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La marca de la Cristiada

Juan José Doñán[1]

 

Las huellas de la persecución religiosa en México

que marcaron la primera parte de la vida

del supremo escritor jalisciense Juan Rulfo

impregnan toda su breve pero esencial producción bibliográfica.

Ese argumento desata el discurso que a continuación sigue,

a propósito de quien cursó los estudios humanísticos

en el Seminario Conciliar de Guadalajara

en el peor momento para ello.[2]

 

 

[Exordio]

 

Si hubo algún movimiento social en la historia de nuestro país que dejara una impronta imborrable en la vida de Juan Rulfo fue la Guerra Cristera. Y esa remarcada huella aparece también en su obra literaria. Cuando el conflicto Iglesia-Estado en México (1926-1929) comenzó a tomar forma, a raíz de la entrada en vigor de la tristemente célebre Ley Calles (31 de julio de 1926), el futuro narrador era apenas un niño de nueve años que formaba parte de una familia de la burguesía rural del sur de Jalisco (una familia de hacendados); un niño que luego de haber quedado huérfano por el asesinato de su padre tres años antes (el 2 de junio de 1923) comenzó a ser criado, junto con sus hermanos (Severiano, Francisco y Eva), por la rama familiar más apegada a la Iglesia católica: la rama materna de los Vizcaíno Arias, a la cual se reintegró María Vizcaíno Arias, junto con sus cuatro hijos aun pequeños, tan pronto como quedó viuda por el asesinato de su esposo Juan Nepomuceno Pérez Rulfo.

A este respecto no deja de ser significativo el hecho de que los únicos estudios formales del niño, adolescente y finalmente jovencito Juan Pérez Vizcaíno (el pre Juan Rulfo) hayan tenido lugar en instituciones educativas de índole religiosa: el orfanato Luis Silva de Guadalajara y el Seminario Conciliar de Señor San José, en la misma capital jalisciense. Por todo lo anterior es muy explicable que hasta finales de 1934  –para entonces tenía ya 17 años y medio de edad y acababa de abandonar los estudios que eventualmente hubieran podido llevarlo a ejercer el ministerio religioso – sus sentimientos y afinidades político-religiosos no estuvieran muy distantes de aquella “íntima tristeza reaccionaria” de la que habla el poema “El retorno maléfico” de Ramón López Velarde. Y casi no podía haber sido de otra forma, pues Rulfo había crecido en un ambiente de compacto catolicismo, al igual que muchos de sus contemporáneos, incluidos hombres y también varias mujeres de letras de generaciones anteriores o posteriores a la suya como fue el caso de Agustín Yáñez y también de Rosario Castellanos, respectivamente,

Por ello, no fue obra de la casualidad que el niño Juan Pérez Vizcaíno haya conocido las primeras letras, de los seis a los nueve años de su edad, en la escuela anexa al templo del Señor de la Misericordia de Amula, en San Gabriel, Jalisco, escuela que era atendida por monjas josefinas a las cuales barrió la persecución religiosa durante la segunda mitad de los años veinte. Tampoco fue producto del azar que, en 1926, el perseguido cura de esa misma localidad del Llano Grande (Ireneo Monroy) haya dejado encargada su biblioteca en la casa donde, como ya quedó consignado, Rulfo vivía con su madre y sus hermanos desde el momento mismo en que el pater familia (Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, llamado cariñosamente “don Cheno”) había sido asesinado: la gran casona que la abuela materna (doña Tiburcia Arias Vargas, ya para entonces viuda de Vizcaíno) tenía a espaldas del céntrico templo de San Gabriel Arcángel.

Cuando tenía nueve años de edad Rulfo era un niño muy observador (“un típico niño ranchero”, como llegó a definirlo el historiador Luis González y González), alguien que pudo atestiguar no pocos de los estragos y efectos nefandos que la Cristiada había comenzado a dejar en la comarca del Llano Grande, empezando por San Gabriel, población que, como secuela de dicho conflicto, perdió durante seis largas décadas su nombre primigenio, luego de que a principios de los años treinta (en pleno Maximato) le fue impuesto el nombre de Ciudad Venustiano Carranza. Con esa novedad se encontró Rulfo cuando regresó a la querencia hacia finales de 1934, luego de haber abandonado sus estudios en el Seminario. El nombre oficial de esa postiza “Ciudad” se mantuvo hasta el 25 de junio de 1993, cuando, a petición popular, el Congreso de Jalisco convocó a la población a un plebiscito en el que los gabrielenses se manifestaron abrumadoramente a favor de que su pueblo pudiere recobrar el nombre con el que había sido fundado.

