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Ejercicio devoto para visitar los Monumentos

o Santos Sepulcros el Jueves y Viernes Santo.

 

 

Un raro impreso de finales del siglo xix que se resguarda

en el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara,

ofrece una forma de practicar uno de los ejercicios devotos

de más copiosa concurrencia en la Semana Santa entre nosotros,

pero desolado este año 2020 por la pandemia del covid-19

en atención a lo cual se reproducen aquí sus contenidos,

añadiéndosele una nota introductoria.[1]

 

 

Explicación necesaria

 

Lo que hoy por acá se llama la “visita de los siete templos” o “de las siete casas”, el Jueves Santo, fue, hasta mediados del siglo xix, la devoción más concurrida en los espacios públicos de la capital de Jalisco.

Con la excusa piadosa de visitar los monumentos al Santísimo Sacramento donde se colocaba, con el mayor esplendor posible, la urna distinta al sagrario, donde luego de la misa de ese día se guardaba a Cristo sacramentado, los habitantes de la ciudad salían a las calles en tropel, luciendo sus mejores galas.

Una descripción lírica de ese acontecimiento, salida de la pluma precoz de un joven de Guanajuato que cursó estudios humanísticos en el Seminario Conciliar de Guadalajara, Aurelio Luis Gallardo, que a la edad de 21 años publicó, en 1852, con la veta romántica más pura, el libro de versos Leyendas y romances, crónica de una sociedad a punto de fundirse en el crisol de la discordia, de la guerra civil y de las facciones políticas, un proceso violento de secularización.

Con el sólo deseo de tener una estampa de lo todavía ese año se hizo y tener un punto de comparación a lo que el texto que aquí presentamos nos ofrece, trascribimos dicha crónica, optando por separar cada verso no por un renglón, sino por una diagonal, y luego de ellos otro dato de no menos importancia para el tema aquí abordado.

 

El Jueves Santo

 

Casa del doctor Orozco

Abril 8 de 1852

 

¡Qué silencio y qué grandeza! / ¡Qué de símbolos sagrados! / ¡Cuánto rito misterioso! / ¡Es por que hoy es Jueves Santo! / La aristocracia y el pueblo / rinden su culto cristiano / a ese Dios que en los altares / se oculta Sacramentado.

¡Oh, institución admirable, / arrobo de hombres santos! / ¡Pan de amor del Universo, / y de los ángeles pasmo! / ¡Eucarístico misterio, / luz para el género humano / que lo conduce a los cielos / iluminando el espacio!

La Iglesia hoy día celebra / beneficio tan preclaro, / testimonio el más sublime / que del Hombre Dios tengamos, / patentización divina / de Aquél que murió enclavado / en la cruz por redimirnos / y en la Hostia lo adoramos.

¡Arquitecto de los mundos, / Geómetra de los espacios, / que en la cavidad del pecho / con éxtasis hospedamos! / Bellos son estos momentos / tan ricamente alhajados / con lindos tiestos de flores, / con amorosos naranjos.

Doquier la escamada cera, / doquier los bíblicos cuadros, / cortinas de flecos de oro, / pabellones recamados, / jarras de plata y candiles / de cristal de un gusto raro / y en cornisas y en molduras / floreros y candelabros.

Alfombras muelles y ricas, / perfumes, macetas, pájaros, / mil exquisitos adornos, / música de acordes blandos, / colgantes luces que forman / cuasi caprichos fantásticos, / resplandeciendo en la noche / como innumerables astros.

Nubes de místico aroma / por todo el sacro santuario, / en los conventos de monjas / el gusto es más delicado; / parecen sus ricos templos / primorosos relicarios. / ¡Qué pompa en el Jueves Santo!

Las familias principales, / los jóvenes más bizarros / las piadosas estaciones / van por las calles rezando / de uno en otro monumento / y con el pueblo mezclados, / los misterios más sublimes / con fe y amor celebrando.

 

Esta costumbre y todas las demás relacionadas con el uso de los espacios públicos para manifestaciones de fe fueron prohibidas por el decreto intitulado Ley de Libertad de Cultos, del 4 de diciembre de 1860, el cual, si bien establecía la libertad religiosa, prohibía, en su artículo 11, realizar actos religiosos fuera de los templos, argumentando motivos de conservación del orden público. Como en 1874 esta norma y todas las demás de corte anticlerical fueron injertadas en la Constitución liberal de 1857, después de esta fecha fue necesario para la autoridad civil hacerse de la vista gorda, siempre y cuando la autoridad eclesiástica no diera muestras de estarlas fomentando y se evitara, por parte de todos, el uso fuera de los templos de signos distintivos de la fe profesada casi por absolutamente todos los mexicanos.

