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Un busto, un rostro, una figura: fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, por Manuel Vilar
Jaime Cuadriello[1]
La presencia protagónica que tuvo en Guadalajara el prior del convento del Carmen en los primeros años del estado de Jalisco hacen de él una figura clave para entender cómo se convirtió esta capital en un centro de arte y cultura desde esas fechas.[2]
En el Museo Nacional de Arte de la Ciudad de México se conserva un retrato modelado en yeso de 80 centímetros de altura ejecutado en 1853 por Manuel Vilar, director del ramo de escultura de la Academia de San Carlos. Es una pieza preparatoria para el mármol sepulcral que los parientes y amigos de fray Manuel de san Juan Crisóstomo Nájera (1803-1853) erigieron en la nave de la iglesia del Hospital de Jesús (el traslado marmóreo fue tallado por un discípulo de Vilar, Pedro Patiño Carrizosa). Es obvio que este busto escultórico procede de los acervos de aquel plantel educativo —al que fray Manuel estuvo estética e intelectualmente ligado—, y ahora mismo resulta el mejor medio para trazar la semblanza del retratado y recuperar parte de su excepcional trayectoria, despejando la sombra de olvido e incomprensión que aún cae sobre su figura; no por acaso, desde su tiempo ha sido un personaje polémico, no sólo por sus posiciones políticas sino por los tiempos borrascosos y confrontados que le tocaron vivir y, desde luego, por su personalidad excéntrica y el afán enciclopédico por el saber tan fuera de lo ordinario. Fray Manuel está revestido con el hábito y la capa carmelitas, el cuello emerge de una holgada capucha y la cabeza es de tamaño natural, el pelo tonsurado, pero conserva un mechón en la frente [il. 1]. Las facciones del rostro corresponden a las de un hombre maduro y entrado en carnes, tiene una frente amplia y un entrecejo poco marcado; la mirada es impasible y dirigida al espectador; presenta profundas ojeras, nariz aguileña, mejillas abultadas con las comisuras marcadas, el mentón prominente y una papada naciente (quizá más avejentado que los 50 años que acumulaba al momento de morir). Este busto en posición frontal descansa sobre un basamento circular y está dispuesto en el clásico formato romboidal que impone el género, con los hombros anchos y el ropaje holgado, para conferirle un empaque robusto y de connotación “heroica” al individuo que así se quiere inmortalizar. En su diario particular, Vilar no sólo confirma la paternidad del retrato sino también del diseño del monumento o conjunto fúnebre, pese a la colaboración que le había prestado su discípulo. Hacia mediados de abril de 1854 escribió: “hice el dibujo para el sepulcro del reverendo padre fray Manuel Nájera”.[3] Este yeso aparece en el inventario de la Academia de 1867 y fue valuado en 60 pesos.[4] En el catálogo del acervo del mismo plantel hecho por Manuel Revilla en 1905 así quedó registrado: “Nº 158. Busto en yeso de Fray Cristóbal [sic] Nájera, notable cultivador de las lenguas indígenas de México, original de Manuel Vilar”.[5] Esta escultura es desde 1982 parte del acervo constitutivo del Museo Nacional de Arte, a donde llegó procedente del Museo Nacional de San Carlos del inba. La pieza fue mostrada por su autor en la Sexta Exposición de la Academia Nacional de San Carlos de 1854. Y en la exhibición del año siguiente Pedro Patiño Carrizosa presentó la obra en mármol como parte de su adiestramiento técnico para cincelar sobre este material y obtener, mediante el uso de limas, el acabado terso y pulido de las facciones [il. 2].