De algunos de esos efectos desastrosos y de otras muchas tropelías en el Llano Grande, cometidos por los dos bandos en pugna durante el conflicto Iglesia-Estado, fue testigo el propio niño Juan Pérez Vizcaíno, entre 1926 y 1927, justo antes de ser enviado por su madre (la ya mencionada María Vizcaíno Arias) y por su abuela (la también mencionada Tiburcia Arias Vargas) al internado Luis Silva de Guadalajara. Entrevistado por Elena Poniatowska muchos años después, Rulfo recordaba la zozobra en que vivía la población de San Gabriel en los inicios de la Guerra Cristera:

 

era zona de agitación y de revuelta, no se podía salir a la calle; nomás oía [yo] los balazos, y entraban los cristeros a cada rato, y entraban los federales a saquear, y luego entraban otra vez los cristeros a saquear; en fin, no había ninguna posibilidad de estar allí.[3]

 

Ya como estudiante en Guadalajara, Rulfo siguió sabiendo de ésos y otros males cada vez que regresaba a San Gabriel a pasar las vacaciones escolares. Es explicable que por influencia de la rama familiar materna, la visión inicial que el niño y luego jovencito tuvo del conflicto cristero fuera remarcadamente proclerical y antigobiernista, al igual que había llegado a ser, aunque en un grado mucho mayor, la visión del joven Agustín Yáñez (trece años más grande que él) en Guadalajara, pues para ese entonces Yáñez no sólo era ya un avanzado veinteañero que se había distinguido como una persona católica que tenía algo que una simple solidaridad con la Iglesia perseguida  –lo mismo que otros tantos tapatíos de la época –, sino como algo mucho más serio: como un combativo activista procristero, muy cercano a uno de los principales líderes del movimiento (Anacleto González Flores) y que, precisamente por ello, el joven Agustín Yáñez Delgadillo, pasante de Leyes, estuvo muy cerca de perder la vida el 1º de abril de 1927.

Los sucesos provocados por la Guerra Cristera durante los tempranos años de la vida de Rufo, quien por ese entonces pasó de la infancia a la adolescencia, dejarían una marca emocional en la vida del futuro escritor, una marca que acabaría manifestándose también en su novela y en algunos de sus cuentos, aun cuando años después, en el momento en que comenzó a darle forma a su obra literaria, tenía ya una visión mucho más equilibrada o menos parcial del conflicto, luego de haber sumado el punto de vista casi antitético de su otra rama familiar (los Pérez Rulfo, mucho más progobiernistas) y de haber recibido la necesaria dosis de laicismo, la cual no tuvo ni con los Vizcaíno Arias ni en el Colegio Luis Silva y muchos menos en el Seminario Conciliar de Señor San José.

Desde finales de los años veinte su tío paterno David Pérez Rulfo  –tiempo después este tío alcanzó el grado de coronel y sería protector del sobrino huérfano en la Ciudad de México – formó parte del destacamento militar que comandaba en Sayula el entonces coronel Manuel Ávila Camacho, que en plena Guerra Cristera había llegado a la zona con la encomienda de pacificar el sur de Jalisco y el norte de Colima. Hacia finales de 1935, ya con 18 años, Rulfo se traslada a la Ciudad de México, luego de que meses atrás abandonara sus estudios en el Seminario tapatío, y acaba recalando precisamente en la casa del mencionado tío protector (ya para entonces éste era el capitán David Pérez Rulfo) por el rumbo de Molino del Rey. Ese tío, que terminó por convertirse en padre sustituto, recurrió a la influencia de su jefe o superior militar (el mismo Manuel Ávila Camacho) a fin de poderle conseguir al sobrino un empleo en el gobierno. Ávila Camacho, que para el 26 de diciembre de 1935 ocupaba el cargo de subsecretario de Guerra y Marina y estaba muy lejos de imaginar que cinco años después estaría sentado en la silla presidencial, envía con esa fecha una carta a un alto funcionario de la Secretaría de Gobernación, recomendando a “al joven Juan Pérez Vizcaíno, elemento sin vicios, trabajador y de una conducta intachable, por quien me intereso”.[4] Los buenos oficios del tío protector surten efecto y semanas después el sobrino protegido se convierte en un modesto empleado de la Secretaría de Gobernación, luego de que el tío hubiera intentado previamente que el sobrino siguiera sus pasos, inscribiéndolo en el Colegio Militar, donde el futuro escritor permaneció escasos meses.

