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La Iglesia católica en México, 1929-1965

 

Jean Meyer[1]

El viraje al clericalismo luego de los arreglos de 1929

Se explica aquí una realidad más que dolorosa:

el descarte de la acción social católica de los primeros años del siglo xx

a cambio de la exclusión en México del laicado.[2]

 

 

i

 

Paradigma y contexto

 

Nos acostumbramos en nuestras democracias[3] occidentales llamadas laicas a separar netamente la esfera religiosa de la política, la primera supuestamente adjudicada al “fuero interno”, privada, individual, la segunda identificada con el espacio público, el cual está “cerrado” a las iglesias; en tales condiciones ¿cómo hablar de la Iglesia católica en política, como fuerza política?

La separación estructural de la Iglesia y del Estado, desde la Reforma, garantizaba teóricamente la doble libertad del individuo y del ciudadano, su doble libertad de “creer” o no, sin la menor coerción social: libertad de pensar la ciudad y su porvenir, de construirla con los solos criterios de lo visible y lo “racional”. Eso era una ilusión, como lo demuestra el conflicto “religioso” de los años 1914-1938. Por lo tanto hay que pensar de nuevo la existencia de esa vieja pareja, la Iglesia y el Estado. Religión y política han sido siempre, a lo largo de la historia, aliadas y competidoras. La política busca, con breves excepciones, en lo invisible, en la religión, un fundamento para su legitimidad: Lázaro Cárdenas logra el nombramiento de Luis María Martínez como arzobispo de México y primado de la Iglesia mexicana porque lo necesita; Manuel Ávila Camacho, antes de tomar posesión como presidente electo, afirma: “soy creyente”; el arzobispo Luis María Martínez ayuda al gobierno y tranquiliza a Estados Unidos cuando obliga a Salvador Abascal a dejar la dirección de la Unión Nacional Sinarquista. En cuanto a la religión, no puede dejar de vigilar, acompañar, influir la política, para defenderse como institución y para encontrar o mantener su arraigo social. “Al César lo del César, y a Dios lo de Dios”: hermoso programa, pero la realidad no es tan sencilla.

Mi maestro Gabriel Le Bras decía que ignorar lo que pasa en la esfera religiosa es ignorar una parte notable del espíritu del siglo y de la vida nacional. Añadió que eso valía tanto para Francia como para México, al entregarme su carta de recomendación para el arzobispo Miguel Darío Miranda (julio de 1965).

Trataré esencialmente de la jerarquía de la Iglesia católica mexicana, y de Roma; de los laicos también, pero de manera secundaria, mejor dicho, subordinada. Primero, una serie de advertencias. Un viejo paradigma del liberalismo triunfante quiere que la Iglesia católica haya sido colonialista hasta 1821, conservadora e imperial en el siglo xix, contrarrevolucionaria y ultraderechista en el siglo xx. En 1995, el presidente del episcopado, Monseñor Sergio Obeso Rivera, podía quejarse: “es una desgracia que siempre se nos señale como elementos totalmente negativos en nuestro país, porque en la historia oficial […] la presencia de la Iglesia en México […] está maldita”.[4]  Se puede comentar este paradigma en esa forma: la Iglesia católica, de cierta manera, sigue siendo de “antiguo régimen” en la medida en que no se reconoce en ningún partido; por lo mismo, situarla a la derecha es un error; puede encontrarse un tiempo a la derecha, un tiempo nada más. Hay siempre católicos de derecha, de izquierda y centristas; “la Iglesia” (¿qué es eso?) se encuentra en otra parte, en ningún punto de la línea que va de la izquierda a la derecha, o se pasea sobre esa línea, yendo y viniendo en ambos sentidos. Si vemos a la Iglesia como el enemigo histórico, no lograremos ni la más mínima lucidez.

Otro paradigma caracteriza a la Iglesia como un bloque monolítico, hipercentralizado, totalizado y totalitario, vertical y monárquico. En realidad la Iglesia es una democracia con sus corrientes, tendencias, facciones, partidos; y si nos limitamos a la jerarquía, esa pequeña minoría dirigente, vemos que las divergencias, cuando no las oposiciones y contradicciones, son constantes. Muchos católicos piensan hoy que eso es una fuerza que explica la longevidad de la institución. Veremos que la lucha por el poder es muy real dentro de la Iglesia y que el control de las estructuras institucionales no garantiza el éxito ni la capacidad de llevar adelante un determinado proyecto social o religioso. El poder de la jerarquía es real, especialmente en esos años, pero se diluye en la experiencia cotidiana de los católicos. Un solo botón de muestra: entre 1932 y 1938 los obispos, obedeciendo al papa, condenaron más de veinte veces la lucha armada católica, y sin embargo miles de católicos volvieron a levantarse en armas; condenaron las sociedades secretas, y los católicos fundaron muchas. La obediencia/desobediencia me lleva al concepto weberiano que hago mío de “capellanocracia”.

Al tratar de la sola jerarquía, de la cúpula institucional, subrayamos precisamente la validez del concepto. Por “capellanocracia” Max Weber entiende el dominio ejercido por los clérigos (los sacerdotes como ejecutores de los proyectos pontificios y episcopales) sobre los laicos, incluso sobre los partidos católicos y los sindicatos cristianos, inevitablemente “asesorados” (dirigidos, controlados) en su tiempo por “capellanes”. La Iglesia católica es universal y por la tanto es inevitable salir del estrecho marco nacional para situar en perspectivas nada excepcionales las aventuras y desventuras de los católicos políticos mexicanos desde el Partido Acción Nacional hasta el sinarquismo, pasando por la Liga y los cristeros. Eso no impide la existencia, en el seno de la Iglesia, de inconformes que fundan su desacuerdo en la religión misma. Como edificio de poder, la Iglesia, con el papa arriba, invoca siempre el principio de autoridad y, de mil maneras, adopta compromisos, “arreglos”, modus vivendi con los Estados, hasta los más “desagradables” para los católicos. Pero, como es evangélica, la Iglesia es una comunidad de fieles, laicos y eclesiásticos entre los cuales existen no sólo “demócratas” y “monarquistas”, sino “intransigentes”[5] enemigos mortales del liberalismo y del socialismo, inmanentistas que exigen de su Iglesia un compromiso inmediato que, de hecho, se transforma en militancia política en nombre de valores religiosos; no faltan nunca los teólogos de la violencia, lejanos descendientes de los anabaptistas, que rechazan ese mundo malo y juran detener la fe verdadera. Le cuesta mucho trabajo a la jerarquía, si no doblegar, por lo menos canalizar y neutralizar esas energías peligrosas.

Uno tiende a situar a la derecha a estos últimos, calificándolos de “integristas” (ellos mismos se llaman así entre 1940 y 1950), pero el surgimiento de la teología de la liberación y de su ala radical guerrillera, después del Concilio Vaticano ii, nos obliga a preguntarnos: ¿qué es la izquierda, qué es la derecha? ¿A qué corresponde esa metáfora espacial que nace a principios del siglo XIX y ha conquistado al mundo entero, ganándose la dignidad de “representación colectiva”, de arquetipo? Los hay que no dudan de catalogar a Hernán Cortés como de derecha. ¿Será Cuauhtemotzin de izquierda, de manera que el presidente Cárdenas llamará a su hijo Cuauhtémoc? La izquierda (en plural) acepta feliz ser calificada de izquierda; la(s) derecha(s) mucho menos de ser llamada así. Menos la ultraderecha. ¿Y los católicos, y la Iglesia? Supongamos que fuesen todos de derecha, ¿a cuál de las derechas pertenecerían?

Hay una derecha “reaccionaria” que va de Joseph de Maistre a Charles Maurras y que lanza un triple anatema contra el Renacimiento (humanista), la Reforma (protestante y liberal), la Revolución (francesa y demás), para ofrecer su propia revolución (nacional). Hay una derecha moderada, liberal, que empieza con Burke, Benjamin Constant y Tocqueville y que puede incorporar cierto pragmatismo católico, así como parte de su corporativismo. Entre 1890 y 1930 surge una derecha radical que va de Georges Sorel a Ernst Jünger, y que a veces ha sido identificada como una de las fuentes del fascismo; sin embargo, su elitismo la distingue de aquél. Después de la Primera Guerra Mundial, bajo el impacto de la masacre y la revolución bolchevique, nacen el fascismo y el nacional-socialismo. Y no faltan las malas lenguas para decir que Stalin pertenece a la extrema derecha. Tres de esas cuatro derechas no combinan con la Iglesia católica, lo que no impide concordatos y arreglos cupulares siempre tácticos.

Finalmente hay que situar a México y a la Iglesia, que tiene su tiempo propio en el tiempo del mundo; bajo la batuta de Pío xi y Pío xii, Juan xxiii y Pablo vi, la Iglesia enfrenta bolchevismo y fascismo, anticlericalismo y nacional-socialismo; vive el momento de la primera posguerra, de la gran depresión, de la crisis de las democracias, del antisemitismo y de la guerra de España, la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría con el anticomunismo consecuente, la revolución cubana y el Concilio que surgen en forma inesperada y al mismo tiempo...

Creo entender que se me pide una historia política del hecho religioso, o la proyección política de la religión. De 1867 (fecha mexicana) a 1965 (fecha romana), pretendo ver un esfuerzo secular para salvar la institución, la Iglesia, amenazada por el tiempo del mundo; para lograrlo, Roma pone a los católicos y los laicos al servicio de esa prioridad; su estrategia usa muchas tácticas, según el país, según la provincia, según el momento: oportunismo en el mejor sentido de la palabra. Esa tendencia secular se fragmenta en ciclos de duración mediana que engendran líneas pastorales distintas, pero que tienen siempre dos vertientes, ascendente y descendente. Una serie de crisis, más o menos breves, separa esos ciclos: la Reforma, 1914-1917 y la Constitución, 1926-1929 y la recaída de los años treinta, el Concilio (por primera vez el acontecimiento es interno y no se puede vivir como una agresión externa).

En el seno de la Iglesia, dos papas rigen de 1922 a 1958, dos personalidades, dos estilos de gobierno, pero en una profunda continuidad, cuando la historia de la Iglesia se vuelve, una vez más, una historia mundial, inseparable de los problemas y de los conflictos del mundo. Eso a la hora del apogeo de la nueva autoridad pontificia y de la centralización romana, según un proceso empezado en 1870 en el Concilio Vaticano i. El papa ejerce ahora el libre nombramiento de todos los obispos del mundo y la institución se clericaliza totalmente, alejando a los laicos de la liturgia y de la administración de los bienes temporales. La meta desde León xiii: fortalecer la institución para instaurar el reino de Cristo en la sociedad, whatever that means. Roma inventa la Acción Católica sicut acies ordinata, “como un ejército en orden de batalla”, para utilizar a los laicos en su defensa. Inventa muchas ac, una para Bélgica, otra para Francia y Alemania, otra para Italia (y México).

