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Conversación en torno a un libro, un autor y un jesuita de otros tiempos

Manuel Olimón Nolasco[1]

 

La noche del 14 de junio del año en curso 2018, en el aniversario 197 de la emancipación de la Intendencia de Guadalajara del dominio español y todavía dentro de los 250 años del extrañamiento de la Compañía de Jesús, afrenta sufrida entre miles de correligionarios por el intelectual novohispano Francisco Xavier Clavigero, se presentó, en el centro cultural Casa iteso-Clavigero de Guadalajara, un libro que por su hondura y calidad editorial será modelo en su género. Que su autor sea tapatío y religioso de la Compañía de Jesús es un singular acto de desagravio al Padre Clavigero dos y medio siglos después de su brusca expulsión de esta ciudad.[2]

 

1.    Al abrir un libro

 

Cuando abrí el paquete en que venía este libro, noté, además de su voluminosidad y peso,  presagios de una lectura prolongada, su belleza editorial: es un libro como los que ya no se hacen, con papel de textura agradable, con finos grabados que nos introducen a la peculiar mirada sobre el mundo, a un tiempo admirada y perpleja, de los hombres del siglo xviii que vivieron un momento privilegiado de la historia humana en que la antigüedad redescubierta se volvió plataforma de preguntas y fue sendero abierto al futuro. En esa belleza exterior descubrí la huella inigualable de Artes de México, de los ojos y las manos de Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana, y también reconocí, aunque oculto detrás de la persiana de su modestia, a Alfonso Alfaro, que me parece es el “padrino” de esta publicación.

Esa primera mirada fue invitación a penetrar en el contenido, pues su mismo cuidado externo anunciaba un interior abundante y rico. No  obstante, me pregunté: ¿quedará algo por decir sobre Francisco Xavier Clavigero? Esa pregunta no es simplemente retórica, pues muchos hemos creído saber sobre él lo suficiente al clasificarlo entre los constructores de la “mexicanidad”, atribuir su especial fecundidad literaria al trauma de la expulsión –o “extrañamiento”– de los miembros de la Compañía de Jesús de los reinos borbónicos y reconocer en ese hecho el principal “agravio” de los americanos que encendió la idea de la independencia.

El libro del padre Reynoso, con la extensión y profundidad de su investigación, va mucho más adelante de esos que ya son “lugares comunes” y que pueden hacer que “los árboles no nos dejen ver el bosque”. La infinidad de matices que surgen de la revisión cuidadosa de la vida y obra de Clavigero y el acercamiento a la complejidad de la época y del estado transicional y por ello fascinante de la teología y los estudios bíblicos, la filosofía y su enseñanza, sobre todo en medio de la crisis de la física especulativa o “racional” y las ciencias de la naturaleza, son aportes de valía y avances sobre lo antes investigado. Este aporte puede comprobarse, por ejemplo, al comparar la Physica Speculatio de fray Alonso de la Vera Cruz, texto de la materia en la Real y Pontificia Universidad Mexicana en 1557,[3] y el curso de Physica particularis del padre Clavigero para el Colegio de Guadalajara. El primero está natural y tranquilamente anclado en las enseñanzas de Aristóteles –“cuerpos celestes” animados, por ejemplo, y cierto dejo de creencia en la influencia de las estrellas en la conducta humana–, y el segundo, al introducir dudas e hipótesis, esboza una realidad dinámica aun antes de que entrara al lenguaje tanto científico como cotidiano el término evolución.

 

2.    Un hombre y su época (o su “circunstancia”)

 

Aportación fundamental de este estudio es el trazo firme de la singular personalidad de Francisco Xavier Clavigero, pues en el avance de sus páginas, sin hacer a un lado la innegable influencia de su ámbito familiar y regional, de la recia formación jesuítica y del ambiente intelectual europeo y americano de su tiempo –la “república trasatlántica de las letras”– nos encontramos con un hombre irrepetible, definido y hasta rebelde, pero reflexivo, y por ello, en seguro camino de equilibrio y sensatez. La construcción de puentes con los filósofos de su época, de quienes extrae sin duda la curiosidad y su sed insaciable de saber, pero a quienes reprocha su autosuficiencia, se nota al acercarnos a sus trabajos y a sus días.