Muy pronto en ese ambiente burocrático, laico y con hasta con ribetes anticlericales, Rulfo comienza a tener una visión más completa del conflicto cristero. Quizá por ello decidió también ocultar (lo más probable es que haya sido por recomendación de su tío y no tanto por una convicción personal) su recientísima estancia en el Seminario de Guadalajara, a fin de que nadie lo identificara como un exseminarista en la jacobina Secretaría de Gobernación.

Al igual que Agustín Yáñez, quien algunos años antes había comenzado a trabajar para el gobierno (primero en Tepic, donde se desempeñó como jefe de Educación del Gobierno del Estado de Nayarit, y luego en la Ciudad de México, en la Secretaría de Hacienda), el joven Rulfo también se incorporó a la burocracia gubernamental y fue en ese ambiente que comenzó a tomar distancia de su pasado reciente de estudiante “mocho”, lo cual le había impedido, por principio de cuentas, que alguna dependencia escolar capitalina de nivel medio como la Escuela Nacional Preparatoria le pudiera revalidar oficialmente sus estudios cursados en el Seminario tapatío, y de este modo seguir una carrera profesional, ya fuese en la unam o en el Instituto Politécnico Nacional.

 

1.    Ficción cristera

 

Según Jean Meyer, quien por la intermediación del historiador Luis González y González pudo entrevistar a Juan Rulfo hacia mediados de los años sesenta, el movimiento cristero seguía muy vivo en el interés del escritor jalisciense, que ya para entonces llevaba pocos años como funcionario medio en el Instituto Nacional Indigenista. Tres décadas después, en una mesa redonda que el 9 de mayo de 1996 tuvo lugar en la Capilla Alfonsina, el mismo Meyer habló ante los asistentes de cómo durante la segunda mitad de los sesenta estuvo trabajando en lo que terminaría por ser un clásico de la historiografía mexicana (La Cristiada) y trajo a cuento aquel encuentro en un café de la entonces glorieta Chilpancingo (entre los límites de colonias Hipódromo Condesa y Roma Sur) con Juan Rulfo que, por lo que parece, pasaba por una etapa de recuperación alcohólica.

Y mientras bebía “litros de café con leche” y no paraba de fumar sus Delicados sin filtro, el escritor habló extensamente ante su entrevistado de aquella etapa cruenta  –y por entonces casi secreta – en la historia de nuestro país. En su testimonio cristero, Rulfo habría subrayado, entre otras cosas, la gran influencia femenina que hubo entre los varones que tomaron las armas contra las disposiciones callistas y contra el Ejército federal, pues, según el entrevistado, buena parte de los campesinos rebeldes habrían sido acicateados por sus madres o por sus esposas o por sus abuelas, y en muchísimos casos por todo ese poderoso gineceo, el cual habría sido determinante sobre todo entre los indecisos.

            Desde luego que una cosa es el punto de vista personal, o la opinión que un escritor pueda llegar a tener sobre determinado acontecimiento histórico y otra muy distinta la manera como ese mismo suceso termina siendo plasmado en la ficción literaria. Y en el caso de Rulfo esto es algo más que evidente. Por principio de cuentas el autor sabía que en el caso de la Cristiada los excesos se habían cometido, como el mismo lo consigna, desde los dos bandos en pugna, por lo que todo aquello lo llevó a una conclusión reprobatoria: había sido “una guerra tonta, tanto de un lado como de otro, del gobierno y del clero”,[5] máxime cuando, como ha apuntado Meyer, en el conflicto terminó prevaleciendo, en ambos lados, la opinión de los radicales y extremistas, quienes se impusieron a la postura de los moderados y partidarios de la negociación.

Y esta anomalía, remarca Meyer, se dio en ambos bandos, lo cual provocó que la guerra civil no pudiera evitarse, en la inteligencia de que en otra otras circunstancias, perfectamente se hubiera podido impedir que las desavenencias Iglesia-Estado escalaran hasta desembocar en un levantamiento armado que tuvo un alto costo para el país: muchas decenas de miles de muertos, una severa reducción en el crecimiento económico, hambre y enfermedades entre la población, así como encono y desajustes sociales de gran calado. Y para Rulfo casi todos los actores  –unos más, otros menos – pusieron de su parte para agravarlo.

