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Fray Ramón Moreno y Castañeda. Saltimbanqui del poder

José Gerardo Herrera Alcalá[1]

 

Muy duro el calificativo que se le endilga aquí

a un tapatío que casi en la adolescencia,

al tiempo de la exclaustración de los religiosos de México, en 1858,

se exilió a España, de donde regresó para ser ungido obispo,

el más joven hasta entonces nunca antes consagrado por acá.

De lo azaroso de su vida, van aquí estos datos.[2]

 

 

En el último tercio del siglo xix apareció en la escena eclesiástica nacional el carmelita jalisciense fray Ramón Moreno y Castañeda. Un prelado que pasó inadvertido en la mitra de Chiapas bajo un halo de silencio, pues desde un principio la despreció por su pobreza y ruindad. En dicho fraile, hijo de la Madre Teresa y parte del historial carmelitano, me detendré para intentar aproximarnos al personaje que, seducido al principio por la vida de la Santa, siguió años después un derrotero poco común entre sus hermanos de hábito. Acceder a su entorno resultará entonces un acercamiento parcial, ajustado a los documentos que existen sobre él.

Cabe apuntar que las fuentes documentales sobre las querellas y demandas de los frailes mercedarios y sobre los reclamos del clero chiapaneco se destruyeron porque se les consideró escandalosas, según el obispo Francisco Orozco y Jiménez. Ya en su época se tildó al prelado carmelita de ladrón y pendenciero, arbitrario, muy dado a los rumores y chismes y falto de caridad con su clero, aunque resulta fácil condenar a los clérigos sólo de oídas, pues ya no cuentan con medio alguno para defender su honra. La documentación que se conserva sobre su paso por Chiapas se salvó de ser destruida debido a que quedó en los archivos de algunos de los canónigos de la catedral, que fueron remitidos posteriormente al fondo episcopal, ya en el siglo xx. Tan fragmentaria información servirá de ayuda para entender al personaje y no caer en la condena despiadada, sino propiciar una indulgente duda sobre su rectitud.

 

1.    Los comienzos

 

Nuestro personaje nació el 8 de septiembre de 1839 en Guadalajara, Jalisco,[3] hijo de don José María Moreno y doña Ignacia Castañeda. Fue bautizado en Mexicaltzingo con el nombre de José Ramón por el párroco Narciso Arango; sus padrinos fueron Agustín Higuera Munguía y Guadalupe Monroy. El Ilustrísimo Señor Diego Aranda y Carpintero lo confirmó el 2 de septiembre de 1840, y fue su padrino Antonio González Arispacochaga. Estudió sus primeras letras en la escuela de don Faustino Ceballos. En el Seminario de Guadalajara cursó gramática latina bajo la dirección del Canónigo Penitencial de Zacatecas don Florencio Santillán. El 25 de octubre de 1855 salió para Puebla por consejo de su padre espiritual, para ingresar como novicio y llegar a ser fraile carmelita. Recibió el hábito el 12 de noviembre de 1855, profesó como hijo de Santa Teresa en 1857 y fue destinado al convento de San Ángel y después al de San Joaquín; luego pasó al de Atlixco y por fin al de Toluca.[4]

Fray Ramón, acompañado del fraile Pablo del Niño Jesús, se embarcó en Veracruz el 2 de febrero de 1861 con dirección a La Habana, junto con los obispos mexicanos desterrados[5] del país a raíz de las Leyes de Reforma y de la guerra civil que padecería la República. En Civitavecchia conoció al obispo poblano Antonio Labastida y Dávalos, que estaba en Italia exiliado por el presidente Comonfort desde mayo de 1856, a raíz del levantamiento de Zacapoaxtla, al que se le acusó de brindar apoyo económico. Labastida se convirtió en su mentor y protector, pues fray Ramón, con habilidad y destreza, se granjeó la voluntad del poderoso mitrado poblano. Ahí empezó a saborear el poder que tenían los obispos decimonónicos. Y si bien algunos historiadores románticamente afirmaron que nuestro fraile fue desterrado por Benito Juárez, eso no es verídico, ya que la expulsión se aplicó a los obispos que se negaron a aprobar las Leyes de Reforma, pero no a los religiosos. Y menos a los que ni frailes ni sacerdotes eran aún, pues fray Ramón tenía apenas 20 años. La expulsión tuvo también su cariz ideológico y propagandístico en su momento, ya que se insistía en que las leyes juaristas eran injustas y arbitraria su terrible y desproporcionada aplicación contra la Iglesia mexicana, si bien con tal expulsión se evitó que los liberales radicales hicieran un daño mayor a los jerarcas católicos, pues sus vidas se hallaban presuntamente en peligro, ya que se rumoraba que los liberales más radicales pretendían hasta colgarlos de los árboles.