De la formación como jesuita aprovechó sobre todo la sensibilidad para el discernimiento frente a personas, ideas y acontecimientos y la capacidad de no caer en nostalgias y melancolías. Al exponer para los lectores de la Historia antigua de México la caída de Tenochtitlán, quedó “perplejo y desolado”, como habrá quedado al vivir el destierro, y después y sobre todo al extinguir Clemente xiv la Compañía de Jesús; pero elevó su mirada y descubrió en esos acontecimientos dolorosos el “funesto ejemplo de la Justicia Divina y de la inestabilidad de los reinos de la tierra”.[4]  Al seguir a San Ignacio, el gran conocedor de los males que acarrea la desolación del espíritu, la transformó en energía creativa.

De esa manera, el profesor de colegios llegó a ser, incentivado por el exilio, el historiador atento a las fuentes y el polígrafo agudo que no dudó en polemizar con “genios ilustrados” de su época, académicos alabados y muy leídos por los círculos que entonces eran “de vanguardia”: el philosophe holandés Corneille de Pauw, a quien calificó de “sucio autor”, al conde de Buffon, “el más hábil y el más elocuente naturalista” francés, que se encontraba en la cima de su fama, y al historiador escocés con rescoldos anticatólicos en sus renglones William Robertson, capellán de la realeza de Inglaterra. Detrás de su particular postura epistemológica y su espíritu gambusino, se reconoce el surco que con el filo de su arado marcó desde la búsqueda de la verdad y con una honestidad intelectual a toda prueba. De este modo se perfiló el historiador creyente que no cae en un providencialismo fácil que responsabiliza a Dios de lo que pasa en el mundo humano, ni en el determinismo físico o climático, ni en teorías conspirativas o leyendas negras o rosas. Por las páginas de este libro pasa “el aliento del Espíritu” que “aleteaba sobre las aguas” en el alba más antigua del cosmos, desde antes de que éste fuera hogar del hombre.

De alguna manera quienes hemos querido ser historiadores desde la tierra mexicana, nos hemos visto en el espejo de Clavigero y al asomarnos al ser profundo de México ha sido nuestro invisible compañero de camino y guía de senderos. Tengo ante los ojos su ponderación de la herencia prehispánica, su relectura de la idolatría y del papel del demonio en los acontecimientos traumáticos de la historia del pueblo mexicano, su cariño varonil y ponderado a lo propio de la tierra. Al leer la errónea e insultante descripción del cielo americano de Buffon: “ce ciel avare (este cielo avaro)”, me vino de inmediato como espontánea respuesta la descripción de ese cielo que nos cubre y que alimenta otro jesuita desterrado, Rafael Landívar –“mexicano nacido en Guatemala”– en su Rusticatio Mexicana, largo poema latino comparable a las Geórgicas de Virgilio: “sub mitissimo caelo natus (nacido bajo un cielo suavísimo)”. Todos los americanos, a pesar de que en algunas urbes la contaminación ya no nos deja verlo, hemos nacido “bajo un cielo suavísimo”.

Un rasgo que me pareció nuevo y digno de reflexión es el sentido del humor del jesuita, que demostró en el vexamen “Un banquete”, en el Colegio de Guadalajara. Se me vinieron a la memoria esas tardes felices de la “quema del libro” durante mis estudios de filosofía en el Seminario Nacional Mexicano de Montezuma, Nuevo México, Estados Unidos de América, institución de tradición jesuita: al finalizar el curso escolar los alumnos hacían unos libros de cartón con títulos como: “Teología dogmática”, “Epístolas de San Pablo”, “Teología moral”, “Psicología racional”, “Metafísica”, y les prendían fuego mientras se recitaban versos grotescos y mal rimados que aludían, por ejemplo, al aburrido hablar de algún profesor o a la inutilidad de algunos temas que parecían rancios. No escapaban a la “quema” algunos alimentos que se habían repetido mucho a la hora del desayuno o de la cena y se titulaba al año que había pasado: “año de la avena”, “año de la papa” o “año de la manzana”, pues de esta fruta regalaban al Seminario toda la que no pasaba el estricto control de calidad en los cultivos de los valles cercanos a Santa Fe. El sentido del humor es señal inequívoca de agudeza intelectual, de capacidad para captar lo difícil que es llegar a la verdad y de la percepción de distintos matices de la duda. También –como en el caso del vexamen tapatío– es velado reclamo a la reforma de los estudios.

