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Un evangelizador integral: Fray Antonio Alcalde

Fray Jesús García Álvarez, O. P.

 

Publicado al tiempo que se cumplían 200 años de la muerte del Obispo fray Antonio Alcalde, el gran benefactor de Guadalajara, como fruto de un coloquio histórico internacional se divulgó el texto que sigue.

 

Los pueblos tienen buena memoria. No olvidan a lo que consagraron su vida al servicio de los demás olvidándose de sí mismos. Calles, monumentos, estatuas, son palabras del lenguaje que habla de esos hombres, recordando que son parte de una historia viva y siempre presente. Un pueblo sin memoria sería un pueblo sin historia.

            La ciudad de Guadalajara ha sido especialmente agradecida con el Obispo fray Antonio Alcalde. Ningún otro nombre se repite con tanta frecuencia en sus calles, parques, colonias, iglesias y hospitales. La ciudad quiso responder de esa manera a la generosidad de aquel Obispo que a la hora de su muerte no dejó más que una lista interminable de obras a favor de los más desamparados. El encargado de hacer el inventario de los bienes del Obispo de una de las diócesis más ricas de América reconoce que no es difícil la tarea: en el palacio no hay mucho que merezca la pena consignar. El verdadero inventario lo había ido haciendo fray Agustín Soto, el humilde religioso que había acompañado al Obispo en su largo peregrinar por estas tierras. Con vocación de contador escrupuloso, va señalando las cantidades que fray Antonio destinaba a parroquias, conventos de monjas, escuelas, caminos y edificios, componiendo sin querer el elogio más elocuente de la vida del Obispo.

            Con razón el primer libro que se edita en la imprenta de Mariano Valdés (la primera en Guadalajara, debida en gran parte al impulso de fray Antonio Alcalde) incluye entre los elogios fúnebres la lista de limosnas y donaciones del Obispo. Junto a la elocuencia de los predicadores en memoria del prelado, las cifras y los números de las limosnas hacen realidad viva y tangible las metáforas y las comparaciones: a la catedral de Yucatán, a los astilleros de Alvarado, para arreglo de las calles, a los pobres de Zacatecas y Aguascalientes, al convento de Capuchinas, a Santa María de Gracia, al convento de San Juan de Dios, para las cátedras de la Universidad, para la educación de niñas pobres…

            Al celebrarse en 1992 los 500 años de la evangelización en América no se puede olvidar el nombre fray Antonio Alcalde. Precisamente entonces se cumplen dos siglos de su muerte. No cabe duda que se repetirán los festejos del primer centenario, de que hablan abundantemente las crónicas de Guadalajara. Entre tantos misioneros y predicadores que llevaron a cabo la evangelización ocupa un lugar importante “el más ilustre, el más caritativo”, como se le conoció en su tiempo.

 

1.     El fraile de la Calavera

 

¿Quién era Fray Antonio Alcalde?

            Una tarde del año de 1760, el Rey Carlos iii se refugiaba de la lluvia en el convento de los dominicos de Valverde, en las cercanías de Madrid. Quiso saludar al superior de la comunidad y lo llevaron a su celda. El Rey quedó impresionado por la austeridad de aquella habitación: una cama, una mesa, un crucifijo y una calavera. Cuando dos años más tarde quedó vacante la diócesis de Yucatán en México y el Rey tenía que presentar un candidato al Papa, propuso que se nombrara “al fraile de la calavera”. Recibió el nombramiento en 1762. Por ese tiempo estaba el Maestro General de la Orden en España, y aconseja al Padre Alcalde que acepte el nombramiento para servicio de la Iglesia. Tenía entonces 61 años.

Fray Antonio Alcalde había nacido en Cigales, provincia de Valladolid. A los 17 años había ingresado en la Orden de los Dominicos y recibió el hábito en el famoso convento de Valladolid. En Valladolid, aunque en otro convento, había empezado a enseñar mucho antes fray Francisco de Vitoria y se habían discutido los problemas que planteaba la conquista de América. Durante 30 años fray Antonio fue profesor de filosofía y teología. Cuando ya se había retirado a una vida de silencio, penitencia y oración, le llega el nombramiento para obispo de Yucatán y emprende sin dudarlo el largo camino hacia unas tierras desconocidas para él.