Fray Ramón, más allá de una visión hagiográfica, pudo mantenerse cerca del poder clerical, aunque le fue necesario empezar por ser mozo y mandadero de los obispos exiliados, primero en el barco, donde cumplió su misión de asistirlos en sus necesidades, y acompañándolos después en sus viajes por Europa. Así visitó España, donde entabló amistad con varios eclesiásticos (entre los más destacables, el sacerdote diocesano Enrique de Ossó, fundador de la congregación femenina de la Compañía de Santa Teresa). Ramón  se ganó el aprecio de varias personalidades de la Iglesia de aquellos momentos, entre los que figuró nada menos que el cardenal Pecci, futuro papa León xiii. Para abundar en su relación con el ahora santo Enrique de Ossó,[6] podemos destacar las circunstancias difíciles por las que atravesaba la orden del Carmen en España, y su restauración y regreso después de ser suprimida en su totalidad en aquel país.

Fray Ramón estuvo muy complacido en Francia, la que admiraba, y quedó prendado de su ciudad capital. Fue al convento de los carmelitas de Bagnères de Bigores, en los altos Pirineos. Así continuó sus estudios clericales para acceder al presbiterado, que alcanzó en 1862. “Hallándose por tercera vez en Roma, se unió al Señor Arzobispo de México, Dr. D. Pelagio de Labastida, con quien volvió a México en 1871.”[7] El aristocrático arzobispo sentía agradecimiento y lo veía como buena opción para poder ser mitrado a su vez, pues le notó talante de buen predicador y aires de misionero. Su capacidad de entablar amistad entre los prelados le permitió, cual saltimbanqui, entrar y permanecer en las entrañas del poder eclesial, con la sencillez de ser hijo del Carmelo teresiano sumada a la agudeza de su labia y acción. Continuó en la iglesia del Carmen de la ciudad de México con fray Pablo del Niño Jesús hasta el 19 de noviembre 1871, cuando salió para Guadalajara.[8] A los pocos años regresó de nuevo al arzobispado de México, donde el señor Labastida le dio el nombramiento de párroco de la iglesia de San José en Tula, Hidalgo.

 

2.    Obispo y carmelita, ¡válgame Dios!

 

La situación de la Iglesia en México, después de la debacle que le produjeron las Leyes de Reforma, tuvo que recuperarse de un duro golpe a su maquinaria: “la Iglesia instruye al clero y a los fieles sobre la conducta que deben observar frente a la prohibición de la enseñanza religiosa en las escuelas; las trabas impuestas al ejercicio del culto católico; la prohibición de recolectar limosnas fuera de los templos; y al inmenso mal que van a resentir muchos establecimientos de educación y de caridad”.[9] Seminarios clausurados, conventos suprimidos, bienes confiscados, destrucción de los legados que durante más de tres siglos acumuló la Iglesia y ahora se veían disminuidos, robados o descuidados, por lo que se encontraba en serios apuros de subsistencia. En el plano espiritual, la pérdida de centros de educación clerical lo tornaba todo más difícil ante las necesidades apremiantes del momento. Incluso las sedes obispales, tras la muerte de sus prelados, quedaban acéfalas.

El papa Pío ix encomendó a monseñor Labastida que mandara propuestas para ocupar dichas diócesis y proveer lo necesario, con tal de consolidar la pastoral en esos aciagos años. Una de las regiones que presentaba un descuido descomunal era la de las Californias, que desde hacía algunos años pedía que ahí se erigiera un obispado, o vicariato al menos, para atender sus necesidades religiosas (preocupaciones pastorales que ya habían sido manifestadas desde 1835).[10] Se habían creado algunas diócesis, como la de San Francisco de 1840, que abarcaba las Californias.[11] Pero con la pérdida del territorio nacional (tras los tratados de Guadalupe-Hidalgo de 1848) fue necesario formar una iglesia local independiente de la jurisdicción estadounidense que pudiera atender las necesidades pastorales de la población.[12]

Fray Ramón, por sus gestiones y astucias, logró ser presentado por el arzobispo Labastida al papa Pío ix. Los informes y el peso moral del prelado mexicano y del señor Pedro Loza fungieron como los dos padrinazgos del futuro obispo. Por su afecto personal a la orden del Carmen, en la terna que el arzobispo de México presentó al Papa para promover al episcopado de la sede del vicariato pidió al superior de dicha orden señalar a los candidatos idóneos, por lo que el provincial, el padre Rafael Checa, propuso a fray Benito Morales y fray Ramón Moreno y Castañeda.[13] Labastida no dudó en preferir a éste, pues ya le conocía de años atrás. Con las bulas ya podía ser consagrado, por lo que fue promovido para ser obispo y vicario de Baja California.[14] Recibió en San Ángel su retiro espiritual, a la vez que comenzó a organizar su consagración episcopal, que se verificó en Guadalajara por el arzobispo Pedro Loza; tenía sólo 34 años. “Después de su consagración recorrió varios puntos de la República con el fin de colectar limosnas para su vicariato, en Toluca y Puebla” (la arquidiócesis que siempre deseó gobernar).[15]

Tomó posesión de su cargo en La Paz en marzo de 1875. En tal ocasión dirigió una primera carta pastoral a sus diocesanos para comunicarles que llegaba acompañado de “algunos jóvenes que aspiran al estado eclesiástico, quienes han dejado su tierra natal, juntamente conmigo para ser los cooperadores de mi Sagrado Ministerio, aquí donde son tan graves las necesidades y deben ser tan penosos los trabajos”. Su estancia en el vicariato duró poco tiempo, ya que no le sentaron el clima, la pobreza ni la lejanía, y partió para Roma en noviembre de 1876, bajo el argumento de que era perseguido político (y que la masonería le acosaba e intentaba quitarle la vida), y sin más consideración abandonó Baja California, que quedó como estaba: sin pastor, doctrina ni misión. En 1877 ya se encontraba en la Curia romana “por hallarse exiliado bárbaramente por el gobierno mexicano”. Presentó un informe sobre el estado que guardaba su vicariato, en el que se quejaba de “la guerra implacable que desde su llegada [...] le ha hecho la masonería, a la que de su parte ha hecho todo lo posible por desenmascarar y combatir”. Denunciaba, además, un par de atentados de que había sido objeto.