En la ficción rulfiana de temática cristera no hay inocentes. Con todo y haber sido hasta el final de sus días un creyente católico y, por otro lado, no obstante que en su vida laboral predominaron los empleos gubernamentales, en el caso de la Cristiada nuestro autor no toma partido por ninguno de los dos bandos en pugna. A diferencia de la inmensa mayoría de novelistas y cuentistas tributarios de la Cristiada, Rulfo se distancia lo mismo de tirios que de troyanos, de tal suerte que sus breves incursiones en la narrativa cristera ni zozobran en un partidarismo lastrante ni se empantanan en la literatura de tesis ni menos aún en maniqueísmos de “buenos” contra “malos”. El yo literario (que no es lo mismo que el yo biográfico) en Rulfo no toma partido ni a favor ni en contra de ninguna de las partes confrontadas, de las cuales muy brechtianamente se distancia, a fin centrarse y concentrarse en el drama humano o en la indefinición moral de tal o cual suceso.

Es muy probable que cuando a principios de los años cincuenta Rulfo comenzó a darle forma a esa pequeña pieza maestra llamada “La noche que lo dejaron solo”, ya hubiese leído no pocas de las novelas cristeras, así como muchos de los cuentos de esa misma temática y también es muy explicable que se haya decepcionado de la mayoría de aquellas obras por su bajo vuelo literario, obras que habían venido apareciendo desde comienzos de los años treinta.

Igualmente probable es que, luego de la lectura de aquellos relatos, nuestro autor haya llegado muy pronto a una conclusión muy poco favorable: que, salvo contadas excepciones, en esas historias (lo mismo las procristeras que las anticristeras) sus autores no se cuidaban por disimular su talante ideológico sino que, por el contrario, en la mayoría de casos hasta presumían ostentosamente ese talante propagandístico, con el que buscaban justificar la actuación de uno u otro de los bandos en pugna, al tiempo que se proponían desacreditar, mofarse y hasta ridiculizar al adversario. (Sa sabe, sin embargo, que entre las pocas narraciones de temática cristera que Rulfo llegó a valorar aparecía Rescoldo, de Antonio Estrada, una suerte de novela casi sin ficción y en la que su autor, en realidad un huérfano cristero, rememora los últimos días en la vida y la lucha desesperada de su padre, el coronel Florencio Castillo, quien murió en combate en la sierra de Durango.)

 

2.    Entre cínicos y antihéroes

 

El primer mérito de la narrativa rulfiana de temática cristera consiste en haber podido apartarse de tan empobrecedores antecedentes literarios, a fin de abordar el conflicto desde el escepticismo, lo cual permite al autor presentar una pequeña galería de tipos humanos no precisamente de presumir y entre los que destacan seres abusivos, logreros, cínicos, falsos mártires y héroes fallidos. Tales especímenes humanos aparecen de forma episódica en Pedro Páramo y en el cuento “Anacleto Morones”, y de un modo franco y central en el ya mencionado relato “La noche que lo dejaron solo”.

Otra característica es que en ningún momento el narrador o el yo literario de esas narraciones manifiesta algún signo de simpatía o de reprobación por los sucesos o por los personajes en pugna que figuran en ellas. Ese “yo literario” no juzga (ni condena ni absuelve) a nadie ni a nada, pues se limita, cuando así se requiere, a hacer la composición del lugar y a ir presentando a los personajes, quienes “por su propia cuenta” expresan su parecer sobre la circunstancia en la que se encuentran inmersos, y a ello responden también sus acciones.