Lo acompañaron dos humildes religiosos, fray Rodrigo Alonso y fray Agustín Soto, “los amantísimos compañeros –como los llama el mismo Alcalde– a quienes tantos servicios, amor y desinterés debemos en 19 años que por mares, climas y tierras, dejando la quietud de su Orden y convento, donde eran estimados y queridos, nos han acompañado y servido en salud y enfermedades”. A la hora de la muerte, el Obispo tiene un recuerdo agradecido para estos religiosos y prevé lo necesario para que puedan volver a su patria. La muerte dispondría otra cosa.

En los años que duró su trabajo pastoral en la diócesis de Yucatán mostró ya Fray Antonio lo que sería su largo pontificado en Guadalajara. Visitó dos veces la diócesis, se preocupó por la formación de los seminaristas enviándolos a los mejores centros de estudio, aprendió el maya para poder predicar y comunicarse con sus feligreses, reorganizó el seminario y ayudó de muy distintas maneras a los pobres de aquella región.

En 1771 es nombrado Obispo de Guadalajara. A los 70 años de edad se hace cargo de una de las diócesis más importantes y extensas de América. Un nuevo horizonte y una nueva tarea. Aquí vivió los veinte años más fecundos de su vida. En vez del retiro y el descanso, los viajes interminables, las preocupaciones, el estudio y el dolor de sus ovejas desvalidas.

 

2.     Una nueva tarea

 

Los habitantes de Guadalajara recibieron con entusiasmo al nuevo Obispo. Lo vieron llegar a tomar posesión de su diócesis el 12 de diciembre de 1771. “Era de alta y majestuosa estatura, ojos negros y profundos, cabello entrecano, alta y limpia frente, nariz aguileña, blanco pálido el color de la tez, arrugas como huellas de profundo pesar en el entrecejo, carnes de natural robustez, pero adelgazadas por el ayuno y la vigilia”.

La diócesis a la que llegaba era muy extensa. Abarcaba todo el territorio actual de Jalisco, Colima, Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, Nuevo León, Coahuila, Nayarit, Tejas y parte de la Luisiana. La tarea a la que tenía que enfrentarse era inmensa. Largos y difíciles eran los caminos; múltiples y variados los idiomas y dialectos de los habitantes de aquellas regiones.

Se conservan algunas de las cartas circulares del Obispo en aquellos primeros años. Pide información sobre parroquias, capellanías, fundaciones, congregaciones religiosas, escuelas, administración. Pero no le basta la información que otros le proporcionan, y muy pronto emprende un largo viaje durante varios meses para la primera visita pastoral. El 10 de octubre de 1775 salía de la capital de su diócesis. Antes, había escrito a los sacerdotes de las parroquias, adelantándoles el programa de la visita. La anunciarán a los fieles, para que puedan acudir a él los que necesiten recibir la confirmación o ser absueltos de alguna censura o casos reservados; tendrán una lista minuciosa de los matrimonios que se hallen en situación irregular; presentarán los libros parroquiales y prepararán a los que vayan a recibir la confirmación “explicándoles su virtud y la pureza del alma y cuerpo con que deben venir”. Renunciarán a “toda pompa, gasto o profusión”, “quedando advertidos nuestros curas no se excedan en algo de nuestro recibimiento, pues quedaremos gustosos que sea con lo mismo que se sirven, sin solicitar colgaduras ni otros adornos”.

Al mismo tiempo, solicita al Rey que se le conceda un Obispo auxiliar para las regiones más lejanas mientras no se crearan nuevas diócesis. Pocos años después, el Papa Pío vi erigió las diócesis de Linares y Sonora.

Si es verdad que la actividad más importante del Obispo se centró en la ciudad de Guadalajara, numerosas parroquias en los pueblos conservan el recuerdo de la atención y caridad de su obispo, al pendiente de todas las necesidades. Templos, escuelas, conventos de monjas aparecen una y otra vez en las cuentas de fray Agustín Soto: en Aguascalientes, Zacatecas, Chapala, Cajititlán, Lagos, villa de Jerez, Zapotlán…

 

3.     Obispo de los pobres

 

Entre las múltiples actividades del Obispo Alcalde sobresalen de una manera especial la enseñanza y la acción social: el alimento del cuerpo y el del alma. Sabía muy bien que no se podía predicar el Evangelio a un pueblo hambriento si antes no se hacía lo posible para que llevara una vida digna. Por eso ordena que en todas las misas del domingo, aun en las más pequeñas capellanías, se tenga una breve explicación, y, al mismo tiempo, envía mil cargas de maíz a la villa de Jerez para que puedan sembrar, o bien organiza cocinas populares en los años de hambre.

