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La búsqueda eterna
Javier Ramírez[1]
Considerado como el último gran pintor religioso jalisciense, Alfonso de Lara Gallardo falleció el 29 de septiembre del 2013, a los 91 años. Dejó constancia de sus grandes valores artísticos en obras monumentales como el mural del templo de San Bernardo, el del Calvario y los Viacrucis, que además de exigirle enormes esfuerzos físicos y técnicos, le ofrecieron la oportunidad de depurar su espiritualidad.[2]
1. De su vida
Acuarelista, paisajista e ilustrador, Alfonso de Lara Gallardo impartió clases de dibujo y pintura en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara, pintó varios Viacrucis para templos de la capital tapatía y Zapopan, así como murales, entre los que destacan el del templo del Calvario y el de San Bernardo, este último en tableros de madera que abarcan 600 metros cuadrados y que, terminado en 1999, fue inaugurado en el 2000. Fue por esas fechas cuando el artista se recluyó en un asilo atendido por religiosas, donde acabó sus días.
Fue el décimo de los doce hijos que tuvieron Antonio de Lara Ruiz y Felícitas Gallardo Esparza. Se recordaba dibujando desde muy pequeño, bajo el estímulo de sus hermanos Manuel y Ana María, que también tenían esa afición. Cursó la primaria durante el periodo de la “educación socialista” impulsada por el gobierno. Esos años le resultaron incómodos y hasta cierto punto dolorosos, pues las ideas oficiales chocaban con su formación católica y su natural inclinación religiosa.
La infancia de Alfonso transcurrió en el barrio de Mexicaltzingo. En la esquina de las calles Epigmenio González y Colón su padre tenía una tienda en la que el niño pasaba los ratos de ocio dibujando en papeles de estraza. Ahí, a los ocho años, descubrió la historieta, que alimentaría su imaginación y le marcaría definitivamente. Los personajes de Tarzán y el Príncipe Valiente, dibujados por Harold Foster, le abrieron las puertas hacia su vocación: el dibujo. Foster se convirtió en su héroe. “Sólo la obra de Van Gogh, aparte de la de Foster, sentí que me tumbaba. Me preguntaba cómo era posible capturar esa inmensa carga de sentimientos y transportarlos a dos dimensiones”, contaba Alfonso de Lara.
Tomó clases de pintura y dibujo en el taller de Carlos Stahl y posteriormente con Francisco Rodríguez Caracalla, quien “me inculcó dibujar con firmeza, no borronear”, recordaba. Posteriormente ingresó en la entonces llamada Escuela de Bellas Artes.
Para complacer a su padre estudió contabilidad, pero esos nueve años de estudio fueron un tormento. Trabajó en Teléfonos de México una temporada y luego ingresó como dibujante comercial en la tienda departamental Sears, donde en 1952 conoció a Jesús Álvarez del Castillo, dueño del periódico El Informador, quien le dio la oportunidad de integrarse al departamento de dibujo para hacer ilustraciones en el diario, donde trabajó durante decenios.
Llegó a dominar a tal grado la técnica de la acuarela que tuvo numerosos seguidores y dejó escuela. En su discurso de ingreso a la Sociedad de Geografía y Estadística, en 1994, el maestro expresó:
La acuarela, ese difícil y espiritual género de pintura, hasta entonces poco cultivada en nuestro medio, vino a nacer en el predio de mi sensibilidad. Acaso fue por su parentesco con el blanco y negro conseguido con la línea de la tinta y a la aguada, tan queridas por mí porque prácticamente con ellas comencé a dibujar, ambas técnicas definitivas que no admiten enmendaduras, muy acordes con mi temperamento. Su práctica resultó cautivadora y afín.
Una figura importante que influyó en su preparación como acuarelista fue el pintor estadunidense Robert Gartland, quien lo invitó a exponer en Nueva York, en el museo del Río Hudson, a finales de 1957. Años después, Alfonso de Lara viajó becado a España para estudiar pintura; Robert Gartland lo alcanzó allá y ambos recorrieron diferentes países europeos.
Vinieron luego otras exposiciones individuales y colectivas, tanto en Guadalajara como en la ciudad de México, de las que se publicaron elogiosos comentarios en la prensa. El éxito y la aceptación de su obra fueron inmediatos y le merecieron el Premio Jalisco en 1959.