[6] El busto fue un encargo del señor Ignacio Nájera, hermano del difunto, para exornar lo alto del sepulcro de tan ilustre polígrafo y científico, fallecido en los primeros días de 1853. De tal suerte, en el lado del Evangelio de la iglesia del Hospital de Jesús quedó la versión en mármol, rematando un sencillo sarcófago con frontón y acróteras; tiene en el centro el escudo carmelita y en la amplia lápida se leía un epitafio latino compuesto por José Bernardo Couto, director de la Junta de Gobierno de la Academia. En aquel entonces las exequias y la semblanza literaria de Nájera quedaron reseñadas en una elegante y prolija publicación, iniciativa de Lucas Alamán y continuada por Francisco Lerdo de Tejada e ilustrada por el litógrafo Hipólito Salazar, intitulada Corona Fúnebre en honra de fray Manuel de San Juan impresa en México por Ignacio Cumplido en 1854 [il. 3].[7] Aparte de la portada alegórica (con sus instrumentos literarios y científicos esparcidos entre los velos negros, hermoso ejemplo de la tipografía romántica), una serie de tres litografías nos brinda un retrato, la vista del catafalco de las exequias en el Oratorio de San Felipe Neri, o Casa Profesa, y el monumento definitivo en el crucero del templo de Jesús Nazareno [il. 4 y 5]. Tanto la efigie litográfica de Salazar como el yeso de Vilar (y el traslado al mármol de Patiño) se corresponden en los rasgos y el atavío de este hombre erudito que nació y murió en la ciudad de México, pero que anduvo errabundo por otras urbes de la República y los Estados Unidos. La uniformidad de sus rasgos en cada obra no sólo se debe al trato directo con el personaje sino, posiblemente, a que cada artista haya tenido a la vista algún retrato al óleo. Bien se conoce el retrato póstumo que el pintor jalisciense Felipe Castro plasmó en 1854 y que está actualmente en la Biblioteca Pública del Estado, muy semejante a la litografía de la Corona Fúnebre (es posible que una versión anterior a éste haya llegado a las manos de Iriarte) [il. 6]. Hay otra efigie excelente, en que se le mira más joven y vigoroso, ahora en la colección del Museo Regional Potosino, que pudiera atribuirse al padre de Felipe, el académico de mérito José Antonio Castro, y que posiblemente proceda del convento de Guadalajara; sin duda es un cuadro de buena factura y realizado en el contexto académico, ya que en sus encarnaciones dejan ver las buenas enseñanzas dejadas por Rafael Ximeno y Planes en la academia de México (con José Antonio, como se verá, nuestro fraile mantuvo estrecha relación cuando coincidieron en Guadalajara). En este óleo fray Manuel empuña un plano cartográfico con las costas mexicanas del océano Pacífico, sin duda como declaración de su dedicación a la geografía nacional, pero también muy posiblemente aludiendo al encargo que recibió del gobierno para estudiar las condiciones geológicas y sísmicas del Occidente de México [il. 7].[8] Incluso, no deja de ser sugerente que el rostro regordete y mofletudo, así como el semblante sereno, reflejen algo del retrato psicológico que corría de boca en boca de la bonhomía y el carácter amable con el que, de común acuerdo, sus contemporáneos lo evocaron: “La finura de su trato, su franqueza y espíritu cultivado”, más los “bellos modales, afabilidad y dulzura con que discutía algún punto de las ciencias”.[9] Tampoco es una casualidad que la afinidad intelectual entre el biógrafo Alamán y su biografiado se haya visto reflejada durante la Séptima Exposición de la Academia de 1855, cuando los bustos de ambos finalmente fueron llevados al mármol por los discípulos de Vilar Martín Soriano y Pedro Patiño, respectivamente. Todo en una suerte de homenaje póstumo a estos dos prohombres y entrañables amigos que murieron el mismo año de 1853, con apenas seis meses de distancia. De hecho, la trunca biografía de Nájera fue la última obra que emprendió la pluma del historiador guanajuatense, quien sostuvo una nutrida relación epistolar con el fraile, dado el apoyo documental que éste le brindó para la escritura de su vasta y apologética Historia de México.[10] Un crítico de arte del diario conservador El Universal reseñó los dos mármoles, casi como si formasen un pendant, de la siguiente manera:
En la clase de práctica del mármol vemos dos bustos copiados de 105 (sic) originales del señor Vilar, y ejecutados por los señores Soriano y Patiño. Uno es el retrato del Excelentísimo Señor don Lucas Alamán, y otro es el del Reverendo Padre fray Manuel de San Juan Crisóstomo. Ambos nos gustan bastante por su perfecta semejanza con los originales del señor Vilar, porque hay en ellos soltura de cincel: podría desearse en algunas partes un poco más de limpieza; pero los ligeros defectos que en este particular se notan son disculpables en todo principiante que no posee una larga práctica de trabajos en materia tan dura y delicada como el mármol. Los señores Soriano y Patiño han sido premiados con una mención honorífica por estas obras. Sabemos que el busto [. . .] del padre Nájera se colocará en el sepulcro que está construyendo para guardar los restos de aquel ilustre religioso en la iglesia del Hospital de Jesús, a expensas de su hermano el señor licenciado don Ignacio Nájera.[11]
Pese a que se trataba de una petición particular, no hay que olvidar que la figura pública del homenajeado estaba muy ligada al grupo centralista y conservador que justamente administraba y fomentaba el restablecimiento de la Academia. Lo mismo que Alamán, el fraile carmelita no sólo había sido congruente con sus ideales políticos (incluso al exiliarse a los Estados Unidos por hallarse en desacuerdo con el gobierno liberal de Gómez Farías) sino que había dado profundas muestras, en su vida activa e intelectual, de sus inclinaciones artísticas. Como veremos, dos décadas antes de su prematura y sentida muerte ya era tenido como una suerte de caudillo intelectual, que gozaba de enorme autoridad y popularidad entre los miembros del partido conservador e incluso entre quienes fueron sus enemigos ideológicos. Para la opinión pública, en su persona encarnaba la figura del verdadero dirigente y forjador, aunque oculto tras bambalinas, de la camada más reciente y vigorosa de sus correligionarios políticos: “Cabeza de este nuevo grupo era el padre Nájera de la orden de carmelitas. Virtuoso, modesto, de vastísima cultura, Nájera era el guía espiritual de quienes habían de tomar la bandera alamanista. No aparecía en público como aparecían el padre Miranda, Rafael de Rafael, Aguilar y Marocho o Díez de Bonilla; pero era quien señalaba un nuevo camino y conducía a sus amigos hacia la formación de un partido: el Partido Conservador en 1845”.[12] El sepulcro vilariano debe interpretarse, pues, como un rendido monumento de honor a la figura de un caudillo cultural, espiritual y político del atribulado y crispado México de entonces. En el ámbito académico gozó de los siguientes títulos: cronista de la Orden del Carmen de México, sinodal, censor y consultor teólogo del obispado de Guadalajara, socio corresponsal de la Sociedad de Geografía y Estadística de México, miembro honorario de la Sociedad Médica de Guadalajara, de la Sociedad Americana de Filadelfia y de los Anticuarios de Copenhague. Y para la historia del arte, la obra polígrafa de fray Manuel debe destacarse por ser de las primeras reflexiones que en México, de una manera sistemática, especularon sobre el fenómeno estético, la condición de la belleza y sus causas.