La segunda mitad del siglo xviii quedó marcada en las crónicas de la ciudad de Guadalajara como la época de la pobreza. No sin razón los dos edificios más importantes en ese tiempo, el hospital de Belén y el hospicio Cabañas, están destinados a los pobres. Años de malas cosechas, enfermedades y hambre.

Al obispo Alcalde le tocó vivir esos sufrimientos de su pueblo, y fue entonces cuando se desbordó su caridad sin límites. Los años del hambre y de la peste, como se conocieron los años de 1785 y 1786, fueron testigos de su preocupación pastoral. Los biógrafos lo presentan recorriendo las calles, acercándose a los moribundos sin temor al contagio, repartiendo alimentos, medicinas y vestidos. Instaló cocinas en los barrios de Analco, el Carmen y el Santuario, donde se atendía diariamente a más de dos mil pobres.

Fue también por esta época cuando vio la necesidad de construir un hospital fuera de la ciudad, dada la insuficiencia del antiguo hospital de los Betlemitas situado en el centro de la ciudad. Se trata del hospital de Belén, con capacidad para mil enfermos, con su iglesia y cementerio, que ha permanecido hasta nuestros días. El Obispo está al tanto de la medicina y sus adelantos. Se sabe que con ocasión de la epidemia de viruela de 1789 dedicó salas especiales para la aplicación de la vacuna recientemente descubierta. Cambia así el concepto de hospital que se tenía en su tiempo como lugar para ayudar a “bien morir”, en centro de investigación y de salud, para ayudar a vivir. La Facultad de medicina de la Universidad de Guadalajara continúa hasta la actualidad esa tarea en el hospital de fray Antonio.

Sin embargo, no se trata sólo de obras que responden a necesidades inmediatas. Había que proporcionar trabajo para que los pobres pudieran defenderse por sí mismos, sin depender de la caridad de los otros. Gracias al impulso de fray Antonio se instalaron más de cien talleres de tejido en Guadalajara, se proporcionaron semillas de maíz a los labradores de distintos lugares y se emprendió la construcción del barrio del Santuario, dotándolo de escuela, templo y cementerio.

Le parecía que una ciudad tan importante como Guadalajara, capital de la Nueva Galicia y sede del Obispado, no tuviera un templo dedicado a la Virgen de Guadalupe. El 7 de enero de 1777 bendijo y colocó la primera piedra del templo del Santuario, que habría de ser con el tiempo uno de los más populares de la ciudad. Cuatro años más tarde se inauguró con grandes festejos que recogen puntualmente las crónicas de aquel tiempo. Todavía hoy se conservan muchos de los donativos que el Obispo hizo a este templo, donde descansan sus restos.

Al lado del Santuario construyó fray Antonio el barrio del mismo nombre, con varias escuelas de primeras letras. De este modo, no sólo ofrecía oportunidad de trabajo en aquellos tiempos difíciles, sino que se proporcionaba vivienda a muchos desamparados que llegaban a la ciudad. El Obispo se convirtió así en el primer promotor de la vivienda popular.

 

4.     La enseñanza

 

Tampoco sería exagerado decir que el Obispo Alcalde fue el fundador de la instrucción pública en Jalisco. Desde que en 1767 habían sido expulsados los jesuitas, la enseñanza superior había sufrido un duro golpe. Por otra parte, la instrucción primaria era casi nula.

Al Padre Alcalde le tocó ver coronados los esfuerzos de más de 90 años con la fundación de la Universidad de Guadalajara. El rey Carlos iv concedió esa fundación el 18 de noviembre 1791. La cédula real llegó a México el 26 de marzo de 1792. La universidad ocuparía el antiguo colegio de Santo Tomás; pasarían a ella las cátedras de Teología, Sagrada Escritura y lengua mexicana que se impartían hasta entonces en el seminario de Señor San José; los dominicos y franciscanos se encargarían de dos cátedras de teología, y se creaban las cátedras de cánones, leyes, medicina y filosofía. Se debía nombrar al rector, canciller y profesores y, una vez instituido el claustro, se establecerían las constituciones, “acomodándolas, en cuanto lo permitan las circunstancias, a las de Salamanca”. El día 3 de noviembre tuvo lugar la solemne inauguración, acompañada de alegres festejos populares.

El Padre Antonio Alcalde no pudo participar de esas fiestas, pues había fallecido poco antes. Sin embargo, su esfuerzo había sido decisivo para que Guadalajara tuviera su universidad.