Pío xii (febrero de 1939 - octubre de 1958) es un canonista, un diplomático que tiene una experiencia internacional excepcional. Personalidad de primera, como su predecesor, con quien trabajó muy de cerca, llega al poder en un mundo dominado por el totalitarismo; vive la guerra mundial y la descolonización (que apoya), internacionaliza el Colegio de  Cardenales, se interesa en América Latina, instituye en 1955 el primer Consejo Episcopal continental, el de América Latina, el celam. La doctrina social de la Iglesia sigue siendo la misma, ni capitalismo ni comunismo, con críticas al Estado opresor y con remedios morales a la “cuestión social”: bien común, solidaridad, subsidiaridad, derecho natural, dignidad de la persona, denuncia de los totalitarismos a partir de 1937, con las dos encíclicas que condenan el nacional-socialismo alemán y el comunismo: Mit brennender Sorge por un lado (14 de marzo), y Divini redemptoris por el otro (19 de marzo). Ésta menciona “los horrores cometidos en Rusia, en México y en una gran parte de España”. Si desde León xiii la Iglesia hablaba bien de la democracia, pensaba sólo en la “democracia social”; hubo que esperar el mensaje de Navidad pontifical de 1944 para saber que Roma hacía finalmente suyos los principios de “la verdadera y sana democracia”.

La Iglesia no es una democracia parlamentaria y electoral. Esos años corresponden al dicho: “el cura señor y amo en su parroquia, el obispo señor y amo de su diócesis y el Papa señor y amo de la Iglesia”. Triunfa una eclesiología verticalista, clerical, autoritaria, en la cual el “magisterio ordinario” del papa (noción que surge en 1863) es incontrolable; la “romanidad” es exaltada y Roma es la cabeza y el corazón de la catolicidad. Los laicos dependen de y obedecen a la jerarquía que, mundialmente, multiplica las organizaciones de masa, nacionales y supranacionales. Si no se toma en cuenta la dimensión romana y la integración de México a esa Iglesia universal, no se puede entender la historia política nacional.

 

ii

 

1919-1938 El gran encierro

 

La nueva línea

 

En febrero de 1926 el papa pidió a los católicos mexicanos olvidarse de la política y trabajar en el marco de la Acción Católica; repetía su petición (1922) al clero italiano de abstenerse de todo compromiso político, lo que significaba claramente que el Vaticano no veía con buenos ojos las actividades del Partido Popular (católico, dirigido por un sacerdote). En México no quería ver otro Partido Católico Nacional, pero la escalada entre el gobierno del presidente Calles y la jerarquía mexicana abonó el terreno para el catolicismo político militante de la Liga Nacional de Defensa de las Libertades Religiosas, fundada en 1925, en reacción contra una “iglesia” cismática fomentada por círculos gobernantes. Ese catolicismo de combate, provocado por la Ley Calles, la suspensión de los cultos y los inventarios que causaban el cierre de los templos, lanzó a la Liga a la lucha armada. La gran guerra popular de la Cristiada duró tres años, hasta que Roma, apoyada en una fracción episcopal, puso fin al agotador empate militar al negociar con el gobierno los famosos “arreglos” de junio de 1929. El gobierno prometía respetar la Iglesia, pero las leyes y los artículos constitucionales seguían tal cual, si bien eran letra muerta.

Desde el primer momento varios obispos quedaron inconformes, pero acataron los arreglos; los combatientes y la Liga (no es lo mismo) no habían sido consultados, de modo que entre los primeros no faltó la amargura y la incomprensión, mientras que la segunda pasó en seguida a la ofensiva, escribiendo a los obispos y al papa, multiplicando los contactos, viajando a Roma. Roma y sus agentes en México se lo esperaban y trabajaron tenazmente durante casi diez años para domar o quebrar a los inconformes: una cosa era clara, la participación política de los católicos quedaba excluida; para salvar la institución había a la vez que frenar a los activistas y movilizar a los laicos en general para poder resistir al Estado y convencerlo de respetar los arreglos, cosa que no hizo hasta 1938. La cuadratura del círculo, ¿cómo organizar a los católicos y movilizarlos, sin dejarlos llegar a la política o a la lucha armada?

Roma ofrecía el santo remedio de una nueva versión de la Acción Católica y empezó por desmantelar todas las organizaciones existentes, la más importante de las cuales era la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (acjm), elemento motor en la Liga, a la vanguardia de la lucha armada pasada. Los ligueros más radicales, que habían soñado con llegar de manera revolucionaria al poder para instaurar una utopía católica, nunca perdonaron a los arzobispos encargados de los arreglos: monseñor Ruiz y Flores, delegado apostólico, y monseñor Pascual Díaz, arzobispo de México. Los acusaron de haber engañado al papa (“monseñor Díaz y Barreto, tirano eclesiástico de México a nombre usurpado del Papa”) y esperaron la segunda Cristiada que tarde o temprano provocaría el no respeto de los compromisos.

Al día siguiente de los arreglos, el delegado apostólico mandó una carta al episcopado, clero y pueblo mexicano: “el Sumo Pontífice, perfectamente informado de la diversidad de opiniones, para resolver el asunto que nos ocupa, ha aprobado el arreglo concordado en nuestras conferencias con el Señor Presidente, y por lo mismo deben desechar toda desconfianza aun los más timoratos”.[6]

“Los más timoratos” eran los ligueros más bravos, envalentonados por los obispos Leopoldo Lara y Torres (Tacámbaro) y Manríquez Zárate (Huejutla). No soportaban declaraciones como la del delegado apostólico Ruiz y Flores: “la jerarquía y el clero, en caso de cualquier movimiento armado o de carácter revolucionario, no tomará jamás parte en el futuro, como lo hicieron en el pasado, ni permitirá que lo relacionen o identifiquen con tales actividades revolucionarias”.[7] Añadía que quienes lo hicieran individualmente, bajo su exclusiva responsabilidad y riesgo, no podrían comprometer o criticar a la Iglesia y a los católicos.

No es ninguna coincidencia que el arzobispo Díaz lance oficialmente el 31 de diciembre la nueva Acción Católica Mexicana (acm), organizada sobre el modelo apolítico italiano. Los ligueros entendieron inmediatamente el sentido de la maniobra, y lo que significaba la liquidación de la primera acjm y de la Unión de Damas Católicas, dos organizaciones ligueras:

 

Al poco tiempo de concretarse los “Arreglos” del 21 de junio que pusieron fin a toda resistencia católica a la Revolución satánica, judaica y masónica, y sus úcases persecutorios, se empezaron a dar los pasos por Mons. Ruiz y Flores y Mons. Díaz y Barreto para implantar una organización que oficialmente llevaría el nombre de acm, con un espíritu pacifista y de colaboración con la Revolución y sus hombres.[8]

 

El papa había dicho y repetido que la acm sería el método y el instrumento para resolver las dificultades en México. Monseñor Díaz fue encargado de la dirección suprema y el P. Miguel Darío Miranda, futuro arzobispo y cardenal, se dedicó a la obra para mayor gusto del gobierno. El presidente Pascual Ortiz Rubio pudo decir al P. Burke y a W. Montavon, representantes de los obispos estadounidenses, que “era católico y orgulloso del hecho de que el difunto arzobispo Ortiz de Guadalajara fuese su primo hermano”.[9] La mayoría de los obispos pidieron a los católicos, y especialmente a los ligueros, entrar a la acm, con la sola excepción de monseñor J. de J. Manríquez y Zárate. Se trataba de “hacer cristiana la sociedad bajo el control y la guía de la Iglesia” que está dispuesta “a cooperar con el partido revolucionario en cualquier programa bueno para el progreso moral y económico del pueblo mexicano”, palabras del P. Miranda citadas por Montavon.[10] Los ligueros no tuvieron, felizmente, acceso a ese tipo de información, pero captaban muy bien el cambio de línea: les habían dicho, por ejemplo, que la acjm liguera

 

estaba incapacitada para formar parte de la acm y debía desaparecer, por estos cinco motivos: 1. Tomó la acjm parte en el movimiento de los llamados Cristeros. 2. Firmó un documento público en que se adhería al programa de la Liga, infringiendo con esto sus Estatutos que le prohíben meterse en política. 3. La acjm no ha sabido ir a las masas; se ha contentado con formar una elite. 4. El espíritu de heroísmo de la acjm la ha hecho aparecer hostil al Gobierno [...]. 5. La acjm ha mostrado poca disciplina en los tres años de persecución.[11]

 

El 18 de noviembre de 1926, en su encíclica Iniquis afflictisque, el papa había alabado a la Liga, la acjm y la Unión de Damas Católicas: “merecen bien de la Iglesia y de la Patria”...

Tres años después la Iglesia liquidó las dos últimas, y si no pudo desaparecer la Liga no fue

por falta de ganas. También se echó abajo para reconstruirla totalmente la Unión de Padres de Familia (unpf, fundada en 1917).

En 1930 una docena de prelados tomaron la defensa de la extinta acjm y el 24 de septiembre el obispo Lara y Torres mandó un largo informe al papa sobre la situación “muy triste y dolorosa” de la Iglesia, para consultarlo “sobre algunos puntos en que me encuentro perplejo para obrar en cumplimiento de mis deberes pastorales”. Terminaba diciendo que “en el pueblo hay escándalo y expectación” y preguntaba: “¿los obispos deberemos callar y esperar a que la Delegación (apostólica) indique los medios de obtener una reforma? Los católicos se escandalizan de que callemos y nada hagamos por mejorar la condición de la Iglesia, de los sacerdotes y de los fieles”.[12]

 

La gran prueba

 

El año 1931 vino a darle la razón a los ligueros, cuando la celebración del cuarto centenario de la aparición guadalupana y la llegada del general Lázaro Cárdenas a la Secretaría de Gobernación fueron acompañadas de la suspensión de la aplicación de los arreglos; el secuestro y la expulsión del país del arzobispo Orozco de Guadalajara fue el símbolo de esta nueva crisis. El delegado apostólico, quien todavía el 14 de marzo escribía una carta más que respetuosa y suplicante al Jefe Máximo, Plutarco Elías Calles, tuvo que aceptar la dura realidad y (12 de septiembre) quejarse públicamente de la ofensiva contra la Iglesia y pedir a los fieles la unión para defenderla “legal y pacíficamente”. Unión imposible, puesto que la división latente desde los arreglos se profundizaba y manifestaba con nuevos levantamientos, aislados ciertamente, pero amenazantes para los dos arzobispos encargados de aplicar la nueva y definitiva línea romana.

A lo largo del año de 1932, antes de que hablara el papa, se multiplicaron las condenas eclesiásticas de la lucha armada; eso empezó con la publicación, en la Gaceta Oficial del Arzobispado de México, del texto “¿En qué se funda el Papa para prohibir a los católicos mexicanos el recurso de las armas?” Un volante anónimo, obviamente liguero, contestó para defender la legitimidad cristiana de la lucha armada y decir que o bien el papa había sido mal informado, o sus instrucciones habían sido malinterpretadas por los dos prelados.[13] Otro volante pregunta: “¿es cierto que el Papa prohíbe la lucha armada?” y empieza afirmando “categóricamente respondemos que no y que es solamente mentira”.

La ola anticlerical de 1931, con la limitación de sacerdotes en muchos estados, fue una bendición para la Liga, y el 25 de marzo de 1932 monseñor Lara y Torres escribió al secretario de Estado del Vaticano, cardenal Pacelli, para hablar a favor de los insurgentes.[14] El 30 de abril el pobre delegado apostólico reiteró que “el Episcopado, de común acuerdo y por indicación del Santo Padre, ha hecho saber a los católicos que no hay que pensar en la defensa armada”. El 31 de mayo de 1932 monseñor Ignacio Placencia (Zacatecas) mandó a su clero la Circular Reservada número 7, que iba en el mismo sentido y golpeó duramente a los levantados.

