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Diagnóstico de la Iglesia en México

Franco Coppola[1]

 

El Mensaje que dirigió el Nuncio Apostólico en México

a la cviii Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Mexicana,

reunida en su sede del 11 al 15 de noviembre del 2019 en su sede,

describe, desde su perspectiva y no sin crudeza,

los retos y desafíos actuales de la Iglesia en México,

especialmente del clero y de la pastoral vocacional.[2]

 

 

Queridos hermanos en el episcopado:

 

            Me es muy grato saludarles nuevamente a todos y a cada uno con gratitud y estima, y tener una vez más la oportunidad de compartir con ustedes algunas inquietudes que, de frente a la realidad eclesial y social de México, siento vivas en mi corazón de pastor y representante aquí del Santo Padre.

Me referiré a dos cuestiones sobre las cuales me parece indispensable volver al mirar unos datos, cada año más duros, que hablan de una tendencia que, si no la enfrentamos para cambiar su dirección, nos hará perder todo cuanto se ha logrado construir a lo largo de los 500 años de fe cristiana y católica en México, y hacer que vuelva a ser –aunque podría sorprendernos esta afirmación– tierra de misión. Me refiero a la dramática disminución de las vocaciones religiosas, especialmente femeninas, a la constante baja –que en algunas diócesis es dramática– de las vocaciones sacerdotales; a la baja generalizada en la celebración de las bodas religiosas y al aumento impresionante, por otra parte, de los suicidios de jóvenes. Los cuatro datos, en su conjunto, nos están diciendo, me parece, una sola cosa: que a pesar de los esfuerzos que indudablemente se hacen, no estamos logrando poner en comunicación a nuestros jóvenes con Dios; no les estamos efectiva y eficazmente ayudando a descubrir a este Padre que los ha llamado a la vida, ¡y a una vida plena! Sin esta referencia vital, sus vidas se llenan de los falsos ídolos que el mundo ampliamente les ofrece hoy; ídolos que los atraen, para luego dejarlos vacíos, a una vida sin sentido, a una vida que no merece ser vivida… Por esta razón quiero referirme en este mensaje a la complementariedad que debe darse entre la pastoral juvenil y la pastoral vocacional y a las atenciones específicas que se requieren hoy en la formación de los seminaristas, con sus reflejos en la necesaria formación permanente de los sacerdotes.

 

1.    Pastoral juvenil y pastoral vocacional son complementarias

 

San Juan Pablo ii decía que “la juventud alcanza su riqueza verdadera cuando se vive principalmente como tiempo de reflexión vocacional”.[3]

 

1.1  “¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?”, preguntó un joven a Jesús.[4] Una pregunta que revela una dimensión constitutiva, aunque tal vez no siempre consciente, de la juventud. “¿Qué he de hacer para que mi vida tenga sentido? ¿Cuál es el plan de Dios respecto a mi vida? ¿Cuál es su voluntad?”.

Pero ¿los jóvenes de hoy se hacen o se harían esta pregunta? Me temo que no; simplemente porque los hemos dejados solos, sumergidos en un mundo que les ofrece emociones muy atractivas, pero que los dejan vacíos. Un vacío que han aprendido a colmar con emociones cada vez más fuertes…; a los jóvenes tal vez no les interesa lo que tenga que ver con la vida eterna… ¡pues quién sabe si ésta exista de verdad! Sin embargo, de alguna manera también ellos se preguntan esto, al anhelar una vida diferente en la que prevalezca el gozo, la alegría en la existencia. Todos, de una manera u otra, buscan el gozo, la alegría, y éste será mucho mejor si también da sentido a su vida.[5]

Si esto es cierto, entonces lo primero que nosotros debemos hacerles ver y proponerles es la forma de vida (¡no sólo pláticas!) que lleva a la felicidad verdadera, y que no es la que el mundo propone, sino la felicidad, el gozo y la alegría que se viven y experimentan entregando su vida... y constatando que esta alegría llena el corazón y no lo deja vacío.

¿Por qué aquel joven se acercó a Jesús? Lo escuchó, oyó hablar de él… Un dato que nos dice cuán importante es el que haya un acompañamiento, no tanto con pláticas, sino de vidas llenas de Jesús que hagan desear a los jóvenes vivir también ellos esa vida feliz.