Aun con el atenuante de que puede no ser demasiado consciente de sus actos debido a su minoría de edad, o a que tales actos responden sobre todo a la voluntad procristera de sus mayores y al entorno social que lo rodea, se podría decir que el “muchachito” Feliciano Ruelas del cuento “La noche que lo dejaron solo” es el único cristero positivo en la narrativa rulfiana, algo que no se podría decir del padre Rentería, quien se alza tardíamente y al que sólo conocemos en su etapa precristera, cuando nunca pasa de ser un hombre blandengue que, con un masoquismo extremo, acepta todo tipo agravios y humillaciones de parte de Pedro y Miguel Páramo. A diferencia de sus antagonistas (los militares del mencionado cuento), Feliciano Ruelas sí parece creer en una causa (en su caso en la causa cristera) y el único momento en que flaquea, luego de llevar dos días sin dormir, es precisamente cuando lo vence el sueño (circunstancia que, de forma paradójica, le termina salvando la vida); por el cansancio y el sueño, y no porque le falte entereza o carácter y mucho menos porque tenga alguna duda de su proyecto inmediato de vida. Según el dictamen de uno de los soldados que están esperando al retrasado Feliciano para ahorcarlo, algo que acababan de hacer con sus tíos Tanis y Librado, “muchachito y todo, [Feliciano] fue el que le tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó a su gente”.[6]

            Otro “cristero” rulfiano es el Tilcuate, uno de los mercenarios que Pedro Páramo tiene a sueldo, y quien en realidad no pasa de ser un vulgar oportunista, en este caso un cristero postizo de última hora. El Tilcuate tiene un diálogo en distintos tiempos con su patrón, en el que le da cuenta a sus jefes de los actos de armas en que él y su gavilla han estado metidos desde hace años, primero como combatientes acomodaticios en las distintas facciones de la Revolución Mexicana y, posteriormente, ya en plena Guerra Cristera, tratando de pescar en río revuelto. Con ello ese cínico mercenario termina haciendo una caricatura de la lealtad hacia una causa política:

 

             –Ahora somos carrancistas

             –Está bien.

             –Andamos con mi general Obregón.

             –Está bien.

             –Allá se ha hecho la paz. Andamos sueltos.

             –Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar mucho.

             –Se ha levantado en armas el padre Rentería. ¿Nos levantamos con él o contra él?

             –Eso ni se discute. Ponte del lado del gobierno.

             –Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes.

             –Entonces vete a descansar.

             – ¿Con el vuelo que llevo?

             –Haz lo que quieras, entonces.

             –Me iré a reforzar al padrecito. Me gusta como gritan. Además lleva uno ganada la salvación.

             –Haz lo que quieras.[7]

 

Un cinismo nada menor, aparte de una grosera falta de respeto por la vida humana, es el que exhiben los soldados federales que están esperando al mencionado Feliciano Ruelas para ahorcarlo: “Mi mayor dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes”.[8]

Como dato al margen, no está demás decir que en la obra de Rulfo no figura ningún combatiente anticristero positivo.

            Otra referencia episódica a la Cristiada es la que aparece en el cuento “Anacleto Morones” cuando el personaje-narrador (Lucas Lucatero) les cuenta a las congregantes de Amula (el grupo de mujeres que están promoviendo la canonización de un vivales llamado Anacleto Morones, quien como buen charlatán y dotado embaucador había sabido aprovecharse de la ignorancia, la credulidad y las supersticiones de la gente) los muchos años que lleva sin haberse confesado:

 

¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por adelantado.[9]

 

Ésta es la galería de cristeros y anticresteros en el mundo rulfiano, aun cuando no ha faltado quien haya querido ver en el profesor-narrador de “Luvina” a un emisario del gobierno anticristero (de los gobiernos revolucionarios y presuntamente desfanatizadores), mentor que fracasa ante una comunidad cerrada, atávica y presuntamente procristera (la de San Juan Luvina). Sin embargo, los habitantes de ese pueblo “purgatorio” (de mujeres, ancianos y niños), a donde los varones adultos sólo regresan una vez al año, según se puede desprender del relato del propio profesor, en ningún momento mostraron alguna actitud hostil y menos aún persecutoria en contra suya y menos aún de su familia. Lo mayor “hostilidad” que esos fuereños llegaron a tener por parte de los lugareños fue algo que muy pronto pasó de la desconfianza y el recelo del principio a una indiferencia casi permanente en los quince años que vivieron en Luvina. Por ello, no pasa de ser una sobreinterpretación la sugerencia de Evodio Escalante,[10] compartida por Ángel Arias,[11] de que en “Luvina” estaría latente la presencia de la Segunda Cristiada o Rescoldo, movimiento que surgió a principio de los años treinta, a raíz de la implantación oficial de la “educación socialista” y entre cuyas víctimas inocentes hubo, en efecto, profesores y profesoras, a quienes se llegó a ver como “agentes del gobierno”. En varias poblaciones del centro y el occidente del país se reportaron casos de docentes que sufrieron la mutilación de una oreja o de ambas, actos perpetrados por grupos de fanáticos antigubernamentales.

