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Ya hace cincuenta años
José R. Ramírez1
Con la muerte del humanista José Ruiz Medrano, hace medio siglo, el Seminario Conciliar de Guadalajara cerró un ciclo donde la savia de la encina añosa mantuvo la vitalidad humanista que desde los tiempos medievales abarcó, bajo la nomenclatura de trivium y quadrivium, los tres o los cuatro caminos por los que podían adquirirse todos los conocimientos o enseñanzas del plan de estudios de esa era: el trivio, la gramática, la dialéctica y la retórica;
el cuadrivio, la aritmética , la geometría, la astronomía y la música,
de todo lo cual enseñó mucho y supo más el personaje que aquí se evoca2
El corazón estalló en un momento de alegría. Era un mediodía primaveral, era la alegría de un estadio, el Estadio Jalisco; lleno, colmado por la multitud, y en ese domingo, día del Señor, el Dueño de la Vida llamó de esta vida pasajera a la vida eterna a su hijo Monseñor José Ruiz Medrano. La multitud siguió su fiesta, y silenciosamente… en una camilla, fueron entre cuatro, en silencio, portando su corazón ya sin sangre, derramada en un torrente generoso, como había corrido cuando ese corazón latía en múltiples escenarios de su Guadalajara, de su México, de su Iglesia.
Corazón para todo: apasionado maestro en su cátedra de arte y letras en la Universidad de Guadalajara; en la Facultad de Teología, arte, música y preceptiva; literatura, por más de treinta años, en el Seminario de Guadalajara.
El genio de oído fino, cultivador de valores en la más sutil de las artes, la música, con la pluma para plasmar en el papel sus obras musicales, ahora patrimonio del Arzobispado de Guadalajara, y la batuta marcando el compás y los matices a la interpretación de centenares de voces, educadas y conducidas por él en armonía, en gozo, en arte.
Humanista en el más amplio sentido de este concepto, en sus años juveniles se empapó del espíritu de la Roma de los césares y de los papas y volvió a la patria con la amplitud de la filosofía, las artes y las letras en apasionado amor a la belleza, y aquí y allá la encontraba porque “nada humano le era ajeno”.
El seminario de Guadalajara, racimo de jóvenes ansiosos, curiosos, recibía día a día esa continua efusión del maestro. Sabía mucho, y mucho anhelaba comunicarlo, transmitirlo, contagiar a los jóvenes de los tesoros guardados, pero para ser compartidos.
Igual en el púlpito logró prestigio y fama, y aquí y allá era requerido, invitado, para escuchar de sus labios una predicación de la Buena Nueva en odres nuevos, en el ambiente distinto del país que se levantaba después de la última revolución. Ha quedado un tesoro de más de mil quinientos sermones, pláticas espirituales, hagiografías, fervorines, porque era cuidadoso y ordenado, y antes de confiarlos al servicio oral, los confiaba al papel y a la pluma y después predicaba.
Vida plena, con sentido, con devoción; llamada a un espacio ilimitado. Medio siglo para dejar el halo luminoso como la cauda de un cometa errante.
Llegó, venció, pasó; dejó ahí a su paso un tesoro de su corazón ese día quebrado.
Abiertamente manifestaba que, sin mengua de su situación de intelectual, de artista y de sacerdote, era aficionado al fútbol con su definida postura rojinegra.
Pero un día hizo de su afición una acción pastoral, cuando un obispo cargado de años y méritos, don Manuel de J. Yerena, quien había sido su maestro, le abrió horizontes al plantearle una duda: “Si hay sacerdotes especializados para muchas actividades pastorales, si los hay para trabajar con niños, con enfermos, con ancianos, con obreros, ¿cuándo habrá los que trabajan con los deportistas?