*** Manuel nació el 19 de mayo de 1803 en la capital del virreinato y fue hijo de don José Ignacio de Nájera y doña María Ignacia Paulé. Sus biógrafos no dudan en que la “cuna ilustre” y la fortaleza intelectual de la imagen paterna hayan contribuido a que, desde muy joven, manifestara disposición para el estudio y facilidad por los idiomas.[13] A la edad de quince años, luego de estudiar gramática latina en el Seminario Conciliar y en el Colegio de San Ildefonso, quiso ingresar a la Orden del Carmen con el objeto de liberarse de las ataduras cotidianas que lo pudieran limitar en el estudio. En San Ildefonso, aún adolescente, alcanzó a contemplar la restauración de la Compañía de Jesús en 1816 y se benefició, junto con Couto (que también nació en 1803), de las enseñanzas estéticas del padre Pedro José Márquez –entonces repatriado desde Roma–, y de sus amplios conocimientos acerca de la tradición clásica, la arqueología y las antigüedades americanas. Pese a la oposición paterna, profesó en el convento de Puebla el 10 de junio de 1819. Estudió filosofía en los colegios del Carmen de San Joaquín de Tacuba y de San Ángel, bajo “los principios de la antigua escuela”, y de ese enfrentamiento con la periclitada escolástica nació su afán por buscar otras vías de renovación en la práctica de la enseñanza, que fue el campo en el que desarrolló su principal trabajo social y apostólico. Quedó ordenado en 1826 para ejercer los oficios sagrados y de inmediato se enfrentó al drama de sortear la casi extinción de la provincia carmelitana de San Alberto, desde el momento que se aplicaron las leyes de expulsión de los españoles de 1827-1829 sobre la inmensa mayoría de sus hermanos, que eran peninsulares y por quienes dio la batalla (sin duda, este hecho de hispanofobia marcó sus preferencias políticas al ver a sus compañeros partir injustamente al exilio). Así, con sólo veinticinco años, en abril de 1828 quedó nombrado prior del despoblado y otrora opulento convento de San Luis Potosí, ya que en esa ciudad la salida forzosa de los peninsulares fue particularmente numerosa y agresiva.[14] Mientras se dedicaba al cultivo de los idiomas antiguos, modernos y autóctonos, contribuyó con el gobierno de ese estado a la fundación del Colegio Guadalupano Josefino (en la sede del extinto colegio jesuita), primer centro de estudios superiores en San Luis, al tiempo que fue el primero y más tenaz introductor de la enseñanza de la taquigrafía en toda la República. En 1829, desde esa misma ciudad, apoyó decididamente el plan de Xalapa que removía del poder al grupo yorkino e instalaba una república centralista encabezada por “la gente de bien”. Ésta fue la causa para que se granjeara el odio de los “radicales” que más tarde habrían de cobrar venganza, desterrándolo a los Estados Unidos en 1832, justo cuando sus letras y conocimientos gozaban de un gran prestigio y se desempañaba como rector del Colegio de San Ángel, en las afueras de México. En la Sociedad Filosófica Americana de Filadelfia leyó un trascendental discurso de filología lingüística, que al parecer tuvo resonancia continental —aunque estuviese errado—, y allí sostenía que la lengua otomí y sus hipotéticos vínculos con el chino probaban el origen asiático de los primeros pobladores de América. En 1845 volvió a ocuparse del asunto, con mayor amplitud, en un opúsculo comparativo entre las distintas lenguas del continente. Este trabajo lo dedicó a su íntimo amigo y condiscípulo en San Ildefonso don José Bernardo Couto, por entonces ministro de Justicia e Instrucción Pública. En el campo artístico y literario la labor de fray Manuel también era reconocida y sobre esto mismo escribió Alamán: “Su librería está abierta a cuantos quieren y desean instruirse, particularmente en bellas artes, de las que es un elogiador entusiasta. Inspira, fomenta y propaga el estudio de este ramo de literatura y difunde el buen gusto”.