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El presbítero y científico José María Arreola

visto por su sobrino Juan José

 

Juan José Arreola[1]

 

El sesquicentenario del natalicio del presbítero y científico José María Arreola

abre la oportunidad de recordar a quien fue, por muchos motivos,

un personaje del todo singular para la Iglesia en Guadalajara

y para el ambiente intelectual, científico y universitario

en la primera mitad del siglo pasado.[2]

 

 

Advertencia del editor

Como los párrafos que siguen los dictó de corrido su autor a Fernando del Paso, apoyándose nada más en su prodigiosa memoria, lo que aquí se diga no ha de interpretarse como un ensayo histórico, pero tampoco meramente literario. Es la síntesis de los recuerdos de un narrador de elevadísimos quilates y excepcional talento, cuyas afirmaciones, pasadas por la criba del registro de datos duros, se pueden enmendar. No así, en cambio, la frescura con la que evoca la historia oral que dejó en la familia Arreola su pariente clérigo y científico.

 

Nosotros tenemos un antecedente legendario tanto por parte de padre como de madre. Cuando digo nosotros, me refiero a mis hermanos y hermanas. Fuimos catorce. Yo fui el cuarto. El lote que duró más tiempo fue de doce, seis hermanos y seis hermanas, hijos de Felipe Arreola Mendoza y de Victoria Zúñiga de Arreola. Desde que yo era niño, oía historias extraordinarias sobre nuestros antecesores, porque nuestra familia no existía en Zapotlán en el siglo xviii. Fue hasta el xix que se instaló en el pueblo, y demostró ser una familia de miembros longevos.

El padre de mi abuelo se llamaba Juan Arriola, así con i. Fue munícipe por mucho tiempo, y se conservan todavía cuarenta y dos cartas de puño y letra de don Juan de Arriola. Porque a veces le daba por el de, como a Juan del Rulfo que fue su contemporáneo, antecesor de Juan, y también munícipe. Juan Arriola, o Arreola, tenía un hermano menor, que se llamaba Francisco. Y según parece, ambos llegaron en el xviii a Mazatlán. O sea, llegaron a México no por el Atlántico, por Veracruz, sino por el Pacifico.

Francisco se fue después a vivir a la ciudad homónima de San Francisco California, y de él se supo poca cosa, salvo que nunca se casó ni tuvo hijos, y que hizo una gran fortuna, la cual a su muerte estaba depositada en un banco de San Francisco. El banco se comunicó muchas veces con mi familia, y hubo personas que se ofrecieron como gestores, porque no dejó herederos, y en su cuenta había cincuenta mil dólares, una cantidad enorme para esos tiempos, y era necesario que se identificaran los familiares más cercanos para entregarles el dinero. Y nadie lo rescató. Supongo que algún día la cuestión prescribió y los cincuenta mil dólares se perdieron. Todavía hace cincuenta años personas del propio banco de San Francisco visitaron Zapotlán, pero nadie, en la familia, movió un dedo. Un licenciado nos decía: “Señores, denme ustedes un poder, autorícenme para hacer la gestión. Esa fortuna existe y es muy grande... Aún vivía mi padre y desde luego mi primo, hijo del hermano mayor. Supongo que el hermano mayor de mi padre hubiera sido el beneficiario directo. Pero no se hizo nada.

Dejemos a Francisco y quedémonos con Juan, abuelo, como decía, de mi padre. Juan de Arreola –no sé en qué momento la i pasó a ser e– dejó una familia en Mazatlán, la abandonó, no se sabe en qué condiciones ni a causa de qué. Lo más curioso de todo es que los dos hermanos, cuando estaban en Mazatlán, decían apellidarse Abad, no Arreola, de modo que los descendientes que dejó en Mazatlán mi bisabuelo, y que llegué a conocer –cuando menos a algunos que nos visitaron en Zapotlán– todos se llamaban Abad. No sé si tomaron después el apellido de la madre, el caso es que se les conocía indistintamente como los Arreola-Abad y los Abad-Arreola. Mi padre tendría unos seis u ocho años cuando murió mi abuelo Salvador. Otro de sus hijos del mismo nombre era carpintero, así que la familia decayó social y económicamente. Lo que más hacía eran cajas de muerto, muchas a la medida. Otras estaban ya hechas y existía la superstición de que cuando alguna caja crujía, era porque en ese momento alguien acababa de morir. Los cajones para adultos los pintaban de negro o de color nogal. Los blancos eran para personas solteras, vírgenes y niños. Los tiempos eran tan duros –los pobres a veces no enterraban a sus muertos en cajas, sino envueltos en petates liados con soga de lechuguilla– que mi abuelo tenía que abandonar la carpintería para irse a trabajar al campo, de jornalero, por dos reales diarios, que eran como veinticinco centavos de entonces.