Durante su viaje a España en 1962 participó en algunos certámenes y exposiciones, y obtuvo el primer lugar de dibujo hispanoamericano en el Colegio Mayor de Guadalupe, el premio Mariano Fortuny en el Instituto de Cultura Hispánica y la tercera medalla en acuarela del Salón de Otoño, en Madrid. Ese mismo año recorrió en compañía de Gartland buena parte de Castilla, Cantabria, Italia, Francia, Marruecos y Portugal.
Regresó a Guadalajara en mayo de 1963 y Jorge Navarro, también pintor, lo invitó a dar clases en el Instituto Leandro Guerra que había fundado en 1961 en Lagos de Moreno. Posteriormente, en 1965, también a invitación de Navarro, Alfonso de Lara ingresó a la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara como profesor en la carrera de pintura, donde se jubiló en 1988. Entre sus trabajos de ilustración se cuentan los libros Al filo del agua de Agustín Yánez, El alcalde de Lagos de Alfonso de Alba, El Cristero de Rafael Bernal y A eso sabe la tierra de Luis Sandoval Godoy, entre muchos otros.
2. El mural de San Bernardo
El maestro Lara Gallardo confesó haber vivido en dos vertientes: la artística y la religiosa. Su aprendizaje como cristiano y como pintor fue una lucha constante en su vida. Cuando concluyó los grandes óleos del Viacrucis para el templo de Nuestra Señora del Sagrario se le presentó la oportunidad de viajar a Israel. “En mi viaje a Tierra Santa, de 1971 a 1972, se me dio la gracia de conocer mi camino en la pintura como camino de búsqueda de Dios”, afirmó.
En 1973 le ofrecieron un muro de 260 metros cuadrados en el templo del Calvario (obra arquitectónica de Luis Barragán), en Guadalajara, para que pintara un mural sobre la Pasión de Cristo. Disminuido físicamente a causa de un accidente en el que perdió la rótula de su pierna izquierda, a los 51 años creía estar en pleno atardecer de la vida, cuando, dijo, “llegó a mí la dorada y suprema oportunidad: pintar a Jesucristo”. Cabe señalar que ya en 1965, en la zona de confesionarios del mismo templo, había pintado Las bienaventuranzas, mural de 40 metros cuadrados.
El gran tema que persiguió en toda su vida como pintor ha sido Cristo: “Lo que más me gusta pintar y lo que más me atrevo es a Cristo, y no lo alcanzo”, dijo en una ocasión. Más tarde reafirmó esta idea: “Mi anhelo, mi búsqueda de Dios, era mi constante inconformidad. Por eso la temática de toda mi pintura se vuelca en el Cristo total.”
Para el arquitecto Guillermo García Oropeza, Lara Gallardo “es quizás el último gran artista religioso de México, y seguramente uno de los maestros del arte jalisciense del siglo xx y del ominoso principio del tercer milenio”; considera que el mural del templo de San Bernardo es “una afirmación de fe y de arte poderosa y contundente.”
Cuando comenzó ese mural, el maestro solicitó la ayuda de los pintores Pascual Rodríguez y Miguel Ángel Mauleón. Éste sobrepasó sus atribuciones como ayudante, lo que provocó al maestro una profunda crisis y cayó enfermo de gravedad. A Mónica Esmeralda Chávez le confesó en entrevista que “quienes han colaborado conmigo han sido solidarios entre sí. Sólo he sufrido la secreta confrontación de alguien a quien invité a colaborar, no a competir conmigo”. Durante un año permaneció postrado; al recuperarse llamó a sus alumnos Pascual Rodríguez, Jesús Carrillo Tornero, Luis Eduardo González y Jorge Monroy, con quienes continuó pintando el enorme mural.
El otro incidente tiene relación con su trabajo como ilustrador en El Informador. Según Guillermo García Oropeza, el artista “no pudo liberarse de la servidumbre del dibujo, de la ilustración, sobre todo para un periódico –de cuyo nombre no quiero acordarme– en el que fue un verdadero jornalero de la línea, esclavo de la hora de cierre de la edición”. Agrega el arquitecto que Alfonso de Lara trabajó “incontables años” dentro de una “atmósfera envejecida, mezquina y kafkiana”.