La discreta y larga pero firme gestión episcopal de don Pedro Loza y Pardavé en la mitra tapatía, de 1868 a 1898, supo armonizar la vida de la Iglesia en ese tiempo, botón de lo cual es el impreso cuyo contenido aquí se divulga. Nada en él puede usarse para reprocharle a la Arquidiócesis tapatía fomentar un acto público tan multitudinario como la visita a los siete templos el jueves y el viernes santo, pero todo en él, se echa de ver, lo tradujo (o hasta lo redactó y compuso) un eclesiástico muy versado en teología, en Sagradas Escrituras y espiritualidad católica.

Quede, pues, el texto que sigue como una prueba de la manera en que se fueron hilando, en el atolladero de una legislación ajena y aun opuesta a la cultura popular mexicana, la pervivencia de ésta sin transgresión flagrante al derecho positivo: divulgar, en edición privada y sin datos de los que resulte paternidad adjudicable alguna, contenidos piadosos para actividades que, sin tener por escenario la calle, sí se valían de ella, ante la imposibilidad de ingresar a todos los templos para los actos religiosos.

 

***

Visita de sagrarios

 

Primera estación

 

Por el camino se pensará en los pasos que dio Jesús, acompañado de sus discípulos, desde el cenáculo hasta el monte de los Olivos: considerando que aquel Señor, que era el verdadero hijo de Dios, sin embargo de que sabía que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y con todo lo que le había oído publicar con voz del Cielo: “Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias”, no por eso dejaba de ir a hacerle oración. Mirad cuánta necesidad tenéis de hacerla, como que sois tan pobres y necesitados; esforzaos con este pensamiento para orar al Señor con fe y devoción en estas estaciones, y decidle al Salvador: “Oíd, Dios mío, mi oración, y escuchen vuestros oídos mis palabras”.

 

Meditación

 

Considerad la agonía de Jesucristo en el huerto, que fue tan grande que le hizo sudar gotas de sangre, en tanta copia que llegaron a correr sobre la tierra. Reparad que no eran entonces las espinas, los azotes, los clavos, ni la lanza, quien sacaba la sangre preciosa de sus venas. Causábale este sudor sangriento la consideración de vuestros pecados que había cargado sobre sus hombros. ¿Y vos, habiéndolos cometido, vivís tan sereno, sin derramar siquiera una lágrima? Conoced, pues, la gravedad de vuestras culpas, por la sangre que hizo derramar a Jesús su peso; y proponed llorarlas continuamente, diciendo como el paciente David: “Todas la noches lavaré mi lecho, y regaré mi aposento con mis lágrimas”.

 

Aquí se dirá uno, dos o más versículos del Miserere que va a continuación, y que se ha puesto por separado para que se pueda asistir con él a los Misereres.

 

Oración

 

¡Oh, Dios de piedad y misericordia!, volved, volved os suplicamos, misericordiosamente vuestros piadosísimos ojos a mirar esta familia vuestra, por la cual nuestro Señor Jesucristo se entregó voluntariamente en manos de sus enemigos y padeció el tormento de la cruz. Aquel mismo Señor que con Vos vive y reina, en unidad del Espíritu Santo, Dios por todos los siglos y los siglos. Amén.

 

Segunda estación

 

Emplead el rato que tardéis en llegar a ella en pensar la presteza con que Jesucristo se encaminó hacia los que venían a aprehenderle, y os confundiréis viendo al Señor que adelanta a buscar los trabajos por vuestro amor, y vosotros huis de toda penalidad en su servicio. Prometemos no hacerlo así en adelante, sino antes bien, decid, siempre que os sobreviniere algún contratiempo o incomodidad: “Encontrado he tribulación y dolor, y para alentarme he invocado el Santo Nombre del Señor”.