Pero don Salvador tuvo la fortuna de casarse con una mujer maravillosa, doña Laurita, verdaderamente ejemplar, que supo ver por sus hijos y por su propio marido, porque el abuelo solía descuidarse un poco y beber a veces con los amigos. Pero, por esos milagros que hay, le salieron dos hijos sacerdotes, José María y Librado. Felipe, mi padre, fue el menor, y por su parte se casó con una muchacha bien, Victoria Zúñiga. Me decían que a veces los familiares de mi madre se burlaban de Felipe, le decían: “nosotros de chicos tomábamos chocolate, mientras que a ustedes les daban cola de carpintero, el agua-cola, a la que le ponían un poco de panocha, de miel o de azúcar, y ése era su chocolate”.

La familia por parte de mi padre fue, pues, modesta siempre, hasta entonces, pero habían conservado al menos, desde los tiempos de Juan de Arreola, una buena casa. Mejoró más todavía cuando los hermanos se hicieron sacerdotes. La familia pasó así, como la de Montaigne, a pertenecer a la nobleza de toga. Los dos fueron alumnos muy distinguidos en el seminario[3], y luego profesores del mismo seminario. José María, a los veinte años de edad, había ya formado en Zapotlán el primer observatorio astronómico de todo Jalisco, y daba clases de física, de astronomía y, según creo, también de historia. Los dos se ordenaron de sacerdotes el mismo día y su padrino de ordenación fue un condiscípulo que había cantado misa uno o dos años antes que ellos, Pascual Díaz,[4] que fue después canónigo, luego obispo y finalmente Arzobispo de México, el mismo que años después, con Portes Gil, le diera solución a la revolución cristera. Por haber sido tan amigos, siempre se hablaron con don Pascual de tú, y nunca olvidaron el apodo que le habían puesto en el seminario. Tanto que durante la revolución cristera de pronto mi tío decía a media comida: “Bueno, y a todo esto, después de lo que ha dicho Calles, ¿qué opina la Rata? Y mi tía Cuca se escandalizaba: “Pero por Dios, Librado, es el Arzobispo de México”. “Pues para mí siempre será la Rata”, contestaba Librado.

Por supuesto mis dos tíos tenían un cierto orgullo por haber sido condiscípulos del Arzobispo de México, pero eran personas tan seguras en sí mismas, tan completamente dueñas de su ser, que nunca recurrieron a él. Fueron también muy amigos de otro personaje, éste de la revolución cristera, muy importante, don Francisco Orozco y Jiménez, Arzobispo de Guadalajara. En momentos en que Orozco y Jiménez había ya asumido este arzobispado, fue cuando ocurrió el drama de la separación de la Iglesia de mi tío José María. Eso pasó en 1914. Lo último que hizo como sacerdote fue bautizar a mi hermano mayor.

José María Arreola dejó la Iglesia por causa de discrepancias graves de orden teológico y jerárquico.[5] El nudo gordiano de la cuestión fue el culto a la Virgen de Guadalupe, porque mi tío tuvo en sus manos el ayate de Juan Diego. Era mi tío, como he dicho, un hombre de ciencia muy respetado. Para ese tiempo ya trabajaba con don Manuel Gamio, el que emprendió la teotihuacánida. Fue uno de los ayudantes de Gamio, que colaboró en la exploración de las ruinas y en la catalogación de los tesoros de Teotihuacán. Me viene a la memoria que también mi tío estaba relacionado con un famosísimo personaje de la historia de México, que tuvo mucho que ver con Maximiliano, monseñor Labastida y Dávalos, compadre de don Joaquín García Icazbalceta, y cuyo nombre completo era tan largo: don Pelagio Antonio de Labastida Rodríguez de la Cuesta, o algo por el estilo, que cuando lo anunciaron ante el Papa en el Vaticano, el pontífice dijo: “Que pase uno primero y el otro después”.

