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Generar procesos de santidad

Miguel Mier, MSpS

Desde el Evangelio, explica el autor de estas líneas, un proceso de santidad no es tanto el ideal de la cultura a la que uno pertenece como la unidad de sentido en la que cada persona,  en cuanto actor y protagonista de su propia historia, entabla, en libertad y responsabilidad, un diálogo amoroso con Dios y lo legitima obedeciendo en Cristo Su voluntad.[1]

 

Alcanzar la santidad supone un proceso; de hecho, Jesús así ve la vida interior. Decía: “Sucede con el Reino de Dios lo mismo que con el grano que un hombre echa en la tierra, no importa que él esté dormido o despierto, que sea de noche o de día; sin que él sepa cómo, el grano germina y crece. La tierra da fruto por sí misma: primero un tallo, luego una espiga, después el trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto está a punto, enseguida se corta con la guadaña, porque ha llegado la cosecha”;[2] o también el largo proceso que narra san Juan en el diálogo de Jesús con la samaritana.[3]

En estas reflexiones vamos a entender como “proceso” la dinámica de transformación de la persona desde dentro de su propia subjetividad.

De hecho, esta noción de proceso, aplicada a la vida de fe y a la maduración de la gracia del bautismo, es relativamente reciente. No hace mucho, el ideal de santidad entendida como un modo de vivir hacía referencia a patrones de conducta que estaban en el exterior de la persona y que expresaban los códigos éticos del grupo al que esa persona pertenecía.

El deseo de alcanzar la santidad hacía que la persona se apropiara esos valores racionales y evangélicos; la apropiación se daba gracias a la repetición de actos conscientes que conocíamos como el ejercicio de las virtudes. En este esquema, la coherencia de vida era el gran indicador de verdad en la búsqueda de la santidad

Pero cuando el proceso lo entendemos como esa dinámica de transformación de dentro hacia fuera, no se empieza en un ideal exterior que se interioriza por la asimilación responsable de las ideas y normas del grupo al que se pertenece.

De hecho, una comprensión más profunda y más exacta de la dignidad y de la libertad humana puso en el centro de la reflexión la capacidad de autoposesión y de autotrascendencia; dos grandes descubrimientos de la reflexión reciente de la humanidad hicieron que se replantearan muchas nociones que teníamos sobre la naturaleza de los seres humanos.

Una de ellas es la del proceso de personalización entendido como esa dinámica, profundamente personal, que brota de lo más hondo de la propia subjetividad y que busca madurar y consolidar el encuentro con Dios.

Conforme este proceso va caminando, la persona descubre que tiene una historia y va articulando, en una unidad de sentido, el pasado, el presente y el futuro. La palabra central es unidad de sentido.

En este modo de entender el proceso, no se vive de ideales que se confrontan con la realidad del diario vivir de la persona y que se educan para que ella sea determinada manera y realice los valores del grupo al que pertenece. Aquí, el proceso parte del respeto al ritmo del cambio interior. En la época reciente hemos aprendido que la persona tiene capacidades que, desde dentro, la impulsan hacia niveles superiores. Más se conoce el ser humano y más puede autotrascenderse.

En el proceso entendido así, la persona puede construir una historia (unidad de sentido) porque ha tomado su ida en sus manos, es consciente de la relación entre el pasado y el presente, del por qué y el cómo se ha llegado hasta allí; es decir, la persona se ha hecho sujeto de su propia existencia y busca vivirla con responsabilidad y libertad.

En el caso de la búsqueda de la santidad o, dicho de otro modo, de amar como Jesús amaba, esa libertad no es una libertad autónoma, autosuficiente, sino una libertad que dialoga amorosamente con Dios y se legitima a sí misma por la obediencia a Su voluntad.



[1] Texto originalmente divulgado en la revista La Cruz, de los Misioneros del Espíritu Santo, marzo-abril de 2017, núm. 1063, pp. 18-21. Se publica con licencia de su autor.

[2] Mc. 4,26-29

[3] Cf. Jn. 4,4-42



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