Los radicales contestaron: “ahora bien; si el Papa y los Pastores Mexicanos han extraviado esta vez la senda de la verdad y de la justicia ¿estaremos obligados los católicos a seguirlos? No, de ninguna manera, porque nos haríamos cómplices de ese error y de esa injusticia”.[15]

El general Cárdenas echó leña a la hoguera al expulsar del estado de Michoacán a “los llamados obispos de Morelia (el delegado apostólico) y Zamora”.[16] De todos modos el delegado volvió a condenar[17] el recurso a las armas, y como sabía que dos o tres obispos apoyaban a los contendientes, declaró: “4. Desconocemos cualquier escrito o documento de cualquier autoridad eclesiástica a favor del recurso de las armas, y encarecemos a los fieles que no se dejen sorprender [...] ni engañar con las explicaciones y distinciones, que tratan de esquivar la prohibición del Sumo Pontífice”. El campo católico se parecía cada día más al campo de Agramante y los prelados llegaron a temer un posible cisma.[18]

El 24 de agosto el obispo de Zacatecas hizo circular las declaraciones del delegado, dándole todo su apoyo. “Varios católicos deseosos de ver a la Patria libre” lanzaron un texto mimeografiado donde afirmaron que: “ni su Santidad, ni el Delegado, ni nadie puede quitar a los católicos el derecho que poseemos de defender las libertades esenciales y los fundamentos de la sociedad civil”. Los ataques contra los prelados y los “arreglos(?)” por ellos concertados redoblaron y una lluvia de volantes y pasquines cayó sobre las ciudades.[19]

El 9 de julio el cardenal Pizardo, por instrucciones personales del papa, contestó a monseñor Lara y Torres que el delegado apostólico no hacía sino obedecer al papa y que por lo tanto, todos los obispos, todo el clero, debían acatar las instrucciones del 1º de junio y predicar contra la lucha armada, y abstenerse luego de “criticar ásperamente las instrucciones del Santo Padre y de Su delegado”. Le invita a dar el ejemplo de la disciplina,

 

[…] dando subito inizio all’ Azzione Católica. […] La Chiesa, per quante presioni le siano state fatte, non ha mai approvata la difensa armata; anzi, ha deplorato che alcuni, sia pure pochi, Ecclesiastici vi prendessero parte anche indirettamente ed ha pure fatto allontanare de Roma que Prelati favoreli a tale difensa che davano respetare di parlare o di agire con il Suo consenso.[20]

 

Mientras, en México, una ruda “Carta Abierta” atacaba a monseñor Ruiz y Flores y pedía rezar “para que el Santo Padre ordene el retiro de los señores Leopoldo Ruiz y Flores y Pascual Díaz y Barreto”.[21]

Para esa fecha la lucha armada se había reanudado en varios puntos del país; en agosto los de Zacatecas redactaron una “Orientación”, en la que, después de afirmarse como buenos católicos, protestan contra “la intromisión de la Jerarquía Eclesiástica en asuntos que sólo a nosotros competen [...] no hemos levantado bandera religiosa alguna [...] defendemos con las armas nuestros derechos cívicos vilmente conculcados por la tiranía actual”.[22]

El obispo José de Jesús Valverde, de Aguascalientes, preocupado por el vecindario zacatecano, exhortó en septiembre de 1932 a sus “muy amados hijos los fieles de esta diócesis” a obedecer las “normas que sobre el particular se ha dignado darnos la Santa Sede”; recuerda que el papa dijo que “en esta situación tan grave como injusta contra la Iglesia [...] no hay que pensar la defensa armada [...] sino más bien provéase a la educación del pueblo cristiano en la obediencia y adhesión al Santo Padre, a la Jerarquía y a la Iglesia”. Luego comenta en cuatro puntos y denuncia los que hablan de defensa armada y “provocan a la desobediencia del mismo Santo Padre y en contra del Episcopado [...] que Dios Nuestro Señor los detenga en esa marcha al abismo”.[23]

Frente a una situación tan grave, propicia al cisma, Roma tuvo que hablar y el papa emitió el 29 de septiembre de 1932 la encíclica Acerba animi. El texto empieza con una denuncia de las condiciones impuestas a la Iglesia en México, recuerda que fue el Estado quien pidió expresamente llegar a un acuerdo para poner fin a la guerra; que, confiada en su sinceridad, Roma dio la orden de levantar la suspensión de los cultos, lo que a su vez desarmó a los cristeros. Que el gobierno violó “abiertamente las condiciones estipuladas en la conciliación” para desatar “una persecución totalmente criminal”, cuya meta es “destruir por completo la Iglesia” en “un avance positivo de esa revolución que el ateísmo, enemigo de Dios, realiza por todos los medios”. Esa primera parte podía concitar la unanimidad de los católicos mexicanos, ligueros incluidos.

Pero luego el papa, después de afirmar que no obstante su fracaso los arreglos eran justificados por la necesidad de atender la vida espiritual de la nación, da unas instrucciones que no pueden gustar a los radicales: dice que ve a los católicos divididos por la nueva persecución y que, por lo tanto, se reserva el derecho “exclusivo” de intervenir: en un “asunto íntimamente relacionado con la religión, es derecho y es deber nuestro determinar los principios y las normas de conducta que deberán acatar necesariamente todos los católicos”. Recuerda que ha tomado en consideración todos los informes, todas las opiniones de la jerarquía y de los fieles, “incluso aquellos que pedían se volviera, como en 1926, a una táctica más severa en la resistencia, suspendiendo de nuevo en toda la República el ejercicio público del culto divino”.

Todo bien considerado, prosigue Pío xi, la estrategia debe ser otra y adaptarse a las circunstancias de cada diócesis; aprobar esa injusta ley es totalmente ilícito y pecaminoso, pero frente a la fuerza no se debe recurrir a la violencia sino a las protestas legales y cívicas, en el marco de la unidad y de la obediencia a la Iglesia: la Acción Católica es el medio más eficaz.

Publicada el 1º de octubre, la encíclica provocó al día siguiente la acusación, por parte del nuevo presidente Abelardo Rodríguez (Pascual Ortiz Rubio había desaparecido en la tormenta), de “incitación a la rebelión” y “provocación”. El 3 de octubre monseñor Ruiz y Flores contestaba que “la oposición pacífica a unas leyes que violan los derechos religiosos no puede ser calificada de rebelión”. El día 7, para mayor satisfacción de los duros de los dos bandos, fue arrestado y deportado hacia el Norte. La ofensiva anticlerical redobló y no tardó en empezar la batalla.

 

El Santo Padre expresó sus temores de que con mi expulsión ciertos elementos se aprovecharán para provocar conflictos recurriendo a medios violentos. Por desgracia parece que esos temores se realizan, pues que algunos descontentos se han felicitado por mi ausencia y hasta algún Prelado ha tomado parte activa [se trata de Lara y Torres, N. de JM] en excitar al pueblo a la defensa armada, alegando que no hay que obedecer al Superior cuando éste manda algo contra el bien común o engaña”.[24]

 

Poco después los dos obispos “ligueros”, partidarios activos de la defensa armada, fueron obligados por Roma a renunciar.

 

La educación socialista

 

En 1934, el presidente Abelardo Rodríguez debió afrontar a Calles a propósito de la Iglesia, al igual que su desdichado predecesor Narciso Bassols —quien había pasado de la Secretaría de Educación, de donde lo había sacado la opinión pública a causa de sus proyectos de educación sexual infantil, a la Secretaría de Gobernación—, fue el instrumento de Calles. Durante la crisis de diciembre de 1931 afirmó que habría que renunciar a “iluminar” las generaciones adultas, muy profundamente gangrenadas por el cáncer religioso, y consagrar todos sus esfuerzos para convertir a la juventud a una visión “racional” del mundo. A finales de 1933 el Partido Nacional Revolucionario (pnr) había decidido reformar los artículos educativos de la Constitución para proclamar el carácter “socialista” de la enseñanza. Abelardo Rodríguez hizo saber que se oponía a ello. En marzo de 1934 Bassols le fue a decir, de parte de Calles y de su candidato Cárdenas, que era necesario reanimar la cuestión religiosa y calentar a los gobernadores. Habiendo rehusado el presidente, Bassols renunció y Calles lanzó en julio el famoso “grito de Guadalajara”, retomado por todos los callistas: “la revolución no ha concluido; sus eternos enemigos la amenazan [...] hay que entrar por eso en esta nueva etapa que yo llamaría la revolución psicológica. Debemos penetrar y apoderarnos de las conciencias de la infancia, de la juventud, porque son y deben ser de la revolución [...] de la colectividad”. Precisaba en su memorándum a Cárdenas: “el Estado tiene perfectamente el derecho de orientar la educación según sus doctrinas y sus principios, que es lo que hacen en este momento en Rusia, en Alemania, en Italia”.

El “grito” fue seguido de una serie de violentos ataques contra la Iglesia y nuevas disminuciones en el número de sacerdotes autorizados. Tras la elección de Cárdenas a la Presidencia, el artículo tercero de la Constitución fue reformado: “la educación dada por el Estado será socialista, y no contenta con excluir a toda doctrina religiosa, combatirá el fanatismo y los prejuicios”. Este programa fue confundido con el de la educación sexual de Bassols, lo que provocaría levantamientos en 1935, desencadenando tal hostilidad entre los campesinos y en el seno de las clases medias que el gobierno debió dar marcha atrás. Esta escuela racionalista inspirada en Ferrer fue el origen de muchas luchas estériles que arruinaron por largo tiempo la confianza del pueblo en la escuela pública. La batalla escolar llevada de 1934 a 1937, y perdida por el gobierno, fue una trampa para sus inventores. Se piensa, con razón, que Calles había presionado a Cárdenas en esta batalla para comprometerlo y debilitarlo, lo que lo habría obligado a permanecer fiel al Supremo Jefe. Esto es verdad, pero este movimiento tenía su lógica interna. Desde 1929 Portes Gil había enviado “misioneros rurales” para combatir “el fanatismo y el alcoholismo” en Jalisco. La Cristiada había consternado, espantado, exaltado a los jacobinos. De ahí esta “educación socialista” con sus liturgias laicas, panteístas y arqueológicas. En la batalla escolar, el gobierno se enfrentó a la Iglesia, que tomó el asunto con resolución y sangre fría. Los prelados vieron el aspecto estrictamente faccional de la crisis y se rehusaron a hacerle el juego a Calles: “estos señores quieren llevar el toro a otro lado y les gustaría vernos sacar las uñas”, escribía el delegado apostólico al arzobispo de México, en septiembre de 1934. La Iglesia tuvo entonces el respaldo de las clases urbanas, de la Universidad, de la mayoría del pueblo, incluyendo a los agraristas, y finalmente a la estadounidense y mundial a través de las iglesias protestantes.

La reanudación de la guerrilla en el campo (7 500 insurgentes en 1935) y el terrorismo del que fueron víctimas los maestros de educación socialista acabaron de persuadir al gobierno. Pero en tres años fueron asesinados 100 maestros, 200 fueron heridos (los terroristas les cortaban las orejas) y fueron destruidas numerosas escuelas. Es una cruel ironía evocar las resoluciones votadas en 1932 y colocarlas frente al contrasentido cometido en 1934: “la educación rural debe fundarse en la psicología del niño, del adolescente, del adulto, y en la sociología de México”.