Mi tío José María, seguidor de fray Servando Teresa de Mier, se había relacionado con sacerdotes ilustrados que tenían una devoción particular, escondida, por figuras como Hidalgo y Morelos, a los que en esa época todavía se les seguía juzgando casi como heresiarcas. Era, pues, un hombre liberal que incluso leía libros fuera del orden eclesiástico, con licencia o sin ella. Tuvo en sus manos, como dije, el ayate de Juan Diego, para su examen, y naturalmente no pudo aceptar que la pintura de la guadalupana fuera un milagro, y que se hubiera elaborado con elementos, con sustancias que no existían en esta tierra, con elementos celestes. Este acto de rebeldía no fue el único de su vida como sacerdote. Más de una vez lo castigaron enviándolo a lugares inaccesibles, como La Yesca, un lugar perdido entre Jalisco y Zacatecas.

Las presiones aumentaron, y querían que mi tío firmara un documento en el que aceptaba el origen milagroso de la pintura del ayate. Entonces dijo: “Yo hasta aquí llegué”.

Todo había comenzado con una especie de plebiscito sacerdotal destinado a consagrar a la Virgen de Guadalupe y hacer la petición en tal sentido al papado, cosa que se había ya hecho una o dos veces antes. En otras palabras, se pedía que se le concediera la categoría de culto autorizado a la Virgen, cuyas apariciones habían estado cuestionadas en particular en el siglo xviii, pero también en el xix.

Entonces el Vaticano le pide a Labastida y Dávalos la documentación histórica que pueda conseguir, y a monseñor se le ocurre llamara a su compadre García Icazbalceta, para que lo ayudara en la tarea. García Icazbalceta, que ya había investigado al respecto, le presenta una larga memoria erudita, que abarcaba desde los tiempos de la Conquista, y en la cual, y con gran dolor en el alma, afirma la falsedad de las apariciones. El Vaticano ignoró la opinión del sabio mexicano, y mi tío se separó la Iglesia. Otro miembro distinguido lo hizo también, el que entonces era el Obispo de Coahuila.

Algo interesante que no hay que olvidar es que las apariciones no son artículo de fe. O sea, la Iglesia no obliga a nadie a creer en la Virgen de Guadalupe o de cualquier otra. Hay muchas personas en Francia, muy católicas, que no creen en la Virgen de Lourdes, por ejemplo. Es en el Credo y en lo que es dogma en lo que es obligatorio creer.

Considero oportuno afirmar que yo soy un cristiano católico porque nací en ese mundo, el del cristianismo y el catolicismo, y en él quiero morir. Me defino como un occidental, porque soy heredero de las culturas occidentales que se reúnen en el crisol de Europa. Sin olvidar todas esas corrientes que se desprenden desde la manga de Tartaria y Siberia, para desembocar en la parte norte de Europa y continuar hacia el centro, hacia ese cedazo gigantesco que es Hungría. Finalmente esas corrientes van a dar a España, la cual se nutre, por otra vía, del Lejano y del Cercano Oriente, de los persas, de la India, de Egipto y desde luego del mundo árabe. Yo me siento un producto ínfimo y remoto, pero producto al fin, de ese magnífico crisol. Y me someto.

Me someto como se sometió mi tío Librado, que sin desconocer las razones de su hermano José María, vivió hasta el fin de su vida en una difícil, a veces dificilísima sumisión a la Iglesia, pero completa, total. Bien decía Claudel: “¿Para qué sufrir si es tan fácil obedecer?” “Yo me he dado cuenta –decía Librado– de que me ha sido dada la posibilidad de hacer el bien”. Y a eso se dedicó, en efecto, a hacer el bien, y fue un sacerdote muy querido en Zapotlán y desde luego en Tamazula, de la que fue cura treinta y dos años.