No lo pensó dos veces. En adelante dedicaría algo de su tiempo y su talento a esa acción concreta. Empezó a buscar las ocasiones para el trabajo con los jugadores y prestarles ayuda espiritual. Después fue creciendo el radio de acción hasta poder decir que en Guadalajara se hacía una acción pastoral de visión hacia el futuro. Aquello tal vez extrañó a muchos en los inicios, pero fue tomando vigor y forma y es en nuestros días, a nivel mundial, acción ordinaria en todos los ambientes deportivos. Dicho de otra manera, se busca no sólo la preparación física, técnica y táctica de los atletas, sino también y con esmero la atención psicológica y espiritual. La necesidad cobra fuerza al tener conciencia de que los deportistas siempre son adolescente y jóvenes, por lo tanto necesitados de orientación para prevenir o para enderezar.
En este apostolado y acompañamiento fiel recorrió con el Atlas casi veinticinco años, desde la primera temporada en la liga mayor, 1943-1944, hasta la mañana del domingo primaveral del 14 de mayo de 1967, en que en un Estadio Jalisco lleno a más no poder, cuando el Atlas vencía al Toluca, campeón, 2 a 1, el Señor, dueño de la vida, lo llamó con alígera llamada a dejar el tiempo y el espacio para ir hacia el más allá. El corazón, de alegría, saltó en pedazos, y no hubo poder humano para detener el torrente que se escapó.
Había recibido la ordenación sacerdotal en la ciudad de Roma, en la fiesta de Cristo Rey, el 27 de octubre de 1931, y volvió al país después de muchos años de ausencia.
Fue enviado a servir en su primer destino a la parroquia de La Barca, donde sólo permaneció un año, y luego fue nombrado profesor de latín en el Seminario de Guadalajara, cargo de maestro que desempeñó hasta su muerte.
Pronto manifestó su fecunda creatividad, su grande sensibilidad artística y su espíritu inquieto. Empezó por escribir libros de texto para la enseñanza del latín y editó también antologías de textos latinos graduados para los alumnos de los distintos cursos, desde los principiantes hasta los proficientes.
Simultáneamente apareció el músico destacado para la ejecución en el piano, para dirigir coros y para componer obras musicales, casi todas polifónicas y de carácter religioso.
En la predicación se manifestó dotado con el don de la palabra en una manera nueva, con pulcritud de forma y al mismo tiempo claridad y profundidad en el pensamiento expresado. Por este motivo no dudó el pastor Don José Garibi Rivera en darle el nombramiento de Canónigo Magistral, el que tiene por oficio predicar en los días significativos en la Catedral, que es la iglesia madre. Veintidós años ocupó ese puesto con el reconocimiento de todos como un gran orador. Pero su labor cotidiana y desde luego fecunda fue en su cátedra de maestro en el seminario diocesano.
Mañana y tarde durante casi cuatro décadas, de 1931 a 1967, en millares de jóvenes que fueron desfilando ante él, fue dejando caer la semilla en interesado y asiduo empeño. Sin duda que en el magisterio puso lo más delicado de su talento y de su esfuerzo.
Días antes de su rápido tránsito de esta vida terrena a la eterna, un seminarista lo acosó con un manojo de preguntas; era una entrevista, la última que le harían.
No se publicó esta entrevista por inconclusa, pero entre las respuestas, hay una sobre su labor como maestro con la sencillez de quien había experimentado desilusiones e ilusiones; contestó que en esos momentos de su vida estaba plenamente convencido de que lo más importantes en su trayecto sacerdotal había sido enseñar.
“Creo que nací para enseñar”, contestó a la entrevista, y el Señor Arzobispo don Francisco Orozco y Jiménez me señaló el camino. Así, desde el año de 1931, a los veintiocho años de edad, empezó enseñando latín y gramática castellana y en el seminario de Guadalajara y continuó treinta y seis años hasta la víspera de su partida.
Largos años enseñó teología dogmática a los seminaristas mayores y “arte de la palabra” en la Facultad de Humanidades; además de sus clases de oratoria sagrada y la dirección brillante de la schola cantorum, el coro del seminario mayor.
Tanto en sus clases de teología como en las de “Arte de la palabra” tuvo su estilo único –“el estilo es el hombre”–, y habría como siempre quienes no gustarían de su estilo, ni compartirían sus opiniones, pero nadie podría negar el entusiasmo con que se presentaba día a día a enseñar. Quizá sea atrevido un análisis del cómo del maestro, pero se intentará así: el fondo y la forma de sus clases.
