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P. Manuel de la Cueva Gutiérrez
Luis Sandoval Godoy[1]

 

La partida física del escritor Luis Sandoval Godoy (1927-2019)

es también el fin de una época en la que las aulas

del Seminario Conciliar de Guadalajara,

gracias al cultivo de la lengua latina y de la literatura catellana,

forjaban gentes de pluma. De ello nos habla, a propósito de uno de sus mentores

en el plantel levítico que también lo fue –y por lo tanto influyó en él, y mucho–

del literato supremo y lector total Juan Rulfo.

Forjado como perito en literatura en el Pontificio Seminario de Comillas,

Manuel de la Cueva caló hondo en las generaciones de pupilos

que gracias a él aprendieron a amar y cultivar la palabra escrita,

según aquí se recuerda y conviene recordar.[2]

 

 

Habría que verlo, fingir un encuentro por el pasadizo de cafetos florecidos en la casona de San Martín,[3] o en las calles de nuestra ciudad, quietas y soleadas en aquel entonces. Verlo con su gallarda estatura, siempre de negro, con acendrada solera tapatía.

Él era, así era en su egregia personalidad, el padre Manuel de la Cueva, lumbrera del saber en la Guadalajara de su tiempo. Así era él, con su tez tirante, de faz gordezuela, gafas de aro negro, y detrás unos ojos grandes levemente abultados, medio ausentes a veces, a veces medio denunciadores, de una repentina cara de niño que se asombra y se comunica.

Su presencia imponía. Tenía un impacto humano que acercaba y alejaba al mismo tiempo. Su palabra, su enseñanza, su información sobre temas del humano saber eran buscados por sus alumnos, que reconocían su alto perfil en lo espiritual y en lo humano. Lo seguían porque era inteligente, agradable en su trato, buen conversador, y nunca se negaba ante cualquiera que le pedía una opinión, información en algún asunto intelectual.

El alumno que lo abordaba por primera vez tenía asombro al escuchar su voz, en armonía de notas graves. Hablaba y parecía llevar a su interlocutor a una selva llena de imágenes cautivadoras. Su palabra era más que una palabra, pues parecía venir de un subterráneo hervor de datos, de nombres, de matices, incidentes, colores, fechas y referencias que componía en su voz de entonación profunda, de notas graves y melódicamente concertadas, respondiendo a lo que pedía el interrogante.

Fueron los tiempos del gran esplendor que vivió Guadalajara a mediados del siglo pasado. Fue el Padre de la Cueva un personaje singular en el acervo de personajes de gran estatura cultural que dieron lustre a la Diócesis de Guadalajara cuando la ciudad recordaba el Cuatrocientos Aniversario de su Fundación. Tal vez a estas fechas pocos recuerdan la figura y la valía de este culto personaje y sea cuestión de buscar aquí y allá voces que den algunas señas de las dotes del Padre Manuel de la Cueva.

Fue cosa de traer los recuerdos que hizo venir de sus mocedades el Doctor Luis González Aréchiga, su sobrino por más señas y hasta su ahijado de bautismo, cuando el Padre de la Cueva regresaba apenas de sus años vividos a la sombra de las grandes universidades europeas, nutrido en lo más hondo de su ser con el aliento occidental que sigue dando rumbo y signo al pensamiento humano.

El Doctor González Aréchiga tiene raigambre de egregios. La familia de la Cueva mereció en su tiempo títulos de honor. Fue el caso del Doctor Fernando de la Cueva, hermano de Manuel y uno de los psiquiatras más esclarecidos de aquella época. El caso de la maestra Teresa de la Cueva, también hermana del Padre, insigne pedagoga, de recia y valiosa acción en la enseñanza, que participó con la Señorita Loreto Pérez Vargas en la fundación de la Escuela Normal Occidental. El caso de María Luisa González Aréchiga, hermana del doctor, que sorprendió al mundo jalisciense de la plástica con el inesperado color de sus pinceles y el afán de despertar el mundo mágico de los huicholes. El caso de Ana de la Cueva, esposa de José Rolón, una ameritada y exquisita pianista a quien el gobernador Agustín Yáñez pidió venir desde México a dar clase de piano a sus hijas. Y desde luego el caso del Padre Manuel de la Cueva, que ganó borlas doctorales en la Universidad Gregoriana de Roma y de España Maestría en literatura, alimentado a veces personalmente de los grandes pensadores, artífices de la palabra de la Generación del 98, honra y prez de las letras españolas, y luego, en Guadalajara, distinguido maestro de diversas asignaturas en el seminario diocesano.

El Doctor González Aréchiga guarda mil anécdotas de su inolvidable tío, hechos singulares no siempre del dominio común, que dejan ver la personalidad del Padre de la Cueva en tales o cuales etapas de su vida.

La conversación con el doctor González Aréchiga, en su voz opaca, en su entonación sorda, tiene lugar en su consultorio, que deja ver su fidelidad a una profesión vivida intensamente; el mobiliario más bien modesto, las paredes desnudas, la penumbra de la estancia iluminada en una sola puerta apenas entreabierta, y otra vez la palabra emocionada en su tono opaco que resplandece y se aviva de pronto, cuando hace memoria de un hecho que, nos dice, está recordando ahora, lo tiene en su mente con luces vivas, que no olvidará nunca.

Fue un mediodía de junio, recuerda el Doctor. El sol se enardecía cayendo en brasas encendidas por las calles de Guadalajara. Y un aire apenas insinuado hacía que la ciudad se tendiera en silencio, como acezando en medio del sopor.

En la comunicación cotidiana del Padre de la Cueva en casa del Doctor, pidió a éste que lo acompañara, que fueran ambos a pasar la tarde a la sombra de los árboles que lucían frondas verdes y frescas en el parque de San Rafael. Que fueran a pasar la tarde a San Rafael que aparte de su jardín y sus árboles públicos, lucía por todos lados, en callejones solitarios, extensas huertas de duraznos que dieron fama entonces a este lugar. Él estaba en exámenes, lo sabía y no quería distraerlo de sus obligaciones estudiantiles; que cargara sus libros para que allá se pusiera a estudiar, él llevaría su breviario, su libro de oraciones, para rezar lo que a él correspondía; así podrían ambos descansar un tanto del agobio ardiente de los días.

Recuerda el Doctor el frescor de los árboles del parque. Dormido el aire en el impalpable oro del atardecer. Y recuerda un cedro renegrido y oloroso, junto a cuyo tronco se sentó a estudiar sus temas de medicina; qué claro estaba el aire, qué vitalísima la tarde de junio. Entre todo aquello, el cedro que presidía el espacio, en su verdor, podía más que la tarde estival.

¿Y el Padre, su tío? ¿A dónde se pudo ir el Padre? ¿Por qué sendero escondido entre los árboles de aquel espacio casi agreste pudo haber caminado? Recuerda el Doctor que empezaban a apagarse las luces del día; ya resplandecía en el cielo el lucero de la tarde. En este punto dejó su estudio y se dirigió por los recovecos del parque a buscar al Padre de la Cueva.

Lo vio a lo lejos y no quiso turbarlo. Lo vio, apoyado el brazo en la rama baja de un árbol, pero con los ojos perdidos en la anchura del cielo. Todo él transformado, todo él embebido en la luz que desfallecía, todo él arrobado en el silencio, la paz, la fragancia de la vegetación, en el primer canto tímido de los grillos, o en el lejano gorjeo de una alondra. ¿Qué hacía, qué pensaba, por qué su rostro se hallaba arrobado en pensamientos, en luces, en visiones más allá del apagado claror de la tarde?

Bien alcanzó el Doctor a pensar que la sed de infinito de su tío necesitaba soledad y silencio, anchura de horizonte arriba de las copas de los árboles. Pensó en todo el tiempo que llevaba en aquella actitud, ensimismado en honda contemplación de su propia alma y de la tarde, sintiendo en medio de aquella luz que una luz interior desfallecía en su alma, que el discurso lógico de sus pensamientos empezaba a languidecer, que ya nada podía darle claridad de ideas, de imágenes, de actitudes, y se ofreció en aquel instante con absoluta conciencia, con efusiva gratitud por los años de resplandeciente luz que había tenido en su mente, acabando así de sentirse, en aquella hora suma, transido de un amor maravilloso y de una paz grande y dulce.

Piensa, dice el Doctor Aréchiga, que su tío estaba viviendo lo que podía decirse la ofrenda de su ser en un rapto piadoso. Decía y escuchaba en las entretelas del alma el acento de una devoción no ordinaria. Recuerda aquel rostro, revive en su memoria aquella estampa que no se borrará nunca de su mente y que, ahora mismo que la está contando, le parece que está viendo y reviviendo cómo declinaba la luz de la tarde en el rostro de su tío. Fue algo que empezó a tener desde ahí un significado profundo; así fue aquella tarde en el antiguo Parque de San Rafael.

 

***

 

Nuestros actos nos proyectan, nuestra palabra pone de manifiesto qué hay en nuestro interior, hacia dónde o por dónde se sitúa nuestro pensamiento. La voz honda del Padre de la Cueva, las inflexiones en “la gutural modulación del bajo” ponían en evidencia la raíz profunda de su cultura, su excelsa visión de un humanismo que principia y culmina en los altos valores del hombre.

Y es curioso saber que sin decirlo, sin proponérselo siquiera, cuando se le pidió que expusiera alguno de los rasgos señeros del Arzobispo Orozco y Jiménez para el homenaje que a su muerte le tributó la clerecía diocesana en voz de sus más calificados miembros, dejó el padre de la Cueva traslucir su propia alma. Cuando traza un aspecto de la personalidad egregia de Orozco y Jiménez se proyecta él mismo, escribe de sí en punto y coma precisos cuál es su pensamiento, en dónde la médula de la grandeza humana, cuál es el rumbo de lo que hay que pensar y decir acerca de los fulgores que dan sitio de honor a la estirpe humana en la perennidad grecolatina, en los momentos más luminosos de la ciencia y el arte.

Exalta el Padre de la Cueva, en sesuda valoración de la figura del Arzobispo, el “espíritu renacentista” en que mantuvo su actuación, a despecho de su azarosa vida a salto de mata, y dice sin decirlo cuál es su pensamiento y cuál el signo en que se dibuja a sí mismo, llevado siempre del empeño por cultivar los títulos del humanismo clásico, en el cual se cifra la grandeza del hombre y de los pueblos.

Dice el Padre de la Cueva en el artículo de referencia:

 

Es costumbre triste y pueril, muy propia de ambientes culturalmente entecos, establecer paralelos absurdos entre las más altas figuras humanas y las borrosas personalidades del ambiente propio. Aun hay quien creyéndose crítico recuerde a Homero y a Dante ante los versos de buena voluntad de cualquier soñador paciente. Mas a quien conozca, al menos a grandes rasgos, la vida, los sueños y las realizaciones del Excelentísimo Señor Orozco y Jiménez, se le impone el recuerdos de los grandes Prelados renacentistas.

 

Y en un programa de vida y acción que se pone a configurar en la semblanza del Arzobispo que recuerda, con su ímpetu asombroso en actividad sin descanso y en una suma de realizaciones que parecen inabarcables, dibuja el padre de la Cueva su figura personal, su proyecto propio, en insaciable sed de saber, en búsqueda anhelosa de los más destacados pensadores de la cultura occidental, en infatigable sed de lectura y de lecturas que no acababan de llenar su avidez.

Antes de la enumeración de los increíbles logros de Orozco y Jiménez en su programa renacentista, que influyó de modo decidido, dio signos luminosos, marcó rumbos en el acontecer de la sociedad pública de su tiempo, da la explicación humana de aquel asombroso índice de realizaciones:

 

Rico por diversas herencias familiares, encargado repetidas veces de aplicar fuertes sumas de dinero a causas nobles, vio pasar por sus manos ríos de oro que desembocaron íntegros en sus grandes empresas de caridad y cultura hasta su muerte, a la que llegó pobre.

 

            Al Padre Manuel de la Cueva le atraían con hondo embeleso los acentos del legado grecolatino en la cultura de Guadalajara, y quiso señalar la acción de Orozco y Jiménez al frente de la Diócesis como un adalid renacentista. Tal fue el perfil señero de este egregio maestro. Es el Padre de la Cueva en las mismas líneas que dieron sentido profundo a su vida; es su afán de servicio, es su empeño por proyectar en sus alumnos lo que bien sabía iba a alcanzar impulso multiplicador; tal lo recibió él en las aulas de las universidades europeas y así vendría luego a proyectarlo en su magisterio en el Seminario, y desde ahí, a su tiempo, iluminar a la población en las acciones de los ministros egresados del levítico plantel.

Lo dijo sin decirlo cuando dejó entrever la visión de Orozco Jiménez tendida a largo plazo a través de la formación de su clero en el nivel más alto, con el sello renacentista que pudieron adquirir en famosas universidades de la época en el mundo. Un elenco de sacerdotes que difundirían en la sociedad tapatía las luces que traían de allá, y que de un modo o de otro, en una disciplina así o en una aplicación allá, dejarían su resplandor en la gente, las familias, las instituciones de la grey puesta ante su cayado.

Como Arzobispo de Guadalajara, el Señor Orozco y Jiménez cumplió 33 años en esta sede y en ellos dejó, al lado de una sorprendente obra material, al lado del patrocinio para la investigación y edición de capítulos fundamentales en la Historia de Guadalajara y de Jalisco, mejoría material y apoyo económico al Colegio Pío Latino de Roma, mientras en su ciudad daba apoyo a meritorias obras y servicios de carácter social, cooperativas, cajas de ahorro popular, y podía preciarse de haber constituido un cuerpo clerical diocesano de sólida formación y generosa entrega en tareas de su incumbencia.

De este recuento de sacerdotes del cual él formó parte dice el Padre de la Cueva: “no puedo dejar de hacer alusión a la legión de más de sesenta sacerdotes formados en Europa con el dinero o por la iniciativa del Excelentísimo Señor. Esta obra, condenada sólo por cretinismos irredimibles, tiene que dar su frutos en las altas esferas del espíritu”.

Refiriéndose a esta acción del Arzobispo en lo que tiene que ver con la formación de su clero, el padre José Salazar, recién llegado de Roma poco antes de la muerte del prelado, corrige la cifra anterior de los sacerdotes que hicieron estudios eclesiásticos en el Colegio Pío Latino:

 

Durante su pontificado en la Arquidiócesis de Guadalajara (1912-1936), casi un centenar de alumnos (entre los cuales el primero fue su actual dignísimo sucesor) recibieron el precioso don de estudiar y formarse en aquel plantel. Gloria será para él única el haber mandado más educandos que ningún otro pastor de América.

 

            Y como queriendo hacer recuento de los nombres de estos sacerdotes, por lo menos de aquellos que vienen a la memoria, se hace mención de José Villaseñor Plancarte, Efraín Reyes Calleja, Benjamín Ruelas, Luis Radillo, Salvador Morán, Carlos Quintero Arce, Francisco Nuño, Rafael Meza Ledesma, Pilar Quezada, José Garibi Rivera, J. Refugio González Borondón, Juan Bernal, Severo Flores, Jesús Navarro de la Torre, Guadalupe Hernández, José Salazar, Jesús Navarro Romero, Manuel de la Cueva, José Ruiz Medrano, Manuel de Jesús Aréchiga, Salvador Rodríguez Camberos, J. Cruz Aguilar, Salvador Quezada Limón, Luis Medina Ascencio, José Valadez, Taurino Ruiz, Narciso Aviña.

De los nombres mencionados, que corresponden sólo a la tercera parte de los que el Señor Orozco y Jiménez envió a la Ciudad Eterna, parece que todos habían regresado a Guadalajara aquel 18 de febrero de 1936, fecha de la muerte del llamado “Arzobispo mártir”. A él mismo le tocó ver y gozarse del fruto apostólico de sus ministros, de los impulsos de vida cristiana, de sus trabajos emprendidos en el campo social, las organizaciones obreras, la Acción Católica, impulso a la música litúrgica y, entre todas las acciones que se pueden mencionar, la gran obra del Seminario que en la formación de los alumnos, al modo de las instituciones europeas, alcanzaba niveles de superación en el campo del espíritu, en los programas de estudio, en un aliento apostólico y de servicio comunitario que recibían los alumnos.

Otros muchos sacerdotes seguirían regresando de año en año mientras el Arzobispo sucesor, Don José Garibi, continuaba la línea que en todos los aspectos pastorales había trazado su antecesor. Lo dijo, lo vio y lo reflejó en sí mismo el padre Manuel de la Cueva, al escribir:

 

Una de las grandes características de los grandes Prelados del Renacimiento fue su continuo ardor por vigorizar los altos valores humanos: intensificación cultural, conocimiento de los grandes autores, enriquecimiento de bibliotecas, apoyo decidido a sabios y artistas, preparación por todo lo que pudiera significar un humano progreso…

 

***

 

Con las borlas doctorales que le otorgó la Universidad Gregoriana de Roma, el Padre Manuel de la Cueva manifestó a su prelado el deseo de vigorizar en su formación “los altos valores humanos” y le pidió autorización y apoyo para pasar de Roma a Madrid y emprender ahí los estudios que le llevaran a alcanzar una maestría en literatura.

El Señor Orozco y Jiménez, que había visto con complacencia al seminarista Manuel de la Cueva y que conocía su inquieto empeño por acercarse y convivir con sabios y artistas, no sólo le concedió el permiso solicitado, sino que lo felicitó –lo recuerda hoy su sobrino, el Doctor González Aréchiga– por su afán en acercarse a los grandes autores, en el caso, aquellos que tenían relación con el espíritu de nuestra raza, los que a través del idioma permitían una sintonía estrecha con el alma de nuestro pueblo.

Y así despierta, ya como sacerdote Don Manuel de la Cueva, en una importante universidad española, dispuesto al estudio, lectura, análisis, búsqueda, diálogo, entendimiento con la pléyade de los literatos que compusieron la Generación del 98, quienes a una voz, en patriótico impulso, en emocionado cultivo de todos los géneros literarios, quisieron hacer que España, postergada y maltrecha en vaivenes políticos, recobrara el señorío que había alcanzado en siglos de grandeza.

Por la manera en que se expresaba de ellos, por el énfasis que ponía en el comentario de los libros de los más señalados escritores, por el calor con que se refería y repetía párrafos enteros de aquel pasaje descriptivo o del sentido social, político o humano de aquel pensador, se podía suponer que con muchos de ellos tuvo intercambio de ideas, comunicación viva, comparación de los signos españoles con los títulos de escritores de nuestro continente, cuando Darío se había entusiasmado de esta América nuestra “que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”.

En lo personal, no encuentro la explicación de tanta generosidad, no entiendo por qué un personaje de tal altura viniera a ocuparse de alimentar el interés y estar poniendo un nuevo libro cada semana en las manos de un incipiente soñador. Recuerdo el comentario lúcido y conciso del estilo literario de este autor, de la fuerza descriptiva del otro, la sutileza poética desde una realidad común, en la aridez del suelo con que el de más allá sabía ir deshilando suavidades de “blanco en azul” con que las nubes juegan en el cielo.

Un libro cada semana que se intercambiaba en la siguiente fue dando lugar al conocimiento y la amistad literaria con los paisajes o con los tipos campiranos de Peñas arriba de don José María de Pereda; la ocasión de ir recorriendo la pedrería de luces y de signos de un barroquismo poético en El obispo leproso de Gabriel Miró; o vivir en el alma el extasío de los azahares y su nevada blancura Entre Naranjos, de Vicente Blasco Ibáñez. Así pude darme la mano con celebridades como Don Jacinto Benavente, Ramón del Valle-Inclán, Benito Pérez Galdós, la finura poética de Juan Ramón Jiménez.

De los anteriores y varios más pude advertir cuánto se embelesaba Don Manuel de la Cueva en la lectura de las obras de Azorín, cómo me hizo participar de ese embeleso, y cuando las circunstancias lo permitieron, adquirir en pastas rojas de las ediciones de Aguilar la obra completa de este autor. Luego, ir desde Los pueblos, desde Trasuntos de España, o Por tierras de Portugal y España, llamando a mesones, ingresar en la húmeda penumbra de una fonda manchega, pensar y decir y sentir que aquellos aires con que el escritor va recorriendo el paisaje de Castilla, va conversando con su gente, va gustando los guisos de las señoras, o recogiendo noticia de tiempos idos que recuerdan los ancianos con los lagrimales húmedos… todo eso corresponde y conviene a lo que puede verse y vivirse en nuestros pueblos, también nuestras haciendas, también los mesones que se asomaban al camino por donde pasaban nuestros arrieros.

Y todavía más pude comparar el tiempo en que Agustín Yáñez en sus mocedades recorría pueblos del norte de Jalisco, tras los desempeños parroquiales de su tío el Señor Cura Don Ignacio Íñiguez Delgadillo, para encontrar con asombro que lo mismo que decían y describían autores españoles era lo que Yáñez describía y contaba Por tierras de Nueva Galicia, o lo que puntualmente refería de los vuelcos montañosos de encendido sol en Mezquital del Oro; o en los prados florecidos de petunias y amapolas en el jardín municipal de Totatiche; o el escalofrío que le sacudió el alma en las ramas del cedro crecido a las puertas del camposanto de Atolinga; o el azorado derrumbe de peñascales azules que señalan el río caudaloso en Bolaños o Chimaltitán; o la escandalosa paganía y el repique de las campanas y el bullicio de las cantadoras en la fiesta de Teúles… saber así que aquello es esto; que el ser, el íntimo latir del alma de nuestro pueblo era el mismo latir de los pueblos españoles en arideces o envalentonados riscos del suelo castellano.

No puedo olvidar a los pensadores, a los que se asomaron a lo íntimo de la conciencia hispana, a los que dieron rumbos al pensamiento y alcanzaron cumbres en disquisiciones filosóficas que habrían de resonar en el mundo. Me refiero en este caso a libros de Don Miguel de Unamuno, de Don José Ortega y Gasset y de Don Ramiro de Maeztu.

En especial encontré en el ánimo del Padre de la Cueva y en sus ponderaciones sobre Maeztu cuánto le entusiasmaban sus conceptos, cómo hacía suyo el pensamiento de este escritor que, viviendo la zozobra española cuando declinaba el siglo diecinueve, tuvo el arresto de repudiar a su generación antitradicional y europeizada; se sumó a la Generación del 98, rectificó su anticristianismo y afirmó rotundamente los valores de la raza en el libro que me tembló en las manos con su sólo título: Defensa de la hispanidad, un alegato en pro de la civilización peninsular en la que convocó a todos los pueblos de nuestra América que recibieron la herencia española en lengua, cultura, religión, sangre, herencia que ensalzó Darío con su canto a las “ínclitas razas ubérrimas / sangre de Hispania fecunda”.

El Padre Don Manuel de la Cueva retornó a Guadalajara y se abrió de capa a las personas y los grupos con inquietudes culturales. Ya sus clases en el Seminario, ya sus relaciones en el medio cultural, ya su presencia en conferencias y conciertos y siempre sus lecturas, siempre la búsqueda por enriquecer y afinar las líneas de la Cultura Occidental, en el espíritu renacentista que vio en Orozco y Jiménez como parte de su tiempo, de su ocupación de su entusiasmo.

El Doctor Don Luis González Aréchiga recuerda las tertulias con los pensadores tapatíos, el Licenciado Efraín González Luna, el Licenciado Antonio Gómez Robledo, el Licenciado Agustín Yáñez, los hermanos Moya, el Padre José Ruíz Medrano, el Padre Salvador Rodríguez y toda la relación de egregios presentada en el Genio y figuras de Guadalajara con que festejó Yáñez el Cuarto Centenario de la fundación de nuestra ciudad.

Su presencia en tardes de tertulia en casa de Don José Arreola Adame, con todos los personajes mencionados y varios más, escuchando de preferencia música de Mozart, leyendo y comentando a Paul Claudel, merodeando por los intríngulis de Kafka, en rumbos de Proust o de James Joyce, abriendo el oído y la sensibilidad a las nuevas corrientes literarias de la Alemania de la posguerra, y siempre al pendiente de títulos y autores que hacían furor en la capital del país y en el extranjero.

Habló y ponderó en la persona del Arzobispo Orozco y Jiménez su humanismo renacentista. Y él mismo fue un paradigma vivo de inquietudes venidas de los lejanos manantiales grecolatinos. Y en lo que él practicaba de sí mismo, elogió el nombre del Arzobispo cuya muerte fue llorada por todo Guadalajara una fría tarde de febrero. La obra de este intrépido pastor dejó señales de luz en su clero, en sus grupos piadosos, en sus organizaciones apostólicas, en sus obras sociales. Todo ello en himno de amor, en luz de esperanza, en antorcha de fe, in fide et lenitate.[4]



[1] Periodista y escritor zacatecano (San Juan Bautista del Teúl, 1927 - Guadalajara, 2019), autor de una copiosa bibliografía y colaborador asiduo de este Boletín, fue Premio Jalisco de Letras.

[2] Tomado del libro Encuentros, edición del autor, Guadalajara, 2011.

[3] Se refiere a la porción del Hospital de San Martín de Tours y Nuestra Señora de los Desamparados que entregó a los religiosos juaninos la benefactora Clementina del Llano, viuda de Gavica, en la Colonia Española de Guadalajara, pero que incautaron los carrancistas en 1914, y que adquirió de sus nuevos dueños la Arquidiócesis de Guadalajara para convertirlo en la sede provisional del Seminario Conciliar en la cuarta década del siglo pasado, plantel del que fue inquilino el autor de este artículo. (N. del E.)

[4] “En fortaleza y suavidad”, lema episcopal del Siervo de Dios Francisco Orozco y Jiménez (N. del E.).



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