En el momento en que Cárdenas triunfó sobre Calles sólo había 305 sacerdotes autorizados en todo el país. Entonces el delegado apostólico, exiliado en Estados Unidos, condenó nuevamente a los católicos levantados y llamó a todos los mexicanos a orar por la libertad religiosa, diciendo que “el tiempo de la tranquilidad ha llegado”. Se anticipaba, porque la paz definitiva tardó en llegar hasta 1938. Para esa fecha habría surgido de la clandestinidad (las legiones) un movimiento católico de masas estrechamente vigilado por la Iglesia, la Unión Nacional Sinarquista.

Pero ¿cómo actuó la Iglesia frente a la “educación socialista”? Además de un bombardeo de notas, protestas, normas y condenas, trabajó discreta e indirectamente a través del Secretariado Social, de la acm y de todas las organizaciones por ella controladas, especialmente las femeninas y la renovada unpf; en la unam y en las universidades de provincia con la nueva Unión Nacional de Estudiantes Católicos (unec);[25] como si eso fuera poco, toleró y alentó sociedades secretas, siempre y cuando fuesen controladas por la jerarquía y/o los jesuitas. Sin contar una redoblada actividad religiosa —culto público y clandestino, campañas de oraciones, devociones a la Virgen de Guadalupe y a todos los Cristos milagrosos de la República: de ahí el dicho “El santo Cristo de Tila salvó a Tabasco”—. Todo eso para evitar el crecimiento de la inconformidad de muchos católicos y de la “Segunda” (Cristiada), para al mismo tiempo combatir la ofensiva gobiernista. Para Roma y los prelados más fieles a su nueva línea, “la ciencia de ganar perdiendo” no era ninguna debilidad, ninguna concesión al Estado anticlerical, sino la única manera de salvar la institución y el futuro. Entre 1932 y 1938 fue difícil vender esta tesis pero al final se ganó la apuesta.

Antes del grito de Guadalajara, antes de la reforma del artículo tercero (19 de octubre de 1934), monseñor Díaz había dado instrucciones, retomadas por monseñor Orozco: “Todos los católicos están obligados a impedir, por cuantos medios lícitos estuviesen a su alcance, que se establezca y se difunda la enseñanza socialista”.[26] Frente a la división de la jerarquía, monseñor Ruiz y Flores protestó el 10 de septiembre contra la educación socialista y llamó a los católicos a unirse y organizarse bajo la autoridad eclesiástica. El 30 de diciembre, desde San Antonio, mandó una carta “A los católicos mexicanos” en la misma tónica.

En 1935 se fundó un Comité Ejecutivo Episcopal (cce) y el delegado apostólico pidió a los jesuitas su ayuda para organizar la acm, infiltrar y reorientar las organizaciones no directamente controladas o rebeldes, o susceptibles de serlo.[27] Durante toda la batalla escolar la posición de la Iglesia no cambió: “mientras sea obligatoria la educación socialista [...] no es lícito (es decir es pecado) a los católicos abrir y sostener escuelas públicas [...] acudir o enviar a sus hijos a las mismas”.[28] Varias cartas colectivas a lo largo de esos años repitieron que mandar a los hijos “en tales escuelas [...] gravísimo pecado mortal”, según las Normas del cee publicadas el 2 de febrero 1935. Las instrucciones romanas del cardenal Pacelli (futuro Pío xii), con fecha del 20 de diciembre de 1936, confirman la línea romana y permiten a los obispos decidir para sus respectivas diócesis. La Iglesia y su brazo seglar, la unpf, ganaron la batalla del ausentismo; así, según el inspector federal, en 1935-1936, sólo 391 de 5000 niños, iban a clase en Zamora, pues ni los ejidatarios mandaban a sus hijos.[29]

 

Apuesta ganada

 

¿Cuál era la situación básica de la Iglesia alrededor de 1935? Luis González nos dice en su estilo inimitable:

 

La Iglesia era un roble frente a los ataques de sus enemigos. Ni el leñador líder, ni el leñador intelectual ni el leñador político lograron entonces que sus hachas penetraran mayormente en el tronco eclesiástico. Aunque el gobierno redujo la cifra autorizada de sacerdotes, aunque la autoridad civil de casi todos los estados sólo permitió el ejercicio de un sacerdote en toda la entidad, o de un sacerdote por cada 100 mil o 50 mil fieles; aunque en Chiapas la Ley de Prevención Social, promulgada en 1934, consideró malvivientes a “los sacerdotes de cualquier denominación religiosa”, y a las personas que celebraran actos de culto en lugares públicos o impartieran dogmas religiosos a la niñez; aunque en Tabasco la lucha desfanatizadora del gobernador Garrido llegó hasta la clausura de los templos, la expulsión de los sacerdotes y la quema de imágenes de los santos por una milicia ad hoc llamada de las camisas rojas, y aunque la confiscación de bienes eclesiásticos se reanudó vigorosamente en 1931, el cura siguió contemplando a su pueblo desde las torres parroquiales y haciéndolo a la rienda desde el confesionario y el púlpito.

El sacerdocio eclesiástico superaba a la burocracia en acercamiento a las multitudes. A los clérigos se les facilitaba la tarea de convivir con el pueblo raso por el origen humilde de la mayoría de ellos. Abundaban los sacerdotes de color obscuro, de oriundez india o ranchera e hijos de padres en la inopia, sobre todo entre el clero seglar y los frailes de la orden franciscana […] Indudablemente no todas las acusaciones de los políticos contra los eclesiásticos podían calificarse de infundadas. Sin duda la mayor parte del sacerdocio no compartía ni las metas ni los métodos de la autoridad civil. Desde la reforma liberal andaba a la greña con el gobierno. Con todo, era casi nula la participación eclesiástica en la política electoral o política de partidos.[30]

 

Puesto que la consigna definitiva era: “Absténganse los fieles de usar medios violentos para defender sus derechos, pues esos medios no son conformes al espíritu cristiano ni tienen eficacia práctica”,[31] la Iglesia hizo operativa toda una serie de tácticas paralelas al servicio de una estrategia única: salvar la institución. En cifras absolutas, la acm no andaba mal y juntaba centenares de miles de laicos; medio millón en el Apostolado de la Oración, quién sabe cuántos en las venerables órdenes terceras, 20 mil en las Congregaciones marianas de los jesuitas, 300 mil en la propia acm y sus diversos cajones para jóvenes y adultos. Los insurgentes de la “Segunda”, que se hacían llamar “libertadores” o “populares”, se burlaban de esos varones de la Vela Perpetua y los exhortaban en vano a empuñar el rifle. En vano, porque la Iglesia les ofrecía algo más que las devociones.

La tercera táctica, con la acm y la vida religiosa intensa, fue dejar, hasta cierto punto, la rienda suelta a otras organizaciones que surgieron después de los “arreglos”, algunas secretas, otras públicas, o públicas con una parte secreta, nunca secreta para la Iglesia. Las sociedades secretas están prohibidas por la Iglesia por lo menos desde el siglo xviii, cuando se condenó por primera vez la masonería. Esa condena se había usado en 1928-1929 contra la muy católica, femenina y militar (logística) organización secreta de las brigadas Santa Juana de Arco. Sin embargo, como la jerarquía conocía las posteriores a 1929, les permitió prosperar siempre y cuando no se le fueran. Eso se dio en el marco de una casuística definida por el mismo papa: le toca al obispo tomar las decisiones en su diócesis. Así, en 1932 el obispo auxiliar de Guadalajara, José Garibi, condenó las incipientes “legiones” fundadas por Manuel Romo de Alba, medida que fue levantada por el arzobispo Orozco cuando regresó de su cuarto exilio. Las legiones habían sido creadas como formación paramilitar destinada a dar un golpe de Estado. La Compañía de Jesús, en la persona de Carlos M. Heredia y de Eduardo Iglesias, logró alejar a Manuel Romo y desvirtuar la empresa que engendró finalmente la famosa Unión Nacional Sinarquista.[32] La Iglesia resultó muy ducha en el arte de cooptar a las organizaciones fuertes y destruirlas discreta y paulatinamente, sin mayor escándalo, cuando dejaban de ser útiles: eso le pasó a la unec en 1947-1948,[33] al sinarquismo a partir de 1943-1944, al Secretariado Social, a la acm en general.

La idea era formar un frente de todas las organizaciones bajo una sola bandera, y en 1935 el episcopado publicó una pastoral colectiva “Sobre los deberes cívicos de los católicos”, invitándolos a investir todo el espacio social y cívico del país; manera de decir que la táctica de la acm era insuficiente y no la mejor alternativa al recurso tentador de las armas.[34] Es más o menos por esas fechas, en plena batalla de la educación socialista, en pleno desarrollo de la “Segunda”, que nace de las legiones la organización secreta, la base que conducirá a la uns: un nuevo nombre, un nuevo movimiento (de masas), una nueva dirigencia, un enorme impacto popular, una forma de nacional-catolicismo que ayuda a la Iglesia a convencer al presidente Cárdenas que ha llegado la hora de aplicar los arreglos y que ayudará el presidente Ávila Camacho a neutralizar el cardenismo. Para no dejar cabos sueltos, hay que mencionar, sin tratarlas, otras sociedades secretas católicas como los “Conejos” y los “Tecos”, en los medios estudiantiles de la capital y de la provincia. En ambos casos, hay jesuitas para controlar, con éxito para los Conejos, con un fracaso espectacular en el caso de los Tecos ultraderechistas de Guadalajara, que se transforman en enemigos mortales de la Compañía.[35] En los años cincuenta brotará una segunda generación de organismos secretos muy derechistas, en el marco de la lucha contra el comunismo.

 

¿Creían los Padres que este movimiento secretista era una mera muchachada que podrían corregir? Nada de muchachos hay en esto. Por el contrario, un agudo y perverso espíritu les guía. Tan aparentemente cristiano que, como a los religiosos mencionados, ha llegado muy hondo a jóvenes inteligencias a las que ata, no sólo por el juramento ante Cristo del sacrilegio, sino por el ambiente de aparato ritualista que da a sus ceremonias.[36]

 

El 28 de marzo de 1937 el papa publicó una encíclica “mexicana” intitulada Firmissimam constantiam “sobre la situación religiosa en México”, la cual fue publicada por la Buena Prensa (fuerte editorial eclesiástica) con “Comentarios […] por varios prelados mexicanos”. El tono general del documento, que alaba la muy firme constancia de los fieles mexicanos, es sorprendentemente conciliador y el mensaje es ofrecer un programa de trabajo: cómo se debe organizar la vida de la Iglesia a partir de la Acción Católica; se debe lograr un clero santo y un laicado formado para proceder a la restauración cristiana. El laico es un esencial colaborador del clero mediante la ac, cuya meta última es la santificación de las almas. Hay que “subordinar las obras sociales y económicas a las iniciativas de la caridad”. (Por cierto, el 12 de junio de 1936 una pastoral colectiva mexicana dirigida “a los obreros y campesinos de toda la república” trataba sin tapujos de temas económicos y sociales, denunciando “el capitalismo sin entrañas”, así como “el fracaso del liberalismo, del socialismo y del comunismo”).