El periódico retuvo toda la obra que el artista produjo durante años, mucha de la cual, según García Oropeza, “se quedó para comida de ratas en una bodega kafkiana, en un archivo, o durmiendo el sueño de los justos en una hemeroteca”. El pintor no pudo recuperar nada, se retiró del diario y sufrió una profunda depresión.
En cuanto a la vasta producción de Alfonso de Lara Gallardo, en manos de sus sobrinas permanecen numerosos dibujos, bocetos, unas cuantas acuarelas y algunos óleos.
En el texto que escribió para el libro sobre el artista, que publicó la Secretaría de Cultura, García Oropeza pregunta: “¿se perderá en el caos y el olvido su obra espléndida? La respuesta la tenemos todos nosotros”.
Vinieron después más encargos del clero, así como exposiciones individuales y colectivas. En 1975 el Padre Pedro Castro le pidió un mural sobre la Historia de la Salvación para el templo de San Bernardo, en una superficie de 600 metros cuadrados. Esta obra fue su mayor reto, tanto en el aspecto religioso como en el pictórico. El tema requería un estudio profundo de la geografía, la iconografía, el vestuario y la cronología en el cristianismo, por lo que se allegó documentación y bibliografía, y consultó a especialistas.
Casi 20 años le llevó al artista investigar y trazar numerosos bocetos. Entretanto se hicieron pruebas de enjarre en el muro, pero al presentarse fracturas y abultamientos se descartó la idea de pintar directamente en la superficie y se optó por la elaboración de tableros de madera forrados con tela, a fin de formar un gran mosaico.
Don Alfonso combinó la preparación del mural con sus clases en Artes Plásticas y se dio tiempo incluso para pintar un mural en la parroquia Nuestro Señor de la Salud en Guadalajara y otro en Tepatitlán.
Al finalizar el encargo de San Bernardo, expresó que trabajó “con ahínco en el mural, con respeto y esfuerzo, cada quien en su área y con su propia inspiración; y debido a que muchas imágenes me pedían ser replanteadas, volví a dibujar la mayor parte de la obra. Con respeto absoluto a mis trazos, tanto colaboradores como yo claroscuramos y vestimos de color el vasto cuadro”. Una vez armado y colocado el conjunto en el ábside del templo, se inauguró en el año 2000.
3. La constancia
El maestro asumió su vocación de pintor con gozo, dolor e insatisfacción. La mayor parte de su obra la realizó a petición de clientes, particularmente del clero católico. Sobre eso dijo: “Parece ser que mi obra plástica depende de los encargos. De no haber sido así yo hubiera encontrado en mí un lenguaje gráfico diferente de como lo he expresado, mucho menos condicionado a una sociedad complaciente que jamás me exigió, siempre me apapachó, siempre me fue carente de crítica, carente de retos”.
En el texto que escribió para el guión del documental El muro del llanto y el gozo, a propósito de su obra para El Calvario, sintetizó:
Ahí quedó constancia de mi limitación, como queda constancia de la limitación humana en toda obra; pero quedó también, pese a la bestia que se arrastra, constancia de que en Cristo solamente se puede lograr la verdadera superación humana. Y ya puedo ser juzgado o absuelto por ojos y por mentes humanos, pero quiero que conste que en el muro de mi canto, como en mi propia vida, íntegramente lo único que he buscado es el honor de Dios a través de un arte inalcanzable.
Recluido por voluntad propia en el asilo, dejó de pintar y de vez en cuando dibujó después. Su último trabajo fue una serie de bocetos de un Viacrucis para el templo Expiatorio, que plasmó en acrílico sobre tela su alumno y ayudante Luis Eduardo González. Débil pero lúcido hasta poco antes de quedar sin habla, el artista consideró que por fin había alcanzado “lo medular de mi yo” y deseaba profundamente llegar al destino “que he buscado y vislumbrado con fe: Dios”.
[1] Tapatío (1953), egresado de la carrera de pintura de la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara, formado en el Taller de Literatura del doctor Elías Nandino, fue subdirector del semanario Diez, tuvo a su cargo el periódico cultural Opción y codirigió la colección de poesía y narrativa Cuaderno Breve, así como las ediciones Toque. Fue director de la Gaceta Universitaria de la U. de G. Es autor de los libros Es decir..., A última hora y Agua en plan de luz.
[2] El texto se publicó en la revista Proceso (5 octubre del 2013). Este Boletín agradece al autor su licencia para reproducirlo en estas páginas.