Y esto reclama, para nosotros, replantearnos lo que es y debería ser la catequesis y formación de los jóvenes. Comunicar materias sí, pero sobre todo y ante todo, convivir, trasmitir experiencias de vida. En la parroquia, el sacerdote y el catequista deberían ser testigos, modelos de personas que viven con gozo su existencia toda de la mano del Señor, comunicando ese gozo a los demás; que por atracción introducen a los otros, sobre todo cuando son adolescentes y jóvenes, en esta vida de alegría: comunicar la fuerza, la alegría de saber que el Señor está a tu lado; que te mira y da la capacidad de verlo presente también en la situación de la vida de los demás. Dando lo que normalmente el mundo no da.

A partir de esto es que el adolescente y el joven podrán descubrir, cada uno, cuál es su camino vocacional… consagrado, matrimonio… Pues se trata de ayudar a que los jóvenes vean su vida con Dios y descubran cuál es la vocación que el Señor les ha reservado.

 

1.2. En este contexto, hablar de pastoral juvenil y vocacional significa afirmar que toda la pastoral está orientada, por su misma naturaleza, al discernimiento vocacional, en cuanto su objetivo último es ayudar al creyente a descubrir el camino concreto para realizar el proyecto de vida al que Dios lo llama. Por ello, ha dicho el Papa Francisco, “el servicio vocacional ha de ser visto como el alma de toda la evangelización y de toda la pastoral de la Iglesia”, y por lo mismo, “la pastoral vocacional no puede reducirse a actividades cerradas en sí mismas”.[6]

A la luz, por tanto, de las palabras del Santo Padre, la pastoral vocacional ha de colocarse en estrecha relación con la educación en la fe, de tal forma que la pastoral vocacional sea un verdadero itinerario discipular detrás del Maestro que llama al joven a la fe (encuentro personal con Cristo), a amar (a una persona especifica en el sacramento del matrimonio, o a Dios y a todos los demás en la consagración), y a servir (descubriendo en mis cualidades y actitudes cómo puedo contribuir a la construcción del reino de Dios).

Los proyectos de pastoral juvenil programados y realizados en las Iglesias particulares, en las comunidades parroquiales, en las asociaciones eclesiales o en los institutos de vida consagrada no pueden prescindir de esta exigencia ineludible: pastoral juvenil y pastoral vocacional han de ir de la mano y ayudar al joven a descubrir en quién puede confiar, a quién puede amar, para qué sirve su vida.

 

2.    La formación del seminarista y del presbítero.

 

Pastores dabo Vobis hace una pregunta que se mantiene siempre actual: “¿Cómo formar sacerdotes que estén verdaderamente a la altura de estos tiempos, capaces de evangelizar al mundo de hoy?”[7]

 

2.1  Como sabemos, la formación de los futuros sacerdotes en los seminarios tiene como propósito fundamental ayudar a que cada uno de los aspirantes logre, progresivamente, después de un camino de discipulado, configurarse a Cristo Buen Pastor. Formación que por su naturaleza supone identidad y pertenencia que implican proceso permanente. Hoy, sin embargo, nuestro mundo vive en un tiempo en el que todo se toma y se deja, se arma y se desarma al antojo. El nuestro es un mundo de pertenencias y de identidades que tienen que renovarse cada día. Una constatación, ésta, que en la base implica y exige reavivar cada día la fe en que Cristo es el que “forma”; reavivar la esperanza para ir modelando el corazón de cada joven a imagen del Corazón del Buen Pastor; reavivar el amor y la alegría que son el fruto de la acción de Dios en nosotros.[8]

La formación es proceso sostenido por el constante discernimiento evangélico, que se

 

alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo, que suscita por todas partes y en toda circunstancia la obediencia de la fe, el valor gozoso del seguimiento de Jesús, el don de la sabiduría que lo juzga todo y no es juzgada por nadie y se apoya en la fidelidad del Padre a sus promesas.[9]

 

Y es con esta fe que es posible hablar de “formación sacerdotal”.

