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El hallazgo del “Himno a Fray Antonio Alcalde”, de Tiburcio Saucedo Adriana Ruiz Razura[1]
En el marco de la ceremonia que organizó el Hospital Civil de Guadalajara por el aniversario luctuoso 226 del fundador de esa institución, el Siervo de Dios Fray Antonio Alcalde, o.p., se interpretó un himno que se compuso en su honor hace 126 años, de cuyo hallazgo la autora de este discurso, pronunciado en la ocasión, da pormenores. La ejecución de la pieza fue posible gracias al respaldo de la Asociación Cultural del Antiguo Hospital Civil, de la soprano Dolores Irene González, del tenor Alan Hernández y la pianista Natalia Rangel Lara, bajo la dirección del maestro Sergio Sandoval Antúnez.[2]
La vida hay que vivirla para contarla, porque la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo se recuerda para contarla, diría García Márquez, y así les voy a contar lo que recuerdo que pasó hace 126 años aquí, en esta tierra pródiga, de aire favorable, donde han respirado las grandes almas que nos han dejado monumentos eternos de la caridad. ¿Qué cosa más natural –se preguntaban los habitantes de Guadalajara– que un homenaje rendido por un pueblo humanitario a la memoria de un insigne varón que ha ejercido en su seno el sublime apostolado de la misericordia? Esto y más se comentaba un año antes de que cumplieran los cien años de la muerte del Obispo Fray Antonio Alcalde. Reunidos don Narciso Corvera y el historiador Don Alberto Santoscoy, discurrieron que en el periódico de Don Atilano Zavala, llamado La Linterna de Diógenes, se publicara una convocatoria abierta para que la ciudadanía aportara ideas e hicieran suya esta celebración. El Cuerpo Municipal de Guadalajara, fiel a este proyecto, nombró una comisión de vecinos que se encargase de arbitrar recursos y promover todo lo necesario para la tan esperada celebración. Esta comisión la formaba lo más granado de la sociedad tapatía: el Doctor Abundio Aceves, el Canónigo Doctor Don Agustín de la Rosa, Don José López Portillo y Rojas y muchos más, quienes se reunían los martes a partir de las 5 de la tarde en la mansión de los Palomar y Corcuera. Los miembros de la Sociedad Alcalde se organizaron para la colecta en los barrios de la ciudad. Don Ignacio L. Vallarta, desde la ciudad de México, escribió una sentida y noble carta a las principales colonias de jaliscienses diseminadas en la Republica solicitándoles también su apoyo. El titular de la Arquidiócesis, Don Pedro Loza, apoyó inmediatamente el proyecto contribuyendo con celebración con un Te Deum en Catedral por la mañana y una oración fúnebre por la noche; además, los eclesiásticos se comprometieron organizar una exposición de los objetos pertenecientes a Alcalde que se conservan en algunas iglesias de la ciudad y a solicitar donativos a las asociaciones religiosas, los colegios y demás instituciones de participación católica. También se invitó al prelado de Yucatán, Don Crescencio Carrillo y Ancona, a que asistiera a los festejos, debido a que Monseñor Alcalde también fue Obispo de esa sede. Se acordó la celebración de un certamen artístico-literario en las siguientes categorías: un retrato, un himno, una poesía castellana, una biografía y una memoria histórica, comprometiéndose el Ayuntamiento y la Cámara de Comercio de Guadalajara a costear los premios.
***
Fue tal el alboroto que los jaliscienses ausentes mostraron por trasladarse a la ciudad, que el Ayuntamiento de Guadalajara gestionó con la empresa del Ferrocarril Central la organización de trenes de recreo a precios reducidos durante un periodo de diez días, noticia que fue recibida con gran beneplácito, así como la del cambio de nombre de las calles de Santo Domingo, el Gallito y el Beaterio por el de Fray Antonio Alcalde.