 

Meditación

 

Pensad la mansedumbre con que Jesucristo recibió a Judas, cuando venía a entregarle; y cómo no sólo no huyó de recibir su ósculo sino que le llamó amigo. Reflexionad con atención sobre vuestra vida pasada y veréis cuántas veces el Señor os ha tratado como amigos en el mismo tiempo que vosotros le ofendíais y entregabais como Judas, por un vivísimo precio. Mirad bien si acaso ahora mismo, que con particular benignidad os da este pensamiento para vuestro bien, estáis prefiriendo en vuestro corazón algún objeto terreno a la voluntad de vuestro Dios; pues esto sería entregarle por aquel precio. Examinadlo con cuidado, y si acaso encontráis alguna afición inmoderada, sacrificadla inmediatamente al Señor, diciendo con el Salmista: “¿Qué puede haber para mí apreciable afuera de Vos, en el cielo ni en la tierra?”

 

El versículo, Padre nuestro, Salmo y Oración, como en la Estación primera, y del mismo modo se concluirán todas las demás.

 

Tercera estación

 

Os ocupareis por el camino en pensar cómo llevaron los judíos a Jesús atado, primero a casa de Anás, y después a casa de Caifás. Reparad que no obstante que Su Majestad no hizo resistencia alguna, antes se entregó voluntariamente, con todo le llevaban atado; y conoceréis en esto que su piedad le hizo sufrir estas ataduras y prisiones para romper los lazos de la culpa con que estabais aprisionados. Agradecedle tan grande merced, diciendo con corazón penetrado de gratitud: “Rompiste, Señor, mis ataduras, y yo agradecido te ofreceré un sacrificio de alabanza”.

 

Meditación

 

Considerad que, entre las innumerables afrentas que sufrió nuestro Salvador Jesús en casa del Pontífice, ninguna fue más sensible que la negación de San Pedro. Este discípulo, distinguido por el Señor con particulares señales de amor, había mostrado su correspondencia a esos favores con una confesión solemne de la divinidad de su Maestro y con su propósito resuelto de seguirle hasta la muerte. Y con todo eso, apenas se ve entre los ministros del Pontífice, se avergüenza de ser discípulo de Jesucristo y le niega hasta tres veces. Colegid de esto que no basta que en vuestro interior os complazcáis de ser cristiano, y que en el retiro propongáis amar y seguir a vuestro Soberano Maestro, sino que es menester que en las ocasiones deis pruebas de que sois su discípulo; y no sólo no os avergoncéis de servirle, sino que pongáis toda vuestra gloria en su cruz, diciendo como el Apóstol: “No quiera Dios que yo me gloríe en otra cosa que en la cruz de Jesucristo”.

 

Cuarta estación

 

Cuando fuereis a la Iglesia, pensareis en el camino qué hizo Jesús otra vez desde el consejo de los judíos al pretorio. Mirad que este mismo Señor, que con tanta ignominia es llevado de tribunal en tribunal, ha de venir al fin del mundo como Juez Supremo a juzgar a todos los hombres. Pedidle su gracia para vivir de modo que en aquel día de la cuenta use con vosotros de misericordia, y decidle aquellas palabras que canta nuestra madre la Iglesia: “Oh, justo Juez de la venganza, concedednos el perdón antes que llegue el día de la cuenta”.

 

Meditación

 

Considerad cómo Judas, viendo que el Salvador había sido entregado al presidente, conoció su delito y se arrepintió de él, pero cómo su arrepentimiento no nació de la caridad, no produjo en él la justificación, sino la desesperación. Si cuando Jesús en el huerto le reconvino con tanto amor, diciéndole: “Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre”, él se hubiera arrepentido, habría conseguido ciertamente el perdón. De aquí habéis de sacar ser muy puntuales en corresponder a las gracias y llamamiento del Señor, para no exponeros a que en la última hora, cuando queráis que os abra la puerta del Cielo, os diga como a las vírgenes necias que no os conoce. Para evitar este daño, decidle siempre con el Profeta Rey: “Dispuesto está mi corazón, ¡oh, Dios mío!, dispuesto está para obedeceros”. O con el joven Samuel: “Hablad, Señor, que vuestro siervo os escucha para hacer lo que le mandéis”.