[15] Desde muy joven, como prior de su orden, había apoyado los proyectos de reforma neoclásica que emprendía el celayense Francisco Eduardo Tresguerras en San Luis Potosí, cuando fue llamado para sustituir el altar mayor. Y ya en Guadalajara, a su regreso al país en mayo de 1834, desempeñó una ingente labor cultural y educativa por casi dos décadas: inspector y protector de las academias de San Juan, la de Pintura y Escultura y otra de música y, al cabo, el principal reformador de la enseñanza media y superior impartida por el estado, actualizando sus planes de estudio. La Academia de Bellas Artes de la capital jalisciense estuvo bajo la dirección del pintor José Antonio Castro desde 1835, quien había sido discípulo de Rafel Ximeno y Planes en la Academia de San Carlos y, de tal suerte, hizo mancuerna con Nájera para divulgar las ventajas de la enseñanza del dibujo entre la población, pero también emprendieron algunas obras de decoro litúrgico. Bajo su priorato, pues, se renovaron los retablos y se pintaron ¿o repintaron? algunos cuadros alegóricos en la nave y en la biblioteca. Es posible que el mismo Nájera gestionara la llegada de Castro a Guadalajara y tampoco era una casualidad que este artista haya realizado un retrato de Alamán que fue muy celebrado y mereció su traslado al grabado en lámina.[16] En ese convento fray Manuel escribió, además, ocho diálogos sobre asuntos estéticos en que explicaba “los principios para juzgar la belleza o el buen gusto en los objetos naturales y en las obras de arte”. Con estas especulaciones estéticas es posible que siguiera las huellas ilustradas de su maestro el jesuita Márquez, pero también los preceptos del idealismo en boga. Baste el siguiente párrafo:
En la primera de estas lecciones expuso de qué manera el gusto es el resultado de la delicadeza, que afecta al sentimiento, y de la corrección que depende de la razón y el juicio. En la segunda, explica al genio como creador de todo lo bello, compuesto de las bellezas parciales, trayendo con oportunidad el ejemplo de Fidias, en su bello ideal de la Venus de Medici. En la tercera trata de la sublimidad como objeto también del gusto, y aplicando esta lección a las bellas letras, se ocupa en la cuarta y quinta conferencias de explicar todavía el sublime, con los incomparables himnos del poeta inspirado por la Divinidad, y con algunos pasajes de Homero, Virgilio, como autores antiguos, y de Racine, Ossian y otros muchos entre los modernos. En la sexta se propuso demostrar las causas de la belleza, y de cuantas maneras puede ésta reproducirse en los escritos, siendo también el asunto de la séptima y octava explicar los escollos que en el lenguaje y en el estilo deberá evitar el escritor, para no perjudicar a la belleza y el buen gusto de las obras. El padre Nájera adoptó para estas lecciones los principios de Blair, ofreciendo continuarlas.[17]
También redactó una disertación sobre los beneficios de la enseñanza del dibujo en 1840 y dos años más tarde fue el encargado de pronunciar un memorable discurso en pro de las Bellas Artes, con motivo de la visita que hizo el gobernador a la Academia tapatía. Esta pieza fue una suerte de manifiesto estético cuyo principio rector era obviamente “el genio del cristianismo”, tomado de Chateaubriand, en tanto principio inspirador de todas las artes de la cultura occidental. Era muy sintomático que Nájera exaltara las virtudes formales “del hechizo del divino pincel de Rafael” y que así pregonara, con tintes que preludian la llegada del movimiento nazarenista a México, y por supuesto la superioridad ética y estética de los temas bíblicos para desarrollar en los cuadros de historia. En esas líneas fray Manuel no sólo parece ser un heraldo del nazarenismo pictórico y escultórico que en la Academia capitalina comenzarían a practicar los discípulos de Clavé y Vilar, sino también del programa patriótico y pedagógico al que tenía que contribuir el plantel por medio de sus imágenes virtuosas y edificantes dirigidas a los ciudadanos:
La unión de la pintura y la escultura [es]: vida, animación, belleza de la pintura con su pincel, y vida, animación, belleza de la escultura con su cincel: la religión inspira la pintura, y esa religión es también el numen de la escultura; las más sublimes y metafísicas verdades se sensibilizan por la pintura; los más patéticos y míseros objetos, se hacen de bulto por la escultura; díganlo, si no, la Piedad de Bouchardon y el Moisés de Miguel Ángel: el hombre es inspirado por la pintura, y ese hombre palpa su origen, su grandeza y sus destinos en las obras de la escultura; si la pintura conserva la historia del heroísmo, la escultura la inmortaliza en bronces y mármoles; y el patriotismo, no satisfaciendo su entusiasmo con verse bello pero frágilmente retratado por el pincel, busca un Fidias que tome por su cuenta erigir un monumento eterno que pase a todas la edades, que resista todas las revoluciones, y contemple y hable a todas la generaciones. Si Goethe echaba de menos el Júpiter Olímpico que tanto admiraron los antiguos, y decía: “si yo lo hubiera visto sería un hombre mejor”, convengamos en que la perfección de la sociedad está en proporción al cultivo de las bellas artes.[18]
El padre Nájera también fue el más célebre orador sagrado de su tiempo, y en sus sermones se distinguió por construir una visión armoniosa de la conquista, el guadalupanismo y todos los valores de la hispanidad, a contrapelo de la ideología liberal que desconocía la labor civilizadora de la Iglesia y del gobierno virreinal. En suma, este fraile era un vocero intelectual del partido conservador y pieza clave de la conciencia religiosa de sus más connotados miembros. Así, tanto por su guía y doctrina, su sabiduría y conocimientos al servicio de la educación del populo Guadalaxarensis, como por su caridad con la infancia y los desvalidos, fue llamado en vida, de forma bastante sugerente, “el Borromeo mexicano”. Al morir el 16 de enero de 1853, toda la prensa sin distingo de facción o partido, como El Universal, El Monitor y El Siglo Diez y Nueve, hizo grandes elogios de la figura y la obra social del fraile carmelita. Alamán, que había mantenido correspondencia con este espíritu también modernizador, erudito y políglota como el suyo, se sintió obligado a escribir su biografía y un sentido obituario que, como hemos visto, lamentablemente dejó inconclusos, porque a los pocos meses le acompañó a la tumba. Couto, por su parte, quiso tributar un último reconocimiento a su viejo amigo y compañero: no sólo compuso las inscripciones latinas para el catafalco y sepulcro, sino que gestionó que la Junta Superior de la Academia donara sin costo el mármol para éste. Los epitafios del sencillo catafalco de cuatro cuerpos que levantaron sus amigos en las naves de la Profesa fueron de la pluma de Alejandro Arango y Escandón, José María Lacunza, Manuel Carpio y Juan Antonio de Nájera y Lascuráin. Considérese, además, que su mencionado hermano había sido nombrado “académico de honor” de San Carlos en julio de 1852.[19] Ya se adivina, pues, que la afinidad de fray Manuel y su familia con los restauradores de la Academia habría favorecido el buen éxito en la erección del monumento funerario y, desde luego, la directa intervención del maestro Vilar que, en su afán de hacer valer el adiestramiento de sus alumnos, sin duda delegó en el hijo del también escultor Pedro Patiño Ixtolinque la empresa de trasladarlo al mármol. Hay que aclarar que la litografía de Salazar era considerada tan sólo el proyecto de un “sepulcro sencillo y digno” que en un principio se tenía pensado erigir en la iglesia de monjas de Santa Teresa la Antigua, quienes en aras de su hermandad carmelitana tendrían a mucha honra recibirlo. Sin embargo, por motivos desconocidos se realizó poco tiempo después, conforme al original publicado pero en el citado templo del Hospital de Jesús y sin duda por empeños de Alamán y sus vínculos con esta obra pía (ya que se había desempeñado como apoderado de los descendientes del Marqués del Valle, Hernán Cortés, fundador del hospital).