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“A’i viene la bola”: estampas…

Antología cristera de Luis Sandoval Godoy

Ulises Íñiguez Mendoza[1]

 

El texto que sigue abre el apetito intelectual a los posibles lectores de un libro apenas publicado en un corto tiraje, y que además de enriquecer la copiosa bibliografía de su autor rescata del olvido textos de suma importancia para acercarse a la Guerra Cristera desde la resistencia activa católica. Nos referimos al malestar profundo del pueblo ante la imposición enérgica de las leyes anticlericales del gobierno encabezado por Plutarco Elías Calles.[2]

 

Parecía inevitable que un autor como Luis Sandoval Godoy, para quien la Guerra Cristera ha sido un asunto recurrente –inevitable incluso desde su propia oriundez regional de esa peculiar zona integrada por el norte de Jalisco y el sur de Zacatecas–, en un momento u otro de su devenir literario e historiográfico habría de recopilar algunos de los abundantes escritos en los que ha abordado, de manera central o tangencial, el apasionante tema de la Cristiada.

Lo hemos dicho ya en otra ocasión: pareciera que Sandoval Godoy no ha necesitado ponerse como propósito abordar en sus cuentos o crónicas el conflicto cristero; por el contrario, éste le ha salido al paso incontables veces entre esas mismas páginas. Si bien constituye una de sus vertientes temáticas predilectas, es igualmente cierto que en las descripciones de tantos lugares por él recorridos incesantemente, o en una u otra de tantas conversaciones sostenidas con las gentes de estas comarcas, por distante que fuera el tema tratado, surgía como una especie de fogonazo alguna remembranza cristera, diríase que agazapada, impensada pero ineludible, para enriquecer o matizar esas charlas pueblerinas que han constituido durante seis décadas de infatigable labor de cronista la materia prima vital de la obra sandovaliana.

Cuando el padre Tomás de Híjar y yo nos reunimos con el autor para dar forma a la iniciativa de antologar algunos de sus textos sobre el conflicto religioso y armado de los años veinte, se abría un espectro de posibilidades. Tres antologías previas de don Luis respondían a otras preferencias: Siga la flecha (2006), constituida por relatos de ficción; una muy original selección de escritos sobre los sacerdotes mártires, Glorificados en Cristo (2016), tema muy querido por el autor y de algún modo vinculada con la actual; y una recopilación general de su obra en Nos alcanzó el eco de lejanas voces (2016). Mientras que en las tres fue él mismo su propio antologador, ahora la idea surgía por iniciativa de quien esto escribe, y me correspondió el privilegio de seleccionar los reportajes periodísticos publicados en El Informador y en el Tapatío Cultural que compondrían esta nueva edición. Una idea de Tomás de Híjar resultó finalmente aceptada: seleccionar sólo los artículos de asunto cristero que no hubieran sido compilados antes en ningún otro libro, inéditos para propósitos bibliográficos.

Esta tarea tuvo como origen y respaldo imprescindible la acuciosa búsqueda hemerográfica realizada por el ingeniero Bernardo Carlos Casas en los archivos digitales de El Informador, de la cual se derivó una generosa y muy bien estructurada base de datos que abarca varias décadas de trabajos de don Luis y que permitió llevar a cabo la selección que el lector tiene ahora en sus manos.

A manera de introducción, la antología abre con una conversación a cuatro voces sostenida en Guadalajara en octubre de 1974 entre Luis Sandoval Godoy, Jean Meyer –su tercer volumen de La Cristiada recién había llegado a las librerías mexicanas–, y dos sacerdotes cuyos archivos resultaron una cantera imprescindible para dicha obra: Nicolás Valdés y Salvador Casas. Es una plática informal que revela, no obstante, diversos entretelones en la elaboración de esta obra ya clásica y algunas de las peripecias por las que atravesó el historiador francomexicano en la búsqueda de fuentes de primera mano, algunas de ellas inaccesibles hasta la fecha.

Es quizá también el primero de los textos con que nuestro autor inició su propio recorrido cristero por las páginas de El Informador, inaugurando así una nueva línea temática en su vasta labor de cronista regional.

Dos casi anónimos combatientes cristeros nacidos en Jalisco, uno en San Julián el Alto –Gerardo Torres– y el otro en Teocaltiche –Eugenio Hernández–, constituyen dos de los varios ejes narrativos de esta antología. Profusamente entrevistados ambos por el autor durante los años setenta, sus testimonios dan una columna vertebral y una cronología a esta sucesión de artículos, que abarca desde los principios del conflicto –“Un testigo de la Cristera”– hasta los vergonzosos días finales de “El armisticio”.

Aparecen a través de estos relatos otros personajes: la madre de Gerardo, que muy a su pesar alienta a su hijo a tomar las armas; los hombres de San Julián, que nunca olvidaron la humillación sufrida por sus mayores al terminar la lucha a manos de los obispos firmantes del armisticio; el sacerdote del pueblo de Cuquío, quien al reunirse sus paisanos en la plaza en los primeros días de la guerra, los instiga “a que largaran el miedo” y tomaran las armas en defensa de la religión, luego de la suspensión de cultos y el sacrilegio cometido por el ejército federal, que “había fusilado a los santos ahí en el atrio, formados todos para balacearlos. Así hicieron los ingratos”.

Cuántas veces el autor, devenido en historiador, ha resaltado la tosca y vigorosa expresión de estos hombres casi analfabetas, que pese a su sintaxis ruda y descoyuntada muestran una envidiable capacidad descriptiva: ¿quién puede dudarlo cuando leemos la absorbente y eficaz narración bélica de “La batalla de Cuquío” o de “La última batalla”?

Otra sección la integran los testimonios sobre un hombre y una mujer de fama legendaria: el más célebre líder popular de Los Altos durante la primera guerra cristera –“Mio Cid a la rústica”, lo llama nuestro autor–, y una insólita jefa guerrillera de “la Segunda” (más insólita si consideramos que la participación armada femenina fue muy escasa): el Catorce y Jovita Valdovinos. A Victoriano Ramírez, el Catorce (apodo que debió a una anécdota casi inverosímil de sus tiempos de rebelde precristero, así como a su mítica puntería), se dedican tres artículos. Como si la fama ganada en vida por Victoriano, y la forma violenta y cuestionable en que murió a manos de sus propios compañeros de armas no fueran suficientes para cubrir su memoria de un halo fabuloso, estos relatos describen las peripecias igualmente extraordinarias acontecidas a su cadáver a lo largo de muchos años, hasta su descanso final –queremos suponerlo– en el Santuario de Guadalupe de San Miguel el Alto.

No son menos asombrosas la vida y hazañas de Jovita Valdovinos, oriunda de Jalpa, Zacatecas. Los dos artículos a ella dedicados rozan apenas algunas de las muchas facetas que ofrece su intensa biografía y nos trasladan a los años treinta y a la Segunda Guerra Cristera, cuando su liderazgo y sus capacidades bélicas, escribe Sandoval Godoy, hicieron que se crearan en torno a ella “historias fantásticas, se le aureoló de refulgencias increíbles”, y se le imaginó “como una Juana de Arco en estas tierras, luchando por los débiles y los oprimidos […] luego que se amnistiaron los cristeros”, entre 1935 y 1936. De la conversación de esta mujer se desprenden los nombres de jefes famosos que pelearon por los rumbos del cañón de Tlaltenango, por Bolaños y Huejuquilla, comenzando por su propio padre, Teófilo Valdovinos, arteramente asesinado luego del armisticio, hasta el mismo general Gorostieta, comandante en jefe de las tropas cristeras.

Ambos relatos son los únicos de esta antología que nos remiten a la parte afectiva y amorosa, incluida la posibilidad de un romance jamás concretado entre los dos celebérrimos jefes rebeldes; más allá de la anécdota sentimental, también dejan entrever un episodio profundamente doloroso, quizá nunca cerrado del todo en la vida íntima de Jovita.[3]

A lo largo de estas páginas, el lector se encontrará con el innegable apoyo de la población humilde a la rebelión, la protección de los alzados a los contados sacerdotes que se aventuraron a seguirlos en la contienda ejerciendo su ministerio, y notables destellos de fervor popular: el cristero malherido salvado por el compañero que enarbola una bandera con la imagen de la Virgen. Por supuesto, en ambos bandos las crueldades inevitables de la guerra que endurece a unos y a otros: los soldados federales rematando a los cristeros malheridos a bayonetazos, para no malgastar parque; el relato de Eugenio al tirar sobre los soldados en desbandada: “con la cuarenta y cinco nomás les tronaba el cuero por la espalda, como un ejotito tierno”; o la muerte caritativa que un mayor cristero inflige a un herido de sus propias filas cuando no tiene remedio y se ha convertido en un lastre para el avance de la tropa; sin excluir el contraste conmovedor: el padre de Jovita, que ha arrastrado a su sobrino a la guerra contra la voluntad del muchacho, abrumado por el remordimiento al verlo muerto y desangrándose.

Un testimonio estremecedor ofrece las versiones de dos testigos sobre el martirio y ahorcamiento del sacerdote san José María Robles, aprehendido en Tecolotlán el 26 de junio de 1927 y ejecutado sin juicio alguno por una partida de agraristas, luego de someterlo a penosa caminata a través de la Sierra de Quila. Hay en el rescate del cadáver indudables acentos sobrenaturales, y en la suerte que corrieron los dos asesinos andando el tiempo, muchos podrían leer una suerte de justo e inexorable castigo.

Los dos capítulos finales no narran hechos bélicos, no se refieren a figuras célebres del conflicto, ni los protagoniza alguno de los informantes entrevistados por nuestro autor; la tónica de este último apartado es la reflexión, desde el pensamiento católico, sobre la licitud del levantamiento armado en un amplio arco cronológico. El penúltimo capítulo nos remite además a otra vertiente de Sandoval Godoy, ahora como historiador: el rescate del epistolario –apenas una muestra– que durante los años de la guerra intercambiaron dos sacerdotes de la diócesis tapatía, el canónigo Antonio Correa y el entonces asistente del arzobispo Orozco y Jiménez, José Garibi Rivera –varias décadas después preconizado primer cardenal mexicano–. Las posturas en torno a la legitimidad de la lucha armada, y en particular sobre el grado de responsabilidad de los sacerdotes que de un modo u otro, incluso sólo por impartir los sacramentos entre las tropas, se involucraron en ella, reflejan dos interpretaciones diametralmente opuestas que bien pueden asombrar al lector, tanto como el juicio injustamente despreciativo del padre Correa sobre los rebeldes.

Si los testimonios anteriores están teñidos por la pasión de la lucha que en esos momentos desgarraba gran parte del país, esta antología cierra el ciclo con la transcripción de las reflexiones que casi ochenta años después hace sobre los mismos hechos un notable jesuita, también tapatío, Ignacio Gómez Robledo; apenas adolescente, al futuro sacerdote le tocó vivir de cerca aquellos “arreglos” y atestiguar la enormidad del agravio y la frustración que dejó entre los combatientes aquel armisticio tan desafortunado.

Finalmente, pese a mi impericia en materia de construcción literaria, no quisiera terminar estas líneas sin mencionar el inspirado andamiaje que estructura cada uno de los textos aquí recopilados. De entrada, el lector puede quedarse con la sensación de haber leído únicamente los testimonios de sobrevivientes de aquella guerra heroica y fratricida. Nada más falso. Las numerosas entrevistas y conversaciones, pacientemente grabadas por don Luis, han sido objeto de una imprescindible labor de depuración, rescatando a la vez el habla popular –cuántas veces nos recuerda el propio autor su permanente asombro ante la riqueza lingüística de estos hombres y mujeres, casi carentes de instrucción formal pero dotados de una inigualable fuerza expresiva– y otorgándole al relato una gran fluidez narrativa. Más aún, con el oficio periodístico adquirido gracias a una larga paciencia, el autor inserta el relato en el contexto histórico que informe de modo cabal al lector, y algo parejamente importante: nos ubica en el escenario geográfico de los sucesos o del lugar en que ha ocurrido la conversación. Junto al retrato emocional de sus entrevistados, esta suma de factores integra un todo muy armónico: son los rumbos, las gentes y los testimonios cristeros de don Luis Sandoval Godoy.

 



[1] Doctor en ciencias sociales por El Colegio de Michoacán.

[2] Este Boletín agradece al autor de esta presentación el haberla cedido para que apareciera en sus páginas.

[3] El lector familiarizado con la obra de Sandoval Godoy advertirá que los testimonios de Eugenio y de Jovita constituyeron asimismo la base de dos novelas cristeras: la primera escrita por nuestro autor, La sangre llegó hasta el río (1990), y El último cristero (2011).



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