 

3.    La maldición de la humanidad

 

No son pocas las personas de letras, artes e ideas que han encontrado cierta similitud en la forma en que Juan Rulfo y José Clemente Orozco abordan y representan a nuestro país, ambos con una visión sombría, escéptica, pesimista y hasta desesperanzadora del pueblo mexicano. Esa similitud entre el pintor y el narrador la advirtieron lo mismo Arreola que Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo. El primero de ellos dice que

 

Rulfo hizo, como Orozco, una estampa trágica y atroz del pueblo de México. Parece real, y es tan curiosamente artística y deforme. Los que somos de donde proceden sus historias y personajes, vemos que todo se ha vuelto magnífico, poético y monstruoso.[12]

 

En efecto, no son pocos ni de menor relevancia los elementos comunes que se pueden encontrar en la obra pictórica de uno y en la novela y los cuentos del otro. Uno de esos componentes sería la ironía, la ironía que tal vez sea la forma más filosa de la inteligencia oblicua y la cual le sirve a Rulfo como el instrumento ideal para tomar distancia crítica de hechos y situaciones que en algún momento pudieran resultar comprometedores para la independencia de criterio del autor. En este aspecto el escritor jalisciense procede de la misma manera que su paisano pintor. Lejos de comulgar con la prédica de las “grandes causas nacionales”, o de sumarse a la epopeya mexicana promovida desde las grandes esferas del gobierno, o de exaltar un pretendido destino de grandeza del pueblo mexicano, ambos (el muralista y el escritor) desconfían tantos de presuntos redentores populares como de los hombres del poder, así procedan del gobierno, de los partidos políticos, de las iglesias, del capital, de la milicia, de la intelectualidad, de los medios de comunicación, de gremios sindicales, etcétera.

Otro elemento en común entre Rulfo y Orozco es el rencor que escuece a muchos de los personajes del primero y el cual se reconoce igualmente en el universo pictórico del segundo. A este propósito, el mismo Arreola señaló que Rulfo “fue, también, un administrador fabuloso del rencor popular. El rencor que sienten sus personajes está tratado de una manera excelente”.[13]

Tal vez por el talante anarquista de su autor (otra afinidad más con Orozco) en el mundo rulfiano no tiene cabida, de no ser como sarcasmo, la idea que presenta al poder como algo que puede servir para hacer el bien o, como lo plantea Ernst Cassirer, como un medio para liberar al ser humano. Por el contrario, en Rulfo el poder es sobre todo un instrumento de sojuzgamiento o de abuso, una suerte de atavismo malsano que lleva a unos cuantos seres humanos a amargarles la vida a los demás. En uno de sus aforismos, E. M. Cioran definió al poder como “la maldición de la humanidad”. Una convicción igualmente pesimista se puede hallar en la obra narrativa de Rulfo, donde la Guerra Cristera sólo sería un capítulo más de nuestro fracaso como país.

 



[1] Escritor y periodista jalisciense, maestro en letras y docente, con una larga experiencia en la crónica y al ensayo.

[2] El texto que sigue forma parte de los diez textos que integran el libro Rulfomanía, en proceso de publicación.

[3] Elena Poniatowska, “¡Ay vida, no me mereces! Juan Rulfo, tú pon cara de disimulo”, en Juan Rulfo. Homenaje Nacional, varios autores, inba/sep, México, 1980, p. 52.

[4] Antonio Alatorre, “Cuitas del joven Rulfo, burócrata”, revista Umbral, núm. 2, Secretaría de Cultura de Jalisco, primavera de 1992, p. 60.

[5] Ibídem, p. 54.

[6] Juan Rulfo, Obras, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p.101.

[7] Ib., p. 248.

[8] Ib., p.101.

[9] Ib., p.138.

[10] Evodio Escalante, “Texto histórico y texto social en la obra de Rulfo”, en Toda la obra, Juan Rulfo, Archivos de la unesco, México, 1992, pp. 568-569.

[11] Ángel Arias, Entre la cruz y la sospecha. Los cristeros de Revueltas, Yáñez y Rulfo, Iberoamericana/Vervuert, Madrid, 2005, pp. 181-185.

[12] Fernando del Paso, Memoria y olvido. Vida y obra de Juan José Arreola (1920-1947), Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1994, p. 163.

[13] Ib.





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