El primero que pensó en esa fundación fue otro Obispo dominico, Felipe Galindo, cuando a finales del siglo xviii pidió al Rey que convirtiera el seminario de Señor San José, fundado por el mismo Obispo por aquel tiempo, en universidad, “para lograr el fomento en que va el crédito del Reino, el bien de sus hijos, el lustre de esta ciudad y de todo el Obispado, el servicio y decencia de esta Santa Iglesia”.

Cincuenta años después, el licenciado Matías de la Mota Padilla vuelve a plantear el mismo asunto, denunciando el centralismo de la ciudad de México. “Siempre es para México la utilidad, porque no hay quien quiera residir en el lugar donde adquiere el caudal, ya que siempre necesita a México para todo, para la educación de sus hijos y para lograr conveniencias”. De ahí la necesidad de la fundación de una universidad “para que los hijos de la patria y de los lugares circunvecinos no se vieran precisados a ir a México a estudiar, con cuyo motivo se arrastran las familias y no vuelven”. En 1750 interviene el Ayuntamiento con la misma petición al Rey. Todavía vuelve a insistir en 1770. El Rey Carlos iii pide entonces informes a la Audiencia, al Obispo y al Ayuntamiento de Guadalajara, y a la Real y Pontificia Universidad de México. Todos contestan a favor de la nueva universidad, menos la Universidad de México, que ve en esa fundación un peligro, ya que la mayor parte de sus estudiantes vienen de fuera.

Al Obispo Alcalde le tocó responder esta consulta del Rey. Proponía el nuevo edificio del Seminario de Señor San José para que allí se estableciera la universidad, señalaba todas las cátedras del seminario, más la de cánones y leyes, se ofrecía a pagar a los catedráticos, obligándose con el tiempo a aumentar los salarios, “a fin de que perseveren en sus cátedras respectivas y no las tomen como medio para lograr otra conveniencia o congrua sustentación”. Prometía dar la mitad de sus rentas episcopales al tiempo de su muerte para fondos de la universidad. Los religiosos de los conventos de Santo Domingo, San Agustín y San Francisco se ofrecían a desempeñar gratuitamente sus cátedras en la nueva universidad.

Todavía en 1778 insiste el Obispo en una carta al Virrey de Nueva España, volviendo a ofrecer el seminario para que se convierta en universidad, retomado la idea del Obispo Galindo. En 1785 hace nuevas ofertas y promete una renta anual para las cátedras de cánones y leyes, al mismo tiempo que acepta que se establezca la universidad en el colegio de Santo Tomás. Más tarde, en 1790, anula las condiciones que había puesto a sus donaciones a favor de la universidad (las había condicionado a que la universidad se fundara antes de cuatro años), pues así “se facilitará la instrucción de la juventud y se ayudará a algunas familias por medio de los empleos en las cátedras”.

La Universidad de Guadalajara no será pontificia, como la de México. Estará bajo el patronato del Rey, como las universidades de España. De hecho, gozó ya desde el principio de una total autonomía en lo que se refiere a asuntos internos. Con esta fundación Guadalajara se convierte en ciudad universitaria con actos académicos, fiestas, ejercicios de oposición a cátedras, que tenían una gran resonancia entre el pueblo.

La ciudad contaba ya con otras dos instituciones de estudios mayores: el Seminario de Señor San José y el Colegio de San Juan Bautista. Estaban bajo la autoridad del Obispo, y son frecuentes las ocasiones en que Fray Antonio Alcalde acude en su ayuda o los visita. No por eso olvida las escuelas de primeras letras para niños y niñas. Cuando en 1813 se hace una información oficial acerca de las escuelas, aparece que las únicas en las que se impartía enseñanza gratuita eran la del Santuario y una del Beaterio, en cuya fundación había intervenido el Padre Alcalde. La escuela del Santuario llegó a tener a finales del siglo xviii, 600 alumnos, y 800 las escuelas del Beaterio.

La Casa de Recogimiento de Santa Clara (o Beaterio) había sido fundada, sin el permiso real, por el terciario franciscano Marcos Flores de Jesús. En tiempos del Obispo Alcalde estaba a punto de extinguirse. Fray Antonio consiguió el permiso del Rey para su traslado a la casa que les había dado en el barrio del Santuario. El rey cedió al Obispo el patronato y el gobierno de la que ahora se llamaba Casa de Maestras de Caridad y Enseñanza, con la condición de que las dos escuelas que iban a mantener –el colegio de San Diego y el colegio de San Juan de la Penitencia– “estuvieran abiertas para general enseñanza sin reserva de personas”. El Obispo dedicó una cuantiosa suma para el mantenimiento de estas escuelas.