Dio a conocer en Roma lo vasto de su vicariato apostólico, que tenía 42 000 habitantes, de los cuales 6 000 eran “indios paganos”. Hizo patente la gran ignorancia en materia religiosa prevaleciente entre su feligresía, porque rara vez entraban en contacto con sacerdotes debido a la dispersión poblacional. Había llegado el caso, afirmó, que a una sola persona se le tenían que administrar cuatro sacramentos (bautizo, confirmación, comunión y matrimonio). Sin embargo, las fuentes documentales revelan que la verdad era otra: no deseaba estar ahí, y una vez elevado a obispo podía acceder a su tan anhelado sueño: la mitra de la Puebla de los Ángeles. “No duró ni un año en su primer Sede Californiana, porque su inexperiencia le granjeó un descontento de sus diocesanos.”[16] No en balde se había presentado como mártir carmelita, perseguido y vilipendiando por su acción misionera: “disfrazó en persecución de proscrito al repudio que había padecido”[17] de sus feligreses. Quería irse de ahí, y se fue unos meses a viajar con el dinero que había colectado para dicha vicaría, y fue a conocer Austria y Palestina, entre otros lugares.[18]

Pensó que el cambio que deseaba para su carrera eclesiástica podría efectuarse bajo un nuevo pontífice, tras la muerte del papa Pío ix. Así que se valió del trato familiar que sostenía con el cardenal Pecci, futuro León xiii. Éste, queriendo favorecer a su amigo, pidió al arzobispo Labastida su parecer sobre si era ajustado promoverlo a la tan codiciada y opulenta sede poblana. La negativa e inconveniente presencia del carmelita, así calificada por Labastida, le granjeó un perpetuo resentimiento por parte del fraile, quien por fuerza y mandato se le presentó para que tomara posesión de la diócesis de Chiapas. El arzobispo, en un parecer de casi 145 folios, expresaba sus razones, muy ajustada y concienzudamente, para acreditar su rotundo no al tan acariciado deseo del carmelita.[19] Cuando supo, por medio de algunos amigos cercanos en la Sede Apostólica, de la negativa del Papa, provocó un desaguisado y profirió violentos improperios contra quien obstaculizaba sus deseos. La actitud del carmelita saltimbanqui del poder eclesial sería un dolor de cabeza para Labastida.[20]

 

3.    Chiapas. Mi castigo

 

Hay muchos ejemplos según los cuales se interpreta una remoción o un cambio como castigo. Los sacerdotes son enviados a parroquias pobres y sin lustre, y algunas veces a manera de destierros forzados, con amenazas y suspensiones canónicas de por medio, que arbitrariamente ejercen quienes detentan el poder en un obispado o en una orden religiosa, situación que deja a los afectados sin derechos ni posibilidad de reclamos, sólo bajo el argumento manipulador de la obediencia y de que es voluntad de Dios. Es algo que se dio y sigue ocurriendo de múltiples formas, en siglo xix y en la actualidad. El destino de los sacerdotes que caen en desgracia ante su obispo o superior provincial, ya por intrigas (finas o vulgares) o verdades, se convierte en calvario y anonimato sepulcral. Es una situación que sigue padeciendo el conglomerado eclesial.[21]

            En el siglo xix encontramos casos de prelados que pretendían ciertas sedes de las que, por méritos o por afectos, se sentían merecedores, y argumentaban ser ávidos misioneros, amantes del rebaño y del reinado de Cristo, celosos pastores, castos como azucenas, magnánimos como el mismo Cristo, prudentes como palomas y otras virtudes dignas de un gran portento de santidad.

Tales aspirantes se consideraban merecedores de tan sublimes premios. Se creían poseedores de celestiales prendas. Ése parece haber sido el caso del obispo fray Ramón, como se trasluce en su correspondencia particular. Su traslado a la pobre e inhóspita diócesis chiapaneca le significó un castigo. Una diócesis pobre en vocaciones al estado clerical por la testaruda cerrazón de los que años atrás habían sido amos y señores de la evangelización de aquellas tierras, los dominicos, bajo el consabido argumento de que los indios no servían para clérigos por su incontinencia. Lo cual también dejaba, a su vez, en completo desastre la labor misionera. Ese obispado, después de años de escasez de personal, fue acrecentándolo con la paciente labor de los obispos que antecedieron a fray Ramón. Y además era económicamente miserable, por no contar con una congrua sustentación para los clérigos ni para la misma funcionalidad de la curia, lo cual hacía que la sede fuese menos agradable o apetecible. A ello se sumaba la supuesta mala información que según el carmelita se había entregado al Papa, quien decidió mandarlo a la diócesis de Chiapas por la malquerencia del arzobispo de México. La diócesis chiapaneca estaba vacante desde hacía seis meses, después de la muerte del obispo jalisciense Germán A. Villalbaso, que la había gobernado con aprecio de sus feligreses y el cariño de los clérigos, por su manera tan paternal y humana de tratarlos “no como burros, sino como amados hermanos”. Pese a todo, se reconoció oficialmente al carmelita como nuevo obispo chiapaneco en el consistorio del 15 de septiembre de 1879.