Era muy generoso y siempre que podía regalaba medicinas, alimento y dinero a quienes más lo necesitaban. Cuando murió, el pueblo entero acudió a su entierro en Guadalajara. José María, por su parte, dijo: “Yo también puedo hacer el bien, pero en la Universidad de Guadalajara”, y así fue; se dedicó por el resto de sus días a la enseñanza, y se conservó célibe.

A José María se le atribuyó durante un tiempo una hija, pero nunca se pudo comprobar nada.

Con estos dos sacerdotes, como decía, la familia subió en la escala social, y mi padre vivió una vida de señorito, o casi, y ya en 1900 pudo viajar a México, en un viaje en el que recordó todos los detalles. Otra cosa significativa es que fue condiscípulo en el seminario del primer cardenal que hubo en México, otro personaje jalisciense, José Garibi Rivera. De modo que no era raro recibir la visita en casa de Garibi o de monseñor Orozco y Jiménez. Lo que no sucedió, en cambio, con don Pascual, acaparado por el gran problema de la revolución cristera.

De hecho, otros obispos y jerarcas eclesiásticos mexicanos nunca le perdonaron a don Pascual que hubiera, según ellos, comprometido a la revolución cristera. Pero lo que sucede es que él se dio cuenta que esa guerra no tenía sentido, no tenía ni pies ni cabeza, y se cometían toda clase de atrocidades terribles, secuestros, asesinatos, incendios, torturas, por parte de ambos lados. Coincidió con esta opinión el presidente Portes Gil, que se hizo entonces famoso con su bombardeo de comestibles y ropas y mensajes en los que ofreció la libertad a todos aquellos cristeros que depusieran las armas y obedecieran al Arzobispo. Siendo pues un pacificador, a don Pascual la Iglesia le ha guardado cierta distancia.

Decía que, al subir de nivel de vida la familia, así como en la estima social, mi padre Felipe y su hermano Esteban se convierten en señoritos, en hombres de corbata y moño y camisas de céfiro. Y ahora que digo céfiro pienso que habrá que dedicarle un capítulo a las telas. También fui vendedor de telas.

            Pero antes de pasar a otra cosa, en lo que respecta al origen de la familia debo señalar que, aunque mis dos apellidos son ambos de origen vascongado, Arreola y Zúñiga, el que debía corresponderme, Abad –que viene de abba, padre en arameo–, quizás lo relegó mi bisabuelo a segundo lugar en un intento de borrar una última fama de converso.



[1] Juan José Arreola Zúñiga (Zapotlán el Grande, 1918 - Guadalajara, 2001), escritor, académico y editor mexicano, dio a la luz las colecciones de cuentos Varia invención (1949), Confabulario (1952), Palindroma (1971) y Bestiario (1972) y una sola novela, La Feria (1963). Fue condecorado con los premios Jalisco, Xavier Villaurrutia, Nacional de Letras, Juan Rulfo, Alfonso Reyes y Ramón López Velarde.

[2] El texto se toma de la obra Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1929-1947) contada a Fernando del Paso, México, Conaculta, 1994, pp. 20-24.

[3] El Seminario Conciliar de Zapotlán el Grande, auxiliar del de Guadalajara, se fundó el 19 de noviembre de 1868, al tiempo que se inauguraba el episcopado de don Pedro Loza y Pardavé [N. del E.].

[4] El dato es inexacto. Los hermanos Arreola se ordenaron presbíteros en 1893 y don Pascual Díaz Barreto hasta 1899, en una ceremonia que presidió, el 17 de septiembre de 1899, en el templo de Santa Teresa de Guadalajara, el obispo de Colima, don Atenógenes Silva.

[5] Esta información, contrastada con los documentos del expediente vita et moribus de don José María, deben ponderarse, tarea que desarrollará su biógrafo, el físico Juan Nepote González, para las páginas de este Boletín, por la que nos enteramos del desvalimiento que sufrió don José María a la muerte de su protector, del Deán de la Catedral, don Antonio Gordillo, que le había librado de las observaciones –ponderadas y no gratuitas– del Prefecto General del Seminario, don Miguel M. de la Mora –compañero, él sí, de ordenación, de don Pascual Díaz Barreto–, que le veía más dotes para consagrarse a la ciencia que al ministerio ordenado.





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