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La familia, lugar de evangelización

José-Román Flecha Andrés[1]

 

Retoma este artículo lo que en ediciones anteriores su autor desgrana respecto a la institución  en la que descansa el origen y el destino de la sociedad[2]

 

4. La familia, comunidad  orante

 

Además de profeta y maestro, Jesús es también para los cristianos su modelo de oración, su mediador sacerdotal y el destino de su propia oración. En Jesús se sienten llamados a un ministerio sacerdotal. No ha sido fácil descubrir en la vida cristiana esta vocación al sacerdocio universal de los fieles.

Es de esperar que este tema se haga más frecuente en la predicación, a partir de la  promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico que incluye estas preciosas afirmaciones:

 

A los demás fieles les corresponde también una parte propia en la  función de santificar, participando activamente, según su modo propio, en las celebraciones litúrgicas y especialmente en la Eucaristía. En la misma función participan de modo peculiar los padres, impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de sus hijos.[3]

 

Si el Concilio se refirió al sacerdocio de los laicos en la constitución sobre la Iglesia,[4] esta verdad ha recuperado un puesto importante en la doctrina de la Iglesia, como ocurre en la encíclica Redemptor hominis de San Juan Pablo ii y, por supuesto, en sus exhortaciones Familiaris consortio  y Christifideles laici. De estos documentos se deduce que la familia cristiana ejerce su función sacerdotal tanto en su vinculación a la celebración eclesial cuanto en la celebración doméstica de la vida.

 

1. La celebración eclesial

 

Es evidente la necesidad de celebrar en comunidad la propia fe. Es fácil descubrir la importancia social de los símbolos y de la celebración de las experiencias humanas. Es un error creer que las convicciones religiosas y aun la misma oración han de quedar recluídas en el ámbito de la privacidad.

La familia que ora en la pequeña Iglesia doméstica se ve “con-vocada” a unirse a la celebración festiva de la comunidad. La familia se encuentra entonces arropada por el testimonio de los hombres y mujeres que creen en Jesucristo, celebran su presencia y anuncian su Reino. Y junto a lo que recibe, la familia ofrece a cambio el testimonio de las maravillas que Dios ha obrado en ella. Todo esto tiene lugar en la celebración de la Eucaristía, pero también en muchas otras celebraciones.

En la Eucaristía la familia entera se alimenta con sus hermanos de la misma Palabra de Dios y del mismo Cuerpo de Cristo, reaprende y amplía el misterio de la paternidad, al encontrarse ante el Dios Padre, y recuerda la llamada a la fraternidad al orar por los que sufren y trabajan por la paz.

 

En actitud oferente, ejerce el sacerdocio común y participa en la Eucaristía para prolongarla en la vida por el diálogo en que comparte la palabra, las inquietudes, los planes, profundizando así la comunión familiar.[5]

 

Pero existen además muchas otras celebraciones en las que la familia tiene un papel insustituible. Piénsese en el Bautismo de un nuevo hijo o en los sacramentos de la Primera Comunión y de la Confesión de los niños. La celebración de la Confirmación de alguno de los jóvenes puede convocar a toda la familia para congratularse con la decisión apostólica de uno de sus miembros y para comprometerse a apoyar su opción por Jesucristo.

La familia se reúne con frecuencia para la celebración del matrimonio de amigos o parientes. La ocasión puede dar pie a una catequesis sobre el amor y la familia y para participar, como familia, en el desarrollo de la misma celebración.

La familia podría asistir alguna vez a una Ordenación sacerdotal o a una profesión religiosa. Y ése podría ser un buen momento para descubrir que ella es “el primero y mejor seminario de vocaciones a la vida consagrada al  Reino de Dios”.[6]

Atención especial merece la participación familiar en el sacramento de la Unción de los enfermos: el sacramento que encuentra su marco normal en el clima del hogar. En ese momento la familia representa a la Iglesia que unge a un hijo suyo para acompañarlo en el  dolor.

Hay otras celebraciones que podrían ritmar la vida de una familia: celebración de la luz y bendición de los niños; fiesta de la oración o entrega del Padrenuestro; fiesta de renovación bautismal; la fiesta del Credo en la adolescencia; aniversarios; celebración de devociones de la religiosidad popular; fiestas sociales que podrían ser celebradas con espíritu cristiano como la graduación escolar o universitaria o el compromiso de los novios.

En un mundo donde se supervaloran la utilidad y la inmediatez, las familias cristianas pueden ofrecer un testimonio revolucionario ya sólo con su misma oración: con su mera disponibilidad para una celebración que no resulta utilitaria ni productiva, realizan ya un gesto profético de liberación.[7]

 

2. La celebración doméstica

 

La gran Iglesia ejerce su función sacerdotal en la oración, ciertamente, pero también en la consagración del pan y del vino, así como en la acogida a los hermanos que se reúnen en comunidad. De forma semejante, la Iglesia doméstica está llamada a descubrir la importancia de esta triple tarea.

 

            2.1. Un hogar cristiano expresa en la oración las hondas razones y motivaciones para el compromiso y la aceptación de los demás. Un hogar cristiano no puede eximirse de encontrar sentido y tiempo para esta exigencia de la vida familiar que es la oración. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, la familia es la primera escuela de oración:

 

La familia cristiana es el primer ámbito para la educación en la oración. Fundada en el sacramento del Matrimonio, es la “Iglesia doméstica” donde los hijos de Dios aprenden a orar “en Iglesia” y a perseverar en la oración. Particularmente para los niños pequeños, la oración diaria familiar es el primer testimonio de la memoria viva de la Iglesia que es despertada pacientemente por el Espíritu Santo.[8]

 

Las características propias de la oración familiar surgen de la misma peculiaridad de la institución familiar. Sólo la trivialización o la ritualización mágica pueden hacer parecer menos verdadera la frase que afirma que “familia que reza unida permanece unida”. La oración familiar “es una oración hecha en común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos. La comunión en la plegaria es a la vez fruto y exigencia de esa comunión que deriva de los sacramentos del Bautismo y del Matrimonio”.[9]

Siempre será necesario adecuar la oración familiar a la edad, a las circunstancias y al estilo de sus miembros. Esa necesaria adecuación exige una cierta  libertad y creatividad. Contra lo que se pudiera pensar, muchos jóvenes gustan de oraciones recias que reflejen el drama de la vida. Y gustan, en consecuencia, de la oración bíblica. Ellos pueden ayudar a los padres a redescubrir la plegaria de los Salmos.

El contenido mismo de la oración familiar se ajusta evidentemente al de toda la Iglesia, pero puede tener también sus ritmos y sus motivaciones propias. Habrá que preguntarse siempre por el contenido propio y original de la oración familiar. También esta cuestión pedagógica puede encontrar una orientación en las palabras de Juan Pablo ii:

 

Alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la familia, como deben señalar el momento favorable de acción de gracias, de imploración, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en los cielos.[10]

 

Los cristianos somos “ciudadanos de dos ciudades”, pero no nos evadimos de la una para refugiarnos cómodamente en la otra.[11] Tampoco la familia que ora puede evadirse del dramático acontecer de la sociedad. Orar significa profesar la fe del creyente en un estilo de vida que no se reduce ni al consumismo ni al pragmatismo. El modo de orar refleja el modo de creer y también los valores de los que se vive o los compromisos que se asumen ante la vida. Orar por la paz o la justicia, o evocar en la oración las amenazas contra la paz y la justicia, refleja un modo de creer y unas determinadas actitudes éticas.

 

            2.2. Pero la Iglesia ejerce su función santificadora también en la consagración del pan y del vino. El Documento de Puebla ha vinculado de forma hermosa la Eucaristía con la vida familiar: “En la Eucaristía la familia encuentra su plenitud de comunión y participación” (Puebla, 588). El Concilio no dudó en  afirmar que “también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo”.[12] La expresión ha sido significativamente recogida por San Juan Pablo ii en la exhortación apostólica Familiaris consortio.[13]

La Iglesia doméstica, en consecuencia, hace de su vida diaria una especie de Eucaristía, en la que se consagra el trabajo y el esfuerzo, el aprendizaje y la caricia, el desvelo y la sexualidad, el lento caminar de los niños y el titubeo de los ancianos, la preocupación por la profesión y la inquietud política. En el seno de la familia creyente, todas esas realidades terrenas son presentadas para que el Espíritu de Dios las transforme en signo visible y eficaz de la presencia redentora de Cristo en el mundo.

 

2.3. En tercer lugar, la Iglesia es un espacio para la acogida. También la pequeña Iglesia doméstica vive su función santificadora cuando crea puentes que puedan favorecer la convivencia humana y la comunión. Al comienzo del tercer milenio cristiano, Juan Pablo ii propone a todos los cristianos, con referencia explícita  a las familias, la educación en una “espiritualidad de comunión”.[14]

La familia es un sacramento de reconciliación. En ella no valen más las personas que más producen, sino precisamente las que más necesitan. A ellas se les dedica más tiempo y más atención. De esa forma la pequeña Iglesia familiar se alza como humilde modelo para un mundo siempre necesitado de reconciliación.

Para la Iglesia doméstica, insistimos con la exhortación Familiaris consortio:

 

la plegaria no es una evasión que desvía del compromiso cristiano, sino que constituye el empuje más fuerte para que la familia cristiana asuma y ponga en práctica plenamente sus responsabilidades como célula primera y fundamental de la sociedad humana.[15]



[1] Profesor emérito de Teología Moral de la Universidad Pontificia de Salamanca.

[2] Este Boletín agradece al autor de este artículo su total disposición para que se aquí se publique.

[3]  Canon  835 § 4

[4] Lumen Gentium (lg) 34

[5] Documento de Puebla, 588

[6] Familiaris Consortio (fc) 53

[7]  Cf. H. Cox, The Seduction of the Spirit, Nueva York, 1973, 140-141.

[8] Catecismo de la Iglesia Católica  (15.8.1997) n. 2685.

[9] fc 53

[10]  fc 57

[11] Cf. J.R. Flecha, “Ciudadanos de dos ciudades: escatología y política”, en Salmanticensis  46 (1999) 59-87.

[12] lg 34

[13] No. 56)

[14] San Juan Pablo ii, Novo millennio ineunte  43

[15] fc 62



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