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El Alabado de Amacueca
Se rescata aquí una de las muchas versiones –la de Amacueca, Jalisco–, del canto sacro popular más arraigado en lo que fue la Nueva Galicia hasta principios del siglo pasado.
Palabras preliminares
Desde el principio de la evangelización del Nuevo Mundo, en el siglo xvi, la educación en la fe cristiana impulsada por los misioneros de las órdenes mendicantes y luego por los jesuitas, fusionó de modo exitoso la danza, la música y el canto a la religiosidad popular y a la indocristiana. Aprovechándose de ello, un siglo más tarde, el Fraile de los Pies Alados, Fray Antonio Margil de Jesús, o.f.m. (Valencia, 1657 - México, 1726), fundador de los Colegios Apostólicos de Propaganda Fide de Querétaro, Guatemala y Zacatecas y que hoy ostenta el título de Venerable, se apropió (hay quienes dicen que lo compuso) de un canto de índole penitencial, el Alabado, y lo fue sembrando en sus correrías con tanto éxito que gracias al camino de Tierra Adentro se arraigó éste incluso hasta Nuevo México, donde todavía se usaba a mediados del siglo xx.[1] Este canto, junto con el rezo del Rosario, mantuvieron la sensibilidad que aún conoció en su niñez el autor de El llano en llamas, según lo cuenta en uno de sus más intensos relatos: “Entramos a Talpa cantando el Alabado”. La música y la letra del Alabado pueden tener muchos matices, no su hilo conductor: ser un canto penitencial –de armonía y compás dolientes– en recuerdo de los méritos de la Pasión de Jesús y el fruto que de ella deriva. Una circunstancia fortuita hace posible que una de esas versiones rescatada de un manuscrito[2] proveniente de una cabecera municipal al sur de Jalisco que hasta 1812 tuvo la categoría de Pueblo de Indios y nada distante de la patria chica de Juan Rulfo, se ofrezca ahora en letras de molde. No teniendo datos de su tonada propia, se agrega aquí una de ellas aclarando que no fue la suya.[3]
Invitatorio
Alabadas sean las horas en que Cristo padeció por librarnos del pecado. ¡Bendita sea su pasión!
Estrofas
Jueves Santo, media noche recibió cruel bofetada al hablar de su doctrina cuando Anás le interrogaba.
De Anás a Caifás le llevan en esa noche nefanda a fin de que allí padezca el Redentor de las almas.
Allí sufre mil tormentos en el patio de la casa, allí le niega San Pedro antes que el gallo cantara.
Muy de madrugada el viernes llevaron a mi Jesús ante Pilatos pidiendo muerte afrentosa de Cruz
Sentencióle el juez inicuo a ser vilmente azotado; después, entre ladrones, a morir crucificado.
Cinco mil y más azotes han desgarrado su espaldas y agudísimas espinas sus sacras sienes taladran.
No obstante aquellos dolores sufriendo congojas tantas le cargan sobre los hombros una cruz larga y pesada.
Lleno de gozo la acepta el Salvador de los hombres, y presuroso al Calvario marcha entre dos malhechores.
En el camino tropieza frecuentes veces cayendo, siendo a golpes levantado cual si fuera vil jumento.
Llena de dolor y angustia la Virgen pura, entre tanto, de la Amargura en la calle contempla a su Hijo adorado.
El Hijo mira a la Madre bañada en copioso llanto… y sin poder consolarle sigue camino al Calvario
Llega Jesús a la cumbre de ese monte sacrosanto, manos y pies le taladran con gruesos y agudos clavos.
En la Cruz queda fijado nuestro amante Redentor, allí derrama su sangre por el pobre pecador;
bendita la que del pecho por último el resto sale a fundar los sacramentos para que todos se salven.
Alabemos y ensalcemos al santo árbol de la Cruz donde fue crucificado nuestro Cordero Jesús.
Si mi culpa fue la causa de que mi Dios y Señor pasara tantos martirios, hasta que en la Cruz murió,
Por los méritos sagrados de su bendita Pasión que a mí me cubran, Dios mío, las cortinas de tu amor. [1] Los mexicanos que residían en Nuevo México, Arizona, Arkansas, Tejas, Luisiana y California, incorporados a la Unión Americana a partir de 1849, al calor del despojo que esta nación consumó contra sus débiles vecinos del sur, se quedaron desvinculados de la atención pastoral de las diócesis fronterizas de entonces: Durango, Monterrey y Sonora, viéndose en la necesidad de afianzar entre ellos la religiosidad popular y especialmente los cantos, de lo que dan fe los estudios emprendidos por Aurelio M. Espinosa “Romances españoles tradicionales que cantan y recitan los indios de los pueblos de Nuevo Méjico”, para el Boletín de la Biblioteca de Menéndez y Pelayo, xiv (abril-junio de 1932), 104–6; y Juan Bautista Rael, The New Mexican Alabado, que se publicó en 1951 bajo el signo de la Stanford University Press Library. [2] El manuscrito perteneció a don José María Velasco (1930-2011), del clero de Guadalajara. Ahora está en proceso de restauración y clasificación en la Biblioteca de la Casa central del Seminario Conciliar de Guadalajara. Los únicos datos distintos a su contenido están en el forro, donde se lee lo siguiente: “Cuaderno de alabanzas. Amacueca, noviembre 20 de 1946. C. M.”. [3] Esta versión la proporcionó la señora Bartola Herrera Bañuelos (1914-1995). La trascribió a notas musicales el profesor Juan Ángel Morelos Romero para este Boletín (2020). |