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Narrativa cristera (1930-1940)

Juan José Doñán[1]

 

El ensayo que sigue da cuenta del proceso que tuvo una narrativa marginal,

excluida y hasta mal vista no sólo por los gestores del nacionalismo cultural mexicano,

sino también por los que naturalmente debieron simpatizar con ella.

También, de lo que ente sus malquerientes generó un tema atípico en la letra impresa:

la resistencia activa católica y su presencia en el mundo literario.

Se trata, por lo visto, de un capítulo no corto, aunque mal  asimiliado,

de la literatura mexicana.[2]

 

En 2003, al referirse a la indiferencia que había mostrado hasta entonces el establishment literario hacia la ficción concebida a partir de la persecución religiosa de los años veinte y treinta en México, no obstante la abundancia de novelas y cuentos tributarios de dicha temática, el crítico e historiador literario Álvaro Ruiz Abreu llegó a la conclusión de que se trataba de una “literatura negada”. El autor no exageraba al calificar de esa manera tan remarcado desdén y del que cual, por cierto, el ámbito académico tampoco salía bien librado, pues para entonces sólo existía una obra de investigación dedicada al tema: el trabajo pionero de Alicia Olivera de Bonfil, La literatura cristera, publicado tres décadas antes que el de Ruiz Abreu. ¡Apenas una sencilla obra de investigación en más de 70 años!

Ese mayúsculo ninguneo, ejercido también por las grandes editoriales mexicanas, se había venido enfrentando a lo largo de muchos decenios a una persistente realidad que ni entonces ni ahora ha podido ocultarse: el hecho de que desde 1930, año de la aparición de la primera obra de este tipo (Héctor, publicada por el canónigo oaxaqueño David G. Ramírez bajo el seudónimo de Jorge Gram) y hasta el momento de escribir estas líneas (a mediados de 2015) no han dejado de publicarse, para asombro de muchos, numerosas obras de ficción literaria –y también cinematográfica– relacionadas con la Guerra Cristera.[3]

Para vergüenza de los dirigentes políticos y religiosos de la época, este cruento capítulo de la historia del México del siglo xx habría sido perfectamente evitable, como distintos historiadores y estudiosos del tema lo han venido demostrando desde los años sesenta. Por lo demás, sería una redundancia insistir en algo que es de sobra conocido: que el conflicto de marras tuvo consecuencias funestas para la sociedad mexicana e incluso para el desarrollo del país, entre cuyos costos se contabilizan “70 mil vidas, [...] una caída fulminante de la producción agrícola (38% entre 1928 y 1930) y la emigración de 200 mil personas”.[4] Como se sabe, la causa que desató esta confrontación bélica fueron las profundas desavenencias surgidas entra el gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928) y la jerarquía católica mexicana. Ambos se enfrascaron en una pugna cuya gravedad fue en escalada sin que aparecieran los mediadores políticos que pudiesen, si no ayudar a resolverla, al menos contribuir a su distensión. Para colmo de males y contra lo que ninguna de las partes en conflicto calculaba, legiones de campesinos de varias regiones del país, particularmente de la zona centro-occidente, optaron por tomar las armas en defensa de su fe, lo que significaba combatir militarmente una política gubernamental a la que los rebeldes católicos consideraron contraria y persecutora de sus creencias religiosas.

En honor a la verdad, muy pocos imaginaban, comenzando por el mismo presidente Calles, que se pudiera dar una insurrección masiva y prologada de campesinos en armas, la cual, según algunos cálculos, llegó a estar compuesta por un contingente cercano a las 50 mil personas y a cuyos integrantes desde el ámbito oficial se les dio por mofa el epíteto de “cristeros”. Desde las elites políticas y clericales tampoco se preveía que dicha rebelión pudiera ser motivada por el estado de cosas que sobrevino luego de la entrada en vigor, el 31 de julio de 1926, del nuevo Código Penal Federal y de la reformada Ley de Cultos e Instituciones Religiosas, conocida coloquialmente como Ley Calles. En teoría estos ordenamiento pretendían “regular” las prácticas religiosas, así como la enseñanza impartida en los colegios católicos. Pero para asombro e indignación de la inmensa mayoría, resultaba inconcebible que esas prácticas y esa enseñanza pudiesen ser consideradas en ciertas circunstancias “como crímenes”.[5] La respuesta de la jerarquía católica, con la aprobación de las autoridades del Vaticano, a cuya cabeza se hallaba el papa Pío xi, fue suspender las celebraciones litúrgicas mientras dichos ordenamientos oficiales estuvieran vigentes, pues los consideraban un grave atentado a la comunidad católica, una ofensa para la dignidad de los creyentes y, por lo tanto, algo que era sencillamente inaceptable.

En la práctica esto se tradujo en el cierre de templos, edificios religiosos de distinta índole y no pocos centros de enseñanza regentados por congregaciones religiosas, un cierre que en el caso de los recintos de culto fue algo que decidieron expresamente las autoridades eclesiásticas. A su vez y como una respuesta a lo anterior, el gobierno prohibió que se celebrara cualquier tipo de ceremonias y prácticas religiosas fuera de dichos recintos, aun cuando fuese en domicilios particulares, motivo por el que en innumerables casos las fuerzas del orden (particularmente corporaciones policiacas secretas) irrumpieron en casas habitación, con lo que incurrían en un atropello tipificado como “allanamiento de morada”, con la consecuente aprehensión de quienes eran descubiertos in fraganti participando en algún acto de culto. No está de más decir que estos operativos tenían como objetivo principal la captura y el encarcelamiento de los ministros celebrantes.

Ante esta desmesurada clase de medidas oficiales –con las que se restringía la libertad religiosa y la práctica del culto, llevándolo a la clandestinidad para luego perseguirlo en ese ámbito– muchos católicos laicos y cinco sacerdotes del medio rural, según lo consigna Jean Meyer, optaron por organizar la resistencia armada que desembocaría en la Guerra Cristera o Cristiada, cuya primera etapa (en la que participó el mayor número de combatientes y que tuvo el más alto costo en vidas) se prolongó de 1926 a 1929. Para mediados de los años treinta se dio un nuevo levantamiento como “una reacción campesina a la empresa de educación socialista, a la persecución religiosa [Veracruz, Chiapas], a ciertos aspectos de la reforma agraria”.[6]

 

Vigencia del cristerismo

 

Asociadas con este suceso histórico, casi de inmediato comenzaron a aparecer obras de ficción, algo que para asombro de muchos se ha mantenido hasta los días que corren, pues en años recientes y por sólo dar unos cuantos ejemplos de novelas de este tipo publicadas únicamente en Guadalajara y su región, se pueden mencionar: En los vientos rumorados (2005) de Adalberto Gutiérrez; Cuando se acabaron las misas (2013) de Manuel Carlos Garibay Ibarra, y El sermón de los muertos (2015) de Miguel Ángel de León Ruiz. También han visto la luz largometraje como Los últimos cristeros (2011) de Matías Meyer, y la producción hollywoodense For Greater Glory: The True Story of Cristiada (2012) de Dean Wright. Unas y otros hablan, a quererlo o no, de la sorprendente vigencia en el ánimo y el sentimiento populares de este conflicto que dividió a la sociedad mexicana hace más de ochenta años y el cual durante casi medio siglo fue visto con desdén o indiferencia por varias generaciones de estudiosos del pasado mexicano.

Durante mucho tiempo y de un modo por demás paradójico, mientras dicho conflicto fue ninguneado de manera reiterada desde el ámbito oficial, era objeto de un vivo interés y aun exaltación desde la marginalidad política e intelectual, donde se le presentaba como una gesta heroica, principalmente entre sobrevivientes, partidarios y simpatizantes del movimiento cristero, círculo en el que también se logró mantener vivo algo que aún en los tiempos que corren no ha desaparecido del todo: un atosigante sentimiento de decepción hacia las más altas autoridades religiosas de entonces que, a espaldas de los católicos en armas, habían pactado y firmado con el gobierno del presidente interino Emilio Portes Gil los famosos “arreglos” de junio de 1929, los cuales fueron desaprobados por buena parte de la feligresía católica de la época, a pesar de que mediante ellos se ponía fin oficialmente al conflicto entre la Iglesia y el Estado mexicano, con una pena clerical para quien pretendiera perseverar en la rebeldía, al condenarse expresamente desde la cúpula religiosa a toda aquella persona que a partir de ese momento insistiera en la resistencia armada.

Hay quienes han llegado a interpretar este persistente y renovado interés en la Cristiada –algo que puede ser constatado mucho más allá de la ficción literaria y cinematográfica– como signo de una vieja herida de la sociedad mexicana que ni con el paso de varias generaciones acaba de cicatrizar. Pero este mismo fenómeno puede ser visto también como parte de la recuperación popular de un capítulo singular de la historia moderna del país que, lejos de haber perdido vigencia, no sólo ha logrado mantenerse en los primeros planos del interés de muchos, sino que se ha acrecentado en el presente siglo, particularmente a raíz de acontecimientos como la serie de beatificaciones y canonizaciones de muchos inocentes (presuntos y reales) que murieron a causa de su fe católica. Muy explicablemente esa reivindicación popular del cristerismo vino a ser avivada a partir de mayo de 2000, cuando la Curia romana, durante el papado de Juan Pablo ii, aprobó la llevada a los altares de no pocos mártires de la fe en nuestro país, asociados precisamente con la persecución religiosa.

Pero este renacido interés entre amplios sectores sociales se podría deber igualmente a otras causas ajenas por entero al ámbito religioso. Un ejemplo de ello sería la creación de asociaciones civiles (más de una ong) que, de un tiempo para acá, promueven la defensa de los derechos humanos en México, asociaciones que tácitamente reivindican, desde su misma denominación, a víctimas renombradas y a personajes conspicuos que padecieron la persecución y la intolerancia religiosa. Ése sería el caso, por ejemplo, del sacerdote zacatecano Miguel Agustín Pro, y también del laico jalisciense Anacleto González Flores. Ambos tuvieron en común el haber sido ejecutados por fuerzas gubernamentales a partir de cargos falsos y “sin el debido proceso”, con lo que consecuentemente les fueron conculcados sus derechos más elementales reconocidos por la Constitución Política de nuestro país, en hechos que sin duda acabaron siendo algo más que un simple abuso del poder público. O para decirlo sin ambages, ambos fueron víctimas de sendos crímenes de Estado.

 

Literatura de tesis y propaganda

 

Aunque todo lo señalado hasta aquí ha contribuido a avivar el interés, la curiosidad y la sorprendente vigencia en el ánimo popular del fenómeno cristero, la ficción relacionada con la persecución religiosa que se dio en el México de los años veinte y treinta es un capítulo aparte, comenzando por sus eventuales méritos literarios. Por principio de cuentas, no sería exagerado decir que el valor estético de la gran mayoría de novelas, cuentos y también largometrajes asociados con la Guerra Cristera, tanto los más recientes pero sobre todo de épocas pasadas, ha sido inversamente proporcional a la atracción que ese acontecimiento histórico ha suscitado entre la sociedad mexicana e incluso en la de otras naciones.

En términos generales y a diferencia, por ejemplo, de la narrativa de la Revolución mexicana, la ficción inspirada por el conflicto cristero no puede presumir, salvo casos muy contados, de una calidad literaria destacada y pareja. Lo anterior no resulta tan difícil de explicar, sobre todo si se repara en dos causas que podrían ser señaladas como determinantes de esa inventiva poco sobresaliente. La primera de ellas sería el hecho de que la literatura cristera, principalmente la que se escribió casi en el momento mismo de los acontecimientos –y la cual en muchos aspectos difiere de la redactada en épocas posteriores– es mayoritariamente obra de escritores amateurs, quienes estuvieron muy lejos del nivel alcanzado por un Martín Luis Guzmán, un Mariano Azuela, un Rafael F. Muñoz, una Nellie Campobello o un Rafael L. Urquizo, entre otros de los grandes maestros de la novela de Revolución mexicana. La otra causa es que, con pocas excepciones, esa narrativa cristera inicial fue concebida con fines pedagógicos o de denuncia, es decir, como un medio antes que como un fin en sí misma; sobre todo como un medio de propaganda política y de adoctrinamiento. De esta manera, pronto acabó por convertirse casi en costumbre que la ficción cristera estuviera contaminada por una excesiva carga ideológica, ya que la historia que cuenta “no es tan importante en sí misma, pues más bien es el medio para ilustrar la opinión del autor sobre el conflicto y sus consecuencias”.[7]

Esto último se volvió casi un estigma que cortó el vuelo a narraciones que en otras circunstancias habrían podido dar cuenta de forma eficaz del drama humano provocado por el conflicto religioso de la segunda mitad de los años veinte y comienzos de la década siguiente entre comunidades campesinas de Jalisco, Michoacán, Colima, Nayarit, Durango, Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí, Veracruz, Tabasco, Chiapas... Y es que la urgencia por presentar de manera sobrecargada ese drama humano por medio de historias de ficción acabó dando por resultado, especialmente en lo que sería la primera etapa de la narrativa cristera, escritos más bien maniqueos, por no decir que literatura de propaganda.

Lo mismo la ficción hecha desde el bando procristero (ése sería el caso de las obras firmadas por Jorge Gram o Luis Rivero del Val) que la concebida en las trincheras ideológicas afines a la visión gubernamental (novelas de José Guadalupe de Anda y Aurelio Robles Castillo, por ejemplo) coincidieron, otra vez con muy contadas excepciones, en el mismo deseo de autolegitimación y de denuncia o descrédito del adversario, ya sea por censurar el fanatismo religioso de unos (los católicos) o ya por la propaganda oficialista de la contraparte (los comecuras, representantes del jacobinismo de agentes gobiernistas), o por la falta de autocrítica para reconocer la intolerancia y el odio, así como los incontables abusos y actos de crueldad cometidos por ambas facciones. No son pocas las taras de esta índole que cargan numerosos relatos de temática cristera, lo que para colmo de males se vio agravado por una inventiva de corto vuelo, muy evidente sobre todo en la mayoría de cuentos y novelas de la primera etapa. Debido a ello, el resultado fue muy poco satisfactorio, con historias de escasa o nula verosimilitud y que, con contadas excepciones, tienen más un interés sociológico que literario.

En este sentido, no es de sorprender que en términos generales muchos corridos y canciones, entre otras expresiones de la lírica popular alusiva a la Cristiada, resulten más atractivos y aun meritorios, a pesar de sus incorrecciones formales, que la pretendida literatura mayor del género. Y ello porque, lejos de las obras que pretenden demostrar una tesis o una convicción, el cancionero cristero se fue concibiendo con una mayor espontaneidad, a veces de manera anónima o colectiva, tal y como corresponde a la expresión inmediata del sentimiento popular, y también porque entre sus autores rara vez figura alguna persona con pretensiones literarias y menos aún los activistas intelectuales que han sido la nota predominante del corpus de la narrativa cristera, particularmente en su primera etapa.

 

Novelas cristeras y anticristeras

 

Como ya quedó apuntado, la literatura de temática cristera nació con la novela Héctor en 1930, es decir, apenas un año después de la firma del famoso modus vivendi: los “acuerdos” entre el gobierno del presidente interino Emilio Portes Gil (sucesor de Plutarco Elías Calles) y la alta jerarquía católica mexicana, con el aval del Vaticano y la eficaz mediación del gobierno de los Estados Unidos, encarnado por quien entonces era su embajador en México, Dwight W. Morrow (el famoso “procónsul”, de filiación protestante, que de manera muy destacada figura en el cuarto y último libro de memorias de José Vasconcelos), aunque al margen de los combatientes cristeros, muchos de quienes muy explicablemente no sólo se sintieron ninguneados, sino incluso traicionados por sus propios guías religiosos y espirituales. Desde entonces, la narrativa cristera (también existe una dramaturgia del mismo género, aunque menos abundante) ha sumado centenares de títulos, entre novelas y cuentos de una calidad literaria dispareja, aunque no por ello carente de interés.

Por otro lado, cualquier estudio sobre la narrativa cristera tiene que aceptar, con Xorge del Campo, que en buena medida se trata de “palabras perdidas”,[8] pues una parte considerable de ella ha quedado sepultada en viejas publicaciones periódicas de fuera de la capital del país, o en modestas ediciones regionales agotadas y, cuando no, casi desconocidas. Pero no obstante esa pérdida, dicha narrativa es y sigue siendo un hecho real, constatable, vivo y, lo que tal vez sea más sorprendente, de una gestación que no cesa.

Desde el punto de vista estrictamente literario, el género de la narrativa cristera difícilmente pudo haber tenido un debut más desafortunado, pues nació con una novela que prácticamente vino a establecer un canon muy poco venturoso entre las obras de su especie. Y ello porque Héctor no pasa de ser la típica narración de “de tesis” (considerarla novela es por lo menos una exageración) en la que se quiere demostrar algo antes que mostrarlo y ni siquiera de un modo mínimamente eficaz, verosímil, persuasivo. Y ello porque su objetivo obvio es tratar de convencer al lector de la bondad, la nobleza, la heroicidad, el patriotismo y el espíritu de sacrificio de los cristeros, quienes representan ésos y otros “altos valores católicos”, los cuales se ven enfrentados a la perversidad del gobierno callista y de sus aliados, entre los que el narrador enumera a plutócratas, agraristas, católicos pasivos e indolentes y hasta algunos “judas” del propio clero.

Paradigma de maniqueísmo literario, Héctor fue publicada no sólo con un seudónimo (Jorge Gram) sino también bajo un fingido pie de imprenta (“Marpha, Tex., U. S. A., 1930”), pues en realidad se editó en la ciudad de México en ese año. Seis años más tarde aparecería una segunda edición, publicada en Madrid por la editorial Gráfica Universal y la cual incluye un extenso prólogo, donde el autor, que sigue embozado con el mismo seudónimo, condena los acuerdos firmados en junio de 1929 entre el gobierno y la jerarquía católica mediante los cuales el conflicto quedaba finiquitado oficialmente, y aun llega a insinuar que los representante del alto clero no sólo traicionaron a sus hermanos, sino que lo hicieron movidos por un provecho personal: “Monseñor [Pascual] Díaz negoció, despreciando el generoso sacrificio de los cristeros, un modus vivendi vergonzoso y cicatero [...] y fue nombrado Arzobispo de Méjico”.[9]

Detrás del nombre falso del autor de esta obra, la cual pareciera inspirada por la intolerancia y el fanatismo, se escondía el sacerdote oaxaqueño David G. Ramírez (1889-1950), quien durante la época del conflicto religioso ocupaba el cargo de canónigo de la diócesis de Durango y fungía también como secretario particular del obispo José María González y Valencia, titular de esa sede episcopal y quien se distinguió igualmente por su intransigencia. En 1927, el activismo extremo de ambos religiosos los llevó al exilio en Estados Unidos y Europa. En ese destierro, que se prolongó hasta1936 en el caso particular del canónigo Ramírez, éste escribió dos novelas: la ya mencionada Héctor y La guerra sintética, esta última más panfletaria aún que su hermana mayor y firmada en “octubre 18 de 1935”.

Desde las primeras páginas, escritas en un estilo rabioso, el narrador de Héctor no puede ocultar su animadversión hacia el presidente Plutarco Elías Calles, a quien apostrofa llamándolo “pigmeo cruel y ensoberbecido”. También la emprende contra las instituciones surgidas de la Revolución mexicana, a la que define de “turbulentamente socialista”, pues abomina lo mismo de la escuela laica que del sindicalismo con reconocimiento oficial, al que califica de “bolchevique”.

Ubicada en Zacatecas y Michoacán, durante el conflicto religioso de fines de los años veinte, esta obra pionera de la narrativa del género cuenta la historia de dos jóvenes cristeros químicamente puros: Héctor Martínez de los Ríos y Consuelo Madrigal, quienes pronto acaban convertidos en pareja, pero no sólo en pareja sentimental que llega a los clandestinos e improvisados altares en una casucha, sino también en “modelo cristiano” de la lucha contra el gobierno ateo y contra los católicos “tibios”. Bautizado con el nombre de Héctor a insistencia de su abuelo materno, quien fue un rendido admirador del legendario comandante troyano que luchó hasta el último aliento en defensa de su patria, el protagonista de la novela se convierte en un exitoso líder cristero que no repara en excesos, convencido por los argumentos belicistas del sacerdote Gabriel Arce, el cual le dice que “en las presentes circunstancias los católicos mexicanos tienen el derecho plenísimo de recurrir a las armas”.[10] Pero el religioso va más lejos y asegura que ese derecho es también un deber, “un deber impuesto a todos, absolutamente a todos... ¡hasta los sacerdotes!”[11]

Movido por un fanatismo disfrazado de una demagogia del tipo “Matar al hombre por salvar al pueblo es humanidad”,[12] el caudillo cristero de marras llega al extremo de estar dispuesto a sacrificar incluso a su propia familia, a la manera del patriarca Abraham con su hijo Isaac, por una causa que tanto él como los suyos consideran superior: “¡Pasar sobre el cadáver de su esposa y de su madre, y salvar a su país!”.[13] “¡Madre, perdóname!... ¡Consuelo, nunca te amé tanto como esta noche en que he de matarte!”[14] Y lo peor del caso es que la esposa misma, a la que el autor pretende presentar como una nueva Juana de Arco, no sólo acepta, sino que comparte plenamente el siniestro y “estratégico” plan que Héctor ha discurrido (asaltar a sangre y fuego el tren donde viajan la madre y la esposa del protagonista para que su tropa se pueda apoderar del armamento y el parque que van en uno de los vagones): “¡Éste es mi papel! –dijo Consuelo a la lechera–. Yo le diré a Héctor que ataque con toda su fuerza, sin ninguna contemplación para conmigo. Muchas mujeres hay en Méjico, pero no hay más que un Méjico en el mundo”.[15]

Pero al igual que en la historia de Abraham e Isaac, la inmolación no llega a consumarse, pues la fortuna (la voluntad divina, para los protagonistas) les salva la vida a las dos mujeres que parecían condenadas a perecer. Posteriormente y de manera por demás gratuita, por no decir que disparatada, Gram hace reaparecer fugazmente a su heroína Consuelo en la parte el final de su siguiente novela, en una situación más fantasiosa que heroica: tocando subversivamente la campana de la independencia (la campana de Dolores) instalada en el balcón central del Palacio Nacional, hasta donde había llegado a hurtadillas, con el fin de hacerle un llamamiento al pueblo católico de México para que se sume a “la guerra sintética” contra “el gobierno ateo”. Y cuando es descubierta por uno de los sorprendidos guardias, quien la detiene y la interroga, ella lejos de esconder su identidad, responde orgullosa: “Soy Consuelo Madrigal, la esposa de Héctor”.[16]

La historia que se cuenta en La guerra sintética se ubicada cronológicamente durante el primer año de la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1935), cuando en efecto en México se dio un movimiento popular de protesta contra la recién habilitada “educación socialista”, movimiento que llevó a un nuevo levantamiento armado contra el gobierno, aunque no sólo de menores dimensiones y alcance que el primero, sino históricamente condenado por la jerarquía católica. El personaje central de la obra, el doctor Rodolfo Magallanes, es incluso de un fanatismo mayor que el de sus predecesores. Para él todo aquello que tiene que ver con el gobierno es abominable y cosa de Satán, de manera particular la escuela pública, que “parapetada tras un pabellón de bayonetas, iba tatuando el diabolismo de sus blasfemias en la frente cándida de los niños católicos”, y consecuentemente los profesores no son sino “sicarios de Herodes, el degollador de inocentes”.[17]

Y es precisamente contra esta nueva amenaza que Magallanes ve cernirse sobre la nación mexicana que concibe su idea de la guerra sintética (“¡Mínimo de gasto y máximo de eficiencia!”), la cual busca deponer al gobierno, comenzando por eliminar a sus principales cabecillas “anticatólicos”, en primer lugar al “jefe máximo de la Revolución”, Plutarco Elías Calles; luego al secretario de Agricultura y comandante de la banda de “los camisas rojas” (Tomás Garrido Canabal) y de ser necesario al mismo presidente Lázaro Cárdenas, al que se presenta como pelele de Calles. Buena parte de la novela, que literariamente no pasa de ser un relato descosido y tedioso, se agota en las largas elucubraciones de Magallanes sobre la “esclavitud” que padece México y la forma más adecuada para liberar al país de esa servidumbre. Llega a la conclusión de la necesidad de “la guerra sintética” –a la que, según sus cuentas alegres, se sumarían “millones” de activistas católicos por todas partes del país– y de la licitud del tiranicidio, “avalado” por ideas de Santo Tomás de Aquino, Francisco Suárez y otros teólogos. El colmo del disparate es que en el último capítulo el narrador omnisciente atribuye la expulsión del expresidente Calles del país y la salida de Garrido Canabal del gobierno –ambos sucesos que, como es bien sabido, ocurrieron en la realidad– a la presión y aun al temor que el amago de la guerra sintética habría provocado en el presidente Cárdenas.

Veinte años después, de manera póstuma, aparecería una tercera novela del autor: Jahel, que literariamente no vino a agregar un ápice de gloria al magro palmarés intelectual de Jorge Gram, quien con otros personajes y valiéndose del mismo estilo arrebatado y belicista insiste otra vez en la misma prédica, exaltando el espíritu combativo de los cristeros, que nunca se arredran ante el “Nerón redivivo” y el “diabolismo callista”.[18]

En el otro extremo, si bien no con el extremismo desaforado de Gram, se sitúan varias novelas aparecidas en la misma década de los treinta y hacia principios de la siguiente, en las que se condena la rebelión cristera y, consecuentemente, se justifica en términos generales la actuación de los gobiernos que la combatieron. Ése es el caso de Los cristeros: la guerra santa en los Altos (1937) y Los bragados (1942) de José Guadalupe de Anda, así como ¡Ay Jalisco..., no te rajes! o la guerra santa (1938) y María Chuy o el Evangelio de Lázaro Cárdenas (1939), ambas de Aurelio Robles Castillo.

Originario de San Juan de los Lagos, en la zona de los Altos de Jalisco, José Guadalupe de Anda (1880-1950) creció en el seno de una familia liberal (su padre fue maestro de educación básica) y muy pronto encontró empleo en los Ferrocarriles Nacionales durante la última etapa del porfiriato, una colocación que mantuvo durante los primeros gobiernos revolucionarios con los que también llegó a ocupar algunos cargos públicos de poca monta, hasta que en 1918 fue diputado federal por Jalisco. Un dato que se suele soslayar es su cercanía política con Calles y Obregón, hasta el punto de que durante la campaña para la reelección presidencial de éste, De Anda fue el encargado de manejar los fondos de dicha campaña. Después del asesinato de Obregón consiguió ser senador de la República por su estado natal, y durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1936-1940) fue nombrado oficial mayor de la Contaduría Mayor de Hacienda.

Por esa época publicó su primera novela (Los cristeros...), obra que desde un punto de vista ideológico defiende la posición gobiernista en el conflicto Iglesia-Estado. Así, por ejemplo, Felipe Bermúdez, a quien se presenta como el personaje más instruido y sensato de la novela, justifica la persecución religiosa con el argumento de que “los padrecitos no quieren ajustarse a las leyes de la Revolución”.[19] Por el contrario, a su hermano Policarpo, se lo pinta como pasional, violento y muy corto de entendimiento. Debido a lo anterior, se convierte en presa fácil del sermón del cura del pueblo de Caballerías, sermón que al decir del narrador omnisciente era “toda una proclama subversiva”.[20] El caso es que Policarpo, de temperamento sanguíneo, pronto se convierte en un renombrado cabecilla cristero, cuya tropa se compone de escoria social (ladrones, asesinos, logreros, borrachos...) y, en el mejor de los casos, de pobres diablos a quienes los sacerdotes pueden manipular a sus anchas, pues la ignorancia y el fanatismo los hace creer que “la palabra de ellos [los sacerdotes] es la misma palabra de Dios”.[21]

En el desarrollo de la novela, concebida en un estilo del que tal vez lo más rescatable sea la incorporación de giros idiomáticos del habla popular de los Altos de Jalisco, aun cuando tampoco falten símiles que no son precisamente del mejor gusto (“un desmedrado arroyo de aguas turbias, cuya caudal no es mayor a la orinada de una burra preñada”), los rebeldes cristeros ni siquiera respetan a los parientes de sus compañeros de lucha, como le sucede a la familia de Policarpo, víctima de gente que dice pertenecer a la tropa del padre Aristeo Pedroza, uno de los pocos sacerdotes que fue cabecilla histórico –y  no sólo ficticio– de la región durante la Guerra Cristera. Esto lleva a una de las víctimas a decir que “todos estos cristeros no son más que una pandilla de ladrones”[22] y al narrador a ironizar con otra definición no menos desfavorable: “los soldados de Cristo Rey” no pasan de ser “turbas fanáticas”.[23]

Cinco años después y ya como exfuncionario del gobierno federal, De Anda publica una suerte de secuela de su primera novela: Los bragados, en la que reaparecen algunos personajes de Los cristeros. Ya sin ninguna causa religiosa que les sirva de justificación o pretexto, esos seres antisociales se dedican extensivamente a cometer toda clase de fechorías.

También originario de Jalisco, en cuya capital nació en 1901, el profesor normalista Aurelio Robles Castillo consiguió una fama inusitada gracias a la taquillera adaptación que el cine mexicano hizo en 1941de una novela suya (¡Ay Jalisco... no te rajes! [24]), aun cuando e haya tratado más bien de una fama equívoca, pues los hermanos Joselito e Ismael Rodríguez desarrollan su guión cinematográfico a partir de una anécdota que episódicamente se cuenta a principios de la novela de Robles Castillo, de suerte que la historia principal (la de “la guerra santa”) no figura para nada en esa película que lanzó a la fama nacional e internacional a Jorge Negrete y consagró el género más popular de la llamada época de oro del cine mexicano: la comedia ranchera. Publicada en 1938, esa novela comparte también la visión gobiernista de la lucha cristera, pues los combatientes de este bando no pasan de ser fanáticos manipulados por el clero... El conflicto decisivo de la obra se establece entre el médico José Hornedo y un tal monseñor Luigi de Mendoça. Mientras que el primero es un self-made man, hijo legítimo de la cultura del esfuerzo, que hace el bien a sus semejantes por medio de la práctica de su profesión y de una personalidad filantrópica, el segundo es presentado como un agente fanatizador, que se vale de su cultura y su ascendencia social para manipular al prójimo, en este caso a los campesinos de poco seso que bajo su mando se vuelven combatientes cristeros.

Y en medio de estos personajes antagónicos aparece Aurora, una niña bien tapatía que se convierte en novia y luego en esposa del joven médico Hornedo, al que pronto acaba engañando, ¡y nada menos que con monseñor De Mendoça!; esto último como para remarcar la decadencia y la corrupción tanto de la burguesía como del clero. Y cuando el esposo ejemplar sorprende a los adúlteros, encara al religioso y cabecilla cristero con una superioridad espiritual que raya en lo inverosímil: “Yo no lo mato a usted, porque me da asco... ¡Lástima! Su complejo espiritual es digno de ser estudiado por un frenólogo”.[25] Y en seguida le echa en cara los asesinatos y desmanes cometidos por los cristeros, incitados por él y por otros religiosos, ¡incluido el papa!: “Usted y todos los que usan la sangre como medio para lograr su fin son unos desequilibrados peligrosos. No importa el concepto que el mundo tenga del Santo Padre, si este hombre manda asesinar a quienes no quieren ser sus súbditos espirituales... Ese hombre es el asesino más grande de la tierra”.[26]

La siguiente novela de Robles Castillo, María Chuy o el Evangelio de Lázaro Cárdenas (1939),[27] trata también de la lucha de la presunta civilización laica, encabezada por “el Sembrador de México” (el presidente Lázaro Cárdenas) en contra de las “fuerzas oscurantistas” del país. Éstas son representadas en el medio rural por el contubernio entre los hacendados y el clero: “De tal unión brotó un engendro en los campos de la patria: ‘el cristero’. Elementos alcoholizados, degenerados por centurias de años [sic] de esclavitud, de fanatismo, de abyección, fueron armados” contra el gobierno.[28] Con prédicas de este tipo y loas a los gobiernos revolucionarios, el autor cuenta la historia de “la nueva mujer mexicana”, representada por la maestra rural María Chuy, quien se suma a la reconstrucción del país, teniendo por guía “el evangelio de Lázaro Cárdenas”. Al igual que la novela anterior, María Chuy está confeccionada con un ostentoso ánimo pedagógico y con un estilo tan ramplón que llega al kitsch involuntario.

 

Un capítulo aparte

 

Algunos autores que formaron parte de la segunda generación de narradores cristeros no sólo fueron capaces de superar la postura extremadamente facciosa y panfletaria de sus predecesores, sino de concebir historias más imaginativas y con un mayor vuelo literario, presentando también una visión propia y en términos generales más o menos imparcial de la Cristiada. Entre estos escritores destacan dos casos: el del guanajuatense Fernando Robles (1897-1974) y el del potosino Jesús Goytortúa Santos (1910-1979). El primero publicó una novela que ha sido revalorada por la crítica literaria de las generaciones recientes: La Virgen de los cristeros (1934).[29] Goytortúa, por su parte, se forjó tempranamente un nombre propio en la narrativa mexicana cuando obtuvo el Premio de Novela Lanz Duret con Pensativa (1944).[30] Ambas obras tienen varias cosas en común, comenzando por sus protagonistas femeninas que abrazan la causa cristera: Carmen en la novela de Robles y la misteriosa Pensativa que concibió Goytortúa. Otro atributo compartido es el eficaz distanciamiento de la historia relatada, que en ambos casos se narra en primera persona por un testigo y coprotagonista de los hechos.

En La Virgen de los cristeros ese narrador es Carlos de Fuentes y Alba, quien al principio de la novela regresa del extranjero, a donde había ido a estudiar y prepararse para modernizar la hacienda de sus ancestros, localizada en la zona del Bajío mexicano. Su arribo coincide con la Guerra Cristera y el movimiento agrarista, de los cuales pretende tomar distancia para concentrarse en lo suyo y en la prosperidad de su medio. Por ello trata de convencer a quienes lo rodean (a su padre, que quedó viudo, a los medieros y peones de la hacienda familiar, así como a los campesinos de los alrededores) de que México ya había pagado su cuota de sangre y de que el conflicto entre el gobierno y la Iglesia era absurdo, de suerte que toda persona sensata no debería tomar partido por ninguna de las fuerzas beligerantes.

Sin embargo, cuando los agraristas armados comienzan a realizar actos de pillaje en su heredad, con la protección, el disimulo o la abierta complicidad de las autoridades del lugar, no parece quedarle más salida que enfrentarlos. De esta manera, muy a regañadientes, termina por comprender, aunque sin darles la razón del todo, a quienes simpatizan o ya están involucrados en el movimiento cristero, como es el caso de Carmen, una guapa activista que comparte labores educativas con el apoyo a los cristeros, proveyéndolos de ropa, alimentos y hasta armas y municiones. A pesar de que Carlos no está de acuerdo con las actividades subversivas de Carmen, surge entre ellos una mutua simpatía que pronto se convierte en amor, justo en el momento en que los problemas empeoran a su alrededor, con la muerte del padre de él, abatido cuando sale a enfrentar a un grupo armado de agraristas.

Arrastrado por el vértigo de los acontecimientos, una vez que pierde a su padre y que la hacienda familiar es invadida por partidas de fuereños, Carlos se remonta a las serranías donde termina uniéndose a un grupo de cristeros que casi de inmediato lo elige como su capitán. Después de algunos triunfos, viene el momento culminante: cerca de Colima, un numeroso contingente cristero, del que Carlos es uno de los comandantes, asalta un tren de pasajeros que sabían iba cargado de municiones y armamento; pero lo que él ignoraba es que en ese mismo convoy viajaba también su esposa Carmen, la cual queda mortalmente herida y expira en sus brazos. Viudo, huérfano absoluto y creyendo haberlo perdido todo, Carlos decide entonces abandonar su ensangrentada patria.

Por su lado, Pensativa está construida a partir de una buena trama, en la que Roberto, heredero de la Rumorosa, una hacienda venida a menos, deja la capital para volver al terruño luego de recibir el llamado de una tía suya que se hallaba al frente de dicha heredad. Muy pronto conoce a una hermosa mujer joven, la cual vive remontada en una desmejorada propiedad serrana. Es Pensativa, de quien todo mundo habla maravillas, comenzando por la gente de la Rumorosa. De inmediato, Roberto se siente tan atraído como intrigado por aquella mujer que sigue soltera a pesar de su cohorte de admiradores y celebrantes. Al mismo tiempo se va enterando de los agravios y rencores que en esa comarca dejó la Guerra Cristera, en la que participaron, en uno o en otro bando, muchos de los habitantes de la región. Pensativa, por ejemplo, perdió a su hermano Carlos Infante, quien luego de haber sido un importante caudillo cristero termina siendo entregado a traición. Y aun cuando desde el primer momento sospecha que hay algo extraño en el pasado de Pensativa, Roberto se compromete en matrimonio con ella, alentado por su tía y por la gente de la Rumorosa. Pero cuando la boda está punto de celebrarse, se entera por la propia Pensativa que su futura consorte había sido la famosa Generala, quien a raíz del asesinato del hermano tomó el lugar de éste, al que vengó de una forma despiadada, comandando posteriormente y con inusitada eficacia un numeroso contingente de rancheros que mataban en nombre Cristo Rey. Ella, que en ningún momento parece arrepentida de su pasado, es la primera en romper el compromiso matrimonial, para luego desaparecer, dejando a Roberto en el mayor desconcierto, un desconcierto del que ya no se repondría ni con el paso de los años ni con el regreso a la capital.

Con las obras consignadas hasta aquí, a las que habría que añadir algunos cuentos y relatos cortos del Dr. Atl, Francisco Rojas, José Revueltas y Rafael Bernal, se cierra la primera década de la narrativa cristera, que casualmente en 1940 vio aparecer, en Londres, la que se podría considerar como la obra maestra del género: The Power and the Glory, de Graham Greene.

Posteriormente, entre la legión de escritores que desde la ficción literaria han abordado la persecución religiosa en México ha habido de todo: simpatizantes y detractores de la Cristiada; algunos renombrados escritores (entre ellos Juan Rulfo, autor del mejor cuento de temática cristera: “La noche que lo dejaron solo”) y un mar de ilustres desconocidos. Todos ellos, sin embargo, han hecho su aporte a lo que bien puede ser considerado como un capítulo aparte en las letras mexicanas, un capítulo al que aún no se le pone el punto final, y una literatura que poco a poco ha ido saliendo de un prolongado ostracismo.

 

 

Bibliografía

 

·       Brushwood, J.S., México en su novela (Trad. de Francisco González Aramburo),  México, fce, 1973.

·       Dessau, Adalbert, La novela de la Revolución mexicana, México, fce, 1972.

·       Dooley, Francis Patrick, Los cristeros, Calles y el catolicismo mexicano, México, SepSetentas, 1976.

·       Olivera de Bonfil, Alicia, La literatura cristera, México, inah, 1994.

·       Ocampo M., Aurora (coord.), Diccionario de escritores mexicanos. Siglo xx, México, unam, 2007.

·       Ruiz Abreu, Álvaro, La cristera, una literatura negada, México, uam-Xochimilco, 2003.



[1] Maestro en letras por la Universidad de Guadalajara, escritor con una larga experiencia en la crónica y el ensayo; entre sus obras publicadas destatan Antología del cuento cristero (1993), El occidente de México cuenta (1995), Jalisco: tierra del tequila (1998), Oblatos-Colonias: andanzas tapatías (2001) y Juan Rulfo ante la critica (2003).

[2] Este ensayo es un capítulo del libo Historia de las literaturas en México. Siglos xx y xxi. La revolución intelectual de la Revolución mexicana (1900-1940), que coordinaron Yanna Hadatty Mora, Norma Lojero Vega y Rafael Mondragón Velázquez, México, unam / cesu, 2019, pp 367 - 385. Este Boletín agradece a su autor su inmediata y buena disposición para que el texto se reprodujera en estas páginas.

[3] Alvaro Ruiz Abreu dice que la primera obra de ficción del género habría sido Viva Cristo Rey, de Vereo Guzmán (1896-1947) y cita como fuente a Agustín Vaca, Xavier de Navasqués y Guy de Thiébaut, que ubican su publicación en 1928 (vid., La cristera, una literatura negada, 2003: 83). Sin embargo, en el Diccionario de escritores mexicanos, siglo xx (p. 228, tomo ix: 2007) se consigna “1939?” como el año más probable de la primera edición de esa obra publicada sin pie de imprenta.

[4] Cfr. Enrique Krauze, Biografía del poder [Plutarco Elías Calles], t. 7º, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 79-79.

[5] Jean Meyer, La Cristiada, t. 3, México, Siglo xxi, 1980, p. 263.

[6] Jean Meyer y Juan José Doñán, Antología del cuento cristero, Guadalajara, Secretaría de Cultura de Jalisco, 1993, p. 12.

[7] MeyerDoñán, op. cit. p. 15.

[8] Jorge del Campo, “Quién es quién en la narrativa cristera”. Suplemento del periódico Mi Pueblo, Mezquitic, Jalisco, 1999, p. 1.

[9] Jorge Gram, Héctor o los mártires del siglo xx, Madrid, Gráfica Universal, 1936, pp. xix-xx.

[10] Gram, op. cit. p. 192.

[11] Ibid., p. 193.

[12] Ibid., p. 247.

[13] Ibid., p. 283.

[14] Ibid., p. 284.

[15] Ibid., p. 277.

[16] J. Gram, La guerra sintética, San Antonio, Texas, Rex Mex, 1937, p. 185.

[17] Ibid., P. 140

[18] J. Gram, Jahel, El Paso, Texas: s. e., 1955, p. 179.

[19] José Guadalupe de Anda, Los cristeros: la guerra santa en los Altos, Guadalajara, 1986, p. 89.

[20] Ibid., p. 59.

[21] Ibid., p. 92.

[22] Ibid., p. 195.

[23] Ibid., p. 234

[24] Aurelio Robles Castillo,¡Ay Jalisco... no te rajes!, México, Botas, 1938.

[25] Ibid., pp. 229-230.

[26] Ibid., p. 230.

[27] México, Botas, 1939.

[28] Aurelio Robles Castillo, María Chuy o el evangelio de Lázaro Cárdenas, México, Botas, 1939, p. 7.

[29] Fernando Robles, La Virgen de los cristeros, Buenos Aires, Claridad, 1934.

[30] Jesús Goytortúa Santos, Pensativa, México, Porrúa, 1947.



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