El arzobispo Labastida mandó una carta al vicario general y gobernador del obispado de Chiapas, el canónigo José Pantaleón González, donde le daba a conocer que el Papa había nombrado a fray Ramón de San José como su nuevo obispo, para que lo divulgara al cabildo y a los curas párrocos y se le recibiera como era debido, con obediencia y obsequiosa caridad. Las reacciones no se hicieron esperar entre los clérigos: algunos argumentaban que un religioso y obispo sería causa de tremendos males, otros pensaban que venía un santo, y otros más dejaron sus opiniones para después. Mientras tanto el obispo electo seguía paseando por Europa y manifestó su deseo de que su diócesis fuera asumida “por medio de un procurador”. Caminar por París era su mayor deseo: la ciudad lo tenía cautivado. El arzobispo de México, que era el metropolitano, informó lo siguiente al vicario general chiapaneco:

 

…me he impuesto con satisfacción de que el Ilmo. Sr. Dr. Fray Ramón Moreno y Castañeda, digno obispo de esa Diócesis, al remitir a V.S. desde París las Bulas de su elección, les autorizó a ambos debidamente para tomar a su nombre la posesión canónica respectiva y para continuar, con aquel título, Gobernador de la misma Diócesis. Se sirva V.S. a la vez participarme que en ejercicio de su elevado cargo tomó la referida posesión en la mañana del domingo 16.[22]

 

4.    Las ovejas

 

Desde su entrada, su manera de dirigirse a su grey fue con suma frialdad; no se le vio cercano, desde su arribo, a los indígenas, a los que sólo consideraba idólatras, ignorantes y desobedientes. Su paso por las pocas parroquias que visitó sólo fue el derrotero por el que entró y por el que se retiró para no regresar. Ante la partida de los mercedarios que tenían a su cuidado su convento e iglesia, de los más añejos de la ciudad, donde se venera la imagen de la Virgen de la Merced, dejaron los frailes bajo el resguardo de un grupo de laicos todos los valores y la “famosa plata” que los feligreses, a lo largo de tres siglos, habían ofrendado a la Virgen. El barrio de la Merced, en el siglo xix, era el más populoso de la ciudad episcopal. En las fiestas patronales en honor a la Virgen estas manifestaciones tenían el nombre de “romería de la Merced”, donde la afluencia de peregrinos se veía rodeada de jolgorios, música, comida y otras demostraciones. Al obispo no le parecieron bien esas festividades (pero el trasfondo era que no lo obedecieron cuando pidió que se entregara la plata de la iglesia):

 

que últimamente por falta de obediencia a la autoridad eclesiástica, sea también por los muchos pecados y ofensas que se cometen contra Dios nuestro Señor en las llamadas romerías a la finca Trapiche de la Merced, he declarado no ser lícito a los fieles de cualquier condición que sean el practicar dichas romerías; ni menos ofrecer en el interior de la capilla de la finca ningún acto religioso, aun cuando sea de simple rezo, ni hacer oblaciones de velas o limosnas, sino hasta que previo maduro examen la misma autoridad eclesiástica declare lo contrario.[23]

 

La amenaza de excomunión y su cumplimiento no se hicieron esperar. La gente, ante el entredicho, sufrió grandes remordimientos de conciencia, en especial los integrantes de la junta que custodiaban la plata: “José Hilario Gómez, mayor de edad de este vecindario, ante usted respetuosamente expongo: que en la última junta celebrada por los vecinos de la sección de la Merced fui yo invitado y concurrí a ella, en la cual se trató de un asunto de plata que reclamaba el Sr. Obispo”.[24] El miedo a la condena eterna hizo que algunos se retractaran, pero la gran mayoría nunca aceptó la excomunión por razón de la plata que el prelado impuso. Por un lad, el pueblo, y por otro lado el prelado: una relación tirante y de consecuencias funestas para la Iglesia. Por eso su renuncia fue festejada con aplausos y vivas.