[20] Tampoco fue una casualidad que el cuerpo del escultor catalán haya quedado depositado en otro de los muros del mismo templo luego de su muerte en 1860. Por eso, aquí conviene recordar aquello que el propio Nájera pensaba acerca del papel memorioso y ejemplar de los monumentos escultóricos en uno de sus discursos dirigido a la juventud jalisciense. Según su credo romántico, las piedras talladas y las inscripciones memorables contra el olvido eran voces vivas del pasado, avisos morales al viajero o visitante que iluminaban momentáneamente la oscuridad de los vetustos edificios y porque “esos recuerdos, esos sentimientos que inspira lo verdaderamente grande y sublime vienen a confundirse con los que excitan los objetos que nos rodean: los monumentos de las bellas artes; los esfuerzos de los genios de Atenas y Roma; la belleza intelectual, encarnada, por decirlo así, por el cincel, que están como contemplándonos y ensoberbeciéndose con nuestras miradas”. [1] Historiador del arte y doctor en Historia, investigador en el Instituto de Investigaciones Estéticas y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Ha sido curador de exposiciones temporales especializadas en el arte del virreinato y el México independiente. Es autor de libros y artículos sobre los estudios regionales, la pintura novohispana, el guadalupanismo y la cultura simbólica. [2] Este Boletín agradece al autor no sólo su inmediata disposición para publicar en sus páginas su luminoso texto, sino también para tomarse la molestia de revisarlo y hacerle acotaciones que no aparecen en el original, el cual forma parte del tomo ii del Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte (Escultura. Siglo xix), México, conaculta, 2001, pp. 205-213. [3] Manuel Vilar, Copiador de Cartas (1846-1860) y Diario Particular (1854-1860) palabras preliminares y notas de Salvador Moreno (México: unam-iie, 1979), 204. [4] Eduardo Báez Macías, Guía del archivo de la antigua Academia de San Carlos, 1844-1867 (México: unam-iie, 1976), 386. [5] Esther Acevedo y Eloísa Uribe, La escultura del siglo xix. Catálogo de las colecciones de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Manuscrito de Manuel G. Revilla, 1905, anotaciones al catálogo por Rubén M. Campos (México: sep-inba, 1980), 30. [6] Catálogos de las exposiciones de la antigua Academia de San Carlos de México (1850-1898), compilación de Manuel Romero de Terreros (México: unam-iie, 1963), 154 y 181. [7] Esta miscelánea fúnebre se compone de tres textos: semblanza, relación de las exequias y oración fúnebre. El perfil biográfico e intelectual de Nájera comenzó a redactarlo Lucas Alamán, y a su muerte fue continuado y concluido por Francisco Lerdo de Tejada; lleva por título Noticia de la vida y escritos del Reverendo Padre fray Manuel de San Juan Crisóstomo, de apellido Nájera (México: Ignacio Cumplido, 1853). [8] Antonio García Cubas, Diccionario geográfico, histórico y biográfico de los Estados Unidos Mexicanos, t. iv (México: Antigua Imprenta de Murguía, 1899), 161. Mi agradecimiento para Fausto Ramírez por hacerme notar la relación entre los dos retratos y su origen tapatío. [9] Alamán, Lerdo, Noticia…, 8. [10] Garcia Cubas, Diccionario…, 161. [11] Ida Rodríguez Prampolini, La crítica de arte en el siglo xix, t. i (México: unam-iie, 1997), 382. [12] José C. Valadés, Lucas Alamán, estadista e historiador (México: unam, 1977), 415. [13] El padre de fray Manuel hizo estudios de filosofía y teología antes de casarse, también los correspondientes al derecho civil y canónico. Con estos últimos conocimientos se desempeñaba como funcionario de la Hacienda Real cuando fue electo diputado a las Cortes de Cádiz en 1814, aunque finalmente no pudo embarcarse dado el regreso del despotismo con Fernando vii. Don José Ignacio, ya en los primeros años de la República, había formado una tertulia literaria junto con fray Servando Teresa de Mier, Francisco Sánchez de Tagle, José María Fagoaga y Miguel Santa María, en cuyo seno se dedicaba a la traducción del inglés, francés e italiano de textos de teoría y economía política que sirvieron de inspiración para la Constitución de la primera República federal de 1824. Alamán, Lerdo, Noticia…, 6. [14] Harold D. Sims, La expulsión de los españoles de México (1821-1828) (México: Fondo de Cultura Económica, 1974), 222-257. [15] Alamán, Lerdo, Noticia…, 8. [16] Arturo Camacho, Álbum del tiempo perdido. Pintura jaliciense del siglo xix (Guadalajara: El Colegio de Jalisco, 1997), 73. [17] Alamán, Lerdo, Noticia…, 42-43. [18] Ibid., 59. [19] Báez Macías, Guía…, 213. [20] [20] Alamán, Lerdo, Noticia…, 25. |