Por fin llego el gran día: domingo 7 de agosto de 1892. El alegre repique de las campanas y el estallido de los cohetes anunciaban al rayar el alba el principio de los grandes festejos. La población se levantó más temprano que de costumbre, aguijoneada por el deseo de ver, oír y gozar cosas hermosas. El cielo apareció claro y sereno, como si hubiera querido contribuir también por su parte al esplendor de la fiesta. Desde muy temprano salían los chiquillos recién bañados a apostarse en las calles adornadas con banderas y festones para ver a la gente pasar. De pronto se escucharon las sonoras campanas de la Catedral llamando a los fieles con acento poderoso a la solemne Misa de acción de gracia en memoria del santo varón. Innumerable gentío llenó las naves de la catedral, elegantes caballeros y damas se confundían con el pueblo humilde, todos arrodillados y en acción de gracias. Después de tres horas salieron los devotos feligreses presurosos e impacientes para ver el desfile de los seis carros alegóricos, costeados por las damas “de la alta”, como se les decía en aquella época: las Corcuera y Palomar, las Remus, las García de Quevedo... ¡La competencia para ver quién presentaba el carro más adornado fue impresionante; con decirles que algunos llegaron a costar hasta 800 pesos, una verdadera fortuna! El recorrido partió del jardín de San Francisco y la plazuela de la Aduana hasta llegar al Santuario de Guadalupe. Y así, entre el ruido de los vehículos, el trotar de los caballos, el griterío de la muchedumbre, el resonar de la música y el tañer de las campanas; comenzó a las cuatro de la tarde el desfile. Los vendedores de aguas frescas hicieron su abril y mayo refrescando a la multitud acalorada. Al sonar las siete de la tarde, rápidamente regresaron los tapatíos a sus casas para emperifollarse y ataviarse con sus mejores trajes para acudir a la velada literaria-musical en el Teatro Degollado, que también lucía sus mejores galas. La población entera llenaba la plaza, bandas de música colocadas fuera del teatro alegraban el espacio con sus acentos melodiosos. Multitud de curiosos se arremolinaban a la entrada para ver a los ricos pasar: ellos de riguroso negro y ellas ataviadas con profusión de encajes de Brujas, tafetas francesas y organdí suizo. En el escenario se colocó un gran dosel rojo con una pintura de tamaño natural del Obispo Alcalde, rodeada de banderas mexicanas y españolas. El lleno fue completo, desde la galería hasta la luneta no había un solo espacio desocupado. El variado color de los ajuares, el incesante movimiento de los abanicos y la abundancia de luces que centelleaban por doquier producía un deslumbramiento semejante al vértigo. Era aquello una mar humana de espuma multicolor. Por fin dio principio la velada, y una de las premiaciones fue la que correspondió al “Himno a Alcalde”, de la autoría del muy querido y respetado compositor tapatío Tiburcio Sucedo, recompensado con la cantidad de 100 pesos. Con gran algarabía transcurrieron las horas entre aplausos y vivas a los premiados. No fue sino hasta la una de la mañana cuando se disolvió la asistencia emitiendo gratísimos comentarios acerca de las fiestas tan significativas y hermosas recién celebradas. El mencionado “Himno a Alcalde”, con el correr del tiempo, se perdió.
*** Hace apenas unos meses, buscando información en el archivo histórico de la Universidad de Texas en Austin, localicé una publicación titulada Breve relación de las fiestas celebradas en esta ciudad los días 7, 8 y 9 de agosto de 1892 en honor del Ilustrísimo Señor Obispo D. Fray Antonio Alcalde. Esa relación es de lo más curiosa, y con gran lujo de detalles se describen en 80 cuartillas las celebraciones. Es de ahí de donde saqué algunos de los sucesos y peripecias que les acabo de comentar. Seguí escarbando en las cajas de papeles antiguos y, como tocada por un rayo de luz, se iluminó mi mundo al encontrar una partitura de música escrita precisamente por Tiburcio Saucedo. ¡La conexión fue instantánea! Y porque hay cosas que resulta mejor hacerlas bajo el embrujo de la emoción, inmediatamente llamé a los maestros Sergio Sandoval y Rosa Alhelí Cervantes y, con palabras entrecortadas de exaltación y sentimiento, les comuniqué mi hallazgo. Todavía recuerdan con cariño esa llamada tan llena de sobresalto y agitación. A mi regreso fui al Archivo Histórico del Arzobispado de Guadalajara, donde tocada por la gracia divina localicé el hermoso grabado del himno y la letra impresa en el reverso de éste. Excuso decirles que me abrumó la emoción de ese momento revelador, porque la investigación seria, profunda, trascendente, enriquece el conocimiento y la cultura. La investigación –decía mi padre, el Doctor Amado Ruiz Sánchez– enaltece y dignifica la aspiración humana de contribuir con acciones, por pequeñas que sean, al bienestar y al progreso de la ciencia humana.
[1] Académica de la División de Estudios de la Cultura y del Departamento de Estudios Literarios de la Universidad de Guadalajara, Doctora en Humanidades y Artes por la Universidad Autónoma de Zacatecas, Miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y responsable del Cuerpo Académico en formación sobre Gestión y Patrimonio Cultural, de la Universidad de Guadalajara. [2] Este Boletín agradece la inmediata disposición de la autora de este texto para publicarlo en sus páginas. |