 

5.    El clero

 

El obispo carmelita fue recibido fríamente en el gobierno de su diócesis. Su llegada a San Cristóbal no tuvo la resonancia de las de anteriores prelados. Por un lado, era entendible: al tratarse de un fraile, inevitablemente despertaba animadversión entre el clero diocesano. Parca y formal resultó su entrada a San Cristóbal de las Casas, más como un acto de jurisdicción que una celebración de expresiones religiosas. Lo que sí fue cierto es que su presencia generó muchas expectativas sobre la manera como podría gobernar. Algunos  creían que vendría con sandalias y hábito carmelita. “Llegó a México [después de su paseo por Europa] el día diez y seis del próximo pasado, el primero del actual salió para Tabasco, para entrar en esta capital para el día del Señor San José, dígolo a ustedes con el objetivo de cerciorarse acerca del día en que haya de arribar a cada una de esas parroquias, y le salgan a encontrar y reciban en la iglesia según el ritual”.[25]

Se decían muchas cosas entre los eclesiásticos, pero los curas escribían a los que estaban en la ciudad pidiendo noticias y comentarios de los miembros del cabildo a quienes tocaría lidiar con el fraile Ramón; todo esto en cartas que, abrigadas por la prudencia y el sigilo, no hacían públicas sus destinatarios. Eran latentes los rumores y los supuestos en relación con el obispo carmelita, como se percibe en una carta al canónigo Feliciano Lazos, del 31 de mayo de 1881, enviada por el padre comiteco Francisco Gordillo: “Por acá se habla mucho de enfermedades que actualmente tienen y diezman a esa ciudad y que está causando terribles males, mucha gente que se muere, pero como siempre exageran las cosas […] También se dice como cosa muy cierta, que nuestro Sor. Obispo se fue a Europa, mil cosas dicen respecto de esto, dígame Usted si es verdad que se ha ido, y bajo qué pie quedamos, pues que también aseguran que el Ilmo. ya no vuelve a Chiapas”.[26]

Extrañeza causó entre ellos que mientras estaba en París, con procurador, asumía el mando del obispado a través de su vicario general, José Pantaleón González. Por la documentación existente, nos percatamos de las tensas relaciones entre el carmelita y los presbíteros. Por ello se apresuró a dar su primera carta pastoral que, copiando casi literalmente la del obispo de Querétaro, aborda el tema de los dineros y la usura. Un tópico que no era de importancia para los clérigos. No sabía, o no se daba cuenta, que muchos de sus ministros vivían en la más extrema pobreza, abandonados la mayoría a su suerte en sus penurias para subsistir. Lo que tensó más las relaciones en la diócesis fue su pretensión de hacer cambios recién llegado al obispado. Fuera de los curas que vivían en parroquias económicamente sustentables, la inmensa mayoría se encontraba en un lastimoso estado, aunado a que ese año las enfermedades, soledades e inhóspito clima cobrarían varias vidas de esos miserables curas. Fray Ramón aceptó sin madura reflexión las acusaciones que hacían contra sus curas, reprimiéndoles agriamente; no tuvieron más opción que callar, si bien algunos no aceptaron su manera de actuar. Tal fue el caso del padre Manuel Gutiérrez, como muestra la siguiente carta de denuncia:

 

Señor Obispo: No queremos al Cura Manuel Gutiérrez para que vuelva a este mi pueblo porque es muy malo, nos maltrata, nos pega mucho y nos quita nuestros chamarros; nos pega mucho con verga; cuando perdió su chuchito, pagamos dieciocho reales. Cuando se fue de mi pueblo se llevó como setenta chamarros y otras lachas. Se pierde una gallina, le pagamos más de tres reales; por su comida del día quiere almud y medio de maíz, veinticinco huevos, dos pollos, dos gallinas y un almud de frijol, sal, chile y cuidadores de gallinas, cuidador de jolotes, cuidador de caballos y más de doce gentes haciendo su milpa, todo sin paga; por un casamiento nos quita una yegua; un potro, que allá está en su hacienda muy grande, lo quita si quiere; vas al pueblo a mostrar y a mirar cuánto animal de mi pueblo le quitó por casamiento. Ya mira Señor Obispo, porque no lo queremos: tennos lástima de mi pueblo. Por mi pueblo, Marcelo Gómez.[27]

 

Sin conocer la diócesis, fray Ramón quiso efectuar cambios acelerados, y al saber los pobladores de los intentos de remoción de varios de sus curas, empezó a ser tirante la relación con los clérigos en cuestión. En la comunidad de Ixtacomitán, por ejemplo, los feligreses redactaron una carta que fue firmada por los principales, tanto indígenas como mestizos, donde suplicaban al obispo que reconsiderara su pretensión de cambiar a su párroco, el padre Manuel J. Reyes. En su extensa misiva le manifestaban: “es un sacerdote modelo que se ha captado las simpatías y el aprecio de todos. Por otra parte, jamás en Ixtacomitán había visto realizado en su templo las mejoras materiales que a costa de mil sacrificios y de una constancia que no hay ejemplo”.[28] El pobre cura, ante las dulces y amorosas amenazas del fraile obispo de que debía obedecer bajo las consabidas manipulaciones de acatar la “voluntad de Dios”, provocó un tumulto descomunal de rechazo frontal a todo lo que viniera del prelado, y ante estos acontecimientos el pobre sacerdote murió a la semana de haber partido de su parroquia anterior, con harto pesar y lamentos “muy subidos” en contra del carmelita. Y pasarían doce años para poder restablecer la concordia en esa comunidad parroquial y que aceptara de buen grado la entrada del párroco designado por el sucesor en la mitra.