Otras varias donaciones a escuelas aparecen en la lista de fray Agustín de Soto, que muestran la preocupación de este Obispo por la enseñanza primaria gratuita.

 

5.     El palacio y el convento

 

A pesar de la riqueza de la diócesis, fray Antonio Alcalde no olvidaba la austeridad de su convento de Valverde. Las riquezas eran de los pobres y a ellos las destinó. El palacio episcopal, como dicen los biógrafos, parecía un convento de estricta observancia. A la ocho de la noche, cuando las campanas de la catedral daban el toque de ánimas, se cerraban las puertas y se observaba un profundo silencio. Era el tiempo del estudio y la oración. “La noche es para mí; el día, para el público”, cuentan que decía el Obispo.

Durante el día, las puertas estaban siempre abiertas para que todos pudieran acercarse a su pastor. La vida de palacio, por su sencillez, pobreza y alegría, recordaba a la primitiva Iglesia de los Apóstoles, dirá el predicador en sus funerales. Testigo de la vida del Obispo, Juan José Moreno nos recuerda en el elogio fúnebre los rasgos que a él más le habían impresionado: la alegría de su trato, el estudio de la Sagrada Escritura y de Santo Tomás, la sencillez y, sobre todo, la caridad. “Le agradaba más el catecismo que las novenas; la oración mental que la vocal. Prefería los Apóstoles a los demás santos; Jesucristo, a los otros mediadores”. El antiguo profesor de teología practicaba lo que había enseñado en los conventos de España.

A mediados de 1792 cayó enfermo de gravedad. Sabía que había llegado el momento de la despedida y se preparó serenamente. Quedaba atrás una larga vida llena de trabajos y de méritos, pero para él únicamente contaba la misericordia. “Quisiera amar a Dios intensamente”, repetía. Por fin, el 4 de agosto se cumplió su deseo.

Hasta la tarde del día 9 una incontable muchedumbre desfiló ante su cadáver. Cada cuarto de hora sonaba la campana de la catedral, uniéndose al dolor de todo el pueblo. En medio de un profundo silencio fue trasladado el cuerpo al templo del Santuario, construido con tanto cariño por él. Al día siguiente se celebraron los funerales en la catedral.

Dos obras en las que tanto interés había puesto no pudo ver realizadas: la universidad y la imprenta. La Universidad abrió sus puertas días más tarde, el 3 de noviembre de 1792. La imprenta publicó su primer libro al año siguiente. El libro contiene Los elogios fúnebres con que la Santa Iglesia Catedral de Guadalajara ha celebrado la buena memoria de su prelado Fray Antonio Alcalde.

Había dedicado su vida “a la humanidad doliente”, como se decía en la puerta del hospital de Belén, y esta humanidad conservó por largos años el recuerdo de su Obispo, dedicándole en el primer centenario de su muerte una de las avenidas más importantes de la ciudad y multiplicando su nombre en muy diversos lugares. “La posteridad verá con respeto y veneración las obras de este obispo”, decía el predicador del funeral. Verá también con tristeza el abandono de alguna de ellas…

 

Conclusión

 

Al mirar hacia atrás en estos 500 años de evangelización en América, se pueden recordar muchos nombres. Mártires, misioneros, profesores, defensores de los derechos humanos, escritores… Fray Antonio Alcalde debe ser recordado como un ejemplo de evangelización integral.

Estaba convencido de que el Reino de Dios no se apoya en poderes humanos, sino en la oración y la penitencia. Por eso construyó templos y ayudó de muchas maneras a las religiosas. Los conventos de las Capuchinas, de Jesús María, de Santa María de Gracia y tantos otros fueron objeto de su predilección y generosidad. Pero estaba convencido también de que la injusticia y la pobreza no pueden tener lugar en ese Reino, y trató de ayudar a los que eran víctimas inocentes de calamidades o de la malicia de los demás. Sabía que la ignorancia es, con frecuencia, la raíz de opresiones y esclavitudes, y se preocupó de crear centros de enseñanza en que los pobres pudieran encontrar el camino de una vida mejor.

            “Prefería el catecismo a las novenas…” Trató así de iluminar la profunda religiosidad de su pueblo con la luz de una evangelización que llegara a cambiar la sociedad, transformándola en la comunidad del Reino, donde todos pudieran vivir con la dignidad de los hijos de Dios.

            La nueva evangelización tendrá que reemprender esos caminos que los antepasados iniciaron y que no siempre se supieron continuar. Por eso, no es inútil recordar a fray Antonio Alcalde en esta cumbre del v Centenario de la evangelización en América.



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