En esta perspectiva es que, hablando de la formación, el Papa Benedicto xvi decía que “también hoy se experimenta la necesidad de que los sacerdotes den testimonio de la misericordia infinita de Dios con una vida totalmente "conquistada" por Cristo, y aprendan esto desde los años de su formación en los seminarios. Los cimientos puestos en la formación del seminario constituyen el insustituible "humus espiritual" en el que se puede "aprender a Cristo", dejándose configurar progresivamente a Él, único Sumo Sacerdote y Buen Pastor. Por lo tanto, el tiempo del seminario se debe ver como la actualización del momento en el que el Señor Jesús, después de llamar a los Apóstoles y antes de enviarlos a predicar, les pide que estén con Él”.[10]

El tiempo de formación es efectivamente tiempo para “estar” con Jesús; y el seminario es el lugar para lograrlo. No es una institución más en la diócesis o en la provincia eclesiástica (¡y aquí quiero reiterar la invitación que les hice a considerar la oportunidad de reunir los seminarios a nivel provincial!); el seminario es “la niña de los ojos del obispo”. Y si esto es cierto, como lo es, y se comprende, entonces se entiende el por qué el obispo no puede, aun a costa de sacrificios, no destinar a la formación de los futuros sacerdotes a sus mejores presbíteros;[11] sacerdotes que estén con los seminaristas, vivan con ellos, los acompañen y los hagan partícipes de su vida apostólica. Los referentes personales que viven y actúan como comunidad formadora son insustituibles. No hay estructura que forme automáticamente; se requieren personas “capaces”. Jesús vino en persona a formar a sus discípulos. De manera análoga, en los seminarios se requieren sacerdotes-formadores que sean transparencia de Cristo, sólidos en su fe y fidelidad al Señor, con el corazón ardiente por haberlo encontrado y con el deseo impetuoso de facilitar este encuentro a los demás. Solidez que quiere y logra ser trasmitida con el testimonio de la vida de cada día.

Obviamente, un “detalle” que aunque sea superfluo hay que recordar es que, para estar en posibilidad de destinar a los mejores sacerdotes a la formación en el seminario, se requiere que el obispo conozca verdadera y realmente a sus sacerdotes; a cada uno. Pues solo así le será posible identificar a los mejores formadores que no solo “sepan” y “conozcan”, sino que ante todo sean modelos. Porque particularmente nuestros jóvenes y seminaristas, hoy no necesariamente interiorizan o aprenden lo que se les “enseña”, sino lo que “perciben”, lo que nuestra vida narra, a veces sin que nos demos cuenta. Por lo mismo, el formador de seminario debe acompañarlos con su propia vida, trasformada por el encuentro con Cristo Buen Pastor, no para que los formandos lo sigan, sino para que, “mirándolo”, los jóvenes seminaristas –de manera análoga a como hicieron los primeros discípulos en Galilea– sean conducidos a Jesús: vean dónde vive y estén con Él. Llevar a los seminaristas a Jesús… Y esto, ante todo, gracias al testimonio de la propia vida. Al respecto, la Ratio habla de discipulado y seguimiento de Cristo, y de esto los formadores deben ser indiscutibles modelos.

 

2.2.  Es en esta perspectiva que, en la formación inicial en el seminario, de entre las cuatro dimensiones clásicas hoy me parece urgente desarrollar, de manera muy particular, la humana y la espiritual. La formación humana porque lamentablemente hoy se llega al seminario con experiencias distintas y muy dolorosas; muchas familias de hoy no son un modelo de familia cristiana, por lo que se hace necesario un acercamiento, un acompañamiento de proximidad para que los seminaristas sean jóvenes sanos y equilibrados y para que sus heridas, si se han dado, sean curadas y posiblemente sanadas. Y la formación espiritual que hay que atender esmeradamente ya desde el inicio de la formación. Dimensión espiritual que tiene como objetivo favorecer, impulsar, motivar, lograr efectiva y eficazmente el encuentro personal con el Señor; ayudar a encontrar y a “estar” siempre con Jesús encontrándolo en la oración, en los Sacramentos y en los hombres.[12]

Permítanme compartir una sensación y una experiencia personal: me parece, es mi sensación, que en los seminarios no se está suficientemente favoreciendo el desarrollo de un buen hábito de diálogo personal, de corazón a corazón, entre el seminarista y el Señor. En mi seminario –y para mí esta es una grata experiencia–, cada día había un espacio, normalmente antes del canto de vísperas, para acostumbrarnos a la oración personal: unos 15 minutos, otros media hora o hasta una hora, todos –según lo acordado con el director espiritual y según el camino ya hecho– nos quedábamos frente al tabernáculo permitiendo ser inundados de esa fuente de agua viva y vivificante.

Ni los sacerdotes ni los seminaristas deberían ser formados como empleados de lo sagrado o como administradores de una organización que gestiona lo sagrado, sino como personas que han encontrado al Señor, que les ha cambiado y llenado la vida y que, por ende, su corazón no quiere otra cosa que darlo a conocer a los demás: “ovejas que andan sin pastor”.