En el tiempo que permaneció al frente del obispado, el carmelita no se dio a la tarea de visitarlo. Por ejemplo, en su entrada por la zona norte de Chiapas, pasó por Palenque, Tila, San Francisco  Petalcingo y Chilón, hacia San Juan Cancuc, hasta llegar el día de San José a su sede. Y una sola visita le dedicó a Comitán y Tuxtla, sólo de paso, y al marcharse se fue por las parroquias que colindan con Oaxaca. Desde San Cristóbal pretendió conocer la realidad de su diócesis, sus problemas y bemoles, así que fue rechazado por los curas.[29]

 

6.    El cabildo eclesiástico

Con este cuerpo colegiado ocurrió una ruptura evidente, pues pese que se guardaron las formas y las comedidas deferencias, la presencia del obispo resultó desastrosa. Al mes de su estadía, lo primero que hizo fue promover a un protegido suyo que había conocido en España: un clérigo gachupín[30] llamado Remigio Montoya. Lo traía como capellán, a la antigua usanza. Sin medir las consecuencias y pese a la vehemencia de su carácter e insoportable terquedad, lo nombró canónigo: insistió en traerlo y darle colación (es decir, con cargo y congrua sustentación). Como era de esperarse, quienes ya lo eran no aceptaron tal injerencia, y empezó la tirante relación del prelado con su cabildo. El cabildo dio recurso de apelación, pero el obispo cumplió su capricho; el deán preparó un informe al arzobispo de México y otro al Papa, quien años después le concedería la razón. Con este memorial podemos imaginar la situación de tan desafortunada acción del “jalisquillo”, como se le llamaba en voz baja:

 

El Ilmo. Sr Moreno verificó su arribo a Ciudad Capital de esta diócesis en Marzo de 1880 y en abril del mismo año hizo de este cuerpo las promociones y elecciones que aparecen en el acta del libro actas […] que de acuerdo con las disipaciones canónicas para la erección de una Prebenda se requiere el consentimiento de este cuerpo, y que sin él nada puede hacer el Ilmo. Sr. Obispo, sin que lleve el título de nulidad. […] Que no estaba en facultad del Ilmo. Sr. Moreno hacer lo que hizo, abrogándose facultades que no competen solo al ordinario, sino también a este cuerpo.[31]

 

Así que el obispo carmelita pretendió reformar el ordenamiento del cabildo, a lo que sus miembros se negaron rotundamente, y ante la fuerza de ley que implementó hicieron forzada resistencia, todo por el afán de cambiar sin la prudente espera para la reforma.

   Así pues, ocasionó un agrio altercado el nombramiento de Remigio Montoya[32] como canónigo, acto que hizo trizas la concordia. Además, no le duró el gusto al nuevo prebendado, pues sólo pudo usar poco tiempo sus moradas vestimentas, ya que al partir el prelado lo primero que decidieron sus colegas fue hacerle la guerra para su expulsión y retorno a España,[33]con argumentos canónicos y con patentes a Roma impregnadas de acusaciones y disgustos, manifestando la malquerencia al clérigo extranjero que tuvo la desgracia de llegar cobijado al amparo de fray Ramón.

 

7.    Donde pone el ojo saca la plata

 

Unas de las primeras acciones del obispo Moreno Castañeda fue ubicar los tesoros y censar las cantidades monetarias que las arcas eclesiásticas poseían, empezando por las iglesias de la ciudad de San Cristóbal, como patrimonio de la diócesis, a pesar de los expolios que habían sufrido tras las Leyes de Reforma. Este deseo de saber cómo estaban de dineros lo extendió a toda la sede,[34] y aún sin haber llegado a tomar las riendas de la diócesis pidió inventarios de bienes, dineros, joyas y plata.[35] Este hecho generó un descontento mayúsculo y fue un duro golpe a la desmedida ambición del carmelita jalisciense (según su cabildo). Fray Ramón ordenó, en su calidad de obispo, que todas las obras de arte, plata, y joyas que albergaban las iglesias del decanato de la ciudad pasaran al palacio episcopal. Esto no gustó en nada a los clérigos y a los pocos frailes que aún estaban ahí. Un año después que renunciara a la mitra chiapaneca, el cabildo informó de todos los atropellos, tanto al arzobispo como al papa León xiii, y al obispo de Tabasco, próximo a estas tierras, pidió que investigara con premura y sigilo la escandalosa acción y sus consecuencias de rechazo a todo lo que se tratara del obispo, expediente que llegó a Roma en mayo de 1882. La carta respectiva es más que elocuente:

 

Aunque este Cabildo ignora las fechas en que el Ilmo. Sr. Moreno hizo dimisión del Gobierno de esta diócesis ante nuestro Santo Padre, de la [fecha] en que fue admitida la renuncia y el plazo que se le fijó para dejar de ser Obispo de Chiapas; como durante el Gobierno del mencionado Ilmo. Sr. dispuso en beneficio propio de veintidós mil pesos cuatrocientos cincuenta y cinco pesos, provenientes del valor de una custodia de oro engastada de diamantes y piedras preciosas perteneciente a la Santa Iglesia Catedral, y cuyo valor mínimo es de diez y seis mil pesos; de un laural (?) y cruz pectoral también de oro y engastados de piedras preciosas, correspondientes a las monjas de la Encarnación de esta ciudad, cuyo precio es de setecientos pesos; de dos mil trescientos cincuenta pesos que durante el mismo Gobierno suyo y según cuentas que existe en la Secretaría recibió de capitales y réditos piadosos y de cuatro mil que últimamente recibió en Puebla, correspondientes a esta misma iglesia.[36]

 

Lo que no depredaron las Leyes de Reforma lo expolió el carmelita: el dinero diocesano, su arte y joyas litúrgicas, que jamás se recuperaron. El Papa le exigió su renuncia ante el rechazo del clero, las afrentas a los sacerdotes y su descarada rapiña de los bienes eclesiásticos. Para evitar el escándalo, se cubrió todo con un silencio sepulcral, pero fueron inevitables los comentarios y las opiniones de los eclesiásticos y fieles de Chiapas.

