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Mi Pueblo como testimonio de medio siglo

Luis de la Torre[1]

 

Quien fundó y dirigió durante un cuarto de siglo el periódico regional Mi Pueblo, consagrado al rescate de la microhistoria y de la narrativa rural

de los habitantes del norte de Jalisco y del sur de Zacatecas,

condensa en los párrafos que siguen sus recuerdos de tales lances.

 

 

Quiero dedicar el siguiente artículo a la memoria del apenas fallecido don Luis Sandoval Godoy, un paladín del periodismo como editorialista y director, durante muchos años, de un suplemento cultural en el periódico El Informador. Escritor exhaustivo del sabor y el color de los pueblos de Jalisco y Zacatecas, tuvo para el periódico Mi Pueblo los primeros alientos y parabienes, junto con el presbítero don Nicolás Valdés y el historiador Jean Meyer. Se identificó con la postura editorial de Mi Pueblo por el rescate de nuestras raíces, por el ir como pepenadores en el mismo campo, por tener el mismo apasionamiento por el terruño, por la Suave Patria. Escribió con gusto el prólogo para el primer libro editado por Mi Pueblo: Pueblos del viento Norte. Coincidía allí también el mutuo interés por la Cristiada. Vaya, pues, este texto en recuerdo y en agradecimiento al apoyo moral y literario que le brindó siempre don Luis Sandoval al periódico Mi Pueblo.

 

El periódico Mi Pueblo tuvo una duración de veinticinco años (1978-2003). Es un ejemplo único en el ámbito internacional de dignidad como periodismo de provincia. Su motivación, su origen, se pueden encontrar en la lectura de escritores con profunda conciencia nacional, como José Vasconcelos, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Luis González y González, Edmundo Valadés y el historiador francés nacionalizado mexicano Jean Meyer.

Del primero, con su Ulises Criollo, se aprendió el valor de una autobiografía sincera, lúcida y bien escrita; del segundo, con Al filo del agua, se aprendió a buscar en lo psicológico el alma del pueblo mexicano. Del siguiente se aprendió a valorar la personalidad de los sin nombre, de los habitantes del Llano en llamas, y luego la poesía de su Pedro Páramo, la creatividad y la precisión del lenguaje, la realidad de un pueblo entre la vida y la muerte. Con don Luis González y González se asimiló el valor de la microhistoria, de la historia madre. Su Pueblo en Vilo, San José de Gracia, es un universo tan humano como Ur, como Galilea, como Yoknapatawpha, como Ars, Yonville, Macondo, Comala. O como Mezquitic.

De don Edmundo se aprendió el amor a la literatura en forma de cuento. Con su prodigiosa selección de la mejor cuentística internacional para editar su prestigiosa revista El Cuento, nos mostró el valor de la literatura mexicana con su propio cuento “La muerte tiene permiso” y publicando cuentos de autores mexicanos como “La mujer sentada” de Sergio Magaña, “Céfiro” de Xavier Vargas Pardo, “La vida inútil de Pito Pérez” de José Rubén Romero, “Donde mi sombra se espanta” de Ramón Rubín, literatura que nos hacía sentir hervir la sangre por hablar de lo nuestro, de nuestro pueblo, de nuestras costumbres, de nuestro carácter.

Daban ganas de escribir. Pero no había la pluma ni el talento. Tal vez si recogiéramos en un periódico las voces del campo, la manera de ser y pensar de la provincia, lo mejor del hombre tierra, del aborigen de un país rural, quizá podríamos acercarnos a la esencia de nuestro pueblo.

Jean Meyer nos sorprendió profundamente con sus tres tomos sobre La Cristiada, un tema hasta ese momento tabú, silenciado por la Iglesia y el Estado. Su trabajo de investigación parecía un descubrimiento arqueológico, como excavar la tumba de Tutankhamón. Todas esas lecturas nos empujaron a poner en práctica lo aprendido. Nuestro pueblo de origen, Mezquitic, había experimentado en carne propia la tragedia de la guerra. El pintor José Luis Cuevas pugnaba por trascender la cortina de nopal y nosotros queríamos hurgar en la savia del mezquite, en el más allá del Gran Tunal, en el corazón de la pitaya y los huizaches del semidesierto. Queríamos sentir el palpitar de lo nuestro con la armonía del “Sensemayá” de Revueltas, del “Huapango” de Moncayo y de la Sinfonía India de Chávez. Jean Meyer nos avocó a revisar la guerra cristera a través de testimonios recogidos en pláticas con los últimos testigos de ese movimiento que aún vivían en la zona norte de Jalisco, zona que fue invicta frente al poder del ejército callista. Y bien que Meyer lo supo decir sin ambages: La Cristiada se lee como La Ilíada.

Con ese bagaje nació Mi Pueblo. Su apoyo vendría de Ignacio Bonilla Arroyo que, como presidente municipal de Mezquitic, mantenía un boletín de información muy aceptado sobre todo por los mezquiticenses ausentes en la República y los Estados Unidos, y quiso convertir aquella modesta publicación en un periódico más formal dejando su dirección y criterio editorial en otras manos. No sería un periódico que tuviera ningún compromiso comercial, ni mucho menos político. No sería un periódico noticioso, ni de reseñas sociales; no tendría sección deportiva ni nota roja. Su economía sería limitada, siempre al filo de la supresión, pero el impulso para hacerlo superaba las vicisitudes.

 

¿Qué clase de periodismo sería ése?

 

Desde su primer número, Mi Pueblo marcó su línea editorial: la vida, el quehacer, el habla, la microhistoria y el alma de los pueblos en los que empezó a distribuirse: Mezquitic y Huejuquilla el Alto, Jalisco, y Monte Escobedo, Zacatecas: el iceberg de la zona norte de Jalisco y suroeste de Zacatecas. Una región central en el centro del Occidente de México.

Sus primeros personajes entrevistados son el curtidor, el cartero, el hombre del campo; gente que nos expone con gran sencillez la dignidad de su oficio, el agradecimiento a la vida, la felicidad y el placer que les da cumplir con su trabajo. Desde el primer número aparece ya en Mi Pueblo la mención a otros pueblos de la zona, como Bolaños, para dar a entender que regionalmente somos una gran familia con afinidades y educación homogénea. Se incluye la Toma de Vara del gobierno huichol o wirrárica como una integración de lo indígena, como una hermandad sin afán de lucro ni discriminación. Se publican cuentos de Rulfo y Edmundo Valadés, ofreciendo el gusto por la literatura mexicana, invitando a los lectores a escribir. La respuesta no se hizo esperar. Lectores que nunca habían escrito en ninguna parte llenaron con sus cartas, número a número, una columna de lo más íntimo, columna que resultó la más leída y que dio material para editar el libro Cartas a Mi Pueblo.

Como responsables de una colaboración continua en Mi Pueblo surgieron vecinos memoriosos que tenían mucho que contar, como María Trinidad de la Torre, de Mezquitic, con su famosa columna “Desde mi silla de ruedas”; Jesús Bañuelos, un viejo profesor, con sus retratos de Monte Escobedo; Eduardo Vela del Real, de Villaguerrero, y sus experiencias por las serranías a caballo desde su infancia; Salvador de la Torre como gambusino buscando entre las canteras de la zona norte un relato de testimonios de la Cristiada; Manuel Caldera, nacido en Valparaíso y por Valentín de la Sierra trasterrado a Huejuquilla. Y José Ramírez, de Huejuquilla, quien resultó ser un cronista nato cuyo estilo narrativo, que recuerda, sin comparación ni pretensiones, el lenguaje rulfiano: es tal su sentido de la palabra que sus narraciones grabadas no tenían mayor corrección para ser publicadas. De sus pláticas, Mi Pueblo adoptó el estilo.

Vendrán luego a las páginas de Mi Pueblo escritores de talento, profesionales de las letras que tomaron el periódico como un órgano digno de su colaboración. Los nombres que se suman al editorial de Mi Pueblo son los de un Jean Meyer hablándonos del padre Nicolás y de Aurelio Acevedo; Luis Sandoval Godoy, el escritor de una veintena de pueblos de Jalisco y Zacatecas, con artículos muy estimulantes; Francesca Gargallo, la escritora italiana que escribió sus libros y artículos en español, enamorada de México, cubriendo la zona norte con un extenso y lúcido reportaje; Roberto Cabral del Hoyo y su nostalgia por las haciendas de sus niñez en Valparaíso; Lolita Castro con su Fuensanta y sus memorias de Aguascalientes; Alí Chumacero removiendo sus lares en Acaponeta; Xorge del Campo, autor de ocho tomos sobre la literatura mexicana, sorprendido porque no sabía nada de la Cristiada y que, a partir de Mi Pueblo, recopiló el Diccionario de autores cristeros: más de trecientas fichas de libros escritos con ese tema. Emmanuel Carballo escribiendo el prólogo del libro Pláticas de Mi Pueblo y presentando en la ciudad de México Pueblos del Viento Norte; Arturo Azuela apadrinándolo también en Lagos de Moreno; Hanna Sanders Luterot derramando poesía con sus Días de arcoíris y otros más. Mi Pueblo cumplía la misión de dignificar el periodismo de provincia, tan menospreciado por el periodismo nacional y el intelectualismo diletante y presuntuoso para el que todo fuera de la ciudad de México es Cuautitlán.

La región en la que nace Mi Pueblo abarca el centro del Occidente de México, es decir, un lugar en el que permanecía vivo lo mejor de los valores de la época novohispana, tan desdeñados por el liberalismo decimonónico y tan distorsionados y atacados todavía durante la primera parte del siglo xx. Para el liberalismo radical, mezcla de positivismo, socialismo y cinismo, España y la Iglesia católica eran los enemigos a vencer. Mi Pueblo, sin tomar una postura confesional pero tampoco la “políticamente correcta”, evitó secundar tal tendencia a cambio de no ocultar u omitir, sino de mostrar los valores de una cultura donde lo indio se fundió con la fe católica de forma inextricable pero noble, gallarda, viril.

Reencontrarse con el México profundo fue una tarea que llevó a cabo el periodismo desarrollado por Mi Pueblo a partir de la vida de las gentes que habitan la zona norte de Jalisco y el suroeste de Zacatecas. Gente recia, del semidesierto, que conservaba su fe, como dice López Velarde, “siempre igual, fiel a su espejo diario”. La zona norte y parte de Zacatecas pudo haber sido un reino, el Reino de la Nueva Toledo, vecino de la Nueva Galicia y la Nueva Vizcaya, reino que no se concretó nunca durante la administración de la Nueva España, pero que anunció y ubicó la homogeneidad y la idiosincrasia de una población regional que hasta finales del siglo xx aglutinaba lo más puro de una educación secular: la de los misioneros franciscanos, la de los bautizados tlaxcaltecas, la del padre Margil. Los nuevos tiempos llegaron con negrura en los cielos y cayeron tempestades devastadoras sobre una desprevenida generación. El corazón del centro del Occidente de México ya no será igual. Algo de lo que fue y pudo haber sido está recogido en ocho tomos que contienen 150 ejemplares de Mi Pueblo.



[1] Artista plástico, periodista y escritor oriundo de Mezquitic, Jalisco (1932), galardonado con los premios Nacional de Periodismo Fernando Benítez y José Pagés Llergo y Jalisco al mérito literario.



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