Fondo: traslucía el gozo interno con que enseñaba. Gozaba al presentar la tesis de teología y sabía animar las ciencias con el sello de la piedad. Decían de él que el corazón hablaba tanto como la inteligencia. Que no era el comentario estrictamente escolástico y frío, sino especular y edificar a la vez.
Y en sus clases de “Arte de la palabra”, como él quiso llamar los cursos de preceptiva literaria, como él algunas veces afirmó, “el que enseña con gozo tiene la mitad del camino recorrido”. Así enseñó él. En cuanto a su forma, siempre con entusiasmo contagioso, dejándose llevar de fuertes corazonadas, por momentos a veces de sublime inspiración.
Muchas veces la imaginación irrumpía audaz en vuelos radiantes, ardía la unción, palpitaba la poesía. A veces, por qué no decirlo, desconcertaba a los alumnos, ya que dejaba temas inconclusos, tesis a medio probar, y cuando ya nada le decía a su sensibilidad de artista y rompía todo orden, olvidaba o suponía.
Siempre enseñaba sin arrogancia, siempre ansioso de hacer gustar de lo que su exquisita sensibilidad gustaba.
Así se dio a conocer también en otros ambientes, como en la naciente Facultad de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara, y hay el testimonio de los que fueron sus alumnos de cómo siempre tenía aula plena y silencio absoluto con su cátedra de estética y en los cursillos sobre música y literatura, o en ciclos de conferencia a los que era invitado a exponer.
Gozaba de la exposición de los poetas del Renacimiento español: Garcilaso, fray Luis de León, san Juan de la Cruz, y singularmente con Luis de Góngora, a quien siempre consideró la más exquisita y refinada flor del arte literario del Siglo de Oro hispano. Cuando analizaba verso a verso, palabra por palabra, la fábula de Polifemo y Galatea, perdía la noción del tiempo, y seguía, sin importarle toques de campana, recreo para los seminaristas, bullicio. Un enajenamiento por el arte como aquél del que hablaba Fray Luis de León:
Aquí el alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente,
en él así se anega
que ningún accidente
extraño y peregrino oye o siente.
En 1953, a iniciativa de Adalberto Navarro Sánchez, dictó una serie de conferencias gongorinas sobre Polifemo y Galatea, su tema preferido, en el Instituto de Estudios Filosóficos, de efímera existencia, las cuales fueron seguidas con creciente interés por un copioso número de participantes.
Invitado por la Universidad de Nuevo León, impartió un cursillo en cinco estancias en Monterrey del 11 al 15 de junio de 1955. Para ambas presentaciones hizo algunos apuntes esquemáticos, y de su exposición en Guadalajara se hizo una grabación en discos; la grabadora de cintas todavía no era de dominio común. La grabación está defectuosa, en partes ininteligible. Con esfuerzo se ha logrado, valiéndose tanto de los apuntes esquemáticos como de esta grabación, la prosificación así como la glosa final del poema, que ha visto la luz pública como raro testimonio de quien poco se cuidó por dejar en letras de molde sus conocimientos.3
1 Presbítero del clero de Guadalajara. Se hizo cargo de la enseñanza de literatura en el Seminario Menor de Guadalajara luego de la muerte del profesor José Ruiz Medrano.
2 El Boletín agradece al autor, muy cercano a don José Ruiz Medrano, su gentileza en redactar este artículo para la quincuagésima efeméride luctuosa.
3 Conviene consignar que en vida de su autor vieron la luz algunos textos escolares para la enseñanza de la lengua latina, el más conocido de los cuales es su Analogía. En 1962 la editorial Jus publicó una selección de piezas oratorias suyas bajo el nombre de Una voz de México. De forma póstuma, y gracias a la participación del autor de este texto, vio la luz la Lira: antología de la poesía lírica española, hispanoamericana y mexicana, que ha gozado de muchas ediciones y grandísima aceptación (N. del E.).