Asimismo, las monjas de la Encarnación, que en ese tiempo vivían en casas particulares por haberse expropiado su iglesia y convento, presentían que serían acogidas y protegidas por tan celoso fraile, pues como concepcionistas habían propagado y acrecentado la devoción a la Virgen del Carmen y sus dos columnas de santidad: Teresa y Juan de la Cruz. Sin embargo, entre los expoliados estuvieron ellas mismas, alejadas de la administración de su convento y de su iglesia, que llevaba el título de Nuestra Señora del Carmen luego que las monjas lo cambiaron por devoción y amor a la orden carmelita, sin tener algún lazo con ella. Aun viviendo en casas particulares respetaban la clausura y se negaban a morir como comunidad; cuando fue requisado su monasterio pudieron salvar joyas que los prelados les habían dado por el afecto y cariño a dicho claustro, entre ellas alhajas de un primor y valor considerables que guardaban celosamente. Mas ante la orden del nuevo obispo, acataron con resistencia y le entregaron todo ese tesoro.

 

8.    La denuncia

 

Bastaron pocos meses para que los eclesiásticos de Chiapas manifestaran su enojo y molestia ante el despojo del que fueron objeto. En varias cartas al arzobispo Labastida le manifestaban su parecer, y ante su silencio caritativo acudieron directamente a Roma, con el papa León xiii, para hacerle ver que el prelado carmelita sólo había venido por la lana de las ovejas, no por su alimentación espiritual. “La escasez que padece esta Iglesia Catedral toca ya a extremo, pues sobre no tener con qué dar cima a la reparación total de la azotea, que es de vital interés, también se necesita de todo para los gastos necesarios”. Pues el dinero se lo llevó el obispo antes de partir bajo la “mentira piadosa”[37] de arreglar asuntos de “esta pobre iglesia de Chiapas”, como escribió en carta circular antes de irse, pese a que tenía ya la decisión tomada de no regresar más, como lo dejó dicho de su puño y letra: “El día de mañana mediante Dios, y por asuntos de esta pobre Iglesia de Chiapas, tengo de camino a México por la vida de Oaxaca. No sé a punto fijo cuánto dilataré”.[38]

La versión oficial de la Iglesia estableció que en el consistorio del 13 de julio de 1883 fray Ramón fue electo obispo titular de Augustinópolis en Frigia, lo que no le importó, pues se paseó placenteramente por Europa[39] con los dineros expoliados a las monjas y al obispado. Quedó como “obispo vago”, sin oficio ni beneficio; enfrentado además con el arzobispo de México por no haberlo apoyado a ceñirse la mitra poblana, y cometiendo acciones descorteses con quien le ayudó en su rápido ascenso eclesiástico. Murió en Ocotlán, Tlaxcala, el 16 de mayo de 1890, en el año decimoséptimo de su consagración episcopal, a la edad de 50 años, 8 meses y 8 días. Dos historiadores finalizan así sus comentarios acerca del obispo carmelita: el primero, el canónigo Vicente de Paul Andrade, quien le conoció, escribe: “La inflexibilidad de su carácter, la resistencia en seguir los consejos, los ardores juveniles y no poca parte de su simpática figura le ocasionaron su desgracia. Ni puedo ni debo decir más”;[40] por su parte, el historiador francés Andrés Aubry se expresa de la siguiente manera: “El carmelita lo consiguió todo con celeridad: la dignidad episcopal sin méritos, el repudio con razón, su jubilación sin trabajo y, finalmente, la muerte sin senectud”.[41]

 

Recapitulación

 

Más allá de la valoración que demos sobre el personaje, lo que se percibe en él fue y sigue siendo la disyuntiva para las órdenes monásticas entre dedicarse a la contemplación o servir en la acción evangelizadora, la cual se acentuó más en los trágicos momentos que la Iglesia mexicana vivió tras las Leyes de Reforma. Con la desarticulación de un clero ya formado, en las órdenes religiosas se percibieron las carencias en la instrucción y la consolidación de sus tradiciones a partir de las dificultades ocasionadas por las Leyes de Reforma. El clero en México cometió, en algunos casos, errores garrafales al oponerse a todo cambio, a que se destruyera lo heredado, bien fuera por ideas estéticas del momento, por la falta de preparación del clero o por la relajación de los principios rectores de la evangelización.

La ausencia de un clero tolerante a los nuevos cambios sociales y políticos que le tocó presenciar, aunada a una constante lucha por mantener un modelo de Iglesia que no respondía a las nuevas expectativas del momento, permitió la aparición de ciertos personajes que, en lugar de ayudar a consolidarla en tiempos recios, se dedicaron a enfrentarse entre sí y obstaculizaron las vías de solución.