Esa insistencia sobre la ac (desde 1922, año tras año) no les caía muy bien ni a todos los obispos ni a todos los católicos. Cuando el jesuita J. A. Romero les clarinaba: “No peca gravemente el católico que no pertenece o no ayuda en alguna forma a la acm, pero ciertamente no es un católico sincero”,[37] y sentían feo. En cuanto a los ligueros, no desistían: todavía en 1938-1939 Miguel Palomar y Vizcarra contaba con la llegada de un buque cargado de armas polacas o irlandesas… Por eso el papa recuerda que la defensa de la Iglesia pertenece a los obispos y que toca a la jerarquía “dar la última decisión práctica en estos casos, a la cual obedecerán los fieles con docilidad y exactitud”.[38]

Con docilidad y exactitud: la uns surge poco después, precisamente para lograr eso y canalizar las energías de todos, conformes e inconformes. Los sinarquistas desarmaron a los últimos e irreductibles combatientes y la uns mantuvo pacientes a las masas hasta la llegada de Ávila Camacho, el “creyente”, a la presidencia. Una nueva generación de obispos toma el relevo: después de la muerte de monseñor Pascual Díaz y la renuncia del delegado apostólico, monseñor Luis María Martínez, michoacano amigo del presidente Cárdenas, reúne el arzobispado de México y las funciones de representante de Roma. Monseñor Garibi Rivera ocupa la sede de Guadalajara a la muerte de monseñor Orozco. Esos dos prelados controlan el Comité Episcopal y toda la Iglesia de México, en el momento crucial de la crisis internacional que empieza con la guerra civil en España.

 

Frente a la guerra civil en España

 

Falta un estudio a fondo de la actitud de la Iglesia y de los católicos mexicanos frente a la guerra civil española, frente al fascismo y al nacionalsocialismo, luego frente a la Segunda Guerra Mundial. Se puede decir que si los obispos fueron cautelosos, en su fuero interno debieron sentir, como los laicos, que el bando nacionalista era el suyo, que compartían la identificación de la jerarquía española con la “cruzada” de Franco; si “los amigos de mis enemigos son mis enemigos”, los republicanos españoles, apoyados por el gobierno cardenista, tenían que ser los enemigos de la Iglesia mexicana, como lo eran de la Iglesia española; en México se supo inmediatamente, con lujo de detalles, la matanza inicial de miles de sacerdotes, de varios obispos, de monjas, el incendio de templos y conventos en las primeras semanas del verano de 1936. La persecución religiosa mexicana quedaba chiquita comparada con esto. El México católico vibró con la lectura de la Pastoral colectiva española redactada por el cardenal Gomá (1º de julio de 1937). Luis González cuenta cómo su pueblo de San José, cristero hasta el tuétano, deseaba la victoria nacionalista. La llegada de los refugiados republicanos, de los “rojos”, confirmó a los católicos en sus convicciones.

Los católicos mexicanos, escaldados por la “revolución”, no podían reaccionar como un Georges Bernanos o un Jacques Maritain; no podían exclamar “que un gran número de católicos (españoles) se formen fácilmente la conciencia, sin ninguna angustia, por desgracia, reaccionando a la derecha, es demasiado natural. Pero ¡los que han tomado conciencia de las realidades! ¡Los jefes de la Iglesia!” Eso escribía Jacques Maritain a Charles Journet el 17 de noviembre de 1936.[39] En México no había lugar para esas reflexiones, como reflejan unos textos provenientes del militantismo de la acm, de la unec, es decir de medios intelectuales. La “hispanidad” es uno de sus temas favoritos; el número 2 de Vértice (agosto de 1937), “por estudiantes, para estudiantes”, dedica su primera plana a “Ramiro de Maeztu, Caballero de la Hispanidad, ha muerto. Cobardemente lo asesinaron los rojos”.[40] Por cierto, me consta que Lauro Rocha, jefe cristero que murió en la Segunda, tenía un libro de este autor. El número de octubre habla de la “epopeya de Toledo” (el sitio del Alcázar, la muerte como rehén de los republicanos del hijo del coronel Moscardó) e incluye un poema de Francisco López Manjarrés dedicado a José Antonio Primo de Rivera, “asesinado por los rojos – en memoria”:

 

[…] El general Franco tiene un potro que galopa

los pechos de las montañas

–¡Ay , amoroso corazón de España,

como una rosa que se pudre

te estaban pudriendo el alma!

Huracán de gloria

baña sus crines de estrellas,

ira y diamantes sus cascos, y espuelas

de cinco flechas en llamas.

 

En la misma entrega reeditan un texto del 12 de agosto de 1936 de Daniel Kuri Breña sobre “el suicidio de España”: por un lado “el Frente Popular, la España bastarda, soviética de los Largos y de los Prietos, y por otra, la España auténtica de alma inmensa, de temperamento rico, de genio fecundo, la que engendró socialmente a la América, la heredera de Don Pelayo, del Cid, de Alfonso x, del Siglo de Oro”.

Otra revista estudiantil, Proa (encontré sólo el año de 1939), define claramente en “Nuestra Posición” (11 de abril): “Proa declara enfáticamente que no puede mantener una actitud de indiferencia británica, pérfida y egoísta, frente a esa incomparable odisea épica y espiritual de la nación española, que acaudillara Francisco Franco (…) Proa lealmente dice que hace suya la causa de Franco porque ésta es la de la catolicidad y de la hispanidad (…) Desde aquí seguiremos gritando ¡Arriba México! y ¡Arriba España!”. Pedro Zuloaga escribe un largo artículo sobre “Hispanismo vs. Americanismo”; una página, con fotos, exalta a “Calvo Sotelo el mártir” y “José Antonio el ausente”, etc.

Las condiciones internacionales y nacionales que se dieron a partir de 1936 influyeron mucho en el cambio de línea del gobierno de Cárdenas frente a la Iglesia; buscaba la paz, pero frente a sus radicales no podía renunciar a la educación socialista, por lo menos no en seguida; poco a poco, estado por estado, se dejó de limitar el número de sacerdotes y se permitió la reapertura de los templos, los obispos pudieron regresar de su exilio; en 1937 la Suprema Corte otorgó amparos a sacerdotes ante posibles actos de las autoridades locales, confirmando el nuevo clima de tolerancia. Así se llegó al 18 de marzo de 1938 y a la nacionalización de las compañías petroleras: el arzobispo de Guadalajara aprovechó la ocasión para manifestar el patriotismo católico y lanzó la primera colecta para el pago de la deuda petrolera. El Comité Ejecutivo Episcopal ratificó esa postura en su declaración del 1º de mayo: “Los católicos mexicanos y la deuda petrolera”.[41] A partir de esa fecha se puede decir que los arreglos de 1929 fueron real y definitivamente aplicados; empezó en seguida la reinserción abierta de los católicos en todos los sectores de la vida nacional, incluso la política, en dos figuras principales, paralelas y radicalmente diferentes: la uns y el pan.

Del sinarquismo, he contado[42] cómo fue empujado, luego vigilado y finalmente desmovilizado por la jerarquía; cómo en el momento peligroso de la entrada de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial, en diciembre de 1941, el arzobispo de México obligó secretamente a renunciar a Salvador Abascal, poderoso y peligroso líder carismático. Así los católicos no podrían caer en la tentación del nacional-catolicismo o de un falangismo mexicano y volver a enfrentarse con el gobierno: Roma locuta, causa finita.

La uns y el pan coexistieron un tiempo, peleándose la audiencia de los católicos, mas luego la ruta quedó libre para el pan. En España, en 1931, unos católicos habían fundado “Acción Nacional”, luego llamada “Popular”, que en 1933 llevó a la Confederación Española de Derechas Autónomas (ceda), partido confesional que llegó a tener mucho más militantes que el psoe. El pan no es mi tema. Siguiendo a Imelda Baca, Roberto Blancarte y Soledad Loaeza me limitaré a mencionar el encuentro entre los militantes católicos de la unec —formados por los jesuitas— y Manuel Gómez Morín, creador de cuantas instituciones de la Revolución engendró ese partido, si bien muy marcado en su doctrina por la Iglesia, y poblado en su composición social por católicos, de ninguna manera resulta confesional. El pan (1939) no nació como democracia cristiana, no solamente porque ésa no era la intención de Gómez Morín, ni porque contara entre sus fundadores a eminentes agnósticos, sino también porque Roma no quería de ninguna manera repetir la experiencia del Partido Católico Nacional. (Paréntesis: en Italia, a la liberación, el Vaticano intentó disuadir a Alcides de Gasperri de fundar el Partido Demócrata Cristiano que iba a gobernar durante más de una generación.) Soledad Loaeza escribe:

 

Hasta los años setenta el componente católico tuvo una influencia determinante sobre el partido, pero ambivalente: acentuaba las ambigüedades de la organización que se apoyaba en la doctrina social de la Iglesia, pero rehuía identificarse como partido confesional; su militancia se nutría de las organizaciones de laicos dependientes de autoridades católicas, pero no tenía una relación orgánica con la jerarquía eclesiástica. El componente católico fue espina dorsal [...] pero también un obstáculo para que el partido se desarrollara como una organización política autónoma.[43]

 

Justo lo que la Iglesia quería.

En conclusión de esta primera parte, se puede decir que la Iglesia sobrevivió al gran asalto revolucionario no tanto por su capacidad para acomodarse a los cambios políticos, que no era muy grande y fue muy gradual, sino por la inteligente línea política impuesta por Roma, con la ayuda de un grupo episcopal, minoritario en un principio, muy criticado y bastante odiado; dicha línea tomó como punto de partida la división demasiado real entre la jerarquía y los fieles en cuanto a la conducta a asumir frente a un Estado enemigo y beligerante. La línea dura de la Liga y de los cristeros había triunfado entre 1926 y 1929, pero no había logrado la victoria; la nueva línea se impuso, acabó con el faccionalismo (o lo marginó), creó y movilizó grandes organizaciones católicas, nacionales e internacionales, para llevar el gobierno mexicano a un verdadero modus vivendi. Los obispos, por temperamento, formación y necesidad, tenían que desconfiar del laicado y clericalizar todas las actividades de los fieles. La Liga y los combatientes de la Segunda eran la prueba de lo peligroso que resultaba un movimiento católico cuando no estaba bajo control eclesiástico:

“la letra con sangre entra”.

 

 

iv

 

Los años cuarenta

 

Frente a los totalitarismos y la guerra

 

La guerra civil en España perdida por la República, el apogeo de los fascismos, los triunfos del nazismo, el pacto germano-soviético, el reparto de Polonia y de los países bálticos, la agresión soviética contra Finlandia: todo llevó al presidente Cárdenas a consolidar el aterrizaje moderador de la Revolución Mexicana con la candidatura del general Manuel Ávila Camacho. Ya electo, antes de tomar posesión, afirmó: “soy creyente”,[44] para lanzar enseguida una exitosa política de unidad nacional a la hora de los peligros externos y de la guerra mundial. La consolidación del modus vivendi, la congelación de la educación socialista hasta la nueva reforma del artículo 3º, todo fortaleció el compromiso de la Iglesia con el gobierno mexicano —autoritario pero no dictatorial— y con las democracias aliadas, encabezadas por Estados Unidos, contra Alemania y Japón. El gobierno había adquirido el mismo compromiso y no estuvo de más la alianza entre el Estado y la Iglesia para convencer a los mexicanos de rebajar un poco su germanofilia y antiyanquismo.

Sin saber bien a bien qué era el fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán, hasta en las más altas esferas del gobierno de Cárdenas los mexicanos, católicos o no, tenían simpatías por Mussolini y Hitler; el anticomunismo católico bien podía fortalecer esa tendencia, peligrosa para la política exterior de México.

