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La conversación de Luis Sandoval Godoy con los paisajes y los hombres

Fernando Carlos Vevia Romero[1]

 

Se presenta aquí un libro, Allá, lo desconocido,

recién publicado en Guadalajara, bajo el signo de Procrea (2018) y en edición de autor

 

Cuando el que estas líneas escribe llegó a Guadalajara a mediados de los años setenta del siglo pasado, tuvo el honor y el gusto de establecer amistad con el Maestro Adalberto Navarro Sánchez. El deseaba que yo conociera a los eruditos y escritores de la región. Así fue como un día me llevó a conocer a don Luis Sandoval Godoy y su extraordinaria y cuidada biblioteca. Fue un contacto inolvidable, que se renueva espiritualmente cada vez que tengo en mis manos un nuevo libro suyo, como es éste titulado Allá, lo desconocido, aunque sus capítulos ya habían ido apareciendo en otras publicaciones periódicas.

Hay personas que prefieren el mar para su descanso, sus vacaciones o para la contemplación y tienen muchísima razón en hacerlo, pero otros tenemos la veneración de las montañas metida en los huesos. Luis Sandoval Godoy es sin duda una especie de sacerdote celebrante de las grandes alturas. Las montañas son por fuera flores, plantas, bosques o pedregales, rocas desafiantes o páramos desolados. Por dentro, en su entraña son minas, o cuevas, o mundos escondidos; de todo ello habla y de todo ello siente el amante de las montañas.

Así desde el primer capítulo de este libro, “Piedras bola”, cuando los protagonistas del relato “empezamos el ascenso. Don Toño por delante abriendo el paso entre matujos olorosos”. Muchos amantes de las escaladas recordarán los aromas de la montaña, que se adhieren a las piernas de los pantalones por muchos días. En nuestro autor, esos olores son una de las características más aplaudidas de su prosa. No resistimos el placer de escuchar a nuestro cerebro construir mundos a partir de las palabras leídas:

 

Caminando un tanto adelante y abriendo el cortinaje de esta vegetación florecida en fragancia y nitidez de árboles llovidos, se alcanza a ver la población de Ameca. Es apenas una mancha negra entre la bruma azul que va más allá de este oleaje de cerros y cerros cubiertos de madroño, pingüica, roble, palo colorado y pino.

 

Las emociones despertadas por la montaña en los viajeros los acompañan en su viaje de descenso. Otros escritores hubieran comentado la posible explotación turística del conjunto de las esferas gigantes, o la tristeza por las posibles riquezas de las minas abandonadas… ¡quién sabe! Pero nuestro autor evoca ese sentimiento que los amantes de las montañas experimentan en los regresos y descensos:

 

La sombra del sol se iba doblando entre los troncos de los árboles, entre las pingüicas y los madroños cargados de frutita negra.

Era tiempo de emprender el regreso… tendiéndonos de cara sobre el precipicio de barrancas y hondonadas, que exhalaban al fresco aire del atardecer una fragancia extraña. El misterio del tiempo, la grandeza insondable de las extrañas mutaciones terrestres… nos hacía regresar profundamente emocionados.

 

Indudablemente esa parte, que podría calificarse de misterio, es una parte del conjunto de sentimientos que produce la montaña en los visitantes. Parece ser que no en los habitantes de la montaña, como expresa el autor: “El saludo extrañado de aquellas gentes. No saben, no entienden qué pueda llevarnos por rumbos tan desusados”.

Ese comentario se halla en el relato de la ascensión a El Ceboruco, cuando ya los montañeros han llegado tan alto que pueden contemplar el caserío de Jala y Jomulco y los cerros y montañas que quedan debajo de ellos y el horizonte perdido entre una humareda azul de lejanía. Todo amante de las montañas lleva siempre consigo este detalle de la lejanía azul.

En las cumbres del Ceboruco vive un hombre y nuestro autor se detiene respetuosamente y con afecto en saber de él, que cuida de las instalaciones de Microondas, aunque no parece que nadie se atreva a llegar hasta ahí.

 

Tenía ganas de hablar, tenía verdadera hambre de oír la voz humana, de sentir la presencia de seres como él… nos preguntó, nos explicó, nos trajo de una parte a otra, para divisar los dilatados horizontes.

 

Un sentimiento, que se une al conjunto de los que guarda el viajero de las montañas es el que describe Sandoval Godoy en este momento:

 

Nosotros, desde hoy, no seremos los mismos. Al retornar a nuestras tareas cotidianas, guardaremos como un privilegio sobre los demás esta hazaña: hollamos la última cumbre del orgulloso Ceboruco.

 

            La cima de esta hermosa cualidad que destaca desde el primer momento en la escritura de Luis Sandoval Godoy y que vemos conformada por tres intereses: el ser humano, el paisaje y la montaña sobre el paisaje, se encuentra, a nuestro parecer, en el relato titulado Volcán de Fuego. Tomamos de ese relato algunas citas, que aunque breves, den una idea del valor principal de este escritor: la emoción producida por el paisaje: “La palabra “montaña” dice todo a quien se ha desgarrado en sus zarzas, saltado sus precipicios, cogido sus flores y respirado finalmente, a pleno aire, en su cumbre”.

Entre los hombres que han sentido profundamente la emoción de la montaña y dentro de ella la emoción de una presencia especial de Dios se halla San Juan de la Cruz. Cuando ya hacia el final de su vida le dan, para humillarle y mortificarle, un destino en un convento perdido en la soledad montañosa de Sierra Morena, alguna de las personas que le respetaban y amaban comentó: ”¡dónde se ha de ir Vuestra Reverencia, Padre!” Él contestó: “Hija, me encuentro mejor entre las piedras que con los hombres”.[2] Es un convento perdido en las estribaciones meridionales de Sierra Morena. Plena serranía: monte bravío cuajado de jaras, terebintos, higueras silvestres, brezos, madroños, carrascos y hierbas aromáticas, según nos informa el P. Crisógono de Jesús en su Vida de S. Juan de la Cruz. Llega allí el santo en el verano de 1591:

 

Todos los días, en esos deliciosos amaneceres estivales de Sierra Morena, se levanta antes del alba, sale a la huerta y entre unos mimbres, junto a una acequia por donde corre el agua, se pone de rodillas y hace su oración matinal […] De regreso a su celdilla, donde tiene por cama un zarzo de varas tejidas con unos tamizos […] escribe […] Retoca alguna de sus obras, como la Llama de amor viva […][3]

 

O tal vez del Cántico espiritual:

 

Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura,

y yéndolos mirando,

con sola su figura

vestidos los dejó de su hermosura.

 

En su ascensión hacia “El volcán de fuego “ o “Dios del fuego”, Sandoval Godoy vive la nitidez radiante del cielo, el silencio profundo adormecido en los rumores del bosque, la fragancia del viento, y eso para él vale y desquita todas las incomodidades. En otro momento afirma:

 

La divinidad ha escogido siempre las cumbres para manifestarse a los hombres. Dios ha hablado a sus criaturas en las cumbres del amor y de la entrega. Así también los dioses de aquellas siete tribus nahuatlacas.

 

Nos queda por mencionar brevemente la presencia de otro de los intereses, llenos de respecto y emoción, por lo que podríamos llamar el “paisaje humano”. Así ocurre en “Hostotipaquillo”, el último de los relatos, de este excelente libro. “Un pueblo con rasgos y señales que lo singularizan entre muchos”, así define Sandoval Godoy a este pueblo. Entre esas señales podríamos destacar las siguientes:  

 

Las gentes van y vienen como ensimismadas, ajenas a la luz y el color que estalla en el paisaje. Viven del pasado, del viejo rumor de grandeza que alcanzó este pueblo, se alimentan de aquellos recuerdos, les interesa la configuración tan destacada que alcanzó Hostotipaquillo en el campo de la minería… y que puede volver a conquistar.

 

Afloran en el texto las leyendas, las historias, pulidas ya por el tiempo, de los comienzos de la Revolución. Recuerdos, añoranzas, visión lontana –escribe el autor– que se esfuma en el azul perdido de las distancias. Pero en las profundidades del pueblo está esperando aquella riqueza por la que Hostotipaquillo recobrará su nombre.

Es este un libro que no se apretará en los estantes de nuestra pequeña colección de volúmenes. Lo tendremos siempre cerca, para volver a sentir la profunda atracción de las montañas.



[1] Maestro  Emérito  de  la  Universidad  de  Guadalajara,  licenciado  en  Filosofía  por  la  Universidad de  Comillas,  licenciado  en  Filosofía  y  Letras  por  la  Universidad  Complutense  de  Madrid,  doctor  en  Filosofía  por  la  Universidad  de  Comillas después  de  cuatro  años  de  posgrado  en  la  Universidad  de  Deusto en  las  mismas  disciplinas.  Profesor,  investigador y  traductor. Este Boletín agradece haber aceptado reseñar este libro.

[2] Ms. 12738. Fol. 1006 = Declaración de una descalza de Madrid.

[3] Crisógono de Jesús Sacramentado, ocd, Matías del Niño Jesús, ocd, Vida de San Juan de la Cruz, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1997.



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