Como hemos podido apreciar, la presencia carmelitana en México no sólo tuvo un gran lado luminoso, sino que también reflejó la débil realidad humana. Entre oscuridades y destellos, la Iglesia entera buscó y busca erigirse en opción para el futuro y evitar las malas sendas del pasado.

 

 

 



[1] Presbítero del clero de San Cristóbal de las Casas, miembro de la Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica, bibliófilo respetadísimo y autor de un copioso número de publicaciones.

[2] Este Boletín agradece a su autor su inmediata disposición para publicar aquí su estudio.

[3] Vicente de Paul Andrade, Historia de los obispos de Chiapas, México, edición facsimilar conmemorativa, Diócesis de San Cristóbal de las Casas, 1999, p. 143.

[4] Idem.

[5] Idem.

[6] El padre carmelita Tomas Álvarez escribe sobre fray Ramón y sus nexos con el clérigo español: “El otro carmelita que cruza más hondamente por la vida de Ossó: fray Ramón de San José (Moreno y Castañeda: 1839-1890) llegó a España con doble aureola: víctima de la persecución de Benito Juárez que lo expulsa de Méjico (1860) cuando frisa en los 20 años y aún no era sacerdote; es nuevamente víctima de la persecución y expulsado de Méjico ahora que es obispo (noviembre de 1876). Se encuentra con don Enrique en Ávila en 1877: cuentan ambos 37 años. Y no sólo coinciden en la juventud y el espíritu luchador. Don Enrique descubre que el Obispo Mejicano lleva entre manos el proyecto de una fundación de maestras teresianas, exactamente como la que él acaba de poner en marcha con la Compañía de Santa Teresa. Uno y otro entran en sintonía de ideales y en amistad profunda. Fray Ramón, ahora obispo titular de Eumenia, será de los pocos selectos que no abandonarán a Ossó en la hora de la prueba, ocasionada por el doloroso delito de Tortosa”.

[7] Vicente de Paul Andrade, op. cit., p. 144.

[8] Idem.

[9] Eduardo Mercado Camacho, Frente al hambre y al obús: Iglesia y feligresía y el cañón de Bolaños, 1876-1926, Guadalajara, Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara, 2014, p. 51.

[10] Forinto Hipólito Vera,  Catecismo Geográfico-Histórico-Estadístico de la Iglesia Mexicana, Amecameca, Imprenta del Colegio Católico, 1881.

[11] Eduardo Mercado, op. cit., pp. 57-59.

[12] Vera, op. cit., p. 276.

[13]Vicente de Paul Andrade, op. cit., p. 145.

[14]La idea católica, t. V, núm. 256, domingo 23 de abril de 1876.

[15] Luis G. Sobrino y Ortiz, “Recepción hecha en Toluca al Ilmo. y Rmo. Señor D. Fr. Ramón M. de San José, Obispo in partibus de Eumenia y Vicario Apostólico de la Baja California”, La Voz de México, 31 de agosto de 1874, p. 77.

[16]Andrés Aubry, Los obispos de Chiapas, San Cristóbal de las Casas, Inaremac, 1990, p.61.

[17]Idem.

[18]Idem.

[19]Archivo Secreto Vaticano, secc. Messico xix, Obispos. 4545.

[20] Andrés Aubry, op. cit., p. 62.

[21] Las referencias a este tema son abundantes en las biografías de los hombres de Iglesia del siglo xix.

[22]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, 4753.10, Fondo Obispo Castañeda (sic).

[23]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, sin clasificar. Fondo Obispo Castañeda.

[24]Archivo Histórico Diocesano. San Cristóbal de las Casas, Chiapas, 1881, iv.C.5 C.L.

[25]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, 4753.10, carta del 5 de marzo de 1880.

[26]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, correspondencia del canónigo Feliciano Lazos, carta del padre Francisco Gordillo, 13 de mayo de 1881, ref. 3422.12.

[27]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, sin clasificar, carta al Sr. Obispo Ramón Castañeda.

[28]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, 1093.12. iv. B.3.

[29]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, carta del padre Vicente Morales Bermúdez al obispo, 2868.1. Padre José Miguel Pérez. Carta del obispo Castañeda. 848.37. Carta del padre Eliseo Fernández, 2691.145 y 2641.146.

[30]Así le decían los canónigos, y otras expresiones más agrias y fuertes.

[31] Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, obispo Castañeda, 4795.4.

[32] Vicente de Paul Andrade, op. cit., p. 145.

[33] Idem.

[34]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, inventario que remite el padre Vicente Morales, párroco de Chilón y Zitala, 14 de julio de 1880, 2868.1.

[35]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, 1100.35, 25 de junio de 1879.

[36]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, carta del cabildo al papa León xiii.

[37]Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, 1882.4732.15.

[38] Archivo Histórico Diocesano, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, circular del obispo Castañeda, 4753.11.

[39] Andrés Aubry, op. cit., p.62.

[40] Vicente de Paul Andrade, op. cit., p. 145.

[41]Andrés Aubry, op. cit., p.62.



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