 

Quinta estación

 

La consideración por el camino será de cómo Pilatos envió a Jesucristo a casa de Herodes, y éste le envió a Pilato, tratándole de loco. En esto conoceréis que el mundo mira como locura la doctrina de Jesucristo, pero al fin de la vida, cuando los mundanos vean en qué han parado sus glorias, dirán desesperados de ver la verdadera gloria de los justos: “Éstos son aquellos de quienes nos reímos y burlamos, porque nosotros, necios, juzgábamos su vida locura, y creímos que su fin sería sin honra; pero ahora vemos que son mirados como hijos de Dios, y que su muerte es la de los santos”. Y entonces sacarán aquella terrible consecuencia: “Luego hemos errado el camino de la verdad”. Para no veros en este lastimoso estado, huid de las máximas del mundo y pedid a Dios la verdadera sabiduría, que tiene por principio su santo temor, diciéndole: “Dadme, Señor, aquella sabiduría que asiste junto a vuestro trono, y no me separéis de vuestros siervos”.

 

Meditación

 

Considerad las afrentas y dolores que sufrió Jesucristo en el pretorio, donde fue azotado crudísimamente, coronado de espinas, tratado como rey de burlas, y finalmente, reducido a tan lastimoso estado que Pilato creyó que sólo con verle se mitigaría la cólera de los judíos: considerad que éste es el estado en que le han puesto vuestras culpas, y sacad de esta consideración dos frutos: el primero, una resolución de nunca más pecar, diciéndoos a vosotros mismos cuando seáis tentado: Ecce Homo; mira, alma mía, cómo está Jesús por mis culpas, y para esto le diréis: “Apartad, Señor, vuestros ojos de mis pecados, y mirad el rostro de vuestro Hijo Jesucristo desfigurado y ensangrentado por satisfaceros mi deuda”.

 

Sexta estación

 

Pensaréis por el camino en el que anduvo el Salvador desde el pretorio al Calvario con la cruz a cuestas: y cuando lo hubieseis considerado en tan trabajoso paso, cargado no sólo con el peso de aquel madero sino también con el de todos los pecadores del mundo; cuando estéis compadecidos y llorosos con la memoria de esta pena, figuraos que el mismo Señor os dice, como a las hijas de Jerusalén: “No llores sobre mí, sino sobre ti, pues si esto hacen en el madero verde, en el seco ¿qué se hará?” Entended la lección que os da el Divino Maestro en estas palabras, con las cuales os enseña que no basta compadecerse y sentir las penas y tormentos que sufrió por nosotros Jesucristo si no detestamos nuestras culpas, que fueron la causa de estos tormentos. Llorad, pues, vuestros pecados y convertíos al Señor, diciéndole, como el hijo prodigo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra vos, ya no soy digno de que me llamen hijo vuestro”.

 

Meditación

 

Considerad el misterio de la cruz. Mirad a vuestro Salvador pendiente de unos clavos, que con el peso del cuerpo rasgan sus manos y sus pies, sin poder reclinar la cabeza por las espinas; desnudo y tratado como el mayor malhechor. Mirad que desde aquella cátedra os da esta excelente lección: “Si quieres venir en pos de mí, toma tu cruz y sígueme”. Renunciad, pues, a todos los placeres y gustos del mundo; buscad y amad las penalidades para que podáis decir con San Pablo: “Con Cristo estoy clavado en la cruz”.

 

Séptima estación

 

Meditación

 

Considerad los dolores y aflicciones de la Santísima Virgen así en su soledad, después que se retiró del Calvario, como todo el tiempo de la Pasión de su dulcísimo Hijo. Reflexionad que si la madre de los macabeos dice San Agustín que fue siete veces mártir, asistiendo al martirio de sus siete hijos, con mucha más razón podemos mirar a María Santísima como Reina de todos los mártires, pues los dolores que su Divino Hijo sintió en el cuerpo los sintió la Virgen en su alma, según la profecía de Simeón. Compadeceos de las penas de esta Señora, pero no con una compasión estéril, sino sacando de este afecto un gran aborrecimiento a la culpa, que como fue causa de la Pasión del Hijo, también lo fue de los dolores de la Madre; y deseando imitar a esta Señora en participar de las penas de Jesucristo, para que os alcance esta gracia decidle afectuosamente con la Iglesia, nuestra madre: “Haced, Señora, que yo llore verdaderamente con Vos, y que me conduela con Jesucristo crucificado todos los días de mi vida”.

 

Miserere

 

Salmo l

 

Piedad, piedad, Dios mío; / piedad el alma implora,  / fiada la grandeza / de tu misericordia.

Y pues que de piedades / tal cual atesoras, / con ellas mi culpa / la fea mancha borra.

 

Lávame y purifica / más y más la asquerosa / llaga de mi pecado, / tan torpe y hedionda, / porque ya reconozco / su gravedad, y contra / mí tengo siempre viva / la funesta memoria.