Providencialmente, en marzo de 1937 Roma había publicado tres encíclicas casi juntas: Mit brennender Sorge para condenar el nacional-socialismo, Divini redemptoris que declaraba el comunismo “intrínsecamente perverso”, y la encíclica ya analizada sobre México. No fue casualidad. Desde finales de los años 20 en el Vaticano se pensaba que no existía una diferencia muy marcada entre la Roma del Duce y el Moscú de Stalin: “El bolchevismo o dictadura comunista es el fascismo de izquierda, mientras que el fascismo o dictadura conservadora es el bolchevismo de derecha”.[45] En ambos casos el papa condenaba el Estado totalitario, Moloch de los tiempos modernos; en el nazismo discernía además el regreso del “viejo paganismo”.

Hace falta un buen estudio de la recepción de las encíclicas de 1937 en el seno de la Iglesia mexicana. Cuando en 1939 los cardenistas acusan a la uns de ser “fascista”; cuando en 1940 y 1941 se le acusa de ser la “quinta columna de Hitler y de Japón”, los sinarquistas reviran que como cristianos no pueden ser nazis y que Hitler es un engendro de Lutero. En los escasos periódicos estudiantiles católicos que alcancé a encontrar, se citan las tres encíclicas para decir “rechazamos el protestantismo (...) el liberalismo (...) el socialismo marxista (…) el materialismo estatista o racista (…) para emprender en todos los terrenos la lucha por la restauración del auténtico sentido de la Patria y de la Hispanidad”.[46] En abril de  1939 E.G. de Castilla condena “la ambición alemana (que) se desarrolla monstruosamente. Los espíritus timoratos buscan el que se oponga a Hitler, sin haber hallado al hombre que se encargue de detenerlo, pero que enfoquen su vista hacia Europa, hacia Italia, y en Roma encontrarán a la sombra de Hildebrando, Pío xii” (Hildebrando es el papa Gregorio vii, el del encuentro en Canosa con el excomulgado y suplicante emperador Enrique iv).

El anticomunismo de Pío xi y Pío xii no planteaba ningún problema a la Iglesia mexicana, pero vale la pena notar que, cuando la revista Cultura Cristiana comenta la encíclica Divini redemptoris, omite todas las alusiones directas a la situación mexicana; ciertamente, para esa fecha la persecución religiosa había terminado hasta en Tabasco y Chiapas, y México no se podía comparar con la urss y la España roja.

Durante la Segunda Guerra Mundial, les costó algo de trabajo a los católicos mexicanos entender la alianza entre las democracias y la Unión Soviética; a duras penas podían olvidar su simpatía por Alemania, la misma germanofilia de siempre, pero era más difícil aceptar que México entrara en guerra al lado de Roosevelt y de Stalin. La prensa católica reprodujo en octubre de 1941 las declaraciones septembrinas de Pío xii, para levantar los escrúpulos de los católicos estadounidenses sobre la ayuda de su país a la Unión Soviética, al “comunismo ateo”. Publicó también la carta pastoral del arzobispo de Cincinnati John T. Nicholas o.p.[47] La acm trabajó en ese sentido y Luis Islas García, antiguo miembro de la unec, tradujo el libro de Yves de la Brière sobre El derecho de la guerra justa, publicado por la flamante editorial católica Jus en 1944.

El 30 de mayo de 1942, tres días antes de que el presidente declarara el “Estado de guerra”,  monseñor Luis María Martínez publicó una carta de apoyo al gobierno para orientar la opinión pública a favor de la guerra;[48] al día siguiente el cura de Ciudad Mendoza, Veracruz, Juan de Jesús Valiente, escribió al presidente:

 

Como sacerdote católico, como mexicano y como amigo que fui de su santa madre, me creo en la obligación de dar a V.E. mis puntos de vista en bien de nuestra Patria. Primero. Creo que la carta que atinada y discretamente publicó ayer el Excmo. Sr. Arzobispo de México es grandemente orientadora para la opinión pública, pues en esta región la opinión es contraria […] Excmo. Sr., nada podrá ayudar tanto a V.E. en el actual momento histórico como la acción perseverante y orientadora del Clero mexicano.[49]

 

El 8 de noviembre de 1943 el mismo arzobispo publicó en los diarios de la capital el manifiesto “La agitación no es patriótica”, que desligaba la Iglesia de cualquier organización cívico-política y culminaba diciendo:

 

3. La Iglesia católica en México ha aceptado la actual situación legal no porque no desee vivamente que desaparezcan ciertas restricciones legales [...] sino porque respeta la realidad en que vive y sabe que todos los procesos vitales así en las sociedades como en los individuos se realizan mediante una lenta y metódica evolución.

4. La Iglesia está dispuesta, como ya lo ha manifestado prácticamente en muchas ocasiones, a colaborar sincera y eficazmente con el Gobierno civil para el bien de la Patria en el campo que le corresponde.

5. En estos momentos en que México toma parte en una guerra trascendental que señala un nuevo rumbo a la historia humana, juzgo inoportuno y antipatriótico suscitar discusiones que dividan a los mexicanos, por importantes que parezcan; ya la solemnidad de esta hora exige que toda nuestra energía y nuestro entusiasmo se concentren en robustecer esa unidad nacional que tanto ha recomendado el señor Presidente de la República y que es el secreto del triunfo, del bienestar y de la felicidad de nuestra patria.

 

Frente al gobierno

 

Una minoría de católicos no aceptó nunca esa línea, pero no se sabe cuán representativos eran aquellos exligueros que en 1940 fundaron “Integrismo Nacional” y otros grupúsculos del mismo tipo. Obsesionados por el complot judío, protestante, masón, yanqui, comunista, denuncian al arzobispo de México por haber bautizado un nieto del general y masón Maximino Ávila Camacho (marzo de 1943). Años después (1950) denuncian al mismo prelado, quien cometió el crimen de bautizar a un niño, siendo padrinos el presidente Alemán (masón) y su esposa, “violando abiertamente las leyes de la Iglesia que prohíben que sean padrinos de bautismo los masones. El Excmo. Luis María Martínez es prosecutor de la política de condescendencia hacía la Revolución, sus hombres y sus úcases, implantada por monseñor Ruiz y Flores y monseñor Díaz y Barreto, y por él extremada para quedar bien con los tiranos, masones, anticatólicos, traidores a la Patria”.[50] En esta carta Mario Resendes y Andrés Barquín y Ruiz citan y critican ampliamente el manifiesto del 8 de noviembre de 1943, que aludía, entre otros temas, a Integrismo Nacional. Esos enemigos de la “Revolución satánica, judaica, masónica, yanqui y yanquizante”, tenían la memoria larga: venían de la antigua acjm extinguida en 1929.

Los obispos logran imponer su línea mucho más fácilmente que en los años 30. Luis Calderón Vega lo recuerda muy bien:

 

Por complejas razones, casi todos estos temas (sociales y políticos) eran acallados en las reuniones católicas; algunos, escrupulosamente excluidos de la reconsideración de nuestras instituciones porque, dada la urgencia de otros problemas, no había tiempo para pensar en éstos, porque, debiendo aquellas instituciones mantenerse oficialmente “sobre toda política de partido y sobre todo criterio político”, se entendía esta posición como una sistemática abstención de todo criterio claro y concreto sobre los problemas punzantes que agredían a cada paso.[51]

 

Durante todos esos años la jerarquía mantuvo sin cambio su postura, por encima de la política, a favor de la defensa de la institución eclesial y de la vida espiritual; teóricamente dejaba a los seglares libres de afiliarse a las organizaciones o partidos de su gusto, siempre y cuando actuasen dentro de la ley y en el marco de la doctrina de la Iglesia, dos restricciones de suma importancia. Por lo mismo, los católicos siguieron bajo la férula clerical, mientras el moderado Ávila Camacho elogiaba el patriotismo de la Iglesia, acababa con la educación socialista y aceleraba la devolución de templos y curatos, permitiendo manifestaciones externas del culto. Eso explica las declaraciones de la unpf del 11 de diciembre de 1941: “La unpf secunda al Gobierno en su esfuerzo unificador y desea ardientemente que desaparezcan todos los motivos de división e inquietud espiritual”,[52] en el preciso momento de la eliminación de Salvador Abascal, días después del ataque japonés sobre Pearl Harbor. Cuatro años más tarde, la misma unpf apoya la campaña de alfabetización lanzada por el gobierno y felicita al ministro de Relaciones, Ezequiel Padilla, por haber participado en la Declaración de los Derechos y Deberes Internacionales del Hombre, que incluye “la libertad de enseñanza, como base de la democracia”.[53]

Despolitización permanente del clero: en los seminarios no se habla de los conflictos pasados, silencio total sobre la Cristiada, surge una nueva generación de sacerdotes muy controlados, disciplinados, obedientes (el fenómeno es mundial); despolitización de los católicos, vía ese clero; todas las energías orientadas hacia las vocaciones, las misiones, los seminarios, los congresos eucarísticos o marianos, el catecismo, la coronación de las imágenes, la multiplicación de las escuelas católicas.

Ciertos militantes que no han olvidado la doctrina social de la Iglesia hablan de fracaso y echan la culpa a los arreglos de 1929; para los obispos y Roma, la apuesta de los arreglos se ganó, se salvaron la institución y la vida espiritual, las inquietudes peligrosas de los católicos se canalizaron exitosamente hacia la acm, la batalla educativa (fundación de la Universidad Iberoamericana, entre mil cosas), la uns —el tiempo necesario, nada más— y ahora el pan, que se consolida lentamente.

 

Guerra fría y comunismo

 

En el sexenio de la presidencia de Miguel Alemán no cambió en nada esta situación; la novedad era internacional, con la desaparición de los fascismos y del nazismo, el principio de la guerra fría y el nuevo estatuto del comunismo como enemigo único. El anticomunismo de la Iglesia universal, como de la mexicana, era una realidad persistente: la persecución en Europa del Este, ya no sólo de los ortodoxos rusos, sino de los católicos polacos, húngaros, checos, yugoslavos, etc., fortaleció un sentimiento que no necesitaba serlo. El papa denunció cien veces el comunismo entre 1946 y 1958, el 1º de julio de 1949 el Santo Oficio privó de los sacramentos a los fieles que “profesan la doctrina materialista y anticristiana de los comunistas”. El acercamiento del gobierno mexicano con Estados Unidos descansaba en la misma lógica; los católicos mexicanos siguieron con atención el golpe de Praga, la revolución húngara, y sufrieron con los cardenales encarcelados en Europa oriental, sus nuevos héroes. El P. David Mayagoitia, s.j., proclamaba: “¡Definámonos! O católico, o comunista”, en su largo artículo de mayo de 1951.[54] Desde 1940 la alianza cardenista entre el gobierno y la izquierda, comunista o no, había dejado de existir, pero eso apareció a plena luz bajo Miguel Alemán, interesado en acabar con el cardenismo remanente y con los comunistas instalados en ciertos sindicatos. La Iglesia pudo entonces participar, sin temor de molestar al gobierno, en esa ofensiva contra sus viejos enemigos. Como botón de muestra basta citar el número 67 de Christus, órgano oficial del episcopado, editado por los jesuitas, número que publicaba una lista de las asociaciones comunistas en México (octubre 1949).

Esa Iglesia anticomunista, más segura de sí misma, no había abandonado nunca su tercerismo: ni capitalismo ni comunismo; y al final del sexenio alemanista no dudó en publicar una severa crítica de la evolución económica, social y política del país. La carta pastoral del 15 de mayo de 1951, con motivo del 60 aniversario de la Rerum novarum, fue de cierta manera un parteaguas, la Iglesia asumiendo claramente una función de organismo de “sustitución”, ejerciendo una función tribunitienne (en francés), al hablar en nombre de los sin voz, para defender la sociedad contra la corrupción creciente y la injusticia social. Crítica clara a las clases dirigentes, la carta aludía apenas al comunismo —que había dejado de ser una amenaza en México— para concentrar el tiro sobre el liberalismo económico y social, blanco de León xiii y Pío xi. ¿Borrón y cuenta nueva? ¿Estaría la Iglesia volviendo al punto de partida de 1910 cuando un poderoso “catolicismo social” se lanzaba a la batalla política? ¿Sentiría el episcopado que la Iglesia, después de la eliminación de sus enemigos de izquierda, podía enfrentar a los de la derecha liberal? Difícil contestar a falta de una investigación detallada sobre las discusiones en el seno de la conferencia episcopal.

 

1951-1965

 

Cuadro 1. México vive un cambio acelerado, y la Iglesia también

1940   1950   1960   1970

 

Habitantes               19.65  25.8    35       48

(millones)

Arquidiócesis                     7          10       10       11

Diócesis                   25       33       41       47

Sacerdotes              3292   3656   4975   6270

(y 1 906 sacerdotes religiosos)

Proporción              1/5970                                   1/7054

Congregaciones    63                               200 (150 femeninas)

 

Durante esos 15 años la Iglesia cambió dos veces, primero asumiendo definitivamente una posición más crítica frente al gobierno, y luego, como en 1929, bajo el impacto de un acontecimiento romano, en este caso el Concilio Vaticano ii, convocado desde 1959 y realizado entre 1962 y 1965. Esos dos cambios fueron de gran importancia, mientras que el Estado y sus gobiernos conservaban, con mucho menos cambios, el sistema político mexicano basado en el pri, ex prm, ex pnr. En 1955 el Comité Ejecutivo Episcopal de 1937 fue transformado por Roma en Conferencia Episcopal y el papa creó además el Consejo Episcopal Latino Americano (celam), medida que se revelaría muy importante para el futuro al multiplicar las relaciones entre las iglesias del continente. En 1958 México tuvo su primer cardenal, monseñor José Garibi, de Guadalajara. El activismo laico no dejó de aumentar y fue recortado por el Concilio. Las relaciones entre los dos poderes fueron calmas bajo el presidente Ruiz Cortines, luego perturbadas en tiempos de Adolfo López Mateos por la revolución castrista (no por la primera revolución cubana), y por la infeliz coincidencia con la “batalla del libro de texto único”.

En los años cincuenta la Iglesia había vuelto a la doctrina social, preocupada por la “cuestión” obrera, campesina, educativa y... política. Fueron los años de apogeo del Secretariado Social (ss), con sus cajas populares, cooperativas agropecuarias, centros sociales, centros de capacitación técnica y talleres; esa gran actividad laica, controlada todavía por el paternalismo clerical, tuvo un símbolo vivo en el P. Pedro Velázquez, director del ss desde 1952. Desde el primer día, en la línea de la pastoral colectiva de 1951, el P. Velázquez criticó la injusticia social reinante e hizo suyas las tesis del P. Lebret s.j, fundador

de “Économie et Humanisme” y precursor del Concilio en cuestiones de desarrollo con justicia. Las revistas y los libros publicados por el ss denunciaron una economía que reducía al hombre a un trabajador explotado; en colaboración estrecha con la acm dio la mayor difusión a la doctrina social de la Iglesia; de lo que más tarde se llamaría “concientización” a la politización había sólo un paso, y no es sorprendente que el  padre Pedro Velázquez haya publicado un libro suyo, Iniciación a la vida política (1957), para recordar a los católicos sus deberes políticos: que el derecho de voto implica el deber de votar, que hay que escoger el mal menor, etc.

Esa publicación provocó una reacción violenta de los gobiernistas “liberales”, al grado de que el Episcopado le quitó un tiempo la dirección del ss al P. Velázquez; un tiempo breve, puesto que la jerarquía no estaba en desacuerdo con él. El 10 de octubre de 1956, el propio Episcopado había redactado unas declaraciones sobre los deberes cívicos de los católicos, muy comparables.[55] Para la historia del ss, el P. Pedro Velázquez y el choque entre la Iglesia y el Estado en ese momento, remito a Roberto Blancarte.[56] Hay que notar que de 1955 hasta la fecha, los obispos han exhortado siempre a los católicos a votar, recordando que ejercitan “un acto teologal, que colabora con Dios para dar al pueblo mexicano una buena Cámara de diputados que, junto con la de senadores, dé a México buenas leyes que redunden en bien del pueblo y gloria de Dios”.[57] “En 1958, la jerarquía y la Iglesia en su conjunto tenían más claridad acerca de su posición, de su fuerza y de su papel en el plano nacional, que la que tenía veinte años atrás”.[58]

 

El pan

 

Entre 1955 y 1958 los “liberales” acusaron a la Iglesia de trabajar para el pan cuando incitaba a los católicos a votar, especialmente a las mujeres, que acababan de recibir el derecho de voto. Los liberales no podían entender que la situación era un poco más complicada y que el pan no era, ni iba a ser, un partido confesional. Ciertamente, muchos dirigentes panistas salían del vivero de las organizaciones católicas. Un caso ejemplar es el del exseminarista José González Torres, presidente de la acjm durante cuatro años, luego de la acm entre 1949 y 1952; al mismo tiempo, cuando era estudiante en derecho y miembro de la acjm, entró al pan en 1943. Presidente del partido en 1959-1962, intentó darle la espalda a la orientación del padre fundador, Manuel Gómez Morín.

El pan había sido concebido como un partido no confesional, lo que permitió una importante presencia de no católicos, y ese carácter primordial se reafirmó precisamente cuando José González Torres lanzó su proyecto de llevar el pan a la democracia cristiana; la propuesta provocó una seria crisis interna y la expulsión de los dirigentes juveniles más radicales. Ganó la línea fiel a Gómez Morín, entonces encabezada por Adolfo Chriestlieb, presidente del pan de 1962 a 1968.

 

En Acción Nacional rechazamos la utilización de especificaciones o etiquetas religiosas en la actividad política porque sabemos que siempre que en México se han mezclado con el catolicismo las actividades políticas, han surgido graves factores de división, al identificarse contingencias discutibles de la política con las concepciones esenciales de la vida cristiana [...] Nos oponemos a que se rebajen las convicciones religiosas del pueblo al ser manejadas por cualquier partido como simples tácticas o motivaciones oportunistas.[59]

“Al César lo de César...”

 

Castrismo y libro de texto

 

La tentación demócrata cristiana fue, en parte, el resultado de la gran agitación que movilizó a muchos mexicanos a partir de la entrada de Fidel Castro y sus barbudos en La Habana, para la Navidad de 1958; eso coincidió, casualmente o no, con un nuevo episodio de la guerra escolar. Y también con un cambio de papa: Juan xxiii sucedió a Pío xii y esos años de crisis en México fueron los de la preparación y realización del Concilio. México, a su vez, vio revitalizarse a la izquierda con el Movimiento Revolucionario del Magisterio (1956), reprimido en 1958 con la fundación del Movimiento de Liberación Nacional (mln) por Lázaro Cárdenas en 1961, lo que obligó al presidente López Mateos a definirse como “de izquierda dentro de la Constitución”. El conflicto ferrocarrilero culminó con el “vallejazo” (marzo de 1959) y fue uno de los varios movimientos sociales de izquierda duramente reprimidos por el gobierno.

Fidel Castro llevaba un año en el poder y las esperanzas de la “fiesta cubana” habían desaparecido para los católicos y los demócratas cubanos: las elecciones sindicales habían sido ganadas en su mayoría por miembros del Movimiento 26 de Julio, aun así Fidel los destituyó y encarceló a varios dirigentes, entre ellos sindicalistas cristianos. La confiscación de la revolución por Castro desembocó, además de la crisis internacional, en una verdadera destrucción de la Iglesia en Cuba; los inconformes, los insurgentes del Escambray, morían fusilados al grito de “¡Viva Cristo Rey!”. Eso no podía dejar de tener repercusiones en México. Rodolfo Escamilla viajó a Cuba para asesorar a la Unión de Trabajadores Cubanos y pudo informar al P. Velázquez de la situación en la isla. En 1959 el P. Velázquez presentó un informe al episcopado sobre Cuba y en 1960 publicó, con A. Michel, el libro La lucha comunista contra la religión, el testimonio de la Iglesia del silencio. Para esa fecha era de nuevo director del Secretariado Social y asumía posiciones sociales de izquierda, eso para subrayar que el anticomunismo católico que resurgió en ese tiempo, después de casi diez años de ausencia, no debe calificarse de derechista. El libro termina con un urgente llamado

a la acción social contra la explotación del hombre y la injusticia.

No me toca narrar el conflicto estudiantil y universitario de Puebla y me limito a decir que en esa ciudad varios estudiantes católicos pierden la vida, lo cual sirve de trampolín a la campaña “Cristianismo sí, comunismo no”, lanzada por el episcopado. El Secretariado Social, por lo mismo, para combatir el comunismo, elaboró su proyecto de lucha contra la miseria social. El P. Velázquez —a quien tuve la suerte de conocer entre 1965 y 1968— en aquel entonces se había convertido en el teórico político del episcopado y afirmaba que las demandas del comunismo eran justas, pero que sus métodos eran más dañinos que sus logros; llegó a decir: “las revoluciones socialistas son tímidas”.

Ese anticomunismo mexicano, masivo como la catolicidad nacional, no fue promovido por Roma, como en los años 30 o al principio de la guerra fría. Tuvo sus orígenes en la ofensiva de Fidel Castro contra una Iglesia hermana que había ayudado mucho a la Iglesia mexicana entre 1914 y 1938, en un país vecino muy ligado a México. La Iglesia mexicana y sus fieles se identificaron con los católicos cubanos y vieron en Castro un nuevo y peor Calles, un Garrido Canabal que no se limitaba a un estado como Tabasco, sino que amenazaba a toda América Latina. Esa emoción era compartida por todas las Iglesias católicas hermanas, precisamente cuando se estaban multiplicando los contactos y descubriéndose la solidaridad continental en las asambleas del celam. En su cuarta reunión (1959) el celam denunció el comunismo,[60] y ofreció el desarrollo compartido como antídoto a esa plaga.

En tales condiciones, la Iglesia no tenía la menor gana de pelearse con un gobierno que manifestaba su capacidad de reprimir los movimientos sociales, infiltrados o no por los comunistas, pero potencialmente peligrosos; un gobierno capaz de prohibir al expresidente Cárdenas un viaje a Cuba para manifestar su solidaridad con Castro. Sin embargo, no pudo evitar una seria crisis con motivo del “libro de texto único” en la primaria, preparado por la Secretaría de Educación, a partir de febrero 1959. La historia de ese conflicto es bien conocida y va del verano de 1961 hasta abril de 1963 —en realidad hasta diciembre de 1962, cuando el delegado apostólico Luigi Raimundi dijo que “México vive en un ambiente de serenidad”—.[61] Fueron 18 meses de marchas, manifestaciones enormes, peticiones, folletos y cartas pastorales, campañas de oración; el episcopado agrupó en un solo frente, la Confederación de Organizaciones Nacionales, a todos los institutos católicos. Se confundió la lucha preventiva anticomunista con la oposición al libro de texto gratuito y único, asimilado a un “bis” de la educación socialista de 1934, un nuevo intento totalitario. La unpf tuvo un papel esencial en la organización y el éxito de la campaña. El obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo, una de las estrellas del Concilio que había empezado ya, no dudó en hablar fuerte en defensa de la escuela privada y del derecho de los padres de familia a poder escoger libremente una escuela y unos libros para sus hijos.[62] Quizás esa postura sorprenda a más de uno, quienes pensarán que un obispo “de izquierda” no debió defender la libertad de enseñanza y el pluralismo. Ni modo.

Al final la Iglesia y el Estado fueron capaces de calmar el juego y la psicosis anticomunista desapareció, al grado de que la jerarquía empezó a atacar a las sociedades secretas de ultraderecha que hacían del anticomunismo su razón de ser. Desde 1958 el arzobispo Garibi había condenado a los “Tecos”, que controlaban la Universidad Autónoma de Guadalajara; el 6 de enero de 1964 lo hizo de nuevo, desde Roma, pero atacando a todas las sociedades secretas, que “con el pretexto de combatir errores como el comunismo” enrolan a los “jóvenes estudiosos”. El arzobispo de México, Miguel Darío Miranda, condenaba el 26 de agosto del mismo año el muro (Movimiento Universitario de Renovadora Orientación) infiltrado en la unam y en los colegios católicos. Los dos cardenales insistían: los católicos “no deben pertenecer a tales asociaciones (secretas) que se hallan condenadas por la Santa Iglesia”.

El asunto rebasaba el marco nacional, puesto que la condena repetida iba contra la corriente integrista que en el mundo entero combatía al Concilio y su revolución y llevaba al cisma de monseñor Lefevre.

 

El Concilio Vaticano ii

 

De nueva cuenta, una intervención pontificia, más o menos inesperada, revertió la corriente dominante en el seno de la Iglesia mexicana y de la Iglesia universal. Al convocar un concilio,

Juan xxiii desató una sorprendente revolución desde arriba y la institución emprendió su reforma. Esa historia se sale de nuestro tema de reflexión y necesitaría un estudio a profundidad; sabemos que participaron activamente monseñor M.D. Miranda y monseñor Sergio Méndez Arceo, y que muchos obispos, para no decir todos, regresaron transformados, como don Samuel Ruiz, arzobispo de Chiapas. Fue inesperada la participación de dos auditores laicos mexicanos, la pareja José y Luz Álvarez Icaza, presidentes del Secretariado para América Latina del entonces pujante Movimiento Familiar Cristiano. En 1964 el mismo José Álvarez Icaza fue encargado por el episcopado de crear el Cencos (Centro Nacional de Comunicación Social) para “servir y animar cristianamente los medios de difusión, difundir los criterios de la Iglesia” en la pastoral social. Para entonces una edición mexicana de las Informations Catholiques Internationales cubría cada semana la crónica del Concilio y despertaba a los laicos. En la fase preconciliar, en 1960, fueron creadas por iniciativa romana la Confederación Latinoamericana de Religiosos (clar) y Conferencia de Institutos Religiosos de México (cirm), dos órganos llamados a desempeñar un gran papel en los cambios religiosos en el país y en el continente. Del Concilio salió una Iglesia, unas Iglesias, seriamente transformada(s) y, por tanto, se debe dejar el relato hasta ese momento.

 

Conclusión

 

No puede haberla, o tiene que ser escueta, porque es demasiado lo que falta por trabajar. Lo único que se puede decir es demasiado obvio y Roberto Blancarte lo ha dicho mejor de lo que pudiera decirlo yo, tanto en su tesis como en sus trabajos ulteriores.

 

Si en los años cuarenta [treinta diría yo] la Iglesia, por encontrarse debilitada, tuvo que concertar un acuerdo implícito para recuperar sus posiciones, la cooperación con el Estado en los sesenta se establece desde una posición de fuerza y sólo en la medida en que éste se acerca en teoría y de hecho [no por fuerza doctrinalmente] a sus posiciones. A partir de ese momento, la Iglesia se instala como miembro de pleno derecho en el ajedrez social y político de México.[63]

 

Lo que no nos autoriza a catalogar la Iglesia como de derecha, de izquierda, partida entre derecha(s) e izquierda(s). Entonces ¿dónde estuvo? Buscaba la famosa “tercera vía”, tan ridiculizada por los fascistas, los nazis, los socialistas y los comunistas; probablemente la siga buscando. Experimentó el catolicismo social, la democracia cristiana (el Partido Católico Nacional), la Acción Católica, utilizó al mismo tiempo uns y pan, de modo que la ambigüedad ha sido y probablemente es su característica fundamental. Se encuentra en constante mutación, es institución, obra apostólica, celebración, fuente de sacramentos y ritos, organización social, cultura, escuela, universidad… Es oportunista, elitista y plebeya, adapta los medios a unos fines que no cambian. Es Proteo y no logramos amarrarla en la cama de torturas de la ciencia política.

 



[1] División de Historia, Centro de Investigación y Docencia Económica (cide).

[2] El estudio se publicó originalmente para Historias 70 (mayo-agosto de 2008), revista del Instituto Nacional de Antropología e Historia, pp. 55-84. Este Boletín reitera su agradecimiento al doctor Meyer por su inmediata disposición a dar su licencia para que su  texto se reimprima en sus páginas.

[3] En 1929 México no era ninguna democracia y las democracias occidentales, hasta 1945, no tuvieron el viento en popa a la hora de los bolchevismo, fascismo, nacional-socialismo. En 1965 México era una democracia sui generis, púdicamente calificada de “sistema político mexicano”.

[4] it is very unfortunate that we are always noted as totally negative elements in our country, because in the official history […] the presence of the Church in Mexico […] is accursed”. Roderic Ai Camp, Crossing Swords: Politics and Religion in Mexico, Nueva York, Oxford University Press, 1997, p. 25.

[5] Roberto Blancarte, Historia de la Iglesia católica en México, México, fce, 1992.

[6] Aquiles Moctezuma, El conflicto religioso de 1926, t. ii, México, Jus, 1960, p. 542.

[7] Archivo de la Compañía de Jesús en México (en lo sucesivo ajm), 28 de diciembre 1929.

[8] Mario Resendes Martínes y Andrés Barquín y Ruiz al P. Provincial Roberto Guerra s.j. 12 de julio 1952 (ajm).

[9] Servando Ortoll, “Catholic Organizations in Mexico’s National Politics”, tesis, Nueva York, Columbia University, 1987.

[10] Servando Ortoll, op. cit., pp. 110-111.

[11] Mario Menéndes al P. Provincial, 12 de julio 1952, ajm.

[12] ajm, Monseñor Lara y Torres al papa Pío xi, 24 de septiembre de 1930 (mecanoescrito de 21 páginas de gran formato, a renglón cerrado; es copia en papel albanene, firmado de su puño y letra).

[13] ajm, “Al margen del artículo titulado En qué se funda...”

[14] Documentos para la historia de la persecución religiosa en México de monseñor Leopoldo Lara y Torres, primer obispo de Tacámbaro, México, Jus, 1972, pp. 7, 10 y 745.

[15] ajm, volante “En torno de la Declaración del Sr. Delegado Apostólico de fecha 1º de mayo”.

[16] Archivo Calles del Fideicomiso Calles-Torreblanca, carta de Lázaro Cárdenas a P.E. Calles, 14 de mayo de 1932.

[17] El Universal, 28 de julio de 1932.

[18] ajm, volante “Respetuosa Interpelación del Excmo. Sr. Delegado Apostólico Leopoldo Ruiz y Flores”, por “los sacerdotes y católicos inconformes”.

[19] ajm, “Apremiante llamado a los católicos que quieren verse libres de la Tiranía Revolucionaria”.

[20] ajm, El cardenal Pizardo a monseñor Lara y Torres, 9 de julio de 1932.

[21] ajm, “Carta Abierta”.

[22] ajm, “Orientación a los católicos con relación a la actitud de la Guardia Nacional respecto a las declaraciones del Excmo. Sr. Obispo de Zacatecas en contra de la campaña emprendida por conquistar nuestras libertades cívicas”.

[23] ajm.

[24] ajm, circular del delegado apostólico en exilio a todos los obispos, 27 de octubre de 1932.

[25] Imelda Baca Prieto, “La intelectualidad estudiantil a principios del siglo xx, El caso de la unec”, tesis, México, Universidad Iberoamerican, 2004.

[26] Boletín Eclesiástico de Guadalajara, 1º de julio, 1934.

[27] Servando Ortoll, op. cit., p. 171.

[28]  Christus, i, 1935.

[29]  Marjorie Becker, Setting the Virgin on Fire. Lázaro Cárdenas, Michoacan Peasants and the Redemption of the Mexican Revolution, Berkeley, University of California Press, 1995, pp. 126 y ss.

[30] Luis González, Historia de la Revolución mexicana, t. xiv, México, El Colegio de México, pp. 62 y ss.

[31] ajm, Circular 5 del arzobispado de Michoacán, 15 de junio de I935.

[32] Servando Ortoll, op. cit.; Jean Meyer, El sinarquismo, el cardenismo y la Iglesia católica en México, México, Tusquets, 2003.

[33] Imelda Baca, op. cit.

[34] Gaceta Oficial del Arzobispado de México, 8 de septiembre de 1935.

[35] Imelda Baca, op. cit.

[36] Luis Calderón Vega, Cuba 88. Memorias de la unec, México, La Esfera, 1959, p. 145.

[37] Revista Christus, núm. 10, 1936, p. 856.

[38] Firmissimam constantiam, edición en español de la Imprenta Políglota Vaticana, 1937.

[39] Guy Boissard, Quelle neutralité face a l’horreur? Le courage de Charles Journet, Saint Maurice, Saint Augustin, 2000, p. 46.

[40] Carlos Septién García, “La Hispanidad”, en ii Congreso Iberoamericano de Estudiantes Católicos, Lima, 1939, pp. 143-173.

[41] Revista Christus, núm. 31, junio de 1938.

[42] Jean Meyer, op. cit., 2003.

[43] 41 Soledad Loaeza, El Partido Acción Nacional: la larga marcha, 1939-1994, México, El Colegio de México, 1999, p. 33. 

[44] Revista Hoy, 21 de septiembre de 1940, pp. 8-9.

[45] Luigi Sturzo, L’Italie et le fascisme, París, Alcan, 1927, p. 221.

[46] “Hispanidad”, en Proa, abril 1938.

[47] Revista Christus, núm. 75, febrero de 1942.

[48] Revista Christus, núm. 80, julio de 1942.

[49] Archivo General de la Nación, Presidentes, mac, 550-44-16-29.

[50] ajm, Carta de Mario Resendes y Andrés Barquín Ruiz al P. Provincial Roberto Guerra, s.j., 12 de julio de 1952.

[51] Luis Calderón Vega, op. cit., p. 29.

[52] ajm, “Manifiesto a la nación”, 11 de diciembre de 1941.

[53] ajm, “Circular 37 de la unpf”, 11 de julio de 1945.

[54] Corporación, 56: 12 sq.

[55] Revista Christus, núm. 253, diciembre de 1956.

[56] Roberto Blancarte, op. cit., pp. 130 y ss.

[57] Ibídem, p. 154.

[58] Ibídem, p. 165.

[59] Adolfo Christlieb, Escritos políticos, México, epessa, 1987, p. 560.

[60] 58 Revista Christus, núm. 290, enero de 1960.

[61] 59 Excélsior, 26 de diciembre de 1962.

[62] 60 (cidoc 172-173 y 49-52).

[63] Roberto Blancarte, op. cit., p. 169.





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