parte relacionada con aquella comunidad parroquial por no formar parte del contenido que se quiso resaltar en este artículo: la participación de los hijos de Santo Domingo en las misiones de la Baja California cuando esta forma parte del territorio de la diócesis de Guadalajara.



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