 

Pequé contra ti solo, / sólo a Ti fue notoria / la maldad que a tu vista / hice, y en tu deshonra. / Y así, justificada / tu Palabra en mis obras, / vences si me castigas, / vences si me perdonas. / Mas mírame engendrado / en culpa vergonzosa, / en culpa concebida / de madre pecadora.

 

Si alguna vez, Dios mío, / la verdad que en mi boca / siempre hallaste te plugo; / si en era más dichosa / de tu sabiduría / las más ocultas obras / y arcanos a mi vista / aparecieron: toma / hisopo, y me rocía / con él, y verás toda / limpia y cual nieve blanca / el ánima asquerosa: / mis ya débiles fuerzas / verás cómo recobra, / sonando en mis oídos, / tu voz consoladora; / aparta de tu vista / mis pecados, y borra / de mis iniquidades / la denegrida sombra.

 

Cría un corazón limpio / en este pecho, y forma / mi espíritu de nuevo, / con rectitud heroica. / No enojado me arrojes / de tu vista amorosa, / ni tu Espíritu Santo / apartes de mí ahora. / Vuélvele tu alegría, / feliz precursora / de tu salud, al alma / con fuerza vigorosa /  y mostraré a los malos / tu ley, con tales obras, / que al verlas los impíos / por Dios te reconozcan.

 

Líbrame de la pena / tan justa que provoca / el sangriento delito / que aflige mi memoria, / Dios y salvador mío, / y mi lengua gozosa / dirá que tu justicia / de perdonar blasona: / y por tu mano abierta / mi hasta aquí muda boca, / anunciará los dones / de tu misericordia.

 

Si Tú, Señor, quisieses / sacrificios, ¿qué cosa / no sacrificaría / yo por tu honor y gloria? / No quieres holocaustos, / ni te agrada más hostia / que una alma atribulada/ y llena de congoja. / El corazón contrito / y a ti humillado, logra / tu compasión benigna / y nunca lo abandonas.

 

En Sión, Señor, muestra / ya tus misericordias, / y vea alzar tus muros / Jerusalén gloriosa. / Entonces las ofrendas / aceptarás devotas / que el pueblo redimido / sobre tus aras ponga, / y sobre tus altares / inmolará la corva / cuchilla mil becerros / teñida en sangre roja.  

 

Indulgencias

 

Os convido, devotos cristianos, a acompañar a María Santísima en sus dolores después de la muerte de su Santísimo Hijo Jesús. Os suplico que desde las tres de la tarde del Viernes Santo hasta las diez de la mañana del Sábado de Gloria os dediquéis a consolar a esta adoloridísima Madre por el espacio de una hora, o a lo menos media, empleando este tiempo en devotos afectos y meditación, o en rezar la Corona de sus siete dolores u otras preces en su honor, acomodadas a su desolación.

Para que os estimuléis en tan piadosa devoción, os anuncio que el Santísimo Padre Pío vii, en sus dos breves de 15 de febrero y 21 de marzo de 1815 (que originales se conservan en la Secretaría del Vicariato de Roma), concedió a todos los fieles cristianos que emplearan una hora, o a lo menos media, en el referido ejercicio, o en público o privadamente, indulgencia plenaria, que se ha de conseguir en aquel día en que confesándose y comulgando cumplieren con el precepto pascual. En los otros viernes de todo el año, practicando la referida devoción como arriba, desde las tres de la tarde hasta el alba del siguiente domingo, concedió trescientos días de indulgencia, y haciéndola todas las semanas, indulgencia plenaria, confesando y comulgando en uno de los últimos tres días de la dicha devoción de cada mes.

Todas las referidas indulgencias se pueden también aplicar a las benditas ánimas del Purgatorio; y el mismo Pío vii las confirmó perpetuamente por el órgano de la Sagrada Congregación de Indulgencias el día 18 de junio de 1822.

 

 



[1] El hallazgo de este texto lo hizo Antonio Gutiérrez Cruz en el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara y la trascripción del documento, Aldo Serrano Mendoza. El impreso, en pequeño formato y 16 páginas, no tiene más datos que estos: Roma. Imprenta del Romano Pontífice. 1881, pero por diversos motivos, sólo pudo imprimirse en esa fecha, sin duda, pero no en la capital de Italia sino en Guadalajara.



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