En medio del océano bibliográfico utilizado por Reynoso para integrar su libro, veo dos pequeñas barcas, aunque la segunda fue “galeón real” hace algunas décadas, casi rescatadas de un naufragio y que ayudaron a vertebrarlo: los estudios sobre filosofía novohispana del doctor Bernabé Navarro, auténtico genio de carácter modestísimo y retraído, y la monumental Historia de los Papas de Ludwig von Pastor, que fuera por mucho tiempo lectura obligada en los refectorios de seminarios y casas religiosas cuando se guardaba silencio a la hora de las comidas al estilo monástico, y que, a pesar de su calidad que no envejece, está empolvada en bibliotecas que poco se consultan. Recuerdo también del Seminario de Montezuma que cuando surgía alguna queja, el padre José Macías decía: “–¿A qué horas van después a leer esos libros?”

 

3.    Dinámica de un estudio

 

En el empeño del jesuita Arturo Reynoso que, a juzgar por su volumen, las notas a pie de página, las consultas a archivos y bibliotecas y la edición de textos inéditos, debieron arrancarle buen girón de vida, veo y admiro la importancia capital de que México y la Iglesia católica, que acompaña “sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias”, cuente con historiadores que sirvan a este pueblo, que lo liberen de la esclavitud del instante, de lo provisional, efímero y volátil, que contribuyan a que no se ahoguen en el estanque de la “cultura líquida” que, a decir de Umberto Eco en sus últimos escritos recogidos como “crónicas sobre el futuro que nos espera”, perfilan un porvenir que va “de la estupidez a la locura”.[5]

Con una invitación abierta al gozo de la lectura –me parece una feliz aventura que se hayan impreso cuatro mil ejemplares de este libro, hazaña inaudita en un país de analfabetismo práctico galopante–, hago dos citas que me parecen fundamentales.

La primera de Alfonso Alfaro:

 

La dedicación con la que los jesuitas se consagraban hacia el conocimiento de la naturaleza “no era sólo una libido sciendi ansiosa de erudición”, sino la segunda etapa de un impulso iniciado en el interior de la conciencia, un clamor lanzado al infinito en busca de respuesta.[6]

 

La segunda son las palabras finales de Arturo Reynoso, que resumen una vida y una obra:

 

Clavigero fue un hombre que asumió el deber de inteligencia –la búsqueda y el descubrimiento de la verdad– como un compromiso surgido no sólo por el desafío de una disputa con eruditos europeos o por el impulso de un sentimiento patriótico, sino principalmente por una experiencia de fe, experiencia que le dio confianza para buscar la verdad en terrenos y sistemas diversos, e incluso adversos, a sus propias convicciones. Al asumir con seriedad este compromiso característico de su filiación jesuítica, desempeñó su misión como profesor de filosofía en México y como historiador de México en el exilio. Haciéndose eco de las palabras con las que el profeta Isaías exhortaba al pueblo de Israel a reconstituirse después del exilio en Babilonia, Clavigero –en su destierro– dirigió su mirada hacia el pasado del pueblo mexicano para rescatar sus vestigios, sus hazañas, su memoria; una memoria que contribuyera a restaurar la dignidad y la esperanza de su patria: “Reedificarán, de ti, tus ruinas antiguas, levantarás los cimientos de pasadas generaciones, se te llamará reparador de brechas y restaurador de senderos, para volver el país habitable” (Isaías 58,12).[7]



[1] De la Academia Mexicana de la Historia.

[2] Palabras en la presentación del libro de Arturo Reynoso, SJ, Francisco Xavier Clavigero. El aliento del Espíritu, México, Fondo de Cultura Económica/Artes de México/Universidad Iberoamericana, 2018, 576 pp. Este Boletín agradece al autor del texto su inmediata disposición de cederlo para nuestra publicación.

[3] La primera edición, salida de las prensas de Juan Pablos, nativo de Brescia (Ioannes Paulis Brissensis) en la ciudad de México, es de 1557  (Phisica [sic] Speculatio). En el siglo xvi se hicieron otras ediciones: 1562 en Salamanca (Ioannes Maria a Terranova) y otra más salmanticense: 1573 (Joaquín García Icazbalceta, Bibliografía mexicana del siglo xvi, México (3) 1981, pp. 137-150). Existe una edición facsimilar con estudios de Mauricio Beuchot, Marco Arturo Moreno Corral y María de la Paz Ramos Lara, unam, México 2012.

[4] Libro x, p. 589 (citado en Reynoso, Clavigero. El aliento del Espíritu, p. 347).

 

[5] De la estupidez a la locura, Lumen, México 2017.

[6] La retórica de la experiencia, en Los jesuitas y la ciencia, Artes de México, núm. 82, México 2007, p. 63 (cita en Reynoso, p. 201).

[7] P. 475



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