 

2.3.  Esto debe reflejarse también en la formación permanente del clero. Ofrecer ocasiones, oportunidades, para que el diálogo y encuentro con Cristo que inició en el seminario no se enfríe ni se desvíe, y sí logre, en cambio, renovarse constantemente de manera dinámica, creciente, consciente y fiel, para configurarnos cada día más a Jesús, para saber ver, juzgar y decidir cómo actuar según el Corazón de Cristo y no conforme a nuestro limitado modo. Tener sus ojos. Y por ello hay que retornar siempre a lo original del Evangelio. Todo lo que ha sido experiencia de la Iglesia puede ser bueno. Pero no es para nada suficiente. Hay que saber responder desde lo que es básico y eterno (configurarse con Cristo), tratando de encontrar la más adecuada respuesta ante el hoy, que es sin duda muy diferente al de hace cuarenta o veinte años.

En la formación permanente de los presbíteros es obvio que el papel fundamental e irrenunciable lo tienen los obispos. Por ello, de la misma manera en que los formadores están específicamente llamados a transformarse y a ser existencialmente imagen de Jesús Buen Pastor, a fin de lograr ser testigos suyos y conducir a los otros al Señor, del mismo modo el obispo, ocupándose, acompañando, conociendo a sus presbíteros debe, configurándose más y más a Cristo, ser transparencia del Buen Pastor y modelo para sus sacerdotes y para todo el pueblo encomendado a su cuidado de Padre, conduciendo de este modo a todos al Señor. De aquí la innegable necesidad de que todo obispo esté real, afectiva y efectivamente cercano a sus sacerdotes: a todos y a cada uno sin excepción, aunque cueste a veces, para hacerles presente a Jesús en su modo de atender a los discípulos y a la gente. El modo de actuar del obispo debe ser evangélico, si quieren que sus sacerdotes tengan un ejemplo de evangelio vivido hoy.

 

El Pueblo de Dios siente la necesidad –leemos en Aparecida- de presbíteros (y añadiría, con mucha más razón de obispos) discípulos: que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración; de presbíteros-misioneros movidos por la caridad pastoral: que los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión (…); de presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres (…); llenos de misericordia (…). Todo esto requiere que las diócesis y las Conferencias Episcopales desarrollen una pastoral presbiteral que privilegie la espiritualidad específica y la formación permanente e integral de los sacerdotes.[13]

 

Hago votos para que, además de la acogida benévola que estas consideraciones puedan tener en su corazón de pastores, la Conferencia Episcopal se dé a la tarea, a través de sus comisiones y dimensiones, de renovar y proponer una catequesis adecuada a los niños y muchachos de hoy; itinerarios que sean atractivos a los jóvenes ayudándolos a descubrir la vida plena que Cristo les ofrece, itinerarios formativos más precisos y profesionales para asegurar la madurez humana de los seminaristas, como espacios adecuados para el desarrollo de su oración personal.

Muchas gracias.

 

+ Franco Coppola

Nuncio Apostólico en México



[1] Oriundo de Maglie, Provincia de Lecce, Italia (1957), y presbítero del clero de Otranto (1981). Doctor en derecho canónico, fue electo Arzobispo titular de Vinda al tiempo de ser nombrado Nuncio Apostólico de Burundi (2009), de donde pasó con ese nombramiento a la República Centroafricana y al Chad (2014). Encabeza desde el 2016 la Nunciatura Apostólica en México.

[2] En el original, este Mensaje no lleva título. Aquí se le agrega uno ateniéndose a su contenido pero que no es el que le dio su autor. Por otro lado, el aparato crítico se sacó del texto y se puso al pie de página sólo para ajustarlo a los criterios editoriales de este Boletín (NdelE).

[3] Mensaje para la xxxii Jornada Mundial de oración por las vocaciones, 8.10.1994.

[4] Cf. Mt 19, 16- 22; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-23.

[5] Cf. San Ignacio.

[6] Mensaje a los participantes en el Congreso Internacional “Pastoral vocacional y vida consagrada. Horizontes y esperanzas”, 26.11.2017.

[7] PdV 10.

[8] Cfr. PdV 10; Doc. Aparecida 277.

[9] Núm. 10.

[10] Cf. Mc 3, 14. Benedicto xvi, Audiencia General 19.08.2009.

[11] Cf. Optatam Totius 5.

[12] PdV 49.

[13